miércoles, 26 de mayo de 2021

1970- YOKO TSUNO - Roger Leloup (5)


(Viene de la entrada anterior)

 

Unos meses después de su última aventura extraterrestre, Yoko, Paul y Vic regresan a Vinea en “Los Titanes” (1978). En esta ocasión, lo hacen a requerimiento de los propios vineanos y llevando con ellos un material que éstos les han solicitado: muestras biológicas de insectos y pesticidas.

 

Al llegar a su destino, Khany les explica cómo marcha el reasentamiento en Vinea y les lleva a una nueva ciudad cubierta por cúpulas para mostrarles en un laboratorio lo que han hallado en el lecho de un río: la pata de lo que parece un gran insecto, reforzada con implantes de titanio, lo que sugiere que en los siglos en los que estuvieron ausentes los vienanos de su propio planeta, éste vio la llegada de otra especie alienígena inteligente que probablemente se asentó en una región pantanosa perpetuamente cubierta por neblina. Así, las colecciones entomológicas de la Tierra que los vinanos solicitaron tienen como fin compararlas con la muestra, lo que les confirma que se trata de insectos de varios metros de altura. En cuanto a los pesticidas, los vineanos quieren utilizarlos como base para desarrollar un arma contra ellos en el caso de que resulten ser hostiles. A Yoko le disgusta esa postura agresiva y sólo accede a colaborar y acompañar a Khâny si se intenta un primer contacto pacífico.

 

Así, una nave sale de la zona en penumbra con control climático en la que habitan los vineanos para instalar en la región pantanosa un puesto de avanzada operado por los tres protagonistas, Khâny, su hermana Poky y otros técnicos. Las cosas no tardan en torcerse. Mientras Khâny y Yoko exploran los canales a bordo de un vehículo deslizador abriéndose paso por entre una flora gigante de origen extravineano, el resto del equipo es atacado y desaparece sin dejar rastro; y ellas mismas encuentran uno de esos grandes insectos, a los que bautizan como Titanes, que primero trata de controlarles mentalmente pero que luego las salva de morir devoradas por un enorme ciempiés acuático, otro ejemplo de fauna no autóctona de Vinea.

 

El Titán, por tanto, es inteligente además de telépata y Yoko consigue establecer una relación amistosa con él. Éste les informa de que su nombre es Xunk y pertenece a una especie de navegantes estelares y colonizadores que están en proceso de establecerse en Vinea. Las plantas y animales que los vineanos han encontrado en la región fueron introducidos por los Titanes tiempo atrás como cobayas con las que comprobar si su futuro asentamiento era factible. Su sociedad se estructura como la de las hormigas o abejas terrestres: todos los individuos están volcados en la supervivencia de la colonia y aquel que resulta herido o enferma es expulsado de la misma sin contemplaciones. Es el caso de Xunk, cuyas dificultades para soportar la gravedad vineana le han convertido en un paria entre los suyos. Accede a llevar a las dos mujeres a su extensa base, donde deberán convencer al Gran Migrador para que libere a los miembros de la expedición que han capturado y buscar una solución pacífica al inminente y potencialmente hostil choque entre las dos especies inteligentes que ahora conviven en Vinea.

 

Todos deben sobreponerse a su suspicacia natural y sus prejuicios. Los humanos y vineanos, al miedo que les provocan unos seres tan diferentes biológicamente y a los que se identifica, en sus versiones conocidas, como molestos y peligrosos; los Titanes, a la lógica desconfianza que les ha provocado el descubrimiento entre el equipo de la expedición de la colección entomológica: insectos como ellos, muertos y pinchados en un panel. Por desgracia, antes de que se pueda alcanzar un arreglo diplomático, estallan las hostilidades.

 

En este octavo álbum de la serie, ya era patente la inclinación de Leloup hacia el gigantismo. En varias de sus anteriores aventuras, Yoko y sus amigos se habían visto relacionados con máquinas y proyectos de enormes dimensiones: el gran ordenador central de los vineanos en las profundidades de la Tierra (“El Trío de lo Extraño”); un instrumento musical enorme (“El Órgano del Diablo”); un sistema de canalización de lava para reactivar un volcán (“La Forja de Vulcano”); o colosales espejos orbitales reflectores de luz y energía sobre grandes regiones de un planeta (“Los Tres Soles de Vinea”). Rodeados por este gigantismo y sometidos a fuerzas que no pueden controlar, los humanos parecen insignificantes pero Yoko y sus amigos siempre se crecen para ejemplificar las mejores virtudes del ser humano: tienen iniciativa, son generosos, tolerantes y se posicionan de parte de los débiles. Esa misma pauta se repite en “Los Titanes”, seres éstos cuyo diseño deriva de ese gusto por lo grande de Leloup combinado con otra de sus pasiones de infancia: la biología y, en particular, la entomología, fomentada por su lectura de revistas de divulgación científica y la afición por los insectos que heredó de un tío suyo.

