(Viene de la entrada anterior)
Antes de comentar el segundo episodio de la segunda temporada de la serie, titulado “Oso Blanco”, echemos un vistazo al contexto que rodeó su estreno, en febrero de 2013.
Cuatro meses antes, Apple presentó el iPhone 5, el dispositivo móvil más fino y ligero fabricado hasta entonces. Este nuevo modelo ofrecía una pantalla y definición mejoradas, un añadido necesario habida cuenta de que cada vez más gente veía vídeos de alta definición en sus móviles. En 2012, las redes sociales pasaron de ser una plataforma de soporte de textos a albergar también ilustraciones, fotografías, vídeos y otros formatos de imagen. Instagram alcanza 50 millones mensuales de usuarios y Twitter adquiere la plataforma de vídeos cortos compartidos Vine. Con más ancho de banda del que los usuarios podían y sabían llenar, los contenidos empezaron a volcarse en la red de forma masiva. En 2012, el servicio de video en streaming Justin.tv, rebautizado Twitch, alcanza los 20 millones de visitas apuntando a que pronto será uno de los lugares más visitados de internet.
Por otra parte, el tema de las sectas, aunque quizá ya no tan extremistas como las de décadas padas, vuelve a resurgir en algunos productos de ficción como “The Master”, la película de 2012 dirigida por Paul Thomas Anderson en la que se ficcionalizaba la vida, principios y métodos del fundador de la Iglesia de la Cienciología, L.Ron Hubbard. El 14 de diciembre de 2012, veintiséis personas mueren asesinadas en la Sandy Hook Elementary School (Connecticut) en lo que se convierte en la peor masacre de este tipo en la historia de EEUU. Al mismo tiempo, desde que se reinstaurara la pena capital en 1976, el año 2012 marcó el menor número de sentencias de muerte, 78, un 75% menos desde 1996, cuando se ejecutaron 315 convictos.
Todos estos datos aparentemente dispersos son relevantes para entender el por qué de este capítulo de “Black Mirror” y valorar si el tiempo ha hecho mella en los temas que aborda. (ATENCIÓN: SPOILERS HASTA EL FINAL).
La historia se abre con Victoria ((Lenora Crichlow) despertando amnésica en una habitación frente a una pantalla de televisión donde sólo se muestra un símbolo blanco sobre negro; hay píldoras desparramadas por el suelo y sus muñecas están vendadas, sugiriendo quizá un intento de suicidio. Se levanta y empieza a explorar la casa tratando de dar forma a esa realidad que no reconoce y subrayando de paso la fragilidad de nuestras mentes y cómo la incapacidad de recordar lo que nos rodea nos hace vulnerables.
Cuando sale de la casa, un hogar unifamiliar en un tranquilo vecindario, se da cuenta de que la poca gente a la vista está grabando con sus móviles todos sus movimientos, apoderándose de su privacidad sin pedir permiso y haciéndola sentir aún más expuesta. Pero lo peor llega cuando un hombre enmascarado de aspecto terrorífico empieza a perseguirla con claras intenciones homicidas sin que nadie haga nada.
Ya estas primeras escenas nos remiten a un mundo que nos es muy familiar. Hoy vivimos obsesionados con grabar todo lo que hacemos… y hacen los demás. Instagram, Snapchat, TikTok, YouTube y muchas otras plataformas permiten compartir una cantidad ilimitada de contenido que va desde lo original, creativo y conmovedor a lo irrelevantemente mundano, ofensivo o enfermizo. En 2019, la primera de dos masacres en Christchurch, Nueva Zelanda, fue emitida en directo a través de Facebook Live por el propio asesino durante 17 minutos. En 2021, parte de un tiroteo en un supermercado de Boulder (Colorado), estuvo inmediatamente disponible para los usuarios de YouTube.
La capacidad de grabarlo todo no sólo ha dejado obsoletos los “realities” sino que se ha convertido en una espada de doble filo más eficaz, para lo bueno y para lo malo, que cualquier televisión. Por una parte, puede utilizarse para exponer ante todo el mundo la crueldad y la corrupción. El 25 de mayo de 2020, en Minneápolis, una adolescente, Darnella Frazier, grabó con su móvil al agente de policía Derek Chauvin presionando con sus rodillas el cuello de George Floyd. Lo subió inmediatamente a Facebook Live. Floyd murió al cabo de unos minutos. De no haber estado allí esa muchacha “armada” con esa tecnología, quizá no habría existido ni justicia para Floyd ni el movimiento Black Lives Matter. Pero, por otra parte, esas pantallas omnipresentes combinadas con la ausencia de límites de las redes sociales, es un arma con la que acosar, chantajear o explotar a culpables o inocentes por igual.
