martes, 17 de agosto de 2021

2017- GHOST IN THE SHELL – Rupert Sanders


El origen de la franquicia “Ghost in the Shell” se encuentra en el manga del mismo nombre (1989-90) firmado por Masamune Shirow y serializado durante ocho meses en la revista “Young”. Posteriormente, el autor retomaría ese mundo en las secuelas “Ghost in the Shell: Man-Machine Interface” (1991-7) y “Ghost in the Shell 1.5: Human-Error Processor” (1991-6). Todas las historias, ambientadas en un futuro ciberpunk, se centran en las investigaciones policiales que lleva a cabo la Sección 9 del gobierno, especializada en delitos cibernéticos y dirigida por los oficiales ciborg Motoko Kusanagi y Batou.

 

La primera serie manga fue adaptada por Mamoru Oshii en forma de anime (1995), rápidamente elevado al estatus de film de culto y clásico del cine de CF. Le seguiría en 2004 y también dirigida por Oshii, “Ghost in the Shell: Innocence”. También se produjo una sobresaliente serie de anime, “Ghost in the Shell: Stand Alone Complex”, que se emitió entre 2002 y 2005 y que constó de dos temporadas de 26 episodios cada una, con historias originales situadas en una línea temporal alternativa a la presentada en las películas. Años más tarde, en 2013, la franquicia se resucitó con otra serie de animación, “Ghost in the Shell: Arise”, que constó de cuatro películas de una hora y de la que emanó un film adicional de metraje completo: “Ghost in the Shell: The New Movie” (2015).

 

Desde la década de los años noventa del pasado siglo, los estudios cinematográficos americanos cultivaron una moda que consistió en rehacer series clásicas de la animación televisiva en forma de películas de acción real, empezando por “Los Picapiedra” (1994). Así, la película “Ghost in the Shell” que ahora nos ocupa, pertenecería a esa corriente en la que también encontramos títulos como “Mutronics” (1991), “Crying Freeman: Los Paraísos Perdidos” (1995), “El Puño de la Estrella del Norte” (1995), “Blood: El Último Vampiro” (2009), “Transformers” (2007) y sus secuelas, “Speed Racer” (2008), “Dragonball: Evolution” (2009) o “Kite” (2014). Quizá las más recomendables de todos estos remakes son los que ha producido el propio Japón, como “Casshern” (2004), “Cutie Honey” (2004), “Devilman” (2004), “Yatterman” (2009), “Space Battleship Yamato” (2010), “Nicky, la Aprendiz de Bruja” (2014), “Lupin III” (2014), “El Ataque de los Titanes” (2015) o “Tokyo Ghoul” (2017).

 

Dado que, junto a “Akira”, “Ghost in the Shell” es uno de los films de animación japonesa más populares en el mundo occidental, no es difícil comprender que Hollywood se interesara por hacer su propia versión para su propio público. En 2008 y a través de Steven Spielberg, Dreamworks compró los derechos, pero el proyecto se demoró bastante, aglutinando otras cinco productoras, entre ellas Paramount y Amblin, y siendo el experimentado Avi Arad (el jefazo de Marvel Studios hasta 2006) el encargado de coordinarlos a todos. Para dirigir la película se contrató al británico Rupert Sanders, una elección un tanto incomprensible dado que sus créditos parecían a todas luces insuficientes: unos cuantos anuncios de televisión –alguno de ellos, es verdad, premiado- y cortos; y, como único film, “Blancanieves y la Leyenda del Cazador” (2012), una cinta comercialmente muy rentable pero de calidad discutible. No parecía, desde luego, el mejor bagaje para encabezar una superproducción que adapta a imagen real una obra clásica de la historia de la animación y además muy querida para la comunidad de aficionados a la CF.

 

En una gran ciudad de un futuro no muy lejano, el cuerpo de una mujer dañado en un ataque terrorista es reclamado por Hanka Robotics. Su cerebro (su “espíritu” o “ghost”) se coloca en un cuerpo ciborg (“shell”) para convertirse en una nueva “persona”, Mira Killian (Scarlett Johansson), mayor de la Sección 9 del gobierno, un cuerpo de seguridad especializado en terrorismo cibernético dirigido por el peculiar Daisuke Aramaki (Takeshi Kitano). Durante una misión, descubren la existencia de un misterioso personaje conocido como Kuze (Michael Carmen Pitt), capaz de infiltrarse en cualquier red informática o cerebro cibernético y que persigue a los científicos y presidente de Hanka Robotics para asesinarlos. En el curso de sus investigaciones, la mayor descubre que Kuze es una versión temprana del diseño ciborg que acabaría desarrollándose hasta el modelo que ella misma ocupa, y que su propósito es vengarse de Hanka por los despiadados métodos que ha utilizado. Sin embargo, atrapar a Kuze conllevará que la mayor deba enfrentarse a su propio pasado, borrado de su memoria cuando la convirtieron en ciborg, y se haga incómodas preguntas sobre sus aliados y el mundo en el que vive.

