viernes, 20 de agosto de 2021

1986- MIRRORSHADES - Bruce Sterling

 


En un anuncio televisivo emitido el 22 de enero de 1984, durante una pausa publicitaria en la retransmisión del tercer cuarto de la Super Bowl, Apple presentó su Macintosh. Fusionando diversos clichés de la CF, el director de aquel corto, Ridley Scott –que ya había firmado por entonces “Alien” (1979) y “Blade Runner” (1982), mostraba a una heroína rubia que, como la Dorothy de “El Mago de Oz”, aparecía en color inserta en un mundo en blanco y negro. Vestida como una atleta con un aura de libertad y formas propias de su sexo resaltadas por un top con el logo de Apple, corría a través de legiones de esclavos rasurados y asexuados extraídos directamente de “Metrópolis” (1927) de Fritz Lang. Se detiene abruptamente frente a una gran pantalla desde la que un Gran Hermano –la representación de IBM- se dirige a las idiotizadas masas con una voz estentórea: “Hoy celebramos el primer aniversario glorioso de las Directivas de Purificación de Información. Hemos creado, por primera vez en la Historia, un jardín de ideología pura en el que cada trabajador puede florecer a salvo de las plagas que atraen los pensamientos contradictorios. Nuestra Unificación del Pensamiento es un arma más poderosa que cualquier flota o ejército de la Tierra. Somos un solo pueblo. Con una voluntad, una determinación, una causa. Nuestros enemigos se hablarán a sí mismos hasta la muerte y los enterraremos con su propia confusión. Nosotros prevaleceremos”.

 

La muchacha arrojaba un martillo contra la pantalla y ésta reventaba, bañando al público con una brillante luz y un fuerte viento. El anuncio se cerraba con la aparición en pantalla de mensaje simultáneamente locutado: “El 24 de enero, Apple Computer presentará Macintosh. Y verás por qué 1984 no será como 1984”. Era una referencia directa, claro, a la distópica novela de George Orwell, que describía un mundo en el que la individualidad había sido suprimida. La campaña de Apple apelaba a los valores revolucionarios y subversivos de los hackers ciberpunk. Los ordenadores personales se habían comercializado en los años 70 del pasado siglo como herramientas, objetos eminentemente utilitarios. Pero en los 80, se habían convertido ya en algo más, productos de consumo definidos no sólo por su utilidad profesional sino por el conjunto de esperanzas, ideales y posibilidades que se les había asignado gracias a la publicidad y la nueva cultura informática.

 

Aquel anuncio de 1984 fue seminal en ese cambio al identificar Apple su más reciente ordenador con la ideología del empoderamiento, presentándolo como un arma contra la conformidad y en defensa de la individualidad. Apple se erigió así como la voz del individuo libre en un mundo dominado por poderosas corporaciones (obviando, claro, que ella misma se había convertido en una de esas organizaciones de inmenso poder en todo el globo).

 

Aquel año fue también el que se ha dado en marcar como inicio más o menos oficial del Ciberpunk. Hay cierto debate acerca de quién “inventó” realmente el Ciberpunk como subgénero. Aunque Bruce Bethke utilizó por primera vez esa palabra en su cuento del mismo título (1983, “Amazing Science Fiction Stories”), el mayor consenso al respecto se encuentra alrededor de la publicación en 1984 de “Neuromante”, la novela de William Gibson, que marcó el advenimiento de la nueva Nueva Ola de la CF, una yuxtaposición del punk y la contracultura con la tecnología de última generación.

 

El Ciberpunk, en su sentido más amplio, es hijo de la década de los ochenta del siglo XX. Los progresos que se estaban realizando en tecnología y, en particular, en el mundo de la informática, propiciaron por una parte una renacida fe en las posibilidades que la realidad virtual, el ciberespacio o las prótesis cibernéticas podrían abrir para la especie humana. Literariamente, el Ciberpunk fue una respuesta a la creciente divergencia entre las visiones tradicionales que la CF ofrecía de un futuro que, gracias a esos desarrollos tecnológicos, parecía estar a la vuelta de la esquina, y un presente progresivamente más oscuro y distópico.

 

En este sentido, el Ciberpunk fue un reducto de rebeldía contra un optimismo que parecía ajeno a la realidad. Para algunos, este énfasis en reconocer las complejidades asociadas a los cambios culturales y tecnológicos era un enfoque sofisticado y riguroso que respetaba la tradición de la CF dura; para otros, una muestra de pesimismo, de antihumanismo incluso, una traición a los valores de la CF.

