A la mayoría de la gente le encanta hablar. Incluso durante la pandemia del Covid-19, nuestra naturaleza de criaturas sociales encontró formas de comunicarnos a pesar de los confinamientos obligatorios. Pero la pandemia que nos presenta “Fiebre Cerebral”, una serie turca para Netflix compuesta de de ocho episodios de aproximadamente una hora de duración y basada en la novela “Sıcak Kafa” (2016) del escritor Afşin Kum, no puede ser bloqueada por mascarillas o distancia social, porque la enfermedad se transmite por la palabra: basta escuchar a alguien infectado, aunque sea por teléfono, un videochat o una grabación, para contagiarse. Y, por si eso fuera poco, ello ha llevado a la instauración de una tiranía que ha privado a los supervivientes de la mayoría de sus libertades.
“Fiebre Cerebral” es, sin duda, una propuesta deprimente ambientada en un paisaje urbano gris y opresivo. Pero, al ser una serie turca, también nos ofrece una perspectiva, atmósfera, tono y perfil satírico diferentes, menos estereotipados –y puede que más honestos- que los de las series norteamericanas o europeas que constituyen el grueso de las producciones audiovisuales que consumimos. Empezando por su héroe protagonista, un hombre que se acerca a los cincuenta años, intelectual, de aspecto aburrido y en una forma física no particularmente buena. Una elección que no sólo es de alabar en una obra de ficción adulta sino más sensata y coherente: cuando se trata de salvar el mundo, la edad y la astucia son armas mucho más fiables que la juventud y la inexperiencia.
La enfermedad en cuestión que se ha abatido sobre la humanidad (aunque sólo vemos sus efectos en la ciudad de Estambul, donde transcurre la totalidad de la acción) convierte a la persona en un “desvariado”, esto es, una especie de zombi cuyo cuerpo no experimenta cambios pero que pierde la cordura, comenzando a parlotear interminablemente frases inconexas y sin sentido. Los enfermos mantienen ciertos instintos básicos de supervivencia (comer, beber), no son violentos y se limitan a deambular sin rumbo mientras farfullan para sí. Pero cuando ven a alguien no afectado, se acercan rápidamente y dirigen hacia él su cháchara. Lo perverso de esta enfermedad es que se contagia simplemente escuchando durante unos segundos a un desvariado, por lo que quienes aún no están enfermos deben forzosamente llevar unos auriculares que les aislen del sonido exterior siempre que acuden a un lugar público o, simplemente, salen a la calle.
Para empeorar las cosas, no se ha encontrado cura para esta epidemia, lo que ha llevado a las autoridades a confinar a los afectados en zonas de cuarentena donde esos desgraciados son abandonados a su suerte. Como muchas familias no quieren separarse de sus seres queridos aunque hayan enfermado, grupos especiales llevan regularmente a cabo redadas en inmuebles o barrios, utilizando la fuerza tanto para llevarse a los infectados como para castigar brutalmente a los familiares que se resisten.
Por supuesto, la vida tal y como se conocía ha desaparecido. Poca gente camina por las fantasmagóricas calles, nadie se atreve a detenerse a hablar con nadie y las instituciones tradicionales no han podido seguir operando. Ocho años atrás, en un intento de controlar el caos que amenazaba con engullirlo todo, se creó la IAE (Institución Anti Epidemia), una agencia encargada de investigar una cura y tomar las medidas necesarias para limitar la expansión de la epidemia. No tardó mucho en usurpar todas las competencias del gobierno y transformarse en una tiranía que mantiene sojuzgados y controlados a los ciudadanos y cuyo único fin es perpetuarse… lo que, claro, excluye el descubrimiento de una cura, dado que entonces la IAE dejaría de ser “necesaria”.
Y aquí entra el protagonista, Murat Siyavus (Osman Sonant), un individuo gris que trata de pasar desapercibido viviendo con su madre en un desgastado y sucio bloque de apartamentos. Y si no desea llamar la atención es por una buena razón: a diferencia del resto de la población, parece tener inmunidad a esta desagradable dolencia que ha acabado con el mundo tal y como lo conocíamos. Él mismo lleva a cabo experimentos en la intimidad de su baño, sometiéndose a cintas grabadas a desvariados y comprobando hasta dónde puede aguantar. El único síntoma es una “fiebre cerebral”, un aumento de la temperatura del cerebro –y no del resto del cuerpo- que lo deja incapacitado durante algunos minutos aunque, eso sí, sin contraer la enfermedad. Como sabe que si su condición sale a la luz será inmediatamente capturado por la IAE y, en el mejor de los casos, convertido en conejillo de indias, opta por mantener el perfil más bajo posible.
