(Viene de la entrada anterior)
La segunda temporada de “Black Mirror”, emitida por el británico Channel 4 en 2013, siguió la misma estructura que la primera: tres episodios independientes, cada uno de ellos ambientado en un futuro cercano distinto. Aunque la temporada fue algo más irregular que la primera, la calidad de estas historias volvió a confirmar a la serie de Charlie Brooker como una de las más interesantes e inteligentes de la televisión moderna.
Los humanos somos una especie que aún trata de superar los temores traumáticos relacionados con nuestra misma existencia. Creamos el email y las redes sociales para sentirnos próximos a los demás y formar grupos que nos brinden apoyo en un mundo frío e indiferente; inventamos nuevas tecnologías médicas para comprar más tiempo… Los humanos somos seres complicados y contradictorios que vivimos en un mundo complicado y contradictorio. Pero cuando reducimos nuestras vidas a sus elementos más básicos, podemos describirlas como una continua búsqueda de un amor que supere al temor que sentimos respecto al presente y al futuro.
En el episodio “Vuelvo Enseguida”, el primero de la segunda temporada, Brooker nos propone una herramienta tecnológica para conseguir más tiempo con nuestros seres queridos e incluso derrotar a la muerte y el miedo haciendo que el amor viva para siempre… Pero, como suele suceder, es un regalo envenenado que no nos libera sino que nos encadena.
La joven pareja compuesta por Martha (Hayley Atwell), una artista digital, y su novio Ash (Domhnall Gleeson), un repartidor adicto a las redes sociales, decide mudarse a una casita en el campo propiedad de la familia de él. Son una pareja creíble, que se profesan auténtico amor y que, como sucede siempre con los amantes, de vez en cuando siguen sorprendiéndose mutuamente con alguna revelación que había permanecido oculta, aunque sea irrelevante. Por ejemplo, cuando Martha se asombra y disgusta simultáneamente al descubrir que a Ash le encanta la música de los Bee Gees.
Una mañana, Martha empieza a trabajar en un encargo profesional importante y deja que Ash sea quien devuelva la furgoneta con la que han hecho el traslado. Al transcurrir el día sin recibir noticias de él y sabiendo que nunca deja muy lejos el móvil, Martha se preocupa. Cuando anochece, llama a la empresa de alquiler y se entera de que Ash no ha devuelto el vehículo. No tarda ya mucho en recibir la visita de la policía, que le informa de que ha fallecido en un accidente de tráfico.
En el funeral, una amiga de Martha, Sarah (Sinead Matthews) trata de brindarle consuelo diciéndole que existe un programa de internet que puede crear réplicas virtuales de seres fallecidos a partir de todo el contenido almacenado sobre ellos en las redes sociales: vídeos, audios, textos, fotografías, opiniones, perfiles… A Martha le repugna la idea pero, aún así, Sarah la da de alta en la página web y el sistema le envía un email. Sólo tiene que pinchar en el enlace y podrá empezar a chatear con una inteligencia artificial que simulará ser Ash… Martha llama a Sarah y le grita enfadada.
Esa tecnología ofrece algo quizá inquietante, irreal, sí; pero ¿puede ayudar? Quizá. Hemos creado toda una industria repleta de rituales y rutinas relacionadas con la muerte que tratan de ofrecer un camino de sanación psicológica. Respetamos y seguimos esos rituales porque tenemos miedo. Y eso, junto a la tristeza y la soledad (descubre su embarazo sin que haya nadie a su alrededor con quien compartirlo), es lo que lleva a Martha a responder el email.
Paulatinamente, se hace adicta a este Ash “virtual” con el que puede conversar en un chat y lo va alimentando cada vez con más mensajes privados, imágenes y vídeos para que las respuestas de ese avatar sean lo más parecidas posible a las que daría el auténtico. De los chats, Martha pasa a las llamadas de teléfono y pronto se encuentra pasando casi todo el día charlando y escuchando a Ash vía bluetooth, haciéndole confesiones, contándole recuerdos y negligiendo las relaciones con otras personas, como su hermana.
Un día, después de haber obtenido el primer ultrasonido al feto, va a compartirlo con “Ash” pero el teléfono cae y se rompe. Ello le provoca a Martha una crisis de ansiedad: ha vuelto a perderlo. Aterrorizada, se apresura a comprar otro teléfono y volver a casa para cargarlo. Traumatizada, comprende las limitaciones de su interacción con la IA: Ash es ahora sólo una voz al otro extremo de una llamada telefónica. Pero los teléfonos se rompen. Así que el siguiente paso es conseguir un Ash con cuerpo físico, un servicio que ofrece la misma empresa y que Martha adquiere.
Una empresa de reparto le entrega al poco tiempo un gran arcón que contiene una forma humana deshidratada. Martha lo coloca en la bañera y añade los electrolitos y el gel nutriente que acompaña al pedido. En pocas horas, un Ash en “carne y hueso”, aunque éstos sean artificiales, cobra vida.
