miércoles, 28 de junio de 2023

1987- LA FRAGUA DE DIOS – Greg Bear


Greg Bear ya había anteriormente escrito novelas catastróficas (“Eón”, “Música en la Sangre”), pero con “La Forja de Dios” fue un paso más allá del subgénero Apocalíptico fusionándolo con el de Invasiones Alienígenas y el de Primer Contacto para crear un thriller de CF dura tan absorbente como impactante. De hecho, hay quien dice que “La Fragua de Dios” es la mejor novela de Bear y una de las más destacadas dentro del subgénero de invasiones alienígenas.

 

(ATENCIÓN: SPOILERS HASTA EL FINAL)

La trama comienza en lo que entonces era un futuro cercano, 1996, cuando los astrónomos descubren asombrados que la sexta luna de Júpiter, Europa, ha desaparecido. Poco después se produce el hallazgo de varias anomalías geológicas, concretamente el surgimiento de colinas en regiones desérticas y alejadas de la civilización, como el centro de Australia o el Valle de la Muerte norteamericano. Las pesquisas de los científicos y militares llevan a la inapelable conclusión de que estas rarezas son en realidad no sólo de origen artificial, sino alienígena.

 

En concreto, un trio de geólogos que se encontraban haciendo senderismo en el Valle de la Muerte, descubre a una criatura extraterrestre moribunda que parece haberse arrastrado fuera de la extraña estructura, la llevan en su vehículo a una gasolinera cercana y avisan a los agentes federales. Éstos, como era de esperar, ponen en cuarentena a todos los que han tenido contacto con el ser y éste, bautizado como el “Invitado”, es confinado en la base de las Fuerzas Aéreas de Vandemberg (California). El alienígena cuenta a sus interrogadores que la Tierra está siendo atacada por una fuerza extraterrestre que, literalmente, destruye mundos a partir de su núcleo. Él mismo procede de uno de esos planetas destruidos y viajó oculto en una de las naves que han quedado enterradas en California y Australia con la esperanza de avisar a las siguientes víctimas, nosotros, para que pudiéramos prepararnos y contraatacar. Pero ahora que ha llegado y ha podido ver el grado de nuestro desarrollo tecnológico, se da cuenta de que no tenemos posibilidad alguna. La Tierra va a desaparecer sin que podamos hacer nada para evitarlo.

 

Los australianos no han ocultado la presencia de “sus” alienígenas, que se manifiestan en las proximidades de su nave semienterrada a través de robots voladores de formas agradables y actitud amistosa dado que comparten libremente conocimientos tecnológicos avanzados, augurando un futuro de espectacular crecimiento. Los norteamericanos, en cambio, se muestran mucho más prudentes y escépticos porque han recibido a través de “su” ser extraterrestre una visión no diferente sino radicalmente opuesta respecto a las intenciones de los visitantes. ¿A quién creer? ¿Se trata de dos especies alienígenas diferentes o de una sola que trata de confundirnos o manipularnos?

 

El presidente de los Estados Unidos, William Crockerman, –que ha ascendido al cargo desde su puesto de vicepresidente tras haber muerto asesinado su predecesor- tiene tiempo de entrevistarse con el Invitado antes de que éste muera y cuando pregunta si cree en Dios, el alien responde con sus últimas palabras: “Creo en el Castigo”. Crockerman queda tan impresionado que su única reacción es exacerbar la parte más apocalíptica de sus creencias religiosas.

 

En contra de la opinión de sus asesores, que no saben todavía qué es lo que está realmente ocurriendo y que barajan la posibilidad de que los humanos estén siendo manipulados, el devoto Crockerman, nada más ser reelegido, hace pública la noticia junto a su certeza de la inevitabilidad del apocalipsis y la prohibición de acometer cualquier acción hostil contra los alienígenas, algo que, obviamente, no ejerce el mejor de los efectos sobre la moral de la población y provoca un cisma en el propio gobierno, donde hay muchos que reniegan del derrotismo.