 

Y lo cierto es que el positivismo parecía ausente de los futuros que imaginaba el Ciberpunk: distópicos, sucios y corruptos en los que la tecnología servía como herramienta de control y alienación, en los que los usuarios se conectaban entre sí a través de interfaces con sus equipos domésticos y donde las fronteras entre lo biológico y lo electrónico, lo humano y lo artificial, se difuminaba. El Ciberpunk, por tanto, se caracteriza sobre todo por la exploración de la cada vez más próxima e incómoda relación entre los humanos y la tecnología, otorgando en sus narraciones un gran peso a la cibernética, la neurociencia, la nanotecnología, la inteligencia artificial o el transhumanismo.

 

Si “Neuromante” de Gibson fue la puesta de largo del Ciberpunk ante el gran público, Bruce Sterling ayudó a darle forma y delimitarlo con la antología “Mirrorshades”. Después de Gibson, Sterling es quizá el escritor americano más importante dentro del subgénero. A los 23 años publicó su primera novela, “Involution Ocean” (1978), sobre un grupo de gente que navega por los océanos de polvo de un planeta arrasado en busca de las criaturas que subsisten bajo la árida superficie. Su segunda obra larga, “El Chico Artificial” (1980), prefigura ciertos elementos del ya inminente Ciberpunk. En “Cismatrix” (1985), describe un conflicto entre los Formistas y los Mecanistas, dos facciones de la humanidad que existen precariamente en entornos artificiales en el espacio exterior. A partir de aquí, se labró un hueco en el efervescente movimiento cyberpunk con obras como “Islas en la Red” (1988), convirtiéndose en su mayor difusor y exégeta desde 1983, cuando firmaba bajo seudónimo artículos en el fanzine “Cheap Truth”, semillero de la nueva corriente.  

 

Las novelas se llevan siempre toda la atención de los grandes medios y la mayoría de los lectores, pero lo cierto es que los cuentos son la savia de la Ciencia Ficción. En ellos es donde pueden encontrarse algunas de las ideas más atrevidas y los personajes más carismáticos. “Mirrorshades”, editada por Bruce Sterling, fue una antología fundamental en la cristalización del Ciberpunk en la mente de muchos lectores y comentaristas e incluye una selección de cuentos firmados por los autores más destacados del subgénero, como William Gibson, Pat Cadigan, Rudy Rucker, John Shirley o el propio Sterling. Revisar sus páginas es echar un vistazo al estado de la CF a mediados de los ochenta.

 

Como ya habían hecho sus predecesores de la Nueva Ola, los ciberpunks –y especialmente Bruce Sterling, que asumió el rol de portavoz y polemicista del movimiento- volvieron a proclamar que la vieja CF de imperios galácticos y ciencia milagrosa había muerto. En su introducción a “Mirrorshades”, Sterling escribía: “La propia tecnología ha cambiado. Ya no son para nosotros esas gigantescas maravillas que escupían vapor, como la presa Hoover, el Empire State Building o las centrales nucleares. La tecnología de los ochenta se pega a la piel, responde al tacto: los ordenadores personales, los walkman de Sony, el teléfono móvil o las lentes de contacto blandas”.

 

En ese prólogo, que en realidad es toda una declaración de principios, Sterling expone las bases del movimiento, planteando la innovadora integración de la tecnología con la contracultura de los 80 como una revolución dentro de la CF. Pero a diferencia de sus antecesores de la Nueva Ola, los ciberpunks sí encontraron dentro del género modelos dignos de estudiar e imitar: Philip K.Dick, Alfred Bester, John Brunner, John Varley, Samuel R.Delany, Norman Spinrad, Harlan Ellison, J.G.Ballard…

 

Pero tanto como de sus “padres”, el Ciberpunk es hijo de sus “madres”, las escritoras feministas de los setenta y ochenta del pasado siglo, como Joanna Russ, Ursula K. Le Guin, Vonda McIntyre o Joan Vinge. Es más, mientras que la Nueva Ola deseaba integrar en la CF los valores estilísticos de la literatura generalista, los ciberpunks compartían con escritores postmodernistas como William S.Burroughs, Philip K.Dick o Thomas Pynchon una profunda insatisfacción con las técnicas narrativas convencionales. Y si los escritores de la Nueva Ola tendían a profesar poco interés o cariño por la tecnología –cuando no eran abiertamente tecnofóbicos- los escritores ciberpunk estaban fascinados por los límites de aquélla… aunque también se mostraban cautelosos respecto a sus potenciales peligros.

