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miércoles, 7 de octubre de 2015
1982- BLADE RUNNER - Ridley Scott (2)
(Viene de la entrada anterior)
El tema de los “dobles” se trata en “Blade Runner” con una notable ambigüedad, ya que al espectador no le resulta fácil empatizar plenamente con ninguno de los actores de este drama. En ausencia de una figura verdaderamente repulsiva física o moralmente, su simpatía oscila entre el amargado cazador de recompensas Rick Deckard y los replicantes a los que persigue. Y es que, como queda claramente expuesto, tanto hombres como replicantes comparten no solamente las mismas preocupaciones, sino el mismo destino. Como Sebastian, los replicantes experimentan su propia forma de decrepitud prematura, una mortalidad “programada”. Batty y sus compañeros, por tanto, se enfrentan a la misma certeza desasosegante con la que el hombre ha tenido siempre que lidiar: la de una muerte inevitable.
Mientras tanto, Deckard, hastiado de su trabajo como asesino a sueldo, reflexiona sobre su papel en la turbia misión que le han encomendado, preguntándose incluso –según la versión de la película, ya volveremos sobre eso- si él mismo es una copia. En un momento determinado, comenta: “Se suponía que los replicantes no tenían sentimientos; tampoco los blade runners”. Es una compleja pauta en virtud de la cual hombres y replicantes empiezan a verse reflejados unos en los otros y, desconcertados, a cuestionarse su propia naturaleza.
En el personaje de Rachel, el replicante casi perfecto de Tyrell, esta diferenciación cada vez más nebulosa entre el hombre y su copia, encuentra su perfecta expresión. Inicialmente, ni siquiera el experimentado ojo de Deckard le descubre su verdadera naturaleza, despertando en él un misterioso sentimiento de atracción. Más inquietante resulta que su fascinación continúe incluso después de que el Test Voight-Kampf revele que ella es en realidad una replicante. El significado de los resultados de ese test, sin embargo, pierde sentido a la vista de la manifiesta “humanidad” de Rachel: su amor por la música, su necesidad de afecto, su preocupación por el prójimo y, aparentemente, su amor por Deckard. Cuando le pregunta a éste, “¿Te has hecho alguna vez el test a ti mismo?”, el blade runner empieza a cuestionarse su propia humanidad. ¿No queda ésta ya comprometida por su profesión de asesino? A ello se suma el resultado de su enfrentamiento con Batty, al término del cuál éste le perdona la vida, demostrándole más compasión y grandeza –más humanidad, en suma- de la que el propio Deckard habría tenido y de la que, de hecho, ha demostrado en toda la película.
Como resultado de todo ello, cuando recibe la orden de matar a Rachel de la misma forma que a los otros replicantes, la actitud de Deckard experimenta un cambio y empieza a cuestionarse lo que antes daba por sentado, esto es, que los replicantes son más humanos de lo que creía; y que los propios humanos, aquellos que crean vida artificial y aquellos que la matan, no pueden en cambio presumir de las emociones y sensibilidades que asociamos con el término “humanidad”. Pris y Roy parecen más enérgicos, hermosos y amantes de la vida que sus contrapartidas humanas. Los replicantes son más sinceros en sus sentimientos que quienes les persiguen acusándoles de “inhumanidad”. La copia se ha convertido en algo más real que el original.
A la vista de esto, Deckard decide entonces desobedecer la orden y escaparse con Rachel para vivir juntos el tiempo que a ella le reste. El último plano de la película nos muestra a Deckard y Rachel conduciendo a la luz del día por un entorno natural, ya lejos del lluvioso y oscuro mundo urbano del que proceden. Deckard, de este modo, abandona todo lo artificial que representa la ciudad moderna en favor del mundo natural, en el que el hombre puede recuperar su auténtico ser. (Sobre el final alternativo hablaré más adelante).
En resumen, la película sugiere que la fascinación por la ciencia de la replicación genética puede provocar que el hombre acabe transformándose en una mera copia de sí mismo, menos humano aún que los seres que ha creado a su imagen y semejanza. Los avances científicos, en suma, amenazan con relegar al hombre como algo irrelevante, superado a la postre por su propia creación. De hecho, en muchos aspectos, los replicantes están más vivos que Deckard, un hombre invadido por el cinismo y el aletargamiento emocional y desprovisto de una moralidad reconocible como tal. A diferencia de Deckard, Roy, Pris, Zhora o Leon tienen una misión en la vida y sienten con pasión la ira, la desesperación, la fraternidad o el miedo.