 

Para colmo, la autopsia del Invitado arroja evidencias de que fue una criatura creada artificialmente, lo que pone en duda la historia que contó sobre su origen. Tampoco se sabe si más allá del Telón de Acero (recordemos que la Guerra Fría aún estaba en vigor en 1987 y Bear pensaba que continuaría aún al menos hasta bien entrados los 90, que es cuando se ambienta el libro) también han aparecido otras naves o alienígenas.

 

La trama se ramifica para seguir las investigaciones y vivencias de un puñado de personajes: un astrónomo, un biólogo… y un escritor que el presidente Crockerman sitúa en primera fila; los geólogos encerrados en la base militar; unos geofísicos que están a bordo de un navío de investigación realizando sondeos de actividad sísmica submarina… Finalmente, la comunidad científica llega a la conclusión de que los artefactos americano y australiano (así como otro encontrado en Mongolia) son meras distracciones, sondas con el objetivo de reunir información sobre el mundo que los alienígenas hostiles van a destruir. Mientras tanto, siguen produciéndose alarmantes fenómenos, como la caída de misteriosos objetos en los mares, que perforan el lecho marino y que se piensa son una suerte de detonador de neutronio que ha empezado a orbitar el núcleo. Cuando se junten, la energía resultante desintegrará al planeta. Al mismo tiempo, otros dispositivos han recorrido las dorsales oceánicas colocando miles de bombas de fusión y electrolizando hidrógeno del agua a una escala tan enorme que empieza a alterarse la composición de la atmósfera.

 

Todo este plan no tiene nada que ver con algún peligro real o imaginario que los humanos puedan suponer para otras especies alienígenas. De hecho, el ataque es automático y lo ejecuta una sonda von Neumann: una nave autoreplicante que se envía a un sistema planetario para cumplir una misión y allí utiliza los recursos brutos que encuentra (en asteroides, lunas, mundos gaseosos, etc) para crear réplicas de sí misma que, a su vez, son dirigidas a otros sistemas. Así, lo que pretende esta sonda en concreto es el equivalente a masticar y digerir: convertir la Tierra en un cinturón de asteroides de los que pueda extraer más fácilmente los minerales necesarios para fabricar más máquinas aniquiladoras con las que llegar a más civilizaciones. No hay absolutamente nada que la Humanidad pueda hacer para detenerla. De hecho, detonan explosivos nucleares en los artefactos de superficie sin conseguir efecto alguno. La Tierra está condenada.

 

Entonces, secretamente, entra en juego otra especie alienígena que recorre el cosmos persiguiendo a los devoradores de planetas para destruirlos. Libran una batalla en el cinturón de asteroides y arrojan inmensos fragmentos helados de Europa sobre Marte y Venus para empezar a terraformarlos, pero ya es demasiado tarde para detener la inminente ruina de la Tierra y lo único que pueden hacer es someter telepáticamente a varios miles de humanos que, junto a unos sofisticados dispositivos mecánicos y autónomos con forma de araña, recogen por todo el planeta muestras biológicas de tantas especies animales y vegetales como sea posible y recopilan archivos de la cultura humana para preservarlos en arcas escondidas bajo la superficie de los océanos. A bordo de éstas viajarán al espacio unos pocos miles de elegidos con el fin de reconstruir la especie en un Marte terraformado por estos alienígenas. 

 

“La Fragua de Dios” no es la clásica novela de catástrofes en la que se descubre una amenaza inminente contra la Tierra y el argumento sigue a unos protagonistas que tratan de salvar la situación. En cambio, el libro comienza con el anuncio de unas inquietantes anomalías y dedica su primera parte a seguir a los científicos mientras tratan de averiguar si realmente constituye un peligro. Sobre todo, la primera parte de la novela es un excelente thriller de CF. El interrogatorio de los agentes del gobierno al alienígena del Valle de la Muerte –el “Invitado”- es terriblemente siniestro y ya ofrece ominosas pistas de lo que está por venir. Las limitaciones de la criatura con la lengua inglesa no sólo son plausibles sino que sirven para oscurecer la información que transmite. Sin revelar demasiado, puede decirse que el Invitado es un agente sin poder cuya misión consiste en avisarnos de la llegada de una fuerza destructora de planetas (unos conceptos, por cierto, que a los amantes del comic nos remiten directamente al Galactus y Estela Plateada que Stan Lee y Jack Kirby crearon para “Los Cuatro Fantásticos” en 1966).