 

La película no es una adaptación ni del manga ni del anime, sino un constructo que integra, fusiona, adapta y modifica muchos elementos, personajes e hilos argumentales de las distintas encarnaciones previas de “Ghost in the Shell” en todos los formatos. El más llamativo y polémico de los cambios efectuados tiene que ver con la etnia del personaje principal, que de japonesa pasa a tener la exuberancia caucásica de Scarlett Johansson. Cuando la mayor Killian descubre su pasado, averigua que antes de ver transferido su cerebro a un cuerpo caucásico y borrados sus recuerdos, era una joven de raza japonesa llamada Motoko Kusanagi. Lo cual es una forma de reconocer y al mismo tiempo descartar un cambio por lo demás sustancial. En la versión original, el personaje no se embarcaba en un viaje sentimental en busca de su pasado –y, de hecho, en “Arise” se la presenta como nacida ciborg y ni siquiera la primera de su clase-. En la película de 2017, en cambio, pasa a ser el cliché del ciborg tratando de recuperar sus recuerdos borrados/reprimidos, en la línea de lo que treinta años antes ya se había visto en “Robocop” (1987).

 

Aunque conserva los característicos ojos artificiales de la versión original, Batou (Pilou Asbæk) ha pasado de ser un compañero taciturno pero leal a un tipo tierno y amigable. Quizá la principal decepción sea el reemplazo de un personaje tan fascinante como era en el anime el Titiritero, un ser llegado a la autoconsciencia desde la existencia meramente digital, por Kuze, que está extraído de “Stand Alone Complex” y que también tenía allí una extraordinaria complejidad y matices, pero que aquí es simplificado al nivel de terrorista del montón con un pasado conectado con el de la protagonista (algo que también estaba en la serie, pero expuesto de manera más sutil y con una relevancia menos central). Hay otros muchos préstamos del anime original, como la batalla con el tanque-araña, el salto al vacío desde la azotea, el robot-geisha, el basurero con recuerdos prefabricados…

 

Antes siquiera de estrenarse, “Ghost in the Shell” fue duramente atacada por lo que los angloparlantes denominan “whitewashing” y que básicamente consiste en “blanquear” la raza de un personaje no caucásico, eligiendo para encarnarlo a un actor/actríz famoso entre el público occidental. Es una estrategia que, sin ser nueva (¿alguien se acuerda del Marlon Brando achinado de “La Casa de Té de la Luna de Agosto”, 1956; o de Rex Harrison haciendo de monarca tailandés en “Ana y el Rey de Siam”, 1946?) en los últimos tiempos ha levantado cada vez más polémica por su implementación en películas como “Pan: Viaje a Nunca Jamás” (2015), “Doctor Extraño” (2016), “Dioses de Egipto” (2016) o “Death Note” (2017).

 

Está claro que ciertos colectivos étnicos se sienten ofendidos por quedar marginados de estas superproducciones, pero a la postre no puedo evitar sospechar que a la mayor parte del público le es indiferente si tal o cual papel fue pensado para un actor de una raza u otra. ¿Acaso la gente decide comprar o no sus entradas pensando “No puedo ir a ver esta película porque han seleccionado a un actor con la raza que no corresponde al personaje original”? Por otra parte, no hay suficientes actores orientales famosos entre el gran público occidental como para encarnar todos los papeles principales (de hecho, los asiáticos son una minoría infrarrepresentada en el cine y televisión norteamericanos, por debajo incluso de otros grupos raciales).

 

Mi impresión es que los espectadores que deciden ver “Ghost in the Shell” lo hacen sobre todo en base a su deseo de disfrutar con una película de ciencia ficción y/o acción, o porque son fans de Scarlet Johansson; pero pocos serán los que condicionen su elección por consideraciones étnico-culturales. Y, sin embargo, estas polémicas, se han convertido últimamente en algo a lo que temen los estudios por su potencial impacto negativo en la recaudación y las críticas. De hecho, los productores de “Ghost in the Shell” obviaron estas consideraciones y acabaron despeñándose por el abismo del fracaso comercial. Sobre un presupuesto de 110 millones, la recaudación en Estados Unidos y Canadá no superó los 40. Paramount responsabilizó del resultado al “whitewashing” y si al final la facturación ascendió a 170 millones fue gracias al dinero obtenido por la proyección en otros países, al parecer menos puntillosos con estos temas. 