La película también subvierte los tópicos tecnofóbicos establecidos tradicionalmente en el género. La relación sentimental entre Deckard y Rachel, humano y replicante, contradice la interpretación de lo natural como concepto positivo opuesto a una civilización tecnológica negativa. También se deconstruye la oposición entre razón y emoción, intercambiando los roles de quienes ostentan esas capacidades. Así, la policía detecta a los replicantes mediante instrumentos que detectan sutiles variaciones en la pupila. Cuando Deckard analiza la fotografía de una habitación, la descompone en fragmentos hasta que detecta lo que busca, un procedimiento parecido al que seguiría una máquina. La fría razón, por tanto, se atribuye a los humanos.
Pero la emoción no se contrapone a la razón, porque aquélla, en el caso de los replicantes, es producto de la tecnología. Y, sin embargo, estas máquinas humanoides, como hemos visto, son más humanos que sus creadores. El análisis lógico es retratado como irracional e inhumano cuando se instrumentaliza por una sociedad policial y explotadora. Por tanto, la historia cuestiona las dualidades “humanismo-tecnología”, “razón-emoción”, “cultura-naturaleza”, defendidas por la rama más conservadora y tecnófoba de la ciencia ficción, rechazando asignar de forma unívoca determinadas características según la naturaleza de cada ser.
Lo cierto es que la película suscita muchas cuestiones, pero nunca las llega a responder. El guión incluye fragmentos que tocan todos estos temas pero que no terminan de conformar un discurso completo y coherente. En lugar de ello, el formato de “film de serie negra” conspira para aislar a cada personaje, a un nivel u otro, de todos los demás. Del triste ingeniero humano que vive con juguetes que él mismo construye para que le hagan compañía, hasta el replicante que guarda fotografías de una familia que nunca tuvo; o el mismo Deckard, cuya batalla final con Roy Batty, que termina no con el típico estallido propio de las películas de acción, sino de una manera infinitamente más sutil y satisfactoria, con un suspiro final. A veces se ha criticado a la película por tener poco fondo y mucho envoltorio. No es cierto. La historia está allí y quienes piensan eso quizá es que se hayan dejado distraer en exceso por los efectos visuales.
Director y guionista introdujeron también múltiples referencias religiosas, algo muy adecuado en una historia que trata sobre creador y creación y que ya H.G.Wells en su clásico “La Isla del Dr.Moreau” supo ver. Por nombrar sólo un ejemplo, Roy Batty es una figura reminiscente de la de Lucifer, una creación que destruye a su creador en una escena cuyo significado e intensidad trasciende el género de la ciencia ficción. En un giro extrañamente poético, ese Lucifer evoluciona al final en un Cristo que perdona la vida de su asesino. Aunque se le considera una máquina, su búsqueda de un alma propia resulta conmovedora y su muerte, subrayada por las magníficas líneas de diálogo improvisadas por Rutger Hauer, hace sentir al espectador que con ella se pierde algo magnífico: “"Yo he visto cosas que vosotros no creeriaís...., atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir".
“Blade Runner” también sugiere el tema de la opresión inherente al capitalismo. Si la década de los setenta estuvo marcada por distopias populistas que recogían el creciente resentimiento de una parte de los estadounidenses contra las grandes corporaciones, los primeros ochenta ampliaron aún más la crítica, mostrando la parte más oscura de los pilares del capitalismo, como la explotación de los trabajadores, la inducción al consumismo o la competencia desaforada. “Blade Runner” fue una de ellas (otros ejemplos fueron “Atmósfera Cero”, 1981 o “Quintet”, 1979).
La Corporación Tyrell inventa los replicantes para disponer de obreros más dóciles y la película muestra cómo el capitalismo convierte a los humanos en máquinas al igual que sucedía en “Metrópolis” (de hecho, la influencia del expresionismo alemán tiene una fuerte presencia en todo el film). Los brillantes colores de los carteles publicitarios de neón contrastan con la oscuridad de las calles, subrayando la discrepancia entre el idealizado mundo del consumo y el ocio y la realidad de una clase trabajadora empobrecida. Incluso -y enlazando con el simbolismo religioso comentado más arriba- la arquitectura corporativa neo-maya de Tyrell sugiere los sacrificios humanos al dios capitalista; el propio Tyrell es retratado como una suerte de divino patriarca.
“Blade Runner” tiene también múltiples referencias a los ojos y la visión. Por ejemplo, los replicantes se distinguen de los hombres por el sutil reflejo rojizo de sus ojos y por la reacción de la pupila al Test Voigt-Kampf. Las gafas de Tyrell aumentan sus ojos hasta casi lo grotesco. Roy Batty visita a un ingeniero genético que le recibe con la frase: “Tu Nexus 6, ¿eh?...¡Yo diseñé tus ojos!”. El replicante le contesta: “Si sólo pudieras ver lo que yo he visto con tus ojos…”. Más tarde, Batty le saca los ojos a Tyrell y, al final, en el antedicho discurso postrero, hace referencia a las maravillas que ha contemplado.