 

Para complicar más las cosas, parece haber varias facciones alienígenas en liza, cada una con su propia agenda. En cada nuevo encuentro con estos visitantes, los humanos obtienen nueva información que deben comprobar al mismo tiempo que siguen dilucidando si existe o no una amenaza a la que haya que enfrentarse.

 

La novela puede casi separarse en tres partes bien diferenciadas, cada una de ellas asociada a un subgénero. La primera sería una historia de Primer Contacto: ¿Por qué han venido los alienígenas? ¿Cómo descubrimos su auténtico objetivo? La segunda se amolda a los parámetros del thriller científico de alcance épico: ¿Qué está ocurriendo en la Tierra?  ¿Podemos utilizar la ciencia para descubrir y evitar la catástrofe? Y la tercera sería una tragedia apocalíptica. Bear va dosificando las piezas del rompecabezas que completarán el panorama y sólo cuando éstas ofrecen ya una imagen inquietamente nítida de lo que ocurre, es cuando el lector empieza a formarse una idea de lo que le espera al final.

 

A lo largo de toda la novela, Greg Bear adopta enfoques y toma decisiones narrativas que impiden que la historia se encasille en fórmulas demasiado previsibles. Por ejemplo, su descripción de la reacción de la Humanidad a la noticia de su próxima extinción, un aspecto éste fundamental en el libro y una de sus principales fortalezas. El tópico simplificador del subgénero incluye revueltas, caos, saqueos, hedonismo frenético, auge de sectas nihilistas, desesperación histérica y destrucción. Pero Bear escoge un enfoque diferente, yo diría que incluso más espiritual, presentando de forma convincente una colección de actitudes que van desde el obstinado negacionismo hasta el fanatismo religioso que acepta el apocalipsis como voluntad de Dios, pasando por el autoengaño de que alguien, en alguna parte, encontrará una solución a tiempo; la inmersión obsesiva en la labor científica; o la serena aceptación del destino.

 

La vida sigue”, afirma con tristeza un personaje. Enfrentados a lo inevitable, la mayoría de los personajes escogidos por Bear para conducir la trama caen en la introspección, la devoción a la familia o el regreso a los lugares que tuvieron un significado emocional o vital importante en sus pasados. Mucha gente opta por esperar el fin con dignidad, en su hogar y en compañía de aquellos a quienes quieren. Todo ello se describe sin sensiblería alguna. Naturalmente, los hay también dispuestos a luchar hasta el final, por ejemplo, aquellos elementos disidentes del gobierno norteamericano que trazan planes secretos para detonar un artefacto nuclear en la nave alienígena de California.

 

Para desarrollar las diferentes líneas de investigación que se llevan a cabo por parte de distintos ámbitos científicos, políticos y militares e ilustrar las dispares reacciones ante los acontecimientos, Bear necesita un amplio reparto de personajes. Es inevitable que sólo algunos de ellos estén medianamente desarrollados mientras que la mayoría se utilizan exclusivamente para mostrar las posibles reacciones ante un primer contacto con alienígenas primero y la noticia del apocalipsis después. Y claro, habida cuenta de que el destino de la Tierra está fijado, nada de lo que haga ningún personaje tiene relevancia. Incluso aquellos que sobreviven lo hacen por haber sido elegidos por los extraterrestres y no gracias a las acciones que realizan durante la novela. 

 

Siendo un escritor de CF dura, Bear –como le sucede a otros colegas ilustres, como Arthur C.Clarke, Greg Egan o Robert L.Forward- destaca imaginando ideas y conceptos científicos fascinantes e insertándolos en tramas absorbentes que obligan a pasar página tras página hasta el final. Hay muchos pasajes interesantes explicando fenómenos o teorías de la geología, física, astrofísica o biología. Sin embargo, Bear no es tan hábil manejando el material más introspectivo, más emocional, más relacionado, en definitiva, con la construcción de personajes hacia los que el lector pueda sentir algo. Y esto es especialmente un problema en una historia como la de “La Fragua de Dios” que narra los últimos días de la especie humana.