 

Los Titanes no son retratados como criaturas particularmente crueles ni son los villanos de la historia. Sencillamente, su cultura y su biología les han impuesto una forma de proceder que choca con nosotros pero de los que no se les puede culpar. Yoko demuestra que, a pesar de que sus prácticas nos puedan parecer aberrantes y su gobierno totalitario, injusto y desconsiderado con sus miembros, siempre queda espacio para el humanismo. No se trata de que los Titanes cambien para parecerse a humanos o vineanos sino de encontrar terrenos comunes sobre los que construir puentes y cooperar en aras de la paz. Al final, no solamente Xunk da su vida por Yoko sino que el propio Gran Migrador, haciendo honor a la confianza que deposita en él la valiente terrícola, accede a colaborar.

 

Más que nunca, Yoko se convierte en una heroína ejemplar (Vic y Pol son aquí convidados de piedra que prácticamente no desempeñan papel alguno), no sólo porque físicamente esté a la altura del desafío a pesar de verse insignificante entre los impresionantes Titanes, sino porque demuestra ser una defensora de la vida, alguien que rechaza la solución violenta por principio –aunque no dudará en defenderse de un ataque si ello es preciso- y que arriesga generosamente la suya por evitar un conflicto potencialmente genocida, sirviendo de mediadora entre las dos especies. Es el suyo un mensaje universal, claro y contundente pero que ni arrastra la historia hacia el sentimentalismo ni se articula de forma que ralentice la acción. Es más, sirve de melancólico epílogo a la aventura, inscribiéndose como epitafio en la tumba del amigo que hizo entre los alienígenas y que dio la vida por ella, quedando como recordatorio para futuras generaciones de vineanos: “Las formas que distinguen a los seres importan poco si sus pensamientos se unen para construir un universo en común”.

 

Es cierto que Leloup opta por una solución fácil, porque las circunstancias terminan por obligar a los Titanes a abandonar Vinea, con lo cual, en cierta forma, el conflicto se zanja por sí solo. Desde luego, hubiera sido más atrevido plantear un escenario en el que ambas especies hubieran de convivir en el mismo planeta, pero, como ya había sucedido antes en “La Forja de Vulcano”, semejante dirección, aunque adulta y plena de posibilidades dramáticas, quedaba fuera de las posibilidades, interés y sensibilidad tanto de la revista “Spirou” en cuyas páginas se serializaba como del propio autor.

 

“Los Titanes” es un guion ejemplar en la mejor tradición francobelga, con un prólogo rápido, pero en el que se encuentra toda la información necesaria para iniciar la trama que va a seguir a continuación y cuyo ritmo se mantiene siempre vivo gracias a una sucesión ininterrumpida de descubrimientos, giros y sorpresas.

 

Poco nuevo que añadir en el apartado gráfico más allá de que Leloup vuelve a deleitarse diseñando vehículos y estructuras complejas y verosímiles en detrimento de los personajes, que continúan acartonándose y perdiendo matices expresivos, lo cual, como ya venía sucediendo en álbumes anteriores, rebaja la intensidad emocional de la aventura; aventura de CF dura que combina acción, suspense y drama para articular un mensaje humanista incluso más actual hoy que entonces, sobre la ética ecológica y los beneficios que aportan el respeto a la diversidad y la cooperación.

 

No había razón alguna por la que Yoko Tsuno debiera ser japonesa. Simplemente, ya lo vimos al principio, Leloup quería un personaje no europeo que completara el reparto de la serie que inicialmente tenía previsto asumir para luego reciclar la idea, convirtiéndola en la heroína titular. Si escogió Japón como país de origen fue por su imagen de nación políticamente neutra, lo cual le evitaría herir involuntariamente sensibilidades o crear polémicas no deseadas. Por eso, en las ocho primeras aventuras de Yoko no hay referencias explícitas a Japón ni se exploran sus raíces más allá de alguna referencia a su padre. Pero con el éxito de esos primeros álbumes, empezaron a llegar cartas a la reacción de la editorial Dupuis remitidas por lectores que deseaban una ambientación japonesa para alguna de las aventuras además de conocer algo más de su pasado. Leloup satisfizo esa petición con la novena aventura, “La Hija del Viento” (1979), en la que Yoko regresa a su hogar después de muchos años ausente.

