El origen de la franquicia “Ghost in the Shell” se encuentra en el manga del mismo nombre (1989-90) firmado por Masamune Shirow y serializado durante ocho meses en la revista “Young”. Posteriormente, el autor retomaría ese mundo en las secuelas “Ghost in the Shell: Man-Machine Interface” (1991-7) y “Ghost in the Shell 1.5: Human-Error Processor” (1991-6). Todas las historias, ambientadas en un futuro ciberpunk, se centran en las investigaciones policiales que lleva a cabo la Sección 9 del gobierno, especializada en delitos cibernéticos y dirigida por los oficiales ciborg Motoko Kusanagi y Batou.
La primera serie manga fue adaptada por Mamoru Oshii en
forma de anime (1995), rápidamente elevado al estatus de film de culto y
clásico del cine de CF. Le seguiría en 2004 y también dirigida por Oshii,
“Ghost in the Shell: Innocence”. También se produjo una sobresaliente serie de
anime, “Ghost in the Shell: Stand Alone Complex”, que se emitió entre 2002 y
2005 y que constó de dos temporadas de 26 episodios cada una, con historias
originales situadas en una línea temporal alternativa a la presentada en las
películas. Años más tarde, en 2013, la franquicia se resucitó con otra serie de
animación, “Ghost in the Shell: Arise”, que constó de cuatro películas de una
hora y de la que emanó un film adicional de metraje completo: “Ghost in the
Shell: The New Movie” (2015).
Desde la década de los años noventa del pasado siglo, los
estudios cinematográficos americanos cultivaron una moda que consistió en
rehacer series clásicas de la animación televisiva en forma de películas de
acción real, empezando por “Los Picapiedra” (1994). Así, la película “Ghost in
the Shell” que ahora nos ocupa, pertenecería a esa corriente en la que también
encontramos títulos como “Mutronics” (1991), “Crying Freeman: Los Paraísos
Perdidos” (1995), “El Puño de la Estrella del Norte” (1995), “Blood: El Último
Vampiro” (2009), “Transformers” (2007) y sus secuelas, “Speed Racer” (2008),
“Dragonball: Evolution” (2009) o “Kite” (2014). Quizá las más recomendables de
todos estos remakes son los que ha producido el propio Japón, como “Casshern”
(2004), “Cutie Honey” (2004), “Devilman” (2004), “Yatterman” (2009), “Space
Battleship Yamato” (2010), “Nicky, la Aprendiz de Bruja” (2014), “Lupin III” (2014),
“El Ataque de los Titanes” (2015) o “Tokyo Ghoul” (2017).
Dado que, junto a “Akira”, “Ghost in the Shell” es uno de
los films de animación japonesa más populares en el mundo occidental, no es
difícil comprender que Hollywood se interesara por hacer su propia versión para
su propio público. En 2008 y a través de Steven Spielberg, Dreamworks compró
los derechos, pero el proyecto se demoró bastante, aglutinando otras cinco
productoras, entre ellas Paramount y Amblin, y siendo el experimentado Avi Arad
(el jefazo de Marvel Studios hasta 2006) el encargado de coordinarlos a todos.
Para dirigir la película se contrató al británico Rupert Sanders, una elección
un tanto incomprensible dado que sus créditos parecían a todas luces insuficientes:
unos cuantos anuncios de televisión –alguno de ellos, es verdad, premiado- y
cortos; y, como único film, “Blancanieves y la Leyenda del Cazador” (2012), una
cinta comercialmente muy rentable pero de calidad discutible. No parecía, desde
luego, el mejor bagaje para encabezar una superproducción que adapta a imagen
real una obra clásica de la historia de la animación y además muy querida para
la comunidad de aficionados a la CF.
En una gran ciudad de un futuro no muy lejano, el cuerpo de
una mujer dañado en un ataque terrorista es reclamado por Hanka Robotics. Su
cerebro (su “espíritu” o “ghost”) se coloca en un cuerpo ciborg (“shell”) para
convertirse en una nueva “persona”, Mira Killian (Scarlett Johansson), mayor de
la Sección 9 del gobierno, un cuerpo de seguridad especializado en terrorismo
cibernético dirigido por el peculiar Daisuke Aramaki (Takeshi Kitano). Durante
una misión, descubren la existencia de un misterioso personaje conocido como
Kuze (Michael Carmen Pitt), capaz de infiltrarse en cualquier red informática o
cerebro cibernético y que persigue a los científicos y presidente de Hanka
Robotics para asesinarlos. En el curso de sus investigaciones, la mayor
descubre que Kuze es una versión temprana del diseño ciborg que acabaría
desarrollándose hasta el modelo que ella misma ocupa, y que su propósito es
vengarse de Hanka por los despiadados métodos que ha utilizado. Sin embargo,
atrapar a Kuze conllevará que la mayor deba enfrentarse a su propio pasado,
borrado de su memoria cuando la convirtieron en ciborg, y se haga incómodas
preguntas sobre sus aliados y el mundo en el que vive.