 

Bear, por ejemplo, tiene la creencia, común en muchos escritores de CF y thrillers, de que la caracterización tiene que ver con dar una descripción física de los personajes. Cada vez que se presenta uno nuevo, sin importar lo irrelevante que éste sea para la trama, Bear nos dice su edad, el color de su pelo y el tipo de ropa que viste. Además, ya lo he apuntado, la mayoría de los personajes son de cartón piedra que, para colmo, no representan al hombre normal. Todos son blancos, de mediana edad, trabajan como científicos, consejeros políticos o militares, tienen nombres como Arthur, Edward o Harry. Por otra parte, aunque hay mujeres fuertes en papeles secundarios (Francine, la esposa de Arthur, es una académica especializada en antropología; y Stella Morgan –y su madre- son hábiles mujeres de negocios, autónomas y con carácter) no hay ninguna que figure en primera línea de la trama ni cuyos actos tengan cierta relevancia.

 

Con todo, hay que decir que Bear sí consigue que, al final del libro, todos ellos hayan cubierto un arco y experimentado profundos cambios. Y, sobre todo, más que un libro de personajes individuales, “La Fragua de Dios” funciona como un estudio sobre la naturaleza humana a nivel colectivo (cada personaje representa un modelo) y las diferentes actitudes ante la angustia que provoca una muerte cierta e inminente.

 

(Como curiosidad, el personaje –muy secundario- del escritor de CF Lawrence Van Cott, el cual sugiere en una entrevista televisiva una certera hipótesis respecto al arma destructora de planetas utilizada por los alienígenas, es un homenaje a Larry Niven, cuyo auténtico nombre es, precisamente, Lawrence van Cott Niven)

 

Por otra parte, el título es más que una mera metáfora porque la religión desempeña un papel importante en la novela. El ficticio presidente Crockerman es un devoto Cristiano que queda visiblemente afectado por lo que le dice el Invitado, interpretándolo a través de su filtro teológico. Así, llega al convencimiento de que le ha hablado un ángel anunciador del Día del Juicio Final y que lo único que le queda por hacer a la Humanidad es rezar. Otros escritores de CF menos hábiles habrían convertido a Crockerman en una caricatura, pero Bear lo presenta bajo una luz mucho más realista y verosímil. El político ni está loco ni es estúpido. Simplemente, la única forma que tiene de asimilar la información que recibe del alienígena es recurrir a su fe.

 

Un enfoque este que tiene sentido si tenemos en cuenta que el propio Bear es deista, esto es, afín a la doctrina teológica que afirma la existencia de un dios personal, creador del universo y primera causa del mundo, pero que niega la providencia divina y la religión revelada. De ahí el título, en el que se sugiere la existencia de un Dios indiferente al ser humano: “Dios, una inteligencia superior, nos esculpe a todos, descubre que somos imperfectos, y envía nuestro material de vuelta a la fragua para ser remodelados. Esa cosa de ahí fuera. La Caldera. Es la fragua de Dios. A eso es a lo que debemos enfrentarnos (…) Para hacer esto, ha enviado poderosas máquinas, poderosas fuerzas que pueden empezar, en cualquier momento, a calentar esta Tierra en la fragua de Dios, y batirla a piezas en el yunque celeste”.

 

Es posible interpretar la ficción catastrofista de Bear bajo el prisma de sus posibles relaciones con la escatología cristiana y, más concretamente, la forma de presentar las calamidades como señales del inicio de la Gran Tribulación, ese periodo de la historia de la Humanidad anunciado por Jesucristo a sus discípulos en el Monte de los Olivos y que según el Evangelio de San Mateo dice: “...porque habrá entonces gran tribulación, cual no ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá. Y si aquellos días no fueran acortados, nadie sería salvo; pero por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados...”.