 

La historia comienza en el aeropuerto de Kai-Tak, en Hong Kong, donde acuden Yoko y sus amigos Vic y Pol para, según esperan, encontrarse con un antiguo amigo de su padre. Junto a él, encuentran a un representante del ejército japonés acompañados de un funcionario chino. Los tres les informan de la difícil situación que se ha creado y de la conveniencia de citarse lejos del territorio nipón para evitar ser espiados. Resulta que el padre de Yoko, Seiki Tsuno, un geofísico muy prestigioso especializado en el estudio de tifones, ha diseñado un sistema que permite crear artificialmente estos fenómenos. Su objetivo original había sido el comprender mejor cómo se forman y hallar la manera de desactivarlos, pero el magnate que financiaba sus investigaciones, Ito Kazuki, vio en ella un arma potencial de incalculable poder con el que Japón podría llegar a ser invencible. El equipo investigador se dividió y enzarzó en una guerra que ha terminado por asustar no sólo a parte del gobierno japonés sino al de China: Kazuki crea tifones y Tsuno los desactiva detonando un misil en su interior, una dinámica muy peligrosa que amenaza las costas de ambos países.

 

Lo que le piden a Yoko es que convenza a su padre para detener esa guerra. Pero la misión no es tan sencilla como parece porque los agentes de Kazuki, sabedores de que se dirige a su hogar, quieren secuestrarla para presionar a Seiki e impedir que sabotee lo que puede ser la demostración definitiva de la tecnología de creación de tifones con la que el magnate pretende impresionar al gobierno e impulsar la remilitarización del país. Así que se organiza una operación clandestina en la que Yoko salta de noche en paracaídas sobre la finca de su padre –localizada en la costa de una isla ficticia- y tras burlar unos ninjas que aguardan su llegada para atraparla, se reencuentra con su antiguo mentor, Aoki, jardinero de su padre y ex kamikaze durante la guerra.

 

El guion de este álbum es ciertamente original, una pugna entre dos aprendices de brujo, dos genios científicos que defienden obsesivamente posturas opuestas: el uno, la militarización de Japón vía el control de las fuerzas naturales; el otro, evitar las muertes que causan los huracanes en los países que delimitan el Mar de la China. Una especie de vendetta personal en la que las poblaciones afectadas no parecen importar tanto a los contendientes como su respectivo honor. Siendo un comic publicado a finales de los setenta, no es de extrañar su preocupación por el ecologismo y los peligros del mal uso de la ciencia en contraste con el optimismo que dominaba una parte considerable de la CF de los sesenta. Leloup, incluso, se posiciona claramente a favor del feminismo en una viñeta en la que Yoko desafía el machismo tradicional japonés y se empeña en pilotar uno de los jets que llevará los explosivos hasta el ojo del huracán.

 

Como le suele suceder, Leloup pone más atención en las máquinas y la tecnología que en las personas así que las caracterizaciones son un tanto toscas. Por ejemplo, Kazuki podría haber tenido el carisma y peso de un villano de la saga Bond de no venir lastrado por una faceta algo kitsch que no ha envejecido bien. La excepción es Aoki, un personaje entrañable e interesante que queda mejor perfilado que el resto gracias al breve pero muy eficaz flashback en el que se narra su pasado como kamikaze frustrado en la Segunda Guerra Mundial y su rescate, físico y espiritual, por el padre de Yoko.

 

Es cierto que Leloup cae en ciertos estereotipos en su presentación de Japón (como los ninjas, si bien éstos no son ni mucho menos los superguerreros cuasimísticos que pronto empezarían a verse en la cultura popular occidental) así como lugares comunes, como el contraste entre la belleza y el peso de la tradición de las zonas rurales y la avanzada tecnología que desarrolla el país. En futuros álbumes, la acción volverá a estar ambientada en tierras asiáticas y Leloup se documentaría mejor. Con todo, conviene recordar que, por aquel entonces, público y creadores occidentales no estaban ni mucho menos tan familiarizados con la cultura japonesa como hoy lo estamos todos gracias a la globalización, así que esta aproximación aunque básica y tópica, seguro se antojó suficiente.

 

Por otra parte, la historia tiene una faceta oscura que quizá a primera vista y sin conocer algo de la cultura, historia y mentalidad japonesas, no resulta tan evidente. Se trata del conflicto entre la fuerte raigambre de la tradición en la sociedad nipona y las tensiones que en ella provoca la modernidad y la tecnología que aquélla lleva aparejada. El tema subyacente, ya abordado en álbumes anteriores (“El Órgano del Diablo”, “La Frontera de la Vida”, algunos de los relatos de “Aventuras Electrónicas”) es cómo la ciencia y la tecnología, dirigidas por consideraciones económicas o morales, pueden ser utilizadas tanto para el bien como para el mal. Esto se complica en una sociedad como la japonesa, que se basa más en estrictos principios y códigos que en sentimientos individuales.