Precisamente, el aspecto visual de la película sigue siendo objeto de fascinación, más aún incluso que el mismo argumento. El propio Scott se refirió a su aproximación a este apartado como “la acumulación caleidoscópica de detalles…en cada esquina del fotograma…(componiendo) un pastel de setecientas capas”. Su representación del futuro seguía la línea de películas distópicas de diez años antes, como “Cuando el Destino nos Alcance” (1973) o “Rollerball” (1975) pero a través de un filtro muy novedoso y visualmente sofisticado, hasta el punto de que se puede decir sin temor a equivocarse que cambió completamente el cine de ciencia ficción.
Scott reunió un formidable equipo de gurús de los efectos especiales, diseñadores y artistas, que dieron forma a un futuro de gran densidad y múltiples texturas que dejaba entrever fragmentos de un sustrato cultural que nunca llegaba a perfilarse del todo. Se buscó deliberadamente la sensación de que lo que estaba a la vista en la pantalla no era más que la punta del iceberg de un mosaico social muchísimo más amplio que incluía otros planetas.
La imagen que Los Ángeles tiene de sí misma -y que exporta con bastante éxito al resto del mundo- es la de un paraíso soleado poblado por gente feliz al volante de bonitos automóviles. Precisamente por eso es un cebo seductor para ese maligno placer que la ciencia ficción encuentra en crear escenarios de contraste. La ciudad californiana ha sido invadida en múltiples ocasiones por criaturas mutantes o extraterrestres, asolada por catástrofes diversas y, en esta ocasión, convertida en una urbe distópica, nocturna y castigada sin descanso por la lluvia. Es una ciudad tan diferente de la actual –y al mismo tiempo tan verosímil y reconocible- que supuso una conmoción para muchos espectadores.
“Blade Runner” fue la primera vez que se intentó visualizar un futuro directamente evolucionado del presente. Antes de ella, los futuros de la ciencia ficción solían consistir en ciudades higiénicas repletas de maravillas arquitectónicas que se perdían en la distancia. El cine había ofrecido ya tanto utopías como distopías (“La Vida Futura”, 1936; o “La Fuga de Logan”, 1976), dominadas por el cristal, el plástico y una suave iluminación indirecta. Aquí, en cambio, se decidió que no habría nada que pareciera nuevo o fuera brillante. Todo lo contrario, la premisa bajo la que trabajaron los diseñadores, supervisados de cerca por Scott, fue que en ese Los Angeles del 2019 resultaría demasiado caro demoler los viejos edificios para sustituirlos por otros nuevos, por lo que los propietarios se limitarían a parchearlos una y otra vez. El resultado era un paisaje urbano heterogéneo en el que lo viejo infectaba lo nuevo, grandes rascacielos de cristal compartían espacio con edificios históricos y las grietas, el óxido, la suciedad y la contaminación resultaban abrumadoramente visibles. Es una metrópolis multicultural en cuyas abarrotadas calles se mezclan punks y Hare Krishnas. Sobre ellos vuelan aerocoches y dirigibles luminosos que ensalzan las maravillas de emigrar fuera de la Tierra. La historia de la humanidad se encuentra ya en el espacio y en la Tierra sólo han quedado los marginados, los criminales y los considerados inútiles para la aventura extraterrestre.
En realidad, el paisaje urbano imaginado por los diseñadores de la película recuerda más a las verticalidades propias de las megaciudades asiáticas como Hong Kong o Tokio que a la característica horizontalidad del Los Ángeles contemporáneo. Pero esas referencias culturales al mundo asiático en el diseño de las estructuras y espacios urbanos son un tanto vagas: el aire retro del bar sushi japonés, la enorme pantalla publicitaria con una geisha o el bioingeniero oriental que “solo hace ojos”, son elementos dispersos e idealizados cuya combinación cinematográfica arroja un híbrido futurista y anárquico de Hong Kong, Nueva York y el distrito Ginza de Tokio (según otros, se asemeja más a un trasplante del Chinatown de San Francisco al Tomorroland de Disneyland). De Hong Kong en particular toma la arquitectura mestiza, las aglomeraciones callejeras, el batiburrillo de lenguas, la caótica proliferación de anuncios de neón, las calles húmedas y los símbolos de dragones. Pero además de su valor estético, esa predominancia de la cultura oriental tiene un significado social, ya que refleja la ansiedad que se vivía en los Estados Unidos de los ochenta ante la penetración de su economía por grandes corporaciones niponas, lo que parecía apuntar al fin del dominio financiero norteamericano.