 

Según esta interpretación, la ruptura de la ley y el orden puede considerarse como el comienzo del gobierno de Satanás. Así, aparecerán desastres naturales y señales y portentos en el cielo. La profecía, según el Evangelio de Lucas, dice también que habrá señales astronómicas que para los cristianos serán interpretadas como señales de su salvación y por la gente malvada como terror y angustia. Y, por fin, llegará un ejército de ángeles que protegerá a los cristianos. Todo esto, trasladado a la CF apocalíptica, lo encontramos de una u otra forma en “La Fragua de Dios”.

 

Como escritor de ciencia ficción dura, uno esperaría que Bear fuera un firme defensor de la ciencia racionalista. Y sí, en “La Fragua de Dios” critica la interpretación pasiva y apocalíptica que el presidente Crockerman hace del mensaje de los extraterrestres y que, a la postre, le margina de sus colaboradores y gobernados. Sin embargo, Bear a menudo también busca un sentido de la trascendencia en la catástrofe. La idea del Rapto, de los pocos miles que se salvarán, se concreta en los supervivientes de la aniquilación nuclear de su novela “Eón” y en los rescatados por los alienígenas de “La Fragua de Dios”. En "Música en la Sangre”, el científico condenado a experimentar con su propio cuerpo compara su contacto con la noosfera con el de un iniciado inspirado por Dios. Desde “Psychlone” (1979) hasta “Líneas Muertas” (2004), los vivos se ven perseguidos por almas torturadas en ficciones que reconocen abiertamente un reino espiritual subyacente al mundo material. En este sentido, la obra de Bear constituye una notable caja de resonancia para el catastrofismo estadounidense contemporáneo.

 

Por otra parte, es también llamativo que Bear decida no identificar ni a los destructores de la Tierra ni a los salvadores de la Humanidad, una opción que puede molestar a los más puristas de la CF dura, que insisten en tener explicaciones sólidas para todo lo que ocurre. Sin embargo, lo que consigue el autor al no desvelar el misterio que rodea a ambas especies extraterrestres (de dónde vienen, qué aspecto tienen, por qué hacen lo que hacen, qué tecnología usan…) es colocar al lector exactamente en el mismo lugar mental y emocional que los diferentes personajes, que pasan por la historia sumidos en la confusión, el temor a lo desconocido y, por fin, la más absoluta indefensión y fatalismo. En cualquier caso, para aquellos lectores que se queden con ganas de saber más, Bear escribió una secuela en clave de space opera, “Anvil of Stars” (1992), en la que se narraba la terrible venganza de los humanos supervivientes contra los alienígenas destructores, proporcionando más información sobre éstos.

 

En sus ficciones, Bear suele abordar temas importantes de la ciencia y la cultura, proponiendo soluciones. En “La Fragua de Dios”, se trata de la Paradoja de Fermi.  En los años 50 del pasado siglo, el físico italiano se planteó una serie de premisas de partida, en principio ciertas, de las que se deduce una pregunta: Tenemos unos cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia. Muchas de ellas serán similares a nuestro Sol y muchas de estas serán mucho más viejas. Con toda seguridad, habrá planetas orbitando algunas de esas estrellas en los que puede desarrollarse la vida y que ésta prospere hasta conformar una civilización tecnológicamente capaz de viajar por el espacio. Aunque no puedan hacerlo a la velocidad de la luz ni superior, el universo es lo suficientemente anciano como para que al menos alguna haya tenido el tiempo suficiente de llegar a la Tierra. Pues bien, si todos estos puntos son correctos, deberíamos de haber tenido constancia de la visita de extraterrestres. Como no es el caso, Fermi se preguntó: ¿Dónde está todo el mundo?.

 

Pues bien, la solución que aporta Bear en “La Fragua de Dios” puede resumirse en este párrafo escrito en su ensayo postrero por el personaje de Harry Feinman, un biólogo: “Hemos permanecido perchados en nuestro árbol gorjeando como estúpidos pájaros durante más de un siglo, preguntándonos por qué no contestaban otros pájaros. Los cielos galácticos están llenos de halcones, ése es el porqué. Los planetismos que no son lo bastante listos como para permanecer quietos son devorados”. En resumen, que la galaxia puede estar repleta de inteligencias depredadoras y que las jóvenes civilizaciones que sobreviven son las que no atraen atención sobre sí mismas y optan por permanecer confinadas en su planeta y en silencio.