La película no es una adaptación ni del manga ni del anime,
sino un constructo que integra, fusiona, adapta y modifica muchos elementos,
personajes e hilos argumentales de las distintas encarnaciones previas de
“Ghost in the Shell” en todos los formatos. El más llamativo y polémico de los
cambios efectuados tiene que ver con la etnia del personaje principal, que de
japonesa pasa a tener la exuberancia caucásica de Scarlett Johansson. Cuando la
mayor Killian descubre su pasado, averigua que antes de ver transferido su
cerebro a un cuerpo caucásico y borrados sus recuerdos, era una joven de raza
japonesa llamada Motoko Kusanagi. Lo cual es una forma de reconocer y al mismo
tiempo descartar un cambio por lo demás sustancial. En la versión original, el
personaje no se embarcaba e
n un viaje sentimental en busca de su pasado –y, de
hecho, en “Arise” se la presenta como nacida ciborg y ni siquiera la primera de
su clase-. En la película de 2017, en cambio, pasa a ser el cliché del ciborg
tratando de recuperar sus recuerdos borrados/reprimidos, en la línea de lo que
treinta años antes ya se había visto en “Robocop” (1987).
Aunque conserva los característicos ojos artificiales de la
versión original, Batou (Pilou Asbæk) ha pasado de ser un compañero taciturno
pero leal a un tipo tierno y amigable. Quizá la principal decepción sea el
reemplazo de un personaje tan fascinante como era en el anime el Titiritero, un
ser llegado a la autoconsciencia desde la existencia meramente digital, por
Kuze, que está extraído de “Stand Alone Complex” y que también tenía allí una
extraordinaria complejidad y matices, pero que aquí es simplificado al nivel de
terrorista del montón con un pasado conectado con el de la protagonista (algo
que también estaba en la serie, pero expuesto de manera más sutil y con una
relevancia menos central). Hay otros muchos préstamos del anime original, como
la batalla con el tanque-araña, el salto al vacío desde la azotea, el
robot-geisha, el basurero con recuerdos prefabricados…
Antes siquiera de estrenarse, “Ghost in the Shell” fue
duramente atacada por lo que los angloparlantes denominan “whitewashing” y que
básicamente consiste en “blanquear” la raza de un personaje no caucásico,
eligiendo para encarnarlo a un actor/actríz famoso entre el público occidental.
Es una estrategia que, sin ser nueva (¿alguien se acuerda del Marlon Brando
achinado de “La Casa de Té de la Luna de Agosto”, 1956; o de Rex Harrison
haciendo de monarca tailandés en “Ana y el Rey de Siam”, 1946?) en los últimos
tiempos ha levantado cada vez más polémica por su implementación en películas
como “Pan: Viaje a Nunca Jamás” (2015), “Doctor Extraño” (2016), “Dioses de
Egipto” (2016) o “Death Note” (2017).
Está claro que ciertos colectivos étnicos se sienten
ofendidos por quedar marginados de estas superproducciones, pero a la postre no
puedo evitar sospechar que a la mayor parte del público le es indiferente si
tal o cual papel fue pensado para un actor de una raza u otra. ¿Acaso la gente
decide comprar o no sus entradas pensando “No puedo ir a ver esta película
porque han seleccionado a un actor con la raza que no corresponde al personaje
original”? Por otra parte, no hay suficientes actores orientales famosos entre
el gran público occidental como para encarnar todos los papeles principales (de
hecho, los asiáticos son una minoría infrarrepresentada en el cine y televisión
norteamericanos, por debajo incluso de otros grupos raciales).
Mi impresión es que los espectadores que deciden ver “Ghost
in the Shell” lo hacen sobre todo en base a su deseo de disfrutar con una
película de ciencia ficción y/o acción, o porque son fans de Scarlet Johansson;
pero pocos serán los que condicionen su elección por consideraciones
étnico-culturales. Y, sin embargo, estas polémicas, se han convertido
últimamente en algo a lo que temen los estudios por su potencial impacto
negativo en la recaudación y las críticas. De hecho, los productores de “Ghost
in the Shell” obviaron estas consideraciones y acabaron despeñándose por el
abismo del fracaso comercial. Sobre un presupuesto de 110 millones, la
recaudación en Estados Unidos y Canadá no
superó los 40. Paramount
responsabilizó del resultado al “whitewashing” y si al final la facturación
ascendió a 170 millones fue gracias al dinero obtenido por la proyección en
otros países, al parecer menos puntillosos con estos temas.