 

Aun cuando Masamune Shirow dio su visto bueno a estos cambios –al fin y al cabo, él salía beneficiado por la adaptación de su obra y no le convenía torpedear la producción-, en este caso las productoras demostraron poca sensibilidad hacia el material original y una obvia incoherencia: la acción transcurre claramente en una neourbe asiática mezcla de Tokio y Hong Kong (nunca se nombra la ciudad), pero la población está compuesta mayoritariamente de gente caucásica. Podría haber tenido un pase de haberse tratado de una adaptación medianamente buena, pero no lo es. Y ello porque los profundos temas psicológicos, sociológicos, políticos e incluso metafísicos que se planteaban en las películas y la primera serie de televisión, aquí son diluidos para su consumo por un público generalista y poco exigente.

 

El anime de 1995, imaginando un futuro en el que la conciencia puede sobrevivir fuera del cuerpo orgánico y los recuerdos ser editados y manipulados, se cuestionaba la noción tradicional de lo humano y lo artificial. Se incluían varias meditaciones no sólo sobre la diferencia entre lo humano y lo artificial sino en qué punto ambos pueden tocarse o incluso fusionarse en una nueva forma de vida. Su protagonista estaba sumida en una crisis existencial ante su imposibilidad de determinar con certeza qué partes de su mente eran suyas y cuáles implantadas por el gobierno al que su cuerpo pertenece.

 

El principal problema de este Ghost in the Shell es que las cuestiones existenciales que se plantea su protagonista son las equivocadas. La Mayor se pregunta quién fue y de dónde procedía antes de que transfirieran su conciencia al cuerpo ciborg; cuando lo que la debería preocupar es quién es realmente ella ahora, cuál es su naturaleza y qué la diferencia de lo puramente humano. Y así, lo que tenemos es un blockbuster de acción en el que la protagonista tiene ese trasfondo bastante convencional del ciborg en busca de su pasado. La frase final de la mayor Killian, “My fantasma sobrevive para recordarnos que la humanidad es nuestra mayor virtud” es un cliché superficial y antropocéntrico que choca de frente con las ideas expuestas originalmente en su obra por Shirow.

 

Estéticamente, “Ghost in the Shell” también bebe de los clichés, en este caso los de la ciencia ficción ciberpunk y, concretamente, de la ubicua “Blade Runner” (1982 ) –que a su vez, era un reflejo de la fascinación de la América de los 80 por la cultura japonesa-, con esos neones de color y los anuncios holográficos gigantes de marcas conocidas copando el paisaje urbano, irrumpiendo en el campo de visión y asediando al individuo. Pero por mucha saturación sensorial que produzca, por mucho detalle que diseñadores y artistas consigan encajar en cada plano, es un mundo por el que el director no parece tener apenas afinidad. Y es que en “Blade Runner”, Ridley Scott aportó a sus imágenes textura, suciedad, sudor, humedad… vida, en definitiva. Pero en “Ghost in the Shell”, Sanders, aun utilizando la tecnología digital para multiplicar por diez aquellos mismos hallazgos visuales, fracasa a la hora de darles vida más allá de la imagen llamativa. Hay detalles interesantes y originales en el vestuario, los gadgets (como ese robot-geisha que se transforma en una araña mecanizada) o las cibermodificaciones, pero poca sensación de que ese mundo viva y respire más allá de la cacofonía caleidoscópica que delimita el plano que nos muestra la cámara.

 

A pesar del puñado de recreaciones plano a plano de escenas de la película de 1995, los momentos de acción y la coreografía de los combates no son mejores ni más originales que lo que para entonces ya era habitual en las cintas de acción de gran presupuesto. Momentos como aquel en el que la Mayor corre por las paredes o ataca mientras se desliza por el suelo ya no sorprenden; mientras que el climax con el enfrentamiento contra el tanque araña casi parece del montón. En general, la violencia está demasiado higienizada, no transmite auténtico impacto físico, por ejemplo en las intervenciones de la Mayor, cuyo cuerpo prostético forzosamente debería moverse e interaccionar con los materiales de una manera distinta y más contundente que un cuerpo orgánico.  