 

Lo cual es inquietantemente plausible. Aun asumiendo que la mayoría de los alienígenas sean amistosos o neutrales hacia las nuevas especies con las que establezcan contacto, sólo hace falta una agresiva o genocida para aniquilarnos. Y eso somos nosotros: una especie nueva, que dispone de emisores de radio pero que no ha colonizado otros mundos, lo que nos hace tan ruidosos como vulnerables. Carecemos de puestos avanzados que puedan dar la alarma de un ataque; o profundidad estratégica que permita encajar un primer golpe y seguir luchando. Podemos ser agresivos con nosotros mismos, pero no disponemos de armas eficaces contra objetivos más allá de una órbita baja de nuestro propio planeta. Para una especie extraterrestre hostil con tecnología capaz de trasladar a sus miembros por el espacio durante siglos o milenios, seríamos pan comido.

 

Pero Bear no quiere pintar un retrato tan desesperanzador e introduce las especies alienígenas que, aliadas entre sí, tratan de detener a los destructores de mundos. Para él, un escenario absolutamente darwiniano sería irracionalmente sangriento. Los ataques preventivos contra civilizaciones que pudieran suponer alguna competencia o amenaza no tendrían por qué ser efectivos al 100% (hay mucho espacio en el que incluso una especie tecnológica joven podría esconderse) y semejante política engendraría sin ningún género de dudas una gran hostilidad por parte de los supervivientes. Es más, especies más avanzadas podrían sentirse incómodas y amenazadas compartiendo el mismo “vecindario” galáctico con otras más agresivas. Como señala Bear: “La vida en la Tierra es dura. La competencia para las necesidades de la vida es feroz. Qué ridículo creer que la ley de la supervivencia del más apto no es aplicable en todas partes, o que puede ser negada por el progreso de la tecnología en una civilización avanzada. Y sin embargo... Alguien ahí fuera estaba pensando de modo altruista. El altruismo es egoísmo disfrazado. El egoísmo agresivo es una urgencia disfrazada hacia la auto destrucción”.

 

Y es de ahí de donde surge la idea de las “Mamis”, que es como llaman los supervivientes a los alienígenas en la sombra que les rescatan y ayudan a establecerse en Nuevo Marte. Gracias a ellos, la Humanidad puede reconstruir su civilización sobre bases incluso más prósperas, aunque en otro hogar. De no haber aparecido la Ley (otro nombre para esa especie o alianza de especies extraterrestres), los Destructores sin duda habrían acabado con todos los humanos además de con la Tierra. Incluso aunque nuestra especie hubiera tenido tiempo para colonizar otros planetas, probablemente les habrían perseguido y matado. Es la Ley la que regala un nuevo futuro a la Humanidad en el Sistema Solar.

 

De no haber introducido Bear en la novela el concepto de la Ley, tendríamos una historia no sólo muchísimo más deprimente sino menos instructiva. A excepción de sobre sus verdugos, los humanos habrían perecido sin saber jamás nada sobre la superestructura de las civilizaciones galácticas, un destino que sin duda corrieron antes incontables especies. La Humanidad, después de todo, tuvo suerte.

 

Más allá de la novela de Bear, en realidad no sabemos si hay alguien Ahí Fuera. De existir, podrían ser civilizaciones hostiles, amistosas o indiferentes, más avanzadas que nosotros o menos. Pero sea como fuere, puede que, tal y como nos dice Bear (y otros autores, como Charles Pellegrino o Stephen Hawking), lo más inteligente sea permanecer en silencio. La asunción de otros autores, como Carl Sagan, de que toda civilización capaz de sobrevivir a su propia tecnología y viajar por el espacio ha de ser pacífica, se antoja en exceso ingenua. Como he mencionado, incluso suponiendo que la mayoría de la comunidad galáctica satisficiera esas esperanzas, bastaría una hostil para ponernos en la diana.