 

En un artículo publicado en 1984 en el Washington Post y escrito por el editor y crítico Gardner Dozois, se empleó por primera vez el término “ciberpunk” para definir el tipo de ciencia ficción que estaban modelando nuevos autores como William Gibson, Bruce Sterling, Pat Cadigan o Greg Bear. El “ciber” reconocía su compromiso en la exploración de un mundo cibernético en el que los ordenadores y la manipulación de la información conforman no sólo una realidad aparente sino una nueva realidad en sí misma; el “punk” indica una actitud cínica y alienada frente a la Autoridad y el Sistema.

 

La sonoridad de la palabra y su afortunada unión de términos caló pronto en el imaginario popular tanto como descriptor de cierta clase de narraciones como herramienta de marketing. Sin embargo, como demuestra la amplia variedad del material incluido en “Mirrorshades” y con el que Sterling pretendía delimitar el nuevo territorio que había reclamado para el Ciberpunk, éste no tenía la coherencia que podría suponerse.

 

Sterling recopiló doce cuentos de once autores diferentes que él estimó representativos del subgénero y, además, no tan conocidos como otros ya incluidos en otras antologías. Algunos son inmediatamente reconocibles como Ciberpunk gracias a su tema, atmósfera y tono; pero otros necesitan de más esfuerzo e imaginación para encajarlos en aquél.

 

“El Continuo de Gernsback” (1981), primer trabajo publicado de William Gibson, es un cuento cuya plena comprensión y disfrute requiere del lector un conocimiento previo de la historia de la ciencia ficción. Un fotógrafo encargado por su revista de encontrar ejemplos de arquitectura futurista de los años treinta, empieza a experimentar delirios en los que entra a formar parte de un mundo elaborado con los sueños que ayudaron a dar forma a esos edificios. Se trata de una aproximación iconoclasta y postmodernista a esas antiguas visiones de un futuro poblado de enormes zeppelines, superautopistas, coches voladores, ciudades utópicas y humanos perfectos, que nos recuerda lo absurdamente optimista que fueron los escritores, artistas y diseñadores de principios de siglo, incapaces de predecir cómo iba a ser realmente nuestro mundo tan sólo unas décadas después. Cuando los “fantasmas semióticos” convocados por esa CF invaden la realidad del protagonista, la única forma de borrar esos sueños muertos de un futuro perfecto es sumergirse en la sórdida cultura popular contemporánea.

 

En “Ojos de Serpiente” (1986), de Tom Maddox, un piloto cibernéticamente modificado por el gobierno para combatir en una guerra que nunca tuvo lugar, empieza a sufrir las consecuencias sobre su cordura de la implantación en su cerebro de una inteligencia artificial. Desesperado y sin apoyo oficial, encuentra un empleo a sueldo de una siniestra compañía que tiene su base en una estación orbital y que se aprovecha de sus peculiares capacidades de una forma que él no desea.

 

“Rock On” (1984), de Pat Cadigan (la única escritora de esta antología), es un un homenaje al rock clásico ambientado en un futuro en el que los yonkis experimentan fantasías musicales conectándose a los recuerdos de los ancianos que vivieron cuando aquella música aún era popular. Un cuento delirante pero muy menor que bien podría ser un preludio de la novela “Synners” (1991), de la misma autora.

 

En “Cuentos de Houdini” (1981), de Rudy Rucker, un mago escapista es seguido por un equipo de televisión que le propone un desafío tras otro, cada vez más imposibles. No acabo de entender el criterio que siguió Sterling para incluirlo en esta compilación Ciberpunk, porque más parece una narración –muy breve, además- de algo que podríamos llamar fantasía psico-histórica.

 

“Los Chicos de la Calle 400” (1983), de Marc Laidlaw, nos presenta un escenario postapocalíptico tras una invasión extraterrestre. El gobierno, las instituciones y las ciudades han colapsado y las bandas urbanas se enfrentan entre ellas y contra grandes gigantes metálicos. Más que una narración, es la descripción de una ciudad arrasada por la guerra, tan surrealista a su manera como el cuento anterior de Rucker, pero con un hilo más coherente y una prosa más digerible que la del relato de Cadigan. 

