No hace falta retorcer la arqueología o la antropología para soñar con
que nuestros ancestros contactaron con seres venidos del espacio. Basta
fantasear con el material que nos regala la CF, que si de algo no anda escasa
es de alienígenas. Sin embargo, los autores no siempre han sabido imaginar
criaturas verdaderamente alejadas de nosotros, espacial, temporal, biológica y
culturalmente. Resulta muy fácil simpatizar con los Na´vi de “Avatar” (2009) o
los Bajoranos de “Star Trek: Espacio Profundo Nueve” (1993), tan parecidos a
nosotros son en aspecto, expresiones, intereses y emociones.
Esta pereza creativa siempre ha sido fuente de insatisfacción para muchos aficionados. ¿Por qué los alienígenas de la literatura, el cine o la televisión son tan a menudo frustrantemente parecidos a nosotros? Una inteligencia modelada en condiciones ambientales, biológicas y culturales muy distintas, ¿no debería alejarse de la nuestra? ¿No deberían ser, no sólo diferentes en su aspecto, sino en su comportamiento, sociedad, motivaciones y forma de entender el Universo?
El verdadero desafío para el escritor es, por tanto, dar con algo
auténticamente “inhumano”, seres con los
que resulte complicado o imposible comunicarse y, por lo tanto, entender. Y es
un desafío no sólo a la hora de imaginar a esas civilizaciones sino la historia
que deben compartir con los humanos protagonistas. Afortunadamente, los aficionados
más exigentes tienen en el canon un buen puñado de ficciones que cumplen esos
requisitos, desde el océano –quizá- inteligente de “Solaris” (1961) a los
heptápodos de “La Historia de Tu Vida” (1998). Y, por supuesto, “Cita con
Rama”, una de las novelas de Primer Contacto más premiadas del género y que el
tiempo ha conservado sorprendentemente bien.
Desde 1956, Clarke residía en Sri Lanka, donde podía practicar su
pasión por el submarinismo y la arqueología submarina, disciplina sobre la que
incluso llegó a escribir algún libro. Bien podría haberse retirado tras un par
de décadas de novelas que le habían garantizado la inmortalidad en el género
como “Las Arenas de Marte” (1951), “El Fin de la Infancia” (1953), “La Ciudad y
las Estrellas” (1956) y, por supuesto, “2001: Una Odisea del Espacio” (1968).
Además, gracias a sus escritos tanto de ficción como ensayos y su participación
en diferentes proyectos, se hizo acreedor de un sinfín de honores y premios
literarios y científicos: rector de la Universidad de Moratuwa y la Universidad
Internacional Espacial; mecenas de la Fundación de la Ciencia Ficción; presidente
de la Fundación Británica de Ciencia Ficción; receptor del Premio Kalinga de la
UNESCO y la Medalla a los Servicios Públicos Distinguidos de la NASA… así como
diversos títulos y grados honoríficos, uno de ellos, de la Universidad de
Liverpool, concedido por su idea del enlace vía satélite.
A comienzos de los 70, sin embargo, el escritor británico tenía aún
mucho que contar pese a quienes habían creído lo contrario. Y es que, en
aquella década, aunque bastantes de los autores de CF que comenzaran sus
carreras durante la Edad de Oro (de finales de los 30 a mediados de los 40),
aún permanecían activos, no pocos de ellos o bien quedaron sobrepasados y
marginados por los nuevos y más jóvenes autores que habían empezado a renovar
profundamente el género en los años 60, o bien recurrían a reciclar viejas
ideas una y otra vez. Pero algunos de los “viejos” maestros distaban de estar
acabados, como demostraron Isaac Asimov en 1972 con “Los Propios Dioses” y
Clarke con “Cita con Rama”. Ambos ganaron con esas novelas el Premio Hugo en
sus respectivos años.
“Cita con Rama” llegó como una bocanada de aire fresco que atrajo la
atención tanto de críticos y colegas como de aficionados. De hecho, no sólo
ganó el Hugo sino el Nébula, el British Science Fiction Award, el John
W.Campbell Memorial Award o el Locus. Escrita en un momento en el que Clarke
todavía cabalgaba a lomos del éxito de “2001: Una Odisea del Espacio”, “Cita
con Rama” incluía algunos de los temas ya abordados por el escritor en obras
anteriores, especialmente el concepto de visitantes alienígenas y el sentido de
lo maravilloso suscitado por el encuentro con los misterios que nos aguardan en
la inmensidad del cosmos, pero supo presentarlo de una forma nueva y atractiva,
prescindiendo del plano metafísico y ciñéndose a la ciencia ficción más “dura”.