Pero las circunstancias se alían en su contra un día que acude a una tienda a comprar jabón. Una mujer se le acerca, le mira con ojos algo extraviados y le pregunta: “Disculpe, ¿es usted un ingeniero?”. Murat se retira un momento los obligatorios auriculares y, entonces, la mujer exclama: “¡No sacrifiques la tracción por tu odio a los cilindros!”. El tendero la oye e inmediatamente da la alarma pulsando un botón. Desciende una puerta corrediza de seguridad y la desvariada se queda atrapada con Murat… y un niño pequeño que no ha podido salir a tiempo. En un momento terrorífico, se conjugan los gritos de la desesperada madre del niño, la impotencia de los otros clientes y la escalofriante intensidad de la desviada cuando se inclina para dirigirse al pequeño. Murat se quita sus auriculares –que son de buena calidad- y se los coloca al niño mientras lo pone a salvo. Él sufre un episodio de fiebre cerebral pero consigue escapar por una puerta trasera.
Sin embargo, el episodio no escapa a la atención de la IAE, que puede ver a través de las cámaras de seguridad que Murat consiguió salir indemne, aunque no pueden determinar inmediatamente su identidad. Comienza entonces una búsqueda de este “verso suelto”, empezando por los auriculares que se quedó el niño, pertenecientes a un laboratorio de investigación de la enfermedad destruido por un misterioso incendio años atrás y en el que Murat había trabajado como lingüista.
Su espontáneo acto humanitario le va a costar a Murat muy caro. Por si no fuera suficiente con los otros síntomas que experimenta desde que se descubrió inmune al Desvarío (alucinaciones, ataques epilépticos y sinestésicos, pero también una capacidad mental sobrehumana que incluye la capacidad de recordar y relacionar a gran velocidad enormes series de números y pautas) y haber perdido a su mujer víctima de la enfermedad, va a encontrarse convertido en objeto de deseo de dos organizaciones enemigas. Por una parte, claro, la IAE. Por otra, Más 1, un movimiento popular y clandestino que protesta contra las tácticas de la IAE y se resiste a ellas. En principio, sus métodos son pacíficos (manifestaciones, emisoras piratas de radio, pasquines), pero en su seno medra una facción que aboga por la violencia como única forma de aplastar a la IAE y que los ciudadanos recuperen el control.
Más 1 contacta con Murat a través de una de sus activistas, Sule (Hazal Subasi), una joven y atractiva estudiante de psicología, que trata de convencerle para que se someta a observación por parte de los científicos que están trabajando para su organización. Ese tipo de compromiso es precisamente de lo que huía Murat y, cuando se entera de que su amigo Özgur (Ozgur Emre Yildirim), principal responsable de la investigación contra el Desvarío en el laboratorio en el que ambos trabajaban antes de resultar destruido por el mencionado incendio, está vivo, inicia su búsqueda para intentar convencerle de que le cure… que es precisamente lo que no desean en Más 1, donde quieren utilizarlo para hallar una cura.
Entretanto, uno de los oficiales más duros y tenaces de la IAE, Anton (Sevket Coruh), busca a Murat por razones personales y secretas que no coinciden con las del actual director de esa institución, Fazil Eryılmaz (Kubilay Tuncer), un individuo intrigante, cruel y ávido de poder que, también por sus propios motivos, prohibe a Anton que persista en su misión.
Presionado, a veces incluso acorralado, y expuesto a la fría realidad que lo rodea y que pone en peligro a todos los que le importan, Murat irá involucrándose más en la revolución, transformándose en un líder no gracias a su carisma o a la adscripción natural a unos ideales, sino por un meditado sentido de la responsabilidad.
“Fiebre Cerebral” ofrece varios elementos muy destacables: su atmósfera opresiva, la excelente interpretación de todo el reparto, la integración de escenas surrealistas (los delirios de Murat) en una narrativa distópica pero realista y, por supuesto, el concepto de “virus” lingüístico. Sobre este último punto, quizá convenga decir en primer lugar que la idea de una enfermedad transmitida por medio el lenguaje, aunque pueda parece original, no es del todo nueva, ya que, si bien estaba desarrollada de una forma diferente, era la premisa sobre la que se apoyó “Palabras Muerte”, una producción canadiense de 2008.