El continuo bombardeo audiovisual de actos violentos y hasta potencialmente traumáticos para los implicados, puede tener como consecuencia la insensibilización, una reacción lógica ante injusticias y crueldades ante las que nada podemos hacer más que sentirnos impotentes e insatisfechos con nosotros mismos.
“Oso Blanco” juega al despiste. Hace creer al espectador que el símbolo que hemos visto en la televisión es lo que, de algún modo, ha “zombificado” a la gente a través de un símbolo –la figura que da título al episodio- transmitido a sus dispositivos. Parecen todos tan absorbidos por sus teléfonos móviles que no pueden dejar de grabar incluso si delante de sus ojos –o pantalla- está a punto de cometerse un crimen. Prefieren capturar en sus memorias electrónicas la muerte antes que ayudar a la víctima. Ello nos lleva a creer en este punto que el capítulo va a ser otro cuento admonitorio acerca de los peligros de obsesionarse en exceso con la tecnología, pero en realidad las intenciones del guionista van bastante más allá.
Victoria se cruza con dos jóvenes, Damien (Ian Bonar) y Jem (Tuppence Middleton) y los tres se esconden de la turba asesina en una gasolinera. Le cuentan que esta situación lleva meses produciéndose: una señal dirigida a los dispositivos móviles transforma a la gente en voyeurs sin cerebro… excepto a unos cuantos capaces de resistir su influjo. Éstos se dividen en supervivientes, como Damien y Jem, y maniacos que se ven libres para hacer lo que les viene en gana sin que nadie trate de detenerles. Y lo que más desean es cazar y matar a otros humanos. Damien muere y Jem convence a Victoria para que la acompañe hasta el repetidor de la señal y lo desconecten.
La estructura del episodio es similar a la de un thriller de bajo presupuesto de acción y terror al estilo de “28 Días Después” (2002), con una heroína y su providencial aliada que, durante media hora, van apenas sobreviviendo a diferentes clichés de este tipo de ficciones en la forma de maniacos sanguinarios que se interponen en su camino al transmisor de la “señal hipnotizadora”. Tras mucho pelear y escabullirse, Victoria se encuentra por fin empuñando un arma y apuntando a uno de sus perseguidores. Pero cuando aprieta el gatillo, del cañón no sale una bala sino confeti. Se abren las paredes, los focos la iluminan y un público sin rostro aplaude y vitorea. La empujan a una silla y la atan mientras Jem y sus perseguidores saludan a la audiencia. Victoria ha pasado de heróina de acción a víctima involuntaria de algún tipo de retorcido juego de caza del hombre/mujer.
Y es que Victoria –sólo ahora se nos revela su nombre- no es la heroína de esta historia. Ella y su novio secuestaron a una niña, Jemima (Imani Jackman) la crucificaron, la asesinaron… y lo grabaron todo. El oso blanco es el símbolo que representa a la pequeña y por el que ahora todo el mundo la recuerda. Después de su arresto, el novio se suicidó en prisión y Victoria fue condenada a un castigo proporcional a su crimen: dado que se deleitó con la angustia de Jemima, deberá revivir día tras día el tormento psicológico, crueldad y humillación que infligió a su víctima, siendo ahora ella la grabada por voluntarios que, previo pago de una tarifa, participan en el escarmiento bajo la forma de un elaborado psicothriller orquestado en el “Parque de la Justicia Oso Blanco” y al término del cual se le borra químicamente la memoria sólo para empezar otra vez al día siguiente.
Y eso es todo. “Black Mirror” no ofrece respuestas ni conclusiones obvias. Tampoco moraleja. Sólo preguntas de carácter ético o moral. Examinemos algunas de ellas.
En el mundo moderno, sofocados por la continua avalancha de información, cierta o falsa, e intentando sacudirnos la pasividad, es posible que nos entreguemos a actos dramáticos o busquemos el liderazgo de otros. Y ese es el papel que pasa a desempeñar Jem, que le insta a la confusa Victoria a acompañarla en una improbable misión. Pero, en realidad, Jem está interpretando una mascarada y guiando a Victoria a través de su castigo. Esta retorcida búsqueda de un premio redentor es también el método del que se sirven las sectas para manipular a sus nuevos seguidores, los adultos para engañar a los niños y los psicópatas para conseguir cómplices. Cuando se forma un grupo alrededor de una idea, ya no es necesario pensar por uno mismo; basta con seguir un símbolo o una creencia dogmática compartida y nunca cuestionada.
Ya sea para cometer crímenes o condenar actos reprobables, lo cierto es que nuestro entorno nos influye. La mentalidad de hormiguero es lo que lleva a muchas algaradas, disturbios y demostraciones violentas de todo tipo, físicas o virtuales, desde el asalto al Capitolio de Washington a los acosos concertados vía Twitter.
