El éxito que a mediados de los cincuenta del pasado siglo cosecharon Disney y MGM con sendas superproducciones que adaptaban obras de Julio Verne, “Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino” (1954) y “La Vuelta al Mundo en Ochenta Días” (1956), inauguró toda una moda de la que los diferentes estudios trataron de sacar partido. Durante los años siguientes, la ficción del gran novelista galo recibió no pocas adaptaciones a la gran pantalla con distintos grados de fidelidad y calidad que iban desde lo eficaz hasta lo mediocre. Como ejemplos podemos citar “Una Invención Diabólica” (1958), “Viaje al Centro de la Tierra” (1959), “La Isla Misteriosa” (1961), “El Amo del Mundo” (1961), “Valley of the Dragons” (1961), “Los Hijos del Capitán Grant” (1962), “Cinco Semanas en Globo” (1962) o “Chiflados del Espacio” (1967). Muchos de estos títulos descarrilaban víctimas del exceso de humor bufonesco, pero “De la Tierra a la Luna”, producida por RKO, destacó por ser una de las pocas propuestas serias de este subgénero.
Poco después del final de la Guerra Civil Americana, el fabricante de
municiones Victor Barbicane (Joseph Cotten) anuncia que ha descubierto el Poder
X, el explosivo de mayor potencia jamás inventado. Con el apoyo de otros
industriales, planea disparar un proyectil rumbo a la Luna para exhibir la
capacidad de aquél. En contra de su proyecto se posiciona Stuyvesant Nicholl
(George Sanders), fabricante de un acero durísimo pero que tras una humillante
demostración, resulta ser vulnerable ante el Poder X. Pero la peor noticia le
llega a Barbicane como petición personal y secreta del presidente de Estados
Unidos, Ulysses S.Grant (Morris Ankrum), para que ponga fin a sus planes, ya
que están siendo interpretados por otros países como una provocación bélica y
podrían acabar arrastrando al país a otra guerra.
Abandonado por sus patrocinadores y atacado por el público, Barbicane
propone una nueva idea. Examinando la metralla resultante de la prueba de su
explosivo contra el metal de Stuyvesant, descubre que éste se ha transformado
en un material cerámico igualmente duro pero mucho más ligero. Así, propone fabricar
una nave que llegue hasta la órbita de la Luna. Para ello, recluta al propio
Nicholl, que aportará al proyecto el recubrimiento metálico de la cápsula y que
acabará formando parte de la tripulación. Durante la construcción, se enamoran
la hija de Nicholl, Virginia (Debra Paget) y el ayudante de Barbicane, Ben
Sharpe (Don Dubbins).
Una vez finalizada la nave, Barbicane, Nicholl y Sharpe suben a bordo
y, entre mucha fanfarria, despegan. Una vez en el espacio, el ultrarreligioso
Nicholl revela que ha saboteado el vehículo puesto que considera que Barbicane
está desafiando las leyes de Dios. Cuando se descubre que Virginia también se
halla en la nave tras colarse como polizonte, Nicholl coopera con su adversario
en un desesperado intento por salvarla. Los dos ingenieros noquean a Sharpe y
lo colocan junto a la muchacha en el compartimiento más seguro de la nave,
eyectándolo a continuación hacia la Tierra mientras ellos prosiguen hasta la
Luna sin esperanzas de regreso.
“De la Tierra a la Luna” fue dirigida por Byron Haskin, un profesional
que se había ganado una reputación como especialista en el cine de género bajo
la tutela del productor George Pal gracias a títulos como “La Guerra de losMundos” (1953), “Cuando Ruge la Marabunta” (1954) o “La Conquista del Espacio”
(1955). En todos ellos demostró tener un buen ojo –aunque a veces demasiado
frío- para el espectáculo de efectos especiales y el drama en Technicolor. En
“De La Tierra a la Luna” dispuso de un diseño de producción razonablemente eficaz.
El interior del cohete cuenta con esos tapizados afelpados tan asociados con la
estética victoriana y que ya eran la norma en este tipo de adaptaciones de
novelas de ciencia ficción y aventuras del siglo XIX. Lo mismo vale para los
ingenios mecánicos “steampunk”, tan bien fabricados que parece que pudieran
funcionar de verdad.