 

“Solsticio” (1985), de James Patrick Kelly, está protagonizada por Tony Cage, un gurú mundial del diseño de drogas sintéticas. Mientras busca los químicos psicoactivos que produzcan los efectos más sublimes posible en su nueva invención, ha de lidiar con el paso a la madurez de su hija-clon, Wynne. Se trata de un cuento bien estructurado que alterna flashbacks de la historia de Stonehenge (lugar de resonancia mítica donde va a tener lugar, en el momento presente de la acción, una suerte de festival multitudinario), fragmentos de la vida pasada de Tony y sus desvelos en el presente para recuperar a Wynne de las manos de su actual pretendiente. Es una de las historias más largas de la antología y examina más profundamente de lo que Gibson hizo nunca los efectos de las drogas tanto en el individuo como en la sociedad.

 

En “Petra” (1982), de Greg Bear, se nos presenta otra fantasía disfrazada de ciencia ficción. Tras el gran desastre que supuso la Muerte de Dios, las reglas que rigen la realidad han sido revocadas. Los sueños y las pesadillas pueden hacerse reales y las estatuas de piedra de la catedral que está en el centro de la narración, ya sean gárgolas o santos, pueden cobrar vida, apareándose con los humanos para producir criaturas híbridas.

 

“Hasta que nos Despierten Voces Humanas” (1984), de Lewis Shiner. El trabajador de una compañía y su mujer están de vacaciones en Belize cuando, un día en el que él está practicando submarinismo, fotografía una extraña figura. Al revelar la foto, se encuentra metido de cabeza en un secreto que va a cambiar su vida para siempre. Entretenido, pero no particularmente notable.

 

“Zona Libre” (1985), de John Shirley, presentada aquí como una novela corta, es en realidad un extracto de su novela “Eclipse” (1985). Mientras que otros cuentos de esta colección no se ajustan claramente a los parámetros hoy asumidos como propios del Ciberpunk, no hay duda de que la contribución de Shirley pertenece a ese sugbénero. La historia está ambientada en 2017, en una isla artificial de la costa de Marruecos llamada Zona Libre. Un viejo rockero en horas bajas busca un propósito para su vida mientras lidia con los egos que están destruyendo su banda. Antes de que sus compañeros abandonen y se vendan a la industria de la música electrónica, les convence para dar un último concierto de puro rock and roll. Tras la actuación y por mera casualidad, se verá involucrado en una gran conspiración internacional que le mostrará el camino a seguir en el futuro. Aunque la historia se queda a medias, “Zona Libre” es quizá uno de los mejores y más puros ejemplos de Ciberpunk de toda esta selección: rockeros, drogas, individuos marginales, corporaciones siniestras con asesinos en plantilla, una ciudad sin ley…

 

“Stone Vive” (1985), de Paul Di Filippo es otro cuento de corte netamente ciberpunk y una de las mejores historias de este libro. A un pobre hombre ciego que vive en los estratos más bajos de la sociedad se le presenta la oportunidad de su vida. Un misterioso patrocinador le somete a cirugía para que recobre la vista y luego lo acomoda lujosamente para que desempeñe una original misión. Intencionadamente o no, Greg Egan tomaría prestada esta premisa para su novela “El Instante Aleph” (1995).

 

“Estrella Roja, Órbita Invernal” (1983), de Bruce Sterling y William Gibson, es quizá la contribución más floja a esta antología, sobre todo teniendo en cuenta el peso de sus autores. Ambientada en la estación orbital soviética “Cosmogrado” –una serie de Salyuts interconectados y divididos en una zona militar y otra civil-, uno de sus más veteranos ocupantes, un astronauta legendario pero ya muy viejo para rehacer su vida en la Tierra, sufre una crisis existencial cuando se le informa de que el gobierno ha decidido desmantelar la instalación

 

“Mozart con Gafas de Espejo” (1985), de Bruce Sterling y Lewis Shiner, aunque estrictamente hablando sea una historia de viajes en el tiempo, es uno de los mejores cuentos de “Mirrorshades” y una de esas raras ocasiones en que la colaboración entre dos autores consigue extraer lo mejor de ambos. El protagonista trabaja para una compañía que obtiene recursos naturales y objetos valiosos de los pasados de realidades alternativas (cada vez que se viaja hacia atrás en el tiempo, se forma una nueva línea temporal, haciendo así imposible alterar la propia). El problema surge cuando en uno de esos siglos XVIII alternativos, el pueblo se alza en revolución protestanto por la explotación y expolio de su mundo. Una sátira corrosiva de nuestro propio mundo por la que desfilan versiones muy divertidas de Mozart, María Antonieta o Thomas Jefferson.