 

Después de todo este varapalo, hay que admitir que “Ghost in the Shell” es una cinta razonablemente eficaz como película de acción y ciencia ficción y que no puede ni mucho menos compararse a la catastrófica adaptación de “Dragonball”. Quien no conozca en absoluto la franquicia japonesa, podrá disfrutarla sin demasiados problemas como un technothriller ciberpunk no demasiado original, pero que mantiene el interés durante todo su metraje gracias a un ritmo ágil y un asumible nivel de complejidad argumental y conceptual. Eso implica, claro, renunciar a asumir riesgo alguno. Por eso, son los momentos más tranquilos de la trama los que mejor denotan la incapacidad de los guionistas para elevar el nivel intelecual –lo que sí hacía el anime de Oshii- rellenándolos con diálogos torpes y escenas no siempre bien justificadas.

 

En cuanto al reparto, no hay mucho que resaltar. Scarlett Johansson soporta buena parte de la película sobre sus hombros y consigue aportar a su personaje un razonable equilibrio entre su frio lado ciborg y el cada vez más importante lado humano que aflora conforme profundiza en su pasado. Sin embargo, tiende en exceso al postureo y fuerza innecesariamente la artificialidad de sus movimientos para recordarnos continuamente que su cuerpo no es humano. El resto de los actores está simplemente correcto, con un Takeshi Kitano que quizá se sale demasiado del personaje original (liándose a tiros y hablando en japonés cuando los demás lo hacen en inglés) y una Juliette Binoche algo perdida.

 

En su momento, tanto el manga como el anime fueron obras punteras de la ficción japonesa que combinaban tema y estética en un todo sólido y coherente. Sus creadores supieron entender y plasmar la vibrante energía de un Japón contemporáneo que se había transformado rápidamente en un emisor mundial de tecnología y cultura. El subtexto del anime de 1995 exploraba aquello que los pueblos y las naciones ganan y pierden cuando acontecen cambios sistémicos.

 

Esa especificidad cultural y temporal que le proporcionó al material original su atractivo, ha sido purgado de esta versión, norteamericana pero culturalmente anodina, con actores de carne y hueso y aspiraciones de llegar a un público masivo. Lo que queda tras drenar el sustrato intelectual y metafísico y el sutil simbolismo visual, es un drama policial muy convencional con villano corporativo incluido. Hay un punto en la película en el que el jefe Aramaki (Takashi Kitano) dice: “Cuando vemos nuestra singularidad como una virtud, entonces encontramos la paz”. Qué lástima, entonces, que estudio, guionistas y director de “Ghost in the Shell 2017” no fueran capaces –o suficientemente audaces- ni de generar esa singularidad de las obras originales ni crear una propia que le ganara un puesto en la CF moderna por mérito propio. Si la conciencia de uno mismo es la clave de la consciencia, “Ghost in the Shell” parece más un imitador de talentos ajenos que una consciencia plenamente formada. O, en otras palabras, más “shell” que “ghost”.

 

Con el presupuesto que manejó y el largo tiempo que costó llevarla a término, “Ghost in the Shell” podría haber sido la obra definitiva de Ciberpunk en imagen real que tantos años llevan esperando los aficionados. En cambio, dejada en las torpes manos de Rupert Sanders y con los imperativos que sobre la complejidad intelectual del contenido dictan las aspiraciones a blockbuster, lo que obtenemos es una oportunidad perdida. Para quien no conozca el material original, puede resultar una película moderadamente entretenida y con una dirección artística atractiva. Es más interesante de lo que las negativas reacciones a su estreno pueden inducir a pensar. Hay en ella ideas interesantes y personajes y situaciones con potencial; pero, a la postre, ni su higienizado argumento ni su timidez intelectual hacen justicia a las obras de Shirow y Oshii y al Ciberpunk en general. El resultado final es una película que se ve quizá con agrado pero también con indiferencia para luego olvidarla con facilidad.  

 


3 comentarios:

  1. No la he visto pero de lo comercial, especialmente si es estadounidense, actualmente no puede esperarse nada decente. El mínimo dominador común hoy es más bajo que antes y la gente está menos dispuesta que antes ha ser desafiada. Esperar algo de esto y de la Scarlett...

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  2. A mi me resultó entretenida, no es una gran película, pero está bien para pasar una tarde aburrida.

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  3. Muy buena reseña. A mi también me parece entretenida, obviamente es de esas películas que se miran con el cerebro desenchufado.

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