Una de las razones por las que este episodio funciona es su sentido de progresión. La parte de la trama que narra la “nueva vida” de Ash está dividida en tres partes bien diferenciadas: primero, las conversaciones vía chat; luego, las telefónicas y, por fin, la interacción física. Si el guion hubiera saltado directamente de la muerte del auténtico Ash al “androide”, Martha y el espectador no habrían podido sino albergar un sentimiento de rechazo hacia el mismo. Pero al ir presentando esas diferentes versiones, cada vez más sofisticadas, la aceptación de la protagonista resulta más verosímil.
Y no sólo eso. Esa escalada permite la introducción de otro tema: la adicción. Martha, obviamente, añora a Ash, profunda, completa y permanentemente. Su ausencia le ha dejado un vacío que no ha conseguido llenar… excepto por el simulacro. Ahora bien, lo que recibe de éste son rasgos sueltos y detalles dispersos de su difunto amante. Al principio, es sólo su forma de escribir y luego la voz antes de conseguir un cuerpo. Pero ninguna de estas cosas son Ash, sólo fragmentos que satisfacen los receptores de dopamina de Martha. Es como ver a alguien reconciliar amor y muerte mediante una adicción opiácea.
El segmento final de “Vuelvo Enseguida”, en el que Martha convive con su “Ash” artificial, es sin duda el más siniestro. Cuando lo ve por primera vez, se da cuenta de que no tiene en el pecho la marca de nacimiento que el auténtico sí tenía, así que el artificial se hace una. Siempre tiene el aspecto del Ash real en un buen día, algo que se explica porque las fotos que solemos subir a internet son las que más nos favorecen. No come, pero cocina. No duerme, pero satisface no sólo las necesidades sexuales de Martha sino las de otra índole: al estar conectado permanentemente a internet, sabe exactamente cuánto alcohol debería consumir ella en cada momento de su embarazo.
En definitiva, que no es real, pero es de ayuda… hasta que deja de serlo. “Vuelvo Enseguida” nunca llega a convertirse en una película de terror. El software de “Ash” no se corrompe ni Martha llega a estar jamás en peligro. El falso Ash es siempre correcto y obediente, dispuesto a complacer e insensible a los arranques de malhumor o caprichos de Martha. El problema es que, siendo una copia de todos los aspectos positivos de Ash, no es él. Y llega un punto en el que Martha no puede seguir engañándose a sí misma.
La historia no reserva ya más giros o sorpresas. Martha no volverá a tener otro de esos momentos íntimos como en aquél en el que descubrió el gusto de Ash por los Bee Gees. Lo que ahora lo sustituye no es más que un eco de todo lo que él dejó publicado en internet. Siempre hará lo que ella le ordene, sin discutir. Cuando le dice que se vaya a dormir al piso de abajo y él inmediatamente obedece, se produce uno de los momentos más provocadores del episodio: ella le golpea, le grita llorando y le exige que la pegue. “¿Alguna vez te pegué?”, pregunta él. “No. Por supuesto que no, pero podrías si yo te hubiera hecho esto”, responde Martha golpeándole de nuevo.
La violencia doméstica es uno de los temás tabú tanto en la vida real como en la ficción televisiva. Es un fenómeno social desagradable, terrorífico y que nos avergüenza (o debería hacerlo) como individuos y sociedad. “Vuelvo Enseguida” coloca al espectador en la incómoda posición de comprender lo que Martha pretende cuando ordena a un hombre –o su impresión digital- que le pegue. Es una orden que hace sentir molesto a quien lo ve y escucha, pero es lo que ella quiere o, o al menos, algo que se le parezca: una reacción humana dominada por emociones no dosificadas por la lógica, no una máquina programada para responder sin salirse de un algoritmo que elimina cualquier violencia. Ese momento es lo más cercano que este episodio tiene a un climax.
Al día siguiente, Martha lleva a “Ash” al borde de un acantilado y le ordena que salte. Él obedece y sólo se detiene cuando ella le dice que eso no es lo que haría el auténtico Ash. Martha ha llegado al limite. Ya no sabe qué más hacer con ese peligroso juguete que se vio impelida a comprar. El software de “Ash” trata de aprender y adaptarse, entiende que se espera de él una respuesta emocional y suplica a Martha por su “vida”… Pero ya no tiene efecto sobre ella. No es real y ya no la ayuda. Añora los molestos manierismos, las discusiones y peleillas insustanciales porque eso es lo que era también Ash. Sin embargo, esta presencia extraída de las redes sociales nunca exhibe esos pequeños defectos que, a la postre, es lo que ella más echa de menos.
Martha grita, la escena se corta e inserta una larga elipsis hasta el séptimo cumpleaños de su hija, que le pide algo que normalmente sólo hacen las dos los fines de semana. Martha abre la trampilla del altillo y su hija sube allí para pasar el rato con su amigo Ash. Le pide a su madre que la acompañe y se una a ellos. Martha titubea, aún atormentada por el dolor, y luego accede.