A consecuencia del catastrófico impacto en Italia de un meteorito no
detectado previamente, a mediados del siglo XXI se crea la organización
Vigilancia Espacial, cuya misión es la de impedir una tragedia similar
observando, catalogando y monitorizando todos los objetos espaciales que
pudieran suponer una amenaza para la Tierra. Son sus sensores los que, en 2131,
detectan un objeto en rumbo hacia el Sol y que proviene del exterior de nuestro
sistema. Las observaciones realizadas a distancia apuntan a un origen
artificial:
“Las primeras imágenes, desde una distancia de diez mil kilómetros, paralizaron las actividades de toda la humanidad. En un billón de pantallas de televisión apareció un diminuto cilindro sin rasgos característicos, cuyas dimensiones iban en aumento segundo a segundo. Cuando alcanzó el doble de su tamaño, nadie podía ya pretender que Rama fuera un objeto natural. Su cuerpo formaba un cilindro tan geométricamente perfecto que bien podía haber sido trabajado en un torno; desde luego un torno con sus puntas a cincuenta kilómetros una de otra. Ambos extremos eran bien planos, con excepción de algunas pequeñas estructuras que se levantaban en el centro de una de las caras, y medían veinte kilómetros de largo. A distancia, cuando no había sentido de escala, Rama se parecía cómicamente a una olla doméstica común”
El Consejo Consultivo del Espacio ordena el envío de una sonda, que
confirma que se trata de algún tipo de estructura o vehículo alienígena. El
Endeavour, una nave de Vigilancia Espacial que estaba cumpliendo una misión de
rutina comprobando y colocando balizas de advertencia de asteroides, recibe la
orden de salir al encuentro del objeto ya que es el único vehículo espacial que
por su localización puede interceptarlo antes de que aquél circunde el Sol y se
lance de regreso hacia las estrellas. Afortunadamente, la experimentada
tripulación está comandada por el veterano y sensato comandante William Tsien
Norton, que llevará a cabo el encargo con absoluta profesionalidad.
Los astronautas posan su nave sobre una de las bases del gigantesco
cilindro rotatorio de decenas de kilómetros de largo y encuentran en el eje una
especie de esclusa múltiple por la que acceden al interior. Aquí empieza la
mejor parte de la novela: la exploración de ese inmenso vehículo, al que los
humanos bautizan como “Rama”, la descripción de los detalles de su “geografía”
y los sucesivos misterios, sorpresas y desafíos que van encontrando a lo largo
de los meses que permanecen en esta especie de “Arca”.
Inicialmente, el interior se aparece como oscuro e intimidante, pero la atmósfera es respirable, lo que sugiere que sus constructores fueron criaturas con una biología similar a la de los terrestres. Por otra parte, la rotación sobre su eje hace que en las paredes interiores del cilindro exista una gravedad aceptable para los visitantes terrícolas. Clarke no anticipó el futuro desarrollo de drones, lo que podría haber acelerado la exploración del lugar, pero sí describe con sentido común, detalle y absoluta plausibilidad los pasos que da Norton para ir adentrándose cada vez más profundamente en ese mundo interior.
Cada vez que la trama da indicios de renquear, ocurre algo que reaviva
el interés: las luces interiores se conectan y el impresionante paisaje emerge
de la oscuridad revelando nuevos detalles; los astronautas van ideando
diferentes maneras de descender a la superficie del cilindro y atravesar sus
planicies punteadas por lo que, inicialmente, identifican como ciudades; hay un
misterioso mar interior congelado que circunda toda la sección central de la
estructura y en cuyo centro, a su vez, sobresale una estructura similar a una
ciudad. Clarke, como he dicho, era desde hacía mucho tiempo un gran aficionado
al submarinismo y todo lo relacionado con el mar, así que no es de extrañar que
dedique bastante tiempo a describir las interesantes propiedades de esa masa de
agua y los desafíos a los que se tienen que enfrentar los exploradores cuando
deciden atravesarla.
