En 1974, Jim Starlin finalizó su etapa de once números como autor completo al frente del “Capitán Marvel” y se marchó una semana de vacaciones a California. Cuando regresó a Nueva York, el entonces editor en jefe de Marvel, Roy Thomas, le preguntó de qué título quería encargarse a continuación. Starlin había estado reflexionando la noche anterior a la reunión y su decisión fue un personaje de la casa que se había deslizado hacia la oscuridad: Warlock.
La serie original de Adam Warlock se había cancelado en su número 8 (octubre 73) pero su historia había tenido el remate final en los números 176-178 (junio-agosto 74) de “Incredible Hulk”, en los que, como vimos en su respectiva entrada, el personaje moría, resucitaba y ascendía al cosmos. Su creador, Roy Thomas, lo había presentado como una suerte de Cristo alienígena, un mesías defensor de la paz, algo que sintonizaba con los intereses pseudoreligiosos de Starlin y sobre lo que reflexionaría en diversas obras en los años venideros. Lo que tenía en mente para Adam Warlock jamás lo hubieran autorizado Stan Lee o Roy Thomas en un personaje importante de la casa, pero tratándose de uno secundario y que no había conseguido atraer demasiada atención en su primera andadura, Thomas accedió.
Y así, el autor de Detroit se puso manos a la obra para producir, a partir del número 178 de “Strange Tales” (febrero 75), uno de los tebeos más extraños, enérgicos y estilosos de la década, en forma de space opera extravagante, densa y filosófica con la que exploraría conceptos diferentes a los abordados en Capitán Marvel. Como en el caso de Steve Gerber, Don McGregor y otros guionistas de la Marvel de los setenta, Jim Starlin gozó de una libertad casi completa a la hora de perseguir y plasmar sus propias ideas –aunque ello, repito, vino propiciado por la escasa popularidad del personaje-. A diferencia de esos guionistas, sin embargo, Starlin no sólo escribía la serie sino que también la dibujaba.
En agudo contraste con la forma en que Warlock había sido concebido originalmente por Roy Thomas y Gil Kane, el de Starlin no era un mesías sino un ser atormentado, fatalista, ocasionalmente nihilista e incluso loco. En un momento determinado, el personaje dice: “Mi vida ha sido un fracaso. Doy la bienvenida a su final”. Aunque sus aventuras transcurrían en el espacio y en un tiempo indeterminado, Warlock era un claro hijo de los Estados Unidos de los años 70, una época de dudas y antiheroísmo, una especie de versión iracunda y taciturna del Capitán Marvel y a una escala todavía mayor. El personaje escapaba de los confines del Sistema Solar y encontraba una galaxia poblada por extraños personajes donde reclutaría aliados y se ganaría enemigos poderosos. Además, Starlin estaba en mejor forma artística que nunca. En los dos primeros números de “Strange Tales”, 178 y 179, se ocupa de todo: guion, lápiz, tinta e incluso color. Sus páginas tienen composiciones dinámicas y un dibujo detallado con un entintado muy limpio y preciso.
Starlin guió a Warlock en un viaje espiritual desde el autoconocimiento a la asunción de un propósito cósmico y en el curso del cual se encontraría con su siniestro yo del futuro, el Magus, líder de la Iglesia Universal de la Verdad, creado cuando él mismo se dejó (dejará) corromper por su propio poder en la forma simbólica de una “gema-alma” que lleva pegada a su frente. Durante toda esta etapa, Warlock va a presentarse como un personaje atormentado por la culpa que le genera absorber las almas de sus enemigos a través de esa vampírica joya, lo que lo convierte en un equivalente de Elric de Melniboné, el guerrero brujo que creó para la literatura Michael Moorcock en 1961, escritor de ciencia ficción y fantasía enormemente popular en aquellos años.
El caso es que esta nueva religión galáctica, una suerte de anti-iglesia católica, ha convertido a su causa, de grado o por la fuerza, a poblaciones de innumerables mundos, gobernándolos con mano de hierro. En estos cuatro números de “Strange Tales”, del 178 al 181, se mezclan la física de Einstein y la ciencia de pacotilla, pseudorreligiones, combates de todo tipo, mujeres fatales, inmersiones esquizoides al fondo de la mente, viajes en el tiempo, estrafalarios alienígenas que parecen sacados de un delirio de Dalí, eventos de escala cósmica… En su búsqueda del Magus, Warlock conseguirá dos extraños aliados: Pip el Troll, un pícaro bocazas y eterno fumador de puros –inspirado en Jack Kirby-; y la asesina Gamora.