El asesinato de “Oso Blanco” se inspira en los que cometieron IanBrady y Myra Hindley entre julio de 1963 y octubre de 1965 en y alrededor de Manchester. Las víctimas fueron cinco niños de entre 10 y 17 años, cuatro de los cuales fueron además violados. Sin embargo, el sacrificio satánico en los bosques recuerda más a la desaparición de los niños norteamericanos Tylee Ryan y JJ Vallow en 2019. Lori Vallow, la madre de ambos, está hoy acusada de homicidio en primer grado además de abandono de sus hijos. Manipulada por Chad Daybell, un hombre obsesionado por fantasías apocalípticas, llegó a creer que el asesinato de sus hijos ayudaría a salvar al mundo de “espíritus oscuros”.
En este episodio, el “Oso Blanco” del título simbolizó primero la esperanza de encontrar a la niña desaparecida y, más adelante, la justificación para el castigo de Victoria. Esto nos remite a otros símbolos, gráficos o conceptuales, que históricamente se han utilizado con propósitos opuestos: la esvástica nazi fue tomada de la escritura asiática; el signo “OK” se ha convertido en un gesto de los supremacistas blancos americanos; algunas compañías tecnológicas son tachadas o bien de fuente de libertad o bien de opresión; las comunidades online formadas alrededor de ciertas ideologías empiezan fomentando esperanza y evolucionando hacia la hostilidad contra todo lo que no encaja con ellas… Más que nunca, debemos ser conscientes de cómo y por qué se manipulan nuestros deseos y esperanzas, cómo se corrompen los símbolos y la mentalidad grupal acaba degenerando en intolerancia e irreflexión.
Otro tema que se aborda aquí es el del castigo. Desde el comienzo, se presenta a Victoria como la heroína en apuros con quien, en mayor o menor medida, se nos anima a simpatizar… sólo para descubrir al final que es alguien a quien deberíamos odiar. Al término del episodio, Victoria, que no guarda recuerdo de su pasado y que sólo al final de cada día de una interminable cadena se entera de lo que hizo, se muestra claramente angustiada. Es evidente que, sin su memoria, se arrepiente de lo que hizo. Ya no recuerda el crimen y, de hecho y por lo que sabemos, éste bien pudo suceder años atrás. Con su falta tan ajena ya a ella… ¿puede seguir considerándosela como una asesina?
Durante buena parte de la historia acompañamos emocionalmente a Victoria en su trance… hasta que conocemos la verdad de lo que hizo. Pero es que entonces tampoco es fácil simpatizar con una muchedumbre agresiva que vocifera amenazas de muerte o con los trabajadores y visitantes de ese siniestro parque de atracciones centrado exclusivamente en aterrorizar a alguien que ya no sabe que es culpable.
Si la estructura del episodio hubiera sido distinta, dejándonos saber desde el principio lo que había hecho Victoria antes de verla inmersa en su castigo, ¿la hubiéramos juzgado de la misma forma? ¿La seguiríamos compadeciendo y deseando que terminara el tormento? ¿O celebraríamos el ingenio de los creadores del Parque de la Justicia? Al confundirnos respecto hacia dónde dirigir nuestras simpatías, “Oso Blanco” nos incomoda y nos deja insatisfechos respecto al papel que aquí desempeñan todos los involucrados.
Y esto enlaza directamente con la cuestión del castigo ideado por esa sociedad: ¿Encaja esta sentencia en nuestra sensibilidad actual? ¿Sirve como disuasión? ¿Se acerca más a la venganza? ¿Reforma al culpable?
Existe la creencia de que el castigo debe ser proporcional al crimen o, al menos, adecuado al mismo. Pero en el mundo moderno a menudo encontramos severas inconsistencias en el sistema judicial. Algunas sentencias son demasiado duras, otras en exceso laxas, permitiendo que los infractores pasen por largos y costosos procesos legales sólo para cumplir una pena leve y reincorporarse a la sociedad sin haberse reformado. Pero, ¿no debería ser la meta el que algún día pudieran encajar en esa sociedad sin volver a delinquir? ¿Cómo podemos saber si el castigo es el adecuado y si verdaderamente ha cumplido su función?
Aunque en muchos países desarrollados el ojo por ojo ya no se considera efectivo dado que podría generar una interminable cadena de muertes, todos los tipos de castigo se ven afectados por el peso del ambiente social. Cuantas más sentencias de muerte se dictan, más todavía son aceptables en el futuro. En una sociedad en la que la ejecución se ve como la alternativa óptima, es fácil ver a todos los criminales como irrecuperablemente perversos. Como dice el adagio: “Quien solo tiene un martillo, sólo ve clavos”.