Aun cuando Masamune Shirow dio su visto bueno a estos
cambios –al fin y al cabo, él salía beneficiado por la adaptación de su obra y
no le convenía torpedear la producción-, en este caso las productoras
demostraron poca sensibilidad hacia el material original y una obvia
incoherencia: la acción transcurre claramente en una neourbe asiática mezcla de
Tokio y Hong Kong (nunca se nombra la ciudad), pero la población está compuesta
mayoritariamente de gente caucásica. Podría haber tenido un pase de haberse
tratado de una adaptación medianamente buena, pero no lo es. Y ello porque los
profundos temas psicológicos, sociológicos, políticos e incluso metafísicos que
se planteaban en las películas y la primera serie de televisión, aquí son
diluidos para su consumo por un público generalista y poco exigente.
El anime de 1995, imaginando un futuro en el que la
conciencia puede sobrevivir fuera del cuerpo orgánico y los recuerdos ser
editados y manipulados, se cuestionaba la noción tradicional de lo humano y lo
artificial. Se incluían varias meditaciones no sólo sobre la diferencia entre
lo humano y lo artificial sino en qué punto ambos pueden tocarse o incluso
fusionarse en una nueva forma de vida. Su protagonista estaba sumida en una
crisis existencial ante su imposibilidad de determinar con certeza qué partes
de su mente eran suyas y cuáles implantadas por el gobierno al que su cuerpo
pertenece.
El principal problema de este Ghost in the Shell es que las
cuestiones existenciales que se plantea su protagonista son las equivocadas. La
Mayor se pregunta quién fue y de dónde procedía antes de que transfirieran su
conciencia al cuerpo ciborg; cuando lo que la debería preocupar es quién es
realmente ella ahora, cuál es su naturaleza y qué la diferencia de lo puramente
humano. Y así, lo que tenemos es un blockbuster de acción en el que la
protagonista tiene ese trasfondo bastante convencional del ciborg en busca de
su pasado. La frase final de la mayor Killian, “My fantasma sobrevive para
recordarnos que la humanidad es nuestra mayor virtud” es un cliché superficial
y antropocéntrico que choca de frente con las ideas expuestas originalmente en
su obra por Shirow.
Estéticamente, “Ghost in the Shell” también bebe de los
clichés, en este caso los de la ciencia ficción ciberpunk y, concretamente, de
la ubicua “Blade Runner” (1982 ) –que a su vez, era un reflejo de la
fascinación de la América de los 80 por la cultura japonesa-, con esos neones
de color y los anuncios holográficos gigantes de marcas conocidas copando el
paisaje urbano, irrumpiendo en el campo de visión y asediando al individuo. Pero
por mucha saturación sensorial que produzca, por mucho detalle que diseñadores
y artistas consigan encajar en cada plano, es un mundo por el que el director no
parece tener apenas afinidad. Y es que en “Blade Runner”, Ridley Scott aportó a
sus imágenes textura, suciedad, sudor, humedad… vida, en definitiva. Pero en
“Ghost in the Shell”, Sanders, aun utilizando la tecnología d
igital para
multiplicar por diez aquellos mismos hallazgos visuales, fracasa a la hora de
darles vida más allá de la imagen llamativa. Hay detalles interesantes y
originales en el vestuario, los gadgets (como ese robot-geisha que se
transforma en una araña mecanizada) o las cibermodificaciones, pero poca
sensación de que ese mundo viva y respire más allá de la cacofonía
caleidoscópica que delimita el plano que nos muestra la cámara.
A pesar del puñado de recreaciones plano a plano de escenas
de la película de 1995, los momentos de acción y la coreografía de los combates
no son mejores ni más originales que lo que para entonces ya era habitual en
las cintas de acción de gran presupuesto. Momentos como aquel en el que la Mayor
corre por las paredes o ataca mientras se desliza por el suelo ya no sorprenden;
mientras que el climax con el enfrentamiento contra el tanque araña casi parece
del montón. En general, la violencia está demasiado higienizada, no transmite auténtico
impacto físico, por ejemplo en las intervenciones de la Mayor, cuyo cuerpo
prostético forzosamente debería moverse e interaccionar con los materiales de
una manera distinta y más contundente que un cuerpo orgánico.