Más sorpresas animan la historia: los científicos del Consejo Espacial
se dan cuenta de que la aproximación al Sol y el consecuente calentamiento del
interior, levantará vientos de fuerza huracanada. Cuando esto, efectivamente,
sucede, no sólo el mar se descongela sino que, aparentemente de la nada, surgen
toda clase de extrañas criaturas, orgánicas pero creadas artificialmente, lo
que les vale el nombre de “biots”. Uno de los tripulantes, Jimmy Pak, se sirve
de una especie de ultraligero para sobrevolar el mar y explorar el extremo más
lejano del cilindro, pero su iniciativa llega en mal momento: las enigmáticas
estructuras que encuentra allí se activan y crean turbulencias eléctricas que
le derriban más allá del alcance de sus compañeros...
Y, por si fuera poco, en el exterior de Rama el clima político entre
la Tierra y las diferentes colonias humanas en Mercurio, Luna, Marte,
Ganimedes, Titán, y Tritón, se deteriora. La aparición de Rama despierta el
ancestral miedo a lo desconocido y surgen divisiones respecto a las acciones a
tomar. Mercurio, el planeta más próximo a la trayectoria prevista de Rama,
decide curarse en salud y en plena fiebre paranoide –no del todo injustificada-,
toma medidas preventivas por su cuenta y riesgo, lanzando un ingenio
termonuclear contra Rama sin avisar a los astronautas que allí se encuentran. Y
a todo esto, la exploración del interior de Rama debe acelerarse dado que
cuando se aproxime al Sol se hará inhabitable y la Endeavour deberá alejarse rápidamente
antes de achicharrarse. Todas estas tensiones hacen que el lector pase página tras
página ávido por llegar al desenlace final.
“Cita con Rama” es una ficción clásica de Macroestructuras (que
también podríamos denominar Xenoarqueología), un subgénero de la CF cuyo
atractivo reside en enfrentar a los personajes (y, con ellos, a los lectores)
con un gran misterio: de dónde viene el objeto que encuentran, quién lo
construyó, cómo funciona y cuál es su propósito. Entre sus obras más destacadas
pueden citarse “Mundo Anillo” (1985), de Larry Niven; “Titán” (1979), de John
Varley; “Pórtico” (1976) de Frederik Pohl; “Eón” (1985), de Greg Bear o
“Esfera” (1987), de Michael Crichton. Son historias que suelen utilizar el
sentido de la escala para hacer sentir al lector su insignificancia ante esas
estructuras que escapan al conocimiento, perspectiva y posibilidades de nuestra
civilización; al tiempo que proponen un juego de pistas, dispersas por la
narrativa y sólo levemente relacionadas, que únicamente al final se unen para
componer la totalidad del rompecabezas.
Pero “Cita con Rama” se distancia de otras obras del subgénero en que
no responde a todas las preguntas ni soluciona los enigmas que plantea. Si hay
alguna inteligencia rectora a bordo de Rama, sea alienígena o informática, no demuestra
interés alguno en comunicarse con los humanos. Ni siquiera los biots les
prestan atención. Cuando la Endeavour se separa de la estructura dejando que
ésta siga su camino y se aleje para siempre del alcance del conocimiento
humano, sabemos muy poco más que al principio respecto a quien construyó la
estructura, cómo eran y vivían y qué propósito y destino tiene aquélla. Ni
siquiera se llega a dilucidar cuál es su medio de impulsión ni si es una
especie de féretro, el resto muerto de una misión fracasada o, por el
contrario, los ramanes se encuentran dormidos en alguna parte de la estructura,
esperando a despertar cuando lleguen a algún destino ignoto.
Esta decisión del autor puede, comprensiblemente, dividir a los
lectores. Habrá quienes se sientan frustrados, incluso engañados. Muchos
aficionados a la CF dura, como les ocurre a los propios científicos, esperan
encontrar explicaciones a los fenómenos observados, pero Clarke les hurta esa
satisfacción y, colocándolos en el lugar de los desconcertados astronautas, los
enfrenta a lo astronómicamente insondable y biológicamente impenetrable,
limitándose a acompañárles en sus descubrimientos y compartir hipótesis que
nunca llegan a confirmarse o descartarse. No existe un narrador omnisciente que
ofrezca un plano revelador de todo el paisaje ni una perspectiva esperanzadora
de las posibilidades de la Humanidad. Tras creerse el centro del Universo, el
Hombre es reducido por Rama a una mera nota al pie. Puede acercarse a él y
contemplarlo maravillado, puede especular e investigar, pero no igualar la
hazaña de sus constructores, ni siquiera comprender cómo lo hicieron. Clarke va
todavía más allá y a la grandiosa impasibilidad y misión eterna de Rama
enfrenta la mezquindad y cortoplacismo de nuestra especie –o, al menos, parte
de ella-, dispuesta a destruir todo aquello que no comprende.