Una creencia tan extendida como falsa es que la pena de muerte es la opción más económica. Es comprensible. Después de todo, ejecutamos al convicto y ya no tenemos que alimentarlo y darle cobijo durante años o décadas. Pero cada proceso penal de este tipo puede costar millones y millones de dólares –o cualquiera que sea la divisa del país en el que esto se plantee-. Por tanto, quizá la experiencia inmersiva del Parque de la Justicia que vemos en “Oso Blanco”, no sea tan mala idea. Después de todo, dado que ya se ha gastado tanto dinero de los contribuyentes en dilucidar la culpabilidad del reo y el tipo de castigo, quizá cobrar entradas para participar en el mismo pueda aliviar algo el erario público.
El problema, nos dice la serie, es que en ese caso sólo se conseguiría atraer a los sádicos deseosos de aliviar sus peores instintos. Ni los que participan activamente en el castigo a Victoria ni el público parecen estar ya tan interesados en que se haga justicia como en pasarlo bien ejerciendo violencia sobre un congénere. “Oso Blanco” ofrece una visión desasosegante de una sociedad quizá más parecida a la nuestra de lo que nos gustaría admitir: cruel, insensible al sufrimiento y la violencia y con mentalidad de rebaño.
Cuando se cometen crímenes muy desagradables, el tribunal de la opinión pública no tarda en sugerir el peor castigo posible para el responsable. Nos deleitamos en ello. Si tuviéramos la oportunidad, trataríamos a los criminales como animales porque, para muchos, son peores que éstos. Cada pocos años, la caza mayor deportiva desata algún furioso debate online. En 2015, el dentista y cazador aficionado norteamericano Walter J.Palmer, pagó 50.000 dólares para cazar un león en Zimbabwe, el ejemplar más grande y famoso del país, tanto que hasta tenía nombre: Cecil. Por si fueran pocas las irregularidades en todo aquel asunto, este individuo ya tenía un luctuoso historial en el que figuraban condenas por caza sin licencia. El suceso se hizo viral y encendió la indignación entre los activistas de los derechos de los animales. En Internet se azuzó a los más extremistas a atacar a Palmer y asaltar su casa y recibió amenazas de muerte en las que se le decía que exhibirían su cabeza como trofeo.
El caso de Tiger King en 2020 (del que se ha hecho una miniserie documental en Netflix) nos recuerda la curiosidad que sentimos por los animales peligrosos. ¿Cuán lejos estamos de colocar a gente igualmente peligrosa en un entorno interactivo para que otros puedan legalmente cazarlos y sentir de paso la adrenalina del miedo y el poder? No deja de ser un tema antiguo que ya trató Richard Connell en su novela “El Juego Más Peligroso” (1924). Puede que no lleguemos nunca tan lejos. O que, si ello llega a materializarse, lo justifiquemos como tantas veces hemos hecho en el pasado con otras leyes o costumbres hoy considerados detestables.
¿Podría suceder en nuestra realidad lo que nos muestra “Oso Blanco”? Aunque, en primer lugar, todavía sería necesario un avance tecnológico, el sustrato psicológico y puede que incluso social, ya está presente. Por una parte, nuestra tendencia natural consiste en buscar a alguien sobre quien descargar la culpa de todos nuestros problemas y centrar sobre el/ella nuestra rabia y frustración; por otra, las nuevas tecnologías y el aluvión de noticias violentas nos hacen ver unos a otros como menos que humanos, no sólo a los criminales sino incluso a quien opina de forma opuesta a nosotros.
Resulta fácil y cómodo creer que nunca llegaremos a tales extremos, que jamás seremos tan crueles ni nos veremos implicados en castigos como los que este capítulo nos muestra. Pero “Black Mirror”, como era su costumbre, no quiere que nos sintamos cómodos con una conclusión feliz y sin ambigüedades. Y asi, el guionista nos pone la zancadilla y nos hace caer en la trampa al plantear la historia de tal forma que nosotros, los espectadores, pasamos a ocupar el mismo rol que los visitantes del Parque de la Justicia, que, como si estuvieran de vacaciones en un parque Disney, graban y observan a Victoria en sus desesperados esfuerzos por sobrevivir. Nosotros, como ellos, pasamos un rato divertido y emocionante contemplando la caza.
Por todo lo expuesto, “Oso Blanco”, diez años y muchos acontecimientos históricos después, sigue siendo una historia válida sobre la que deberíamos reflexionar para evitar que podamos acabar siendo parte del espectáculo. Puede que no sea ni el episodio de la serie que plantee las implicaciones más terroríficas del mal uso de la tecnología (que, de hecho, tiene un papel muy secundario aquí) ni el más triste o sorprendente. Pero sí destaca por ser uno que no trata sobre una persona que provoca una tragedia para sí misma o para los demás sino toda una sociedad que permite el descarrilamiento moral colectivo.
(Continua en la entrada siguiente)
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