 

En último término, “Mirrorshades” no es un tesoro literario sino más bien una colección con la que Bruce Sterling define su visión del Ciberpunk y lo que éste significa para la Ciencia Ficción y para la sociedad como nueva forma artística. Cada historia presenta un tema, una doctrina, una forma de expresión literaria, que él interpreta como definitorio del subgénero, incluyendo sus inclinaciones liberales próximas al anarquismo político: la contracultura, la alienación, el posthumanismo, el sexo, las drogas, el rock and roll, los gobiernos y corporaciones tan poderosos como inmorales, Singularidades, viajes en el tiempo, fantasías medievalizantes, modificaciones cibernéticas, futurismo, escenarios postapocalipticos… es un revoltijo poco homogéneo que Sterling intenta unificar a través tanto del mencionado prólogo (quizá, hoy en día, lo más interesante del libro por cuanto resume perfectamente la historia, influencias, preocupaciones, temas y aspiraciones del movimiento Ciberpunk) como de introducciones individuales a cada cuento, glosando la figura de su autor y encuadrándolo en su propia visión del Ciberpunk.

 

No se puede decir que haya malas historias en “Mirrorshades”, pero algunas son solo regulares y otras, a pesar de las explicaciones de Sterling, no parecen tener buen encaje en el subgénero en cuestión. Quizá no sean tan maravillosas y seminales como algunos críticos han querido presentarlas, pero sí son disfrutables y ofrecen un panorama variado e interesante de parte de la CF que se estaba realizando a mediados de los ochenta.

 

El Ciberpunk cayó en la CF como una bomba, generando acaloradas discusiones sobre lo que debería o no ser el género así como lo que era el propio Ciberpunk. Se habló incluso de un movimiento de "Ciencia Ficción Humanista” que contrarrestaría el supuesto nihilismo postmoderno del recién nacido. Quizá gracias a contar con un portavoz tan elocuente como Bruce Sterling y un escritor tan exitoso como William Gibson, el Ciberpunk atrajo durante los años ochenta una cantidad desproporcionada de atención por parte de los estudiosos del género, que ofrecieron una conveniente pero quimérica imagen de unidad en detrimento de escritores tanto o más innovadores que se resistían a la categorización. Octavia Butler, Connie Willlis, Karen Joy Fowler, Pat Murphy, Kim Stanley Robinson, John Kessel, Nancy Kress, Lucius Shepard, Greg Bear u Orson Scott Card, por nombrar sólo unos pocos de los entonces más jóvenes y destacados, fortalecieron y modelaron la CF de los ochenta tanto como el Ciberpunk.

 

Cinco años después de su eclosión, el Ciberpunk había evolucionado desde un movimiento difuso a una sensibilidad ampliamente compartida más allá de sus límites iniciales. Entre los escritores que se vieron influenciados –que no limitados- por tal sensibilidad podemos citar, entre otros muchos, a K.W.Jeter, Michael Swanwick, Tom Maddox, George Alec Effinger, Lucius Shepard o Neal Stephenson. Sin embargo, la influencia del Ciberpunk en la CF y la cultura popular va más allá de cualquier lista de escritores, por muy larga que ésta sea. Su visión de un futuro posthumano y distópico ha permeado toda la superestructura de la CF en todos sus formatos, fosilizándose demasiado frecuentemente en una fórmula predecible, un mundo prefabricado adoptado por muchos escritores con poca imaginación.

 

“Mirrorshades” fue un manifiesto, una declaración de principios y una apropiación de territorio conceptual. Con el tiempo, el pequeño núcleo de los autores que conformaron el movimiento se dispersó en distintas direcciones. El Ciberpunk vino, vio y venció… para luego abandonar el campo de batalla. Nacido entre la expectación y la polémica, el subgénero pasó velozmente de su juventud rebelde y contestataria a la respetabilidad y la integración en el sistema. Fue simultáneamente más y menos de lo que nadie había imaginado: más el emblema de una convergencia cultural que rápidamente traspasó las fronteras tradicionales de la CF; y menos un nuevo e inmenso océano de posibilidades que un breve tsunami que surge del mar ya existente, bambolea algunas embarcaciones y arrasa parte de la costa antes de diluirse y volver a su ser.

 

 

1 comentario:

  1. ¡Excelente artículo, como es usual, Manuel! Hace poco conseguí esta antología (la cual cuenta con una sola edición en español, de parte de Siruela, lo cual no deja de ser llamativo siendo una antología con tanto renombre) y debo echármele encima, pero otras lecturas se le han puesto en el medio.

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