Quienes no se sientan plenamente satisfechos o completos con el final
de “Cita con Rama”, no tienen más que continuar leyendo las tres secuelas que
escribió Gentry Lee (que, además de escritor, fue ingeniero jefe de la
Dirección de Sistemas de Vuelo Planetario en el Laboratorio de Propulsión a
Chorro de la NASA) con supervisión y correcciones de Clarke: “Rama II” (1989),
“El Jardín de Rama” (1991) y “Rama Revelada” (1993), en las que se profundiza
en todos los aspectos dejados a oscuras en la novela inaugural de la saga. Pero
igual que ha ocurrido con otras series de novelas iniciadas a partir de un
misterio (la del propio Clarke con “2001: Una Odisea del Espacio”; la saga de
los Hechee de Frederik Pohl o la de Mundo Anillo de Larry Niven) conforme más
se aprende sobre Rama y sus constructores, menos espacio queda para la sorpresa
y más frecuentemente se cae en el cliché y lo predecible.
Ahora bien, yo me encuentro entre quienes piensan que la novela
funciona mucho mejor dejando en el aire todas las respuestas. Y es que, en este
caso, contar demasiado, acaba diluyendo ese sentimiento de lo maravilloso del
que hablaba al principio y que, en mi opinión, es lo que pretende despertar
“Cita con Rama”. El viaje que propone Clarke no tiene como objetivo encontrar
respuestas sino plantear preguntas. Si hay una novela de CF que se ajuste a la
definición de “literatura especulativa”, sería esta.
Su opacidad, además, contrasta favorablemente con otro de los tropos
habituales en las ficciones alienígenas: lo familiar que resultan sus ciudades,
hábitats y tecnología. Cuando los humanos entran en Rama y comienzan a
explorar, les impacta lo diferente que es ese lugar por mucho que sus
condiciones ambientales les permitan sobrevivir allí con relativa comodidad. Lo
que parecen ciudades no resultan serlo; los “edificios” son estructuras sólidas
sin aberturas y que no parecen diseñadas para ser habitadas; y la sobrecogedora
escala e ingenería implicadas en la construcción de Rama superan cualquier
análisis o interpretación que pueda hacer un humano en el estado actual de nuestra
tecnología.
Ésa era la intención de Clarke: invitar al lector a abrirse a la
posibilidad de lo inefable, reflexionar sobre ello y asumirlo como un elemento
inevitable en nuestras vidas: “Se podría
seguir especulando interminablemente, pero la naturaleza y propósito de los
ramanes seguían y seguirían siendo desconocidos. Habían utilizado el sistema
solar como sistema de reabastecimiento, como estación impulsora —llámelo como
quiera— y luego lo despreciaron olímpicamente dejándolo atrás para seguir su camino
hacia más importantes negocios. Probablemente nunca se enterarían siquiera de
que la especie humana existía. Tal monumental indiferencia era peor que
cualquier insulto deliberado”.
Esta inescrutabilidad acabará disuelta, como he apuntado, en las secuelas,
pero “Cita con Rama” concluye como probablemente sucedería de tratarse de un
caso real: el objeto sigue inmutable su trayectoria hacia las profundidades del
espacio sin que la Humanidad haya aprendido realmente nada ni dejado huella en
él. Rama sigue siento tan enigmática al final como al principio, sí, aunque sin
duda ha cambiado para siempre la Historia del Hombre y su visión del Universo.
Una visión que, por otra parte y aunque no está lo suficientemente desarrollada como para asegurar que está haciendo una defensa de la misma, podría quizá identificarse como una teleología propuesta por Clarke: si existe algún diseño o propósito en el Universo es una cuestión irrelevante porque jamás podremos conocerlo; y, si lo hacemos, tal propósito puede ser completamente indiferente a nosotros.
(Finaliza en la próxima entrada)
Maravillosa. Y para mí uno de los mejores finales de una novela.
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