Precisamente y hablando de grandes empresas, parte de la conexión que se establecía entre el futuro de “Blade Runner” y el presente de los ochenta se vehiculaba a través de las multinacionales, que exhiben sus logos y mensajes publicitarios mediante multicolores luces de neón y enormes pantallas que ocupan fachadas enteras de los edificios. Era este un elemento a menudo presente en las novelas de Dick y que Scott conserva: empresas de grandes dimensiones e incalculable poder, omnipresentes y casi omnipotentes –como la Tyrell Corporation que fabrica los androides-, capaces de perpetuarse en el tiempo y operar al margen de los gobiernos. Irónicamente, la intención de Scott acabó teniendo el efecto contrario: grandes empresas de entonces que aparecen en la película, como TDK, PanAm o Atari, lejos de perdurar, acabarían desapareciendo no mucho después, demostrando los límites de la presciencia del director y dándole a la película cierto aire “retro”.
El ilustrador y diseñador industrial Syd Mead fue contratado para dar forma concreta a ese universo futurista que el propio Scott describió como “un comic para adultos”, orientando a sus diseñadores a buscar referencias en la vanguardista revista francesa “Metal Hurlant”. De hecho, Jean Giraud, alias Moebius, el legendario autor de cómic, recibió la oferta de colaborar en la película, pero la declinó por no ver claro el proyecto, algo de lo que siempre se arrepentiría después.
Por su parte, el mago de los efectos especiales Douglas Trumbull adoptó las técnicas desarrolladas por John Dykstra y la Industrial Light & Magic para llevar a la ciencia ficción–junto al otro responsable de este apartado, David Dryer- a nuevas alturas estilísticas. Trumbull llamó la atención por primera vez allá por 1968, cuando diseñó la secuencia de la “puerta estelar” para “2001: Una Odisea del Espacio”. Aunque fue Stanley Kubrick quien ganó el Oscar a los mejores efectos especiales por aquella película, Trumbull sería en los años siguientes nominado tres veces por “Encuentros en la Tercera Fase” (1977), “Star Trek” (1979) y “Blade Runner”. Además, forma parte de ese grupo de especialistas en efectos visuales que ha dado el salto a las labores de dirección. Su primera película, la ecológica “Naves Misteriosas” (1971) ya la comenté aquí con cierta profundidad en otra entrada.
La fotografía de Jordan Cronenweth, la dirección artística de David Snyder y el diseño de producción de Lawrence G.Paull contribuyeron también a la creación de un entorno futurista que ha fascinado a millones de espectadores. Por su parte, el compositor griego Vangelis, en la cima de su popularidad tras ganar un Oscar por “Carros de Fuego” (1981), combinó su característico sonido de sintetizadores con unos inspirados saxofón y piano para escribir una banda sonora muy etérea que constituye el contrapunto perfecto para las preciosistas imágenes construidas por Scott.
Así, la suma de unas ideas innovadoras e inspiradas y un gran talento técnico dio como resultado un lujoso al tiempo que muy meditado espectáculo visual que rivaliza con el que en su día supuso “Metrópolis” y que en no poca medida fue lo que fascinó a los espectadores. También suscitó abundantes críticas que la acusaban de anteponer su sofisticada puesta en escena a la sustancia argumental. Sin embargo, con todo lo impactante que resulta aquélla, no cae en el vacío exhibicionismo, sino que cumple perfectamente su papel de sostén y fondo de una historia cuya efectividad puede ser discutible, pero que desde luego existe.
Una sección de los estudios Warner en Burbank, California –que paradójicamente se conoce como New York Street- fue transformada en el Los Angeles del 2019; otras escenas se rodaron en el Bradbury Building, un edificio histórico de la ciudad, reliquia del tipo de construcciones victorianas de hierro y cristal que más adelante pasarían a formar parte de la imaginería steampunk. Curiosamente, el arquitecto responsable de ese edificio, George Wyman, citó en su día como influencia en su trabajo una obra de ciencia ficción, “El año 2000: Una mirada retrospectiva” (1888), de Edward Bellamy. Y aunque el Bradbury Building no guarda relación alguna con Ray Bradbury, el nieto de Wyman, Forrest J.Ackerman, sería quien, en una carta a la revista “Wonder Stories” en 1935 acuñaría el término “Science Fictional”.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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Excelente revisión de este film, felicidades!!
ResponderEliminarGracias, dentro de poco colgaré la parte final... Un saludo
ResponderEliminarMuy buena retrospectiva, que recuerdo, aun tengo dos ediciones en mi estantería poendientes de que mis hijos crezcan para mostrarles la grandeza de este film.
ResponderEliminarTu mismo podrás entonces averiguar si es una película inmortal o si las nuevas generaciones crecerán distanciadas de ella. Espero que para entonces aún estemos tú y yo por aquí y podamos comentarlo!
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