“De la Tierra a la Luna” casi es una buena película. Casi. Como les sucedía a muchas producciones de CF de los años cincuenta, carece del nervio necesario para mantener el interés durante todo el metraje. Y ello aun cuando, a diferencia de otros títulos, en lugar de regodearse en mutaciones monstruosas producto de la radiación, los peligros del universo hostil en forma de invasiones alienígenas o el siempre temible apocalipsis nuclear, suscribe el optimismo respecto al viaje espacial que a comienzos de la década había introducido en el cine de CF “Con Destino a la Luna” (1950).
Así, “De la Tierra a la Luna” propone disfrutar de la maravilla de
salir de la Tierra para aventurarse en los misterios del espacio, si bien de
acuerdo a los códigos de la CF victoriana. La historia va progresando a base de
los sucesivos enfrentamientos y reconciliaciones de los dos rivales
–interpretados con elegante carisma por dos actores veteranos con porte de gentleman
como eran Cotten y Sanders-. El cohete despega, los protagonistas alcanzan el
espacio y, de repente… dejan de pasar cosas. Cuando comienza la parte de la
película que promete ser la más emocionante, el ritmo se desploma y se
convierte en un drama confinado a un espacio reducido con dos individuos
peleándose. El suspense y la aventura se reaniman de vez en cuando insertando
una lluvia de meteoritos o una reparación mecánica de emergencia, pero en
términos del sentido de lo maravilloso que el film podría haber suscitado, se
queda muy corto.
En ello tuvo que ver otro factor: las dificultades económicas del
estudio que pagaba la producción, RKO, y que se tradujeron primero en un
recorte del presupuesto; y segundo, en la asunción de todo el proyecto por
Warner Brothers poco antes de la bancarrota de aquél. Y uno de los apartados en
los que tales recortes son más patentes es, claro, el de los efectos especiales,
presentes en pocos planos y ejecutados muy torpemente: el lanzamiento del
proyectil se limita a una serie de planos exteriores de la cápsula en los que
resultan dolorosamente visibles el brazo y cable de la grúa que lo sostiene; y
el alunizaje del clímax transcurre fuera de plano. De hecho, todas las escenas
que transcurrían en el exterior de la Luna hubieron de quitarse del guion.
Warner, incluso, recicló para la banda sonora extractos de la de “PlanetaProhibido” (1956).
Tampoco la historia original de Verne se respeta demasiado, aunque es
cierto que el libro adolecía del mismo problema que la película: tras unos
apasionantes preparativos, el viaje propiamente dicho y la llegada a la órbita
lunar carecían de eventos significativos y la narración pasaba a centrarse en
describir con desesperante meticulosidad la superficie del satélite. Pero esos
tediosos pasajes, que podían maravillar al lector de la época que jamás había
conocido una ficción que presentara como factible algo hasta la fecha dominio
de la fantasía, resultan tediosos para los posteriores hijos de la era
espacial, bombardeados desde la infancia con imágenes del espacio y
familiarizados con sondas a Marte o vistas de la Estación Espacial
Internacional.
La historia se pervierte sobre todo con la adición de la tópica
metáfora contemporánea sobre la carrera armamentística nuclear. En la novelaoriginal, fechada en 1865, el Baltimore Gun Club, una organización de
caballeros estadounidenses aficionados a la artillería, aburridos ante la
finalización de la Guerra Civil y la ausencia de otros conflictos en el
horizonte propiciadores de desarrollos ulteriores de esa tecnología, deciden encabezar
el siguiente paso de la misma fabricando un cañón que envíe un proyectil a la
Luna. En la película, lo que tenemos es un empresario que fabrica armas y que
idea el mismo proyecto, pero con el fin de publicitar las posibilidades de su
invención. Semejante plan para satisfacer ese propósito no parece ser ni muy
proporcionado ni tener mucho sentido. Además, es precisamente esa intención del
guionista de insertar un comentario sobre la actualidad del debate
armamentístico lo que deja al espectador indeciso sobre la postura que adopta aquél
al respecto.
“De la Tierra a la Luna” es, en fin, una película modesta que por las razones apuntadas no satisface su potencial y que sólo interesará a amantes del cine añejo de aventuras y completistas de Verne.
Mi primera reacción de interesado en el steampunk cinematográfico ha sido preguntarme por qué no tenía esta película en mi videoteca, pero al seguir leyendo he entendido porqué no la tenía en mi radar, si la comparamos con 20.000 Leguas o La Gran Sorpresa. A pesar de todo, y en parte por el caché de los dos protagonistas, es probable que acabe incorporándola.
ResponderEliminarEn general tu crítica me reafirma en los defectos de la mitad denlas novelas de Verne para el lector actual: descripciones larguísimas que nada aportan a la historia. A pesar de todo sigo con él