 

Volviendo a la novela, quizá lo más problemático, por implausible, de la historia sea, precisamente, ese impulso optimista de Bear que le lleva a incluir el rescate de unos cuantos miles de humanos por parte de los alienígenas benevolentes, un movimiento que parece sobre todo una concesión a la tradición de un subgénero, el apocalíptico, que prácticamente siempre había permitido a la Humanidad sobrevivir de un modo u otro. En el superfluo epílogo, Bear quiere también dejar un mensaje de confianza sobre la capacidad de adaptación del Hombre. Puede que no hayan conseguido detener el ataque alienígena ni la destrucción de nuestra cuna, pero –con ayuda extraterrestre- los supervivientes rescatados reconstruyen en Marte una civilización no lastrada por los vicios de antaño.

 

Aunque toda esta parte del “rescate” está razonablemente desarrollada, posiblemente todo lo relacionado con “La Red” –los humanos conectados telepáticamente y dirigidos por una inteligencia alienígena- sea la parte más floja de la novela. Con todo y con eso, el vuelo de las Arcas hasta el espacio conteniendo muestras de cultura y biología de todo el planeta, permite a Bear mostrarnos a través de los ojos de los hombres y mujeres supervivientes una de las secuencias más aterradoras que quepa imaginar: la destrucción de la Madre Tierra.

 

A “La Fragua de Dios” pueden encontrársele otras pegas, algunas de las cuales afloran sólo con el paso del tiempo o el cambio de sensibilidad en la sociedad. Por ejemplo, a sólo dos años de la caída del Muro de Berlín, Bear no pudo predecir la desintegración del Pacto de Varsovia. Tampoco la importancia de los ordenadores e internet están aún a la vista. La ausencia de mujeres con peso en la trama ya la comenté anteriormente, pero también llama la atención que en un equipo reunido para abordar el problema no haya ningún psicólogo, experto en lingüística o dinámicas sociales.  

 

Otra virtud de la novela es la prosa de Bear. Y es que pocos autores de CF dura pueden igualar el terrible poder fascinador de las últimas cincuenta páginas. Es difícil que incluso el más insensible, cínico y experimentado de los lectores no se sienta conmovido por la escala de lo que se describe: la aniquilación total de la Tierra y todo lo que en ella vive, la desaparición brutal de la cultura humana y todos sus logros.

 

Es posible que haya lectores que se sientan algo confundidos por la abundancia de personajes que entran y salen de la trama y la línea de investigaciones que cada cual lleva a cabo, pero personalmente creo que su principal problema es de ritmo y, sobre todo, hacia el final, cuando el personaje de Edward se dedica a pasar sus últimos días en el Parque Nacional de Yosemite y Bear se demora describiendo con demasiada prolijidad –al menos en mi opinión- su paisaje y formaciones. Aunque se extiende más de la cuenta en este pasaje, lo que trata de transmitir –y, en este sentido, acierta- son dos cosas. Por una parte, la belleza y riqueza naturales que se van perder con la destrucción del planeta; por otra, la calma y la serenidad de un paraje aparentemente inmutable en contraposición con las catástrofes que ya se están produciendo en otros puntos del globo y en las cuales perecen algunos de los protagonistas. Por eso, cuando el apocalipsis llega a Yosemite, la escena que describe Bear parece todavía más horripilante.

 

Obra larga pero no artificialmente extendida, “La Fragua de Dios” está empapada de un desalentador y poderoso sentimiento de inevitabilidad que consigue dotar al trágico clímax de autenticidad, coherencia y emoción. Y aunque a mitad de la novela el lector medianamente avispado ya empieza a temerse cómo va a acabar todo, la fascinación que el desarrollo de los acontecimientos ejerce sobre él hace no sólo que siga hasta el final sino que se conmueva con él. La novela es también una sobresaliente y estimulante síntesis de CF dura y thriller en la que se exalta el triunfo del espíritu humano sin caer en el burdo sentimentalismo o la moralina de tantas producciones cinematográficas. Una novela, en fin, que situó a Bear en la liga de los grandes junto a maestros como Asimov, Clarke, Herbert o Niven.

 

 

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