Por otra parte y aunque pueda parecer una historia claramente inspirada por la experiencia del Covid-19 en nuestro mundo, lo cierto es que la novela que adapta se publicó años antes de que estallara esa pandemia. Sin embargo, es imposible no identificar los paralelismos entre esta ficción y el mundo real: un dispositivo que debe utilizarse para bloquear ciertos órganos sensoriales (los auriculares en un caso y las mascarillas en otro); una cuarentena obligatoria que conlleva la interrupción de la vida social; y una organización o institución que, utilizando a su servicio la tragedia, persigue su propia agenda (el enraizamiento en el poder en un caso o el enriquecimiento económico en el otro).
Pero, ¿qué es exactamente esta epidemia de locura que se propaga a través del lenguaje y el habla?
No se dan muchos detalles sobre cómo opera la enfermedad más allá de la forma de contagio y los efectos que tiene sobre quienes la padecen, a saber, un descontrolado parloteo compuesto de largos monólogos sin las pausas conversacionales esperadas y sin sentido alguno. ¿Por qué este fenónemo resulta tan fascinante como terrorífico? Una respuesta sencilla podría ser que asociamos el galimatías con aquellos que se encuentran bajo el efecto de las drogas o víctimas de enfermedades mentales: no entendemos qué quieren decir ni podemos anticipar lo que esas personas quieren o harán a continuación, lo que nos genera instintivamente un estado de incomodidad e incluso alerta.
Pero una respuesta más centrada en la lingüística podemos encontrarla en las Máximas Griceanas o Máximas Conversacionales de Grice, enunciadas por Paul Grice, un filósofo del lenguaje, en los años 70 y 80, como parte de su Principio de Cooperación. Se trata de una serie de categorías que describen cómo ha de ser una conversación para que ésta sea lo más precisa y menos ambigua posible:
Cantidad: no decir más ni menos de lo necesario para ser informativo
Calidad: ser veraz
Relación: ser relevante
Modo: ser claro e inequívoco
Estas máximas pretenden ser descriptivas en lugar de prescriptivas. Cuando los hablantes las violan, los oyentes, siendo como somos seres cooperativos, hacemos todo lo posible para, de todos modos, tratar de darle sentido. El contexto también es clave: la misma frase, sintácticamente bien construida y sensata en un contexto, puede carecer por completo de sentido en otro. Cuando el discurso de alguien escapa a todos nuestros esfuerzos por darle un significado, la interacción se rompe rápidamente y el receptor del mensaje se siente incómodo, puede que incluso atemorizado por hallarse ante alguien impredecible. Si a eso le sumamos que tal fenómeno adquiere la forma de enfermedad muy contagiosa, tenemos la receta perfecta para el miedo, la desconfianza y el caos social.
Pero la serie puede también verse como una sátira de la actual avalancha de opiniones y comentarios estúpidos con que nos afligen tanto los medios tradicionales como las redes sociales: millones de personas vertiendo al caudal informativo global afirmaciones insensatas y aseveraciones intelectualmente ofensivas o directamente estúpidas, que defienden posturas, tesis o majaradas de lo más pintorescas que hace veinte años nadie habría creído. Un fenómeno que, como el Desvarío, parece extenderse por las redes digitales como si contagiara a los usuarios intelectualmente menos protegidos y les agrupara en colectivos inmunes a las pruebas, los razonamientos sosegados o el simple sentido común.
La serie tiene también algunos puntos mejorables. Aunque su tono es realista y no incluye avances tecnológicos llamativos (al fin y al cabo, casi toda la labor de investigación y académica tuvo que ser forzosamente interrumpida por el Desvarío), efectos especiales que seduzcan el ojo del espectador o giros de guion tan sorpresivos como ilógicos, hay ciertos agujeros en la construcción de esa distopía que no pueden pasar desapercibidos (quizá en la novela, que no he leído, si estén convenientemente explicados).
Como he dicho, todo el mundo tiene que llevar auriculares, aunque no todos son de la misma calidad (los más pobres tienen que recurrir a pan humedecido). Sin embargo y habida cuenta de la virulencia de la enfermedad, la gente se comporta de forma llamativamente negligente, quitándose los auriculares con bastante facilidad cuando quieren conversar. En una situación así y tras convivir con la enfermedad durante casi una década, la gente probablemente se comunicaría mediante mensajes de texto o cualquier otra forma de escritura. Lo cual plantea otra pregunta: ¿Qué pasa con los lenguajes de señas? ¿Transmiten también la enfermedad? Protegerse los oídos solo es una defensa frente a la comunicación verbal. Si el Desvarío sólo se propagara a través del lenguaje hablado, aprender un lenguaje de signos sería una estrategia de contención eficaz. Pero si se contagiara mediante el lenguaje en general, no sería una solución dado que las lenguas de signos son formas de comunicación con tanta gramática y expresividad como sus contrapartes habladas.