El secreto del éxito de Starlin en estos años radicó no sólo en su disposición a exponer en sus obras temas que le atañían personalmente sino a su habilidad para presentarlos en un contexto que fusionaba la aventura superheroica con la space opera. Supo, además, aprovecharse de la confusión que reinaba en Marvel en aquellos años de crecimiento en los que Stan Lee abandonó su puesto en favor de Roy Thomas primero y una rápida sucesión de colegas suyos después: Len Wein, Marv Wolfman, Gerry Conway y Archie Goodwin. Hasta que Jim Shooter tomó las riendas con firmeza en 1978, en Marvel cundía la desorganización y la improvisación: se lanzaban y cancelaban continuamente nuevas colecciones y se producían retrasos en las entregas de los artistas y la comercialización de las publicaciones.
Pero, sobre todo, resultaba imposible supervisar y coordinar todo el material bajo una única línea editorial coherente. De los 17 títulos que Marvel publicaba a mediados de los sesenta se había pasado a medio centenar y era imposible para un solo editor controlar semejante caudal. Gracias a ello, muchos de los creadores más innovadores y atrevidos de la compañía se salieron con la suya con historias y planteamientos que no hubieran visto la luz cinco años antes o cinco años después.
Además, las limitaciones impuestas durante décadas por el Comics Code Authority, el código de autocensura establecido por la industria del comic-book a mediados de los cincuenta, empezaban a diluirse. En 1971, Stan Lee había desafiado su imperio publicando los famosos números de las drogas de “Amazing Spiderman” (96-98) sin el sello aprobatorio de esa institución en la portada. Poco después, las reglas del código se reescribieron, lo que, entre otras cosas, abrió la puerta a publicar comics de monstruos y terror que dieron mucho dinero a Marvel en aquella década. Sintiendo la debilidad de los censores y con el beneplácito de Lee, la nueva ola de creadores se arriesgó con material aún más cuestionable a los ojos de aquéllos, como “El Hijo de Satán” o “El Motorista Fantasma”. Aunque Lee fue un pionero a la hora de desafiar los límites de la industria (por ejemplo, en “Sargento Furia” nº 6 (marzo 64), en el que condenó el racismo aun sabiendo que ello podría perjudicar las ventas en los estados sureños), en general, Marvel –como todas las editoriales- evitaba exponer a sus lectores a material potencialmente polémico. Ahora, de repente, parecía que aquello ya no importaba.
Sin duda, parte de los motivos para ello pueden rastrearse en la disminución de ventas de comics (a pesar de la popularidad de Marvel y su preeminencia respecto a DC, la industria en general estaba experimentando un retroceso) y, sobre todo, en la revolución social y cultural que había experimentado la nación a finales de los sesenta junto a una pérdida de confianza en las instituciones gubernamentales. La revolución sexual propició una nueva permisividad en temas que antes se habían mantenido fuera del ojo público; y la guerra de Vietnam había generado una oposición muy sonora que luego evolucionaría a una industria permanente de la protesta. Aún en su infancia, ya puede encontrarse también una nueva “corrección política” que un día impondría sus propias restricciones, en muchos casos más asfixiantes que aquellas que habían sido abolidas en los sesenta.
La suma total de todos estos factores creó una ventana de oportunidad para los jóvenes creadores que habían ido incorporándose a Marvel desde comienzos de los setenta, creadores que no sólo parecían miembros activos de esa revolución social y cultural sino que abrazaban sus lemas y valores. En una entrevista, Starlin declaraba: “Stan (Lee) le dio a los personajes que creó personalidades propias de la televisión de los 60 en lugar de hacer figuras de cartón como los Superman y Batman bajo la supervisión editorial de Mort Weisinger. En los 70, llegamos nosotros y les dimos personalidades sacadas de “Ponche de Ácido Lisérgico” (un influyente ensayo de Nuevo Periodismo firmado por Tom Wolfe sobre un grupo de hippies con los que viajó el escritor), tratando de situar a los superhéroes en un espacio mental muy diferente”. Su colega y futuro editor de Marvel, Al Milgrom, añadía: “En parte ello respondía a que estábamos buscando las mismas respuestas que los personajes. Estábamos con el movimiento pacifista, explorando la consciencia…”.
Esa nueva sensibilidad se manifestaba en toda su gloria en el “Strange Tales” 81 (agosto 75), un número titulado “1.000 Payasos” y que Starlin dedicó íntegramente a explorar el mundo interior de Warlock. Tras la página-viñeta de apertura (dedicada a Steve Ditko, “que nos dio a todos una realidad diferente” y cuya iconografía para el Doctor Extraño utiliza aquí Starlin tan profusamente como lo había hecho en “Capitán Marvel”) y otra que, como era costumbre, resumía lo acontecido en números anteriores, Warlock era recibido en “El País de Como son las Cosas” por un payaso llamado Nels Eta (nada disimulado anagrama de Stan Lee). Starlin ha declarado que su intención a la hora de representar al staff de Marvel como payasos fue un intento de expresar cómo veía él su situación en Marvel, una situación de creciente descontento por las limitaciones a su libertad creativa y la mediocridad general reinante.