 

Y en “La Hija del Viento”, Leloup expone cómo esa difícil coexistencia entre lo tradicional y lo moderno se rompe violentamente. Por una parte, Kazuki mancha su honor al elegir como base de su ultraavanzado proyecto un barco hundido durante la Segunda Guerra Mundial, profanando de este modo el lugar de descanso de tres mil marineros que fallecieron en su naufragio en 1945. Por otra, Seiki Tsuno recurre al mayor anatema de los japoneses, una bomba atómica, para conjurar la amenaza a la que ha dado vida su némesis. Para colmo, Yoko perderá al que quizá fue el principal y más querido pilar de su vida, Aoki.

 

Todo ello no sólo aporta más profundidad y madurez de la esperada a esta entrega de la serie sino que contribuye a darle mayor peso, vida y cercanía a la protagonista. Tal y como declaró entonces el propio Leloup: “Hoy ya no puedo abandonar a Yoko. Estoy profundamente conectado a ella. Ya no controlo su existencia. A base de vivir junto a mí, se ha convertido en parte de mi vida. Para mí, ya no es sólo un personaje de papel que vive únicamente en los álbumes y en la cabeza de su creador. Ha ganado su independencia y se ha convertido en una auténtica chica moderna. Su personalidad es más compleja, más rica. Creo que ha alcanzado la plena madurez”.

 

Aunque la aventura es lo que predomina en la serie por encima de cualquier otra cosa, Leloup, tas haber escogido originalmente a una mujer y de raza oriental como heroína, encontró aquí espacio para introducir otro elemento de modernidad en el género. Los aventureros tradicionales del comic francobelga, desde Tintín a Bernard Prince pasando por Spirou o Blueberry, carecían de pasado o familia. Su personalidad y estatus eran tal y como el guionista decidía que fueran, sin explicaciones sobre los factores que los conformaron. Durante décadas, ni los autores se planteaban una mayor sofisticación en este sentido ni los lectores lo pedían.

 

Al principio, Leloup no tenía previsto profundizar en las raíces del personaje más allá de sus facciones o de algún detalle o mención puntuales. Pero en “La Hija del Viento”, decide dar un giro considerable y abordar de lleno la cuestión, presentando a su padre y dejando entrever que cuando dejó Japón para establecerse en Europa lo hizo llevando consigo cierta infelicidad y resentimiento. Queda claro para el lector atento que Seiki Tsuno fue un padre ausente que, absorbido por sus investigaciones, poco cariño dispensó a su hija. La Yoko niña buscó ese afecto en otra figura paterna, Aoki, que le inculcó sus valores y sus conocimientos de artes marciales y con quien forjó un fuerte vínculo. Incluso teniendo en cuenta la poca calidez del dibujo de Leloup en lo tocante a las figuras y rostros, ese sentimiento se hace evidente en las escenas que Yoko comparte con uno u otro hombre. Mientras que con su padre la relación se percibe distante aunque respetuosa, la que mantiene con Aoki es cariñosa y cercana. La madre de Yoko sólo aparece en la escena final pero un comentario encajado de pasada da a entender que es una mujer apocada, tradicional y que vive a la sombra de su marido. Puede adivinarse que la curiosa e independiente Yoko encontró poco apoyo en ella.

 

Vic y Pol vuelven a ser meros comparsas en un drama que involucra a la familia de Yoko y al país al que ella pertenece. Ni siquiera Pol tiene demasiadas ocasiones de desempeñar su rol de alivio cómico. Y, sin embargo, en algunas escenas Vic exhibe una actitud llamativamente protectora hacia Yoko, una preocupación por los peligros que ella debe arrostrar en solitario que sugiere una relación sentimental entre ambos pero que aún no se ha hecho explícita. Los tiempos estaban cambiando para el comic juvenil francobelga, pero no tan deprisa.

 

Poco que añadir en cuanto a la pericia gráfica de Leloup, que aquí añade diversos vehículos marinos (dragaminas, submarinos, pecios, motoras…) a sus habituales aeronaves. Asimismo, los paisajes costeros de la isla nativa de Yoko y en concreto la finca familiar de los Tsuno y sus alrededores, están bellamente representados. Varios momentos de la historia tienen un encanto especial, como las escenas submarinas en las que los protagonistas descubren la base clandestina de Kazuki sobre los restos sumergidos del acorazado Yamato; o el clímax en el que Yoko y Aoki se juegan la vida pilotando sus jets para desactivar el huracán artificial que amenaza con arrasar la costa. Peor resultado da el intento de Leloup de utilizar el color amarillo para sugerir el exotismo del Lejano Oriente porque los aviones acaban evolucionando sobre unos cielos de poco verosímiles tonalidades.

 

“La Hija del Viento” es, en definitiva, una aventura que, como sucedía con “Mensaje para la Eternidad”, nada tiene que envidiar a cualquier película de James Bond: intriga internacional, parajes exóticos, acción, tecnología de altos vuelos, bases secretas, villanos, un ritmo muy dinámico y un clímax explosivo.

 

(Continúa en la siguiente entrada)

 

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