En esta misma línea, el tratamiento de Murat respecto a su supuesta formación profesional como lingüista, no está en absoluto desarrollada ni se le permite impulsar la trama, un desperdicio algo decepcionante de una idea con potencial. En cambio, Murat se demuestra capaz, gracias a su nueva lucidez mental, de hacer tareas muy complejas a toda velocidad, como descifrado de códigos y cálculos lógico-numéricos. Aunque esto parece relacionado con la lingüística, en el mejor de los casos es solo tangencial. Los únicos conocimientos lingüísticos que demuestra tener el protagonista no están relacionados con el funcionamiento o la propagación del Desvarío sino con algo mucho más trivial: la etimología de ciertas palabras y los nombres de otros personajes.
Por otra parte, si el contacto interpersonal se ha reducido al mínimo y, podemos imaginar, muchas empresas han tenido que cerrar incapaces de organizar su actividad en semejante contexto, ¿cómo sobrevive toda esta gente? No da la sensación de que Estambul tenga un estado del bienestar particularmente eficaz o generoso. Y si la IAE es tan cruel como demuestra, ¿no matarian a los infectados en lugar de crearse otro problema adicional recluyéndolos en enormes zonas de cuarentena sobre las que no ejercen ningún control efectivo?
Quizá uno de los puntos menos conseguidos de la serie sea su villano. Fazil Erylmaz, presidente de la sección del Mármara de la IAE, es un reflejo de todos esos ejecutivos ambiciosos y sedientos de poder que tanto menudean en el mundo moderno. Es la personificación del peor capitalismo, haciendo dinero a partir de la miseria del pueblo. Jamás se le ve mínimamente inquieto por la pandemia o tener algún gesto de compasión o empatía con aquellos que padecen la enfermedad. Su única preocupación es mantenerse en el poder (para lo que llega a cometer actos verdaderamente terribles) y aplastar cualquier disensión interna o conato de desafío externo. Incluso el físico del actor acompaña inmejorablemente el perfil del personaje. El problema es que este tipo de villanos predecibles y unidimensionales, sin contexto, matices, pasado ni entorno personal, contribuyen poco a enriquecer una ficción moderna.
Aunque a la serie no le falta emoción y suspense, el ritmo se ralentiza más o menos en su segmento central, cuando Murat se vuelve más activo y se suceden varias conversaciones reiterativas sobre ideología revolucionaria que no aportan demasiado al avance de la historia. Asimismo, el final está claramente alargado. Para cualquiera que hoy en día consuma series televisivas, estos problemas le resultarán familiares ya que aquejan a muchas producciones obligadas a ajustarse a los parámetros de duración exigidos por la plataforma de turno.
Ver series de CF realizadas en países no occidentales es un ejercicio quizá exigente pero también refrescante. Al presentarnos culturas y entornos con los que no estamos familiarizados, nos obligan a hacer un esfuerzo extra para concentrarnos en las peculiaridades del producto (la forma que tienen los personajes de actuar e interrelacionarse, cómo funcionan sus instituciones y mecanismos culturales) pero también nos abre la mente a otras problemáticas y visiones de futuro. “Fiebre Cerebral” es una interesante variación del género zombi. No hay muertos vivientes pero sí reúne todos sus tropos tradicionales: una epidemia contagiosa que convierte en peligrosos a millones de humanos infectados y que revela que los peores enemigos de quienes aún están sanos son ellos mismos, luchando entre sí por las migajas de un mundo decadente bien sea acogiéndose a una noble causa o bien por pura ambición.
Por último, este es uno de esos productos que resulta difícil de recomendar sin reservas. Y ello no debido a su calidad intrínseca, sino al actual contexto televisivo. Y es que, aunque el arco planteado por la temporada llega en su último capítulo a un final en tanto en cuanto los personajes pasan a otro nivel dejando atrás sus antiguas vidas y afrontando un panorama y una lucha nuevos, la historia está lejos de terminar. De hecho, concluye con un cliffhanger que amenaza con poner patas arriba todo lo que creíamos saber hasta ese momento de uno de los personajes. Desgraciadamente, Netflix no dio luz verde a una segunda temporada, por lo que “Fiebre Cerebral” puede considerarse una narración inconclusa. Ignoro si la novela ofrece un final más cerrado, pero esta serie no lo hace y quien pueda sentir interés en verla debería saber por anticipado que, en este caso, deberá limitarse a disfrutar del viaje sin esperar llegar a destino.
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