Así, Nels Eta guía a Warlock en un recorrido en el que explorará el conformismo (“Serás mucho más feliz siendo parte de la sociedad”) y las consecuencias de la rebelión, simbolizada por un Roy Thomas crucificado y diana de los pasteles que le arrojan otros dos payasos que representan a Len Wein y Marv Wolfman: “¡Eso de ahí abajo en la cruz es un payaso renegado! Es una lástima. Era uno de los mejores, pero intentó resistirse al sistema. Empezó a pensar que la gente era más importante que las cosas. Incluso empezó a cuestionar “Cómo Son Las Cosas””. La víctima, debilitada y cubierta de porquería, murmura “¡Lo intenté! Les seguí el juego cuanto pude… Pero no lo soportaba más. ¡Pero vosotros no lo entenderíais!”, a lo que Warlock responde “Puede que yo sí”. Entretando, otro payaso llamado Jan Hatroomi (John Romita) le pinta una cara de payaso a Warlock.
A continuación, Nels Eta muestra al héroe una estructura en forma de torre rodeada por una rampa por la que ascienden los payasos para ir acumulando más material sobre la cima hasta que colapsa sepultando a todos esos desgraciados. Se trata de una metáfora de la propia Marvel como una enorme pila de basura que los dibujantes, guionistas y editores alimentan simplemente porque es lo que siempre se ha hecho. Warlock encuentra entre los restos de la derrumbada torre un fragmento de bella sustancia que representa el material producido por los guionistas más rebeldes de la casa, como Steve Englehart, Don McGregor, Steve Gerber o el propio Starlin. Pero Nels Eta se limita a despreciarlo: “No conseguimos sacarla de nuestros desperdicios. Cada vez que nos despistamos, alguien la mete”.
Empujado al borde de la locura por ese sistema de lunáticos, Warlock grita: “¡Diamantes en la basura! ¡Dejadme salir de aquí!”. Atravesando el Portal de la Locura, emerge al otro extremo sólo para enfrentarse a un monstruo que encarna los propios miedos e inseguridades de Starlin (“¡Soy todas las cosas viles que nunca te atreviste a decir o hacer!”) y luego al Magus, su oscura versión del futuro y líder religioso. Aun en un momento de su historia en el que Marvel parecía dispuesta a permitir e incluso glorificar personajes satánicos como “El Hijo de Satán” o “El Motorista Fantasma”, no fue poca cosa que permitieran a Starlin atacar de forma tan abierta a la Iglesia Católica.
O quizá fue, como he dicho, producto de la desorganización general que cundía en la editorial y la poca atención que prestaban a títulos de escasas ventas. Ello explicaría que nadie hubiera puesto pegas –puede que ni siquiera se lo hubieran leído- al episodio que acabo de comentar, absolutamente corrosivo con la editorial, sus responsables y profesionales. O que Starlin consiguiera colar en otros episodios burlas como modificar en portada el logo del Comics Code Authority sustituyéndolo por otro que rezaba “Approved by the Cosmic Code Authority” (nº 179); hacer que Pip pida en una taberna un cóctel de mierda (nº 180); o hacer figurar en los créditos al editor Len Wein como “liante” (“Warlock” nº 9).
Starlin, de esta forma, aprovechaba la colección para airear no solo su disconformidad con la industria sino resolver sus traumas personales con su educación católica. “He de admitir que las monjas me enseñaron a pensar, pero difícilmente puede encontrarse un grupo de mujeres más sádicas”. Ya comenté la ironía de que Warlock, concebido por Roy Thomas como una figura mesiánica directamente inspirada en Cristo, se convierta ahora en manos de Starlin en el peor enemigo de una iglesia claramente modelada a partir de la católica.
Cuatro números estos de “Strange Tales” que no encajan en las fórmulas tradicionales del género superheroico pero que son de lectura obligada para cualquier interesado en la historia de Marvel y del comic book en general. Son también un buen ejemplo de por qué muchos de los títulos y personajes más eclécticos de la editorial en aquellos años, como “Capitán Marvel” de Starlin, “La Guerra de los Mundos” y “Pantera Negra” de Don McGregor o “Deathlok” de Rich Buckler, languidecieron y/o fueron cancelados poco después de la marcha de sus creadores: eran productos muy personales que sus sucesores no supieron entender. En cierto sentido, representaban el ocaso de una época en la que los guionistas constituían la parte más importante del proceso creativo. Desde finales de los 70, su relevancia fue disminuyendo ante el empuje de unos dibujantes que presionaban para ser autores completos.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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