Al principio del episodio, vimos a Ash y Martha juntos en el sofá de esa misma casa, su nuevo hogar. Él miraba la foto de su hermano muerto largo tiempo atrás. Después de su fallecimiento, la madre de Ash no pudo superar la tristeza y escondió en el altillo todo aquello que se lo recordaba, desde los juguetes a las fotografías. Al final, Martha ha hecho lo mismo, solo que lo que ella ha escondido allí es un recordatorio viviente de su pérdida, la fotografía definitiva.
¿Cuál es la moraleja aquí? Quizá no haya ninguna. Porque nosotros, los humanos, no hemos averiguado aún como superar satisfactoriamente la pérdida de los seres queridos. Nuestras vidas son un continuo de fuerzas en conflicto: amor, muerte, memoria, pena y miedo. Martha hizo lo que mejor supo para reconciliar todas esas fuerzas y asimilar la pena, pero fracasó. Al menos, su hija dispone de una fotografía viviente de las mejores virtudes de un padre al que nunca conoció.
Uno de los puntos más destacables de “Vuelvo Enseguida” es su reflexión sobre la diferencia entre la imagen que proyectamos en las redes sociales y quienes realmente somos. A pesar de que ambos se aman, es evidente que Ash apenas presta atención a Martha porque está constantemente tuiteando, subiendo actualizaciones, vídeos y fotografías, intentando mostrar una imagen de su vida más feliz de lo que en realidad es. En un momento determinado, sube a internet una foto de su infancia en la que aparece él con su madre detrás, diciendo que “es divertido”. Pero cuando Martha la pregunta sobre el origen de la imagen, Ash confiesa que se tomó en uno de los días más tristes de su vida, después de la muerte de su hermano, y que su sonrisa era forzada. Tanto aquí como en otras escenas sutiles, se percibe la fina membrana que separa el Ash “virtual” y el hombre de carne y hueso que ama Martha.
Se apuntan también algunos temas más siniestros, por ejemplo, cómo las redes sociales se aprovechan de nuestra fragilidad emocional para obtener datos privados suministrados por nosotros mismos. Brooker podría haber llevado la historia de una forma menos sutil, por ejemplo, haciendo que el avatar de Ash bombardeara a Martha con publicidad personificada. En cambio, la anima amablemente a “alimentarlo” con más material íntimo y ampliar la cobertura de servicios de la empresa, manipulando sus emociones para que, al final, se vea impelida a contratar el envío del doble físico de Ash, cuya “mente” es una amalgama de frases ingeniosas y un espejo para los sentimientos de Martha. Aunque claramente ese avatar con cuerpo no es su amante perdido, Martha se siente incapaz de pasar página tal es la cantidad de información que de él ha quedado atrás, agregada, ordenada y convertida en un fantasma del que ella no puede desengancharse emocionalmente.
“Vuelvo Enseguida” es una meditación sobre la experiencia del duelo no superado, una historia que quizá podría haberse contado sin los adornos de la tecnología digital pero que Brooker utiliza para sugerir que ésta puede no ser el mejor instrumento para superar la tristeza de una pérdida.
La mayoría de nosotros tenemos cuentas en diferentes redes, participando en la creación de un mundo virtual sobre el que proyectamos la imagen que deseamos, no la que realmente tienen de nosotros quienes nos conocen. Compartimos las fotos y la información que preferimos, no necesariamente las que nos definen como personas. En este sentido, “Vuelvo Enseguida” pone el foco en el triste legado que dejará atrás la nueva generación digital cuando desaparezca físicamente del mundo y cuestiona el uso que hacemos de internet: ¿Qué posteamos cada día? ¿Damos “me gusta” y compartimos cosas simplemente para impresionar o contentar a gente que no conocemos? ¿Nos comportaríamos de la misma forma en la vida real que en las redes?
Brooker nos recuerda que nuestros perfiles en las redes no son ni mucho menos un reflejo de la realidad. La vida real y la virtual deberían ser contempladas y abordadas como entidades separadas e independientes. No hay nada intrínsecamente malo en convertir las redes sociales en un entorno emocionalmente seguro en el que volcar los momentos más felices, compartir las buenas noticias y mostrar las imágenes que significan algo para nosotros. Sin embargo, no debemos perder de vista que ese espejo está distorsionado, no refleja el mundo real, algo que demasiada gente en la actualidad tiene dificultades en comprender.
“Vuelvo Enseguida” es, en definitiva, un episodio que, planteando un avance tecnológico futurista, ni cae en el pesimismo distópico de un futuro cautivo de su tecnología ni pierde de vista el humanismo; comprende que toda esa tecnología y los cambios que conlleva, no son lo importante, sino nosotros mismos. La idea de dejarnos ayudar por nuestros inventos es humana, pero no necesariamente de ayuda porque podemos pasar a depender de ellos, abusar de su uso o utilizarlos con un propósito equivocado.
(Continúa en la siguiente entrada)
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