Después de todo este varapalo, hay que admitir que “Ghost in
the Shell” es una cinta razonablemente eficaz como película de acción y ciencia
ficción y que no puede ni mucho menos compararse a la catastrófica adaptación
de “Dragonball”. Quien no conozca en absoluto la franquicia japonesa, podrá
disfrutarla sin demasiados problemas como un technothriller ciberpunk no
demasiado original, pero que mantiene el interés durante todo su metraje
gracias a un ritmo ágil y un asumible nivel de complejidad argumental y
conceptual. Eso implica, claro, renunciar a asumir riesgo alguno. Por eso, son
los momentos más tranquilos de la trama los que mejor denotan la incapacidad de
los guionistas para elevar el nivel intelecual –lo que sí hacía el anime de
Oshii- rellenándolos con diálogos torpes y escenas no siempre bien justificadas.
En cuanto al reparto, no hay mucho que resaltar. Scarlett
Johansson soporta buena parte de la película sobre sus hombros y consigue
aportar a su personaje un razonable equilibrio entre su frio lado ciborg y el
cada vez más importante lado humano que aflora conforme profundiza en su
pasado. Sin embargo, tiende en exceso al postureo y fuerza innecesariamente la
artificialidad de sus movimientos para recordarnos continuamente que su cuerpo
no es humano. El resto de los actores está simplemente correcto, con un Takeshi
Kitano que quizá se sale demasiado del personaje original (liándose a tiros y
hablando en japonés cuando los demás lo hacen en inglés) y una Juliette Binoche
algo perdida.
En su momento, tanto el manga como el anime fueron obras
punteras de la ficción japonesa que combinaban tema y estética en un todo
sólido y coherente. Sus creadores supieron entender y plasmar la vibrante
energía de un Japón contemporáneo que se había transformado rápidamente en un
emisor mundial de tecnología y cultura. El subtexto del anime de 1995 exploraba
aquello que los pueblos y las naciones ganan y pierden cuando acontecen cambios
sistémicos.
Esa especificidad cultural y temporal que le proporcionó al
material original su atractivo, ha sido purgado de esta versión, norteamericana
pero culturalmente anodina, con actores de carne y hueso y aspiraciones de
llegar a un público masivo. Lo que queda tras drenar el sustrato intelectual y
metafísico y el sutil simbolismo visual, es un drama policial muy convencional
con villano corporativo incluido. Hay un punto en la película en el que el jefe
Aramaki (Takashi Kitano) dice: “Cuando vemos nuestra singularidad como una
virtud, entonces encontramos la paz”. Qué lástima, entonces, que estudio,
guionistas y director de “Ghost in the Shell 2017” no fueran capaces –o
suficientemente audaces- ni de generar esa singularidad de las obras originales
ni crear una propia que le ganara un puesto en la CF moderna por mérito propio.
Si la conciencia de uno mismo es la clave de la consciencia, “Ghost in the
Shell” parece más un imitador de talentos ajenos que una consciencia plenamente
formada. O, en otras palabras, más “shell” que “ghost”.
Con el presupuesto que manejó y el largo tiempo que costó llevarla a término, “Ghost in the Shell” podría haber sido la obra definitiva de Ciberpunk en imagen real que tantos años llevan esperando los aficionados. En cambio, dejada en las torpes manos de Rupert Sanders y con los imperativos que sobre la complejidad intelectual del contenido dictan las aspiraciones a blockbuster, lo que obtenemos es una oportunidad perdida. Para quien no conozca el material original, puede resultar una película moderadamente entretenida y con una dirección artística atractiva. Es más interesante de lo que las negativas reacciones a su estreno pueden inducir a pensar. Hay en ella ideas interesantes y personajes y situaciones con potencial; pero, a la postre, ni su higienizado argumento ni su timidez intelectual hacen justicia a las obras de Shirow y Oshii y al Ciberpunk en general. El resultado final es una película que se ve quizá con agrado pero también con indiferencia para luego olvidarla con facilidad.
No la he visto pero de lo comercial, especialmente si es estadounidense, actualmente no puede esperarse nada decente. El mínimo dominador común hoy es más bajo que antes y la gente está menos dispuesta que antes ha ser desafiada. Esperar algo de esto y de la Scarlett...
ResponderEliminarA mi me resultó entretenida, no es una gran película, pero está bien para pasar una tarde aburrida.
ResponderEliminarMuy buena reseña. A mi también me parece entretenida, obviamente es de esas películas que se miran con el cerebro desenchufado.
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