(Viene de la entrada anterior)
Hay momentos en “Los Últimos Jedi” en los que la película parece asumir esa necesidad de superar el pasado y contemplar nuevas posibilidades. Luke Skywalker se pasa la mayor parte de la trama resentido con la leyenda en que el tiempo y los relatos inexactos le han convertido. En una de las escenas más emotivas de la historia, Luke explica que la nostalgia es peligrosa; y cuando afirma que “decir que si los Jedi mueren la luz debe morir es vanidad”, comprende que para que medre la siguiente generación, la anterior debe dar un paso atrás
De hecho, “Los Últimos Jedi” es en gran medida una historia
sobre el paso del testigo a una nueva generación de actores y de público. Entre
los Episodios VII y VIII, mueren los dos principales héroes de la trilogía
principal: Han Solo y Luke Skywalker. Irónicamente, el único personaje
superviviente de aquélla –aparte de los droides y Chewie- es la Princesa Leia
(si bien en la siguiente película desempolvarían a Palpatine y Lando), cuya
actriz, Carrie Fisher, sí era la única que murió –durante la producción- en la
vida real. “Los Últimos Jedi” finaliza limpiando los últimos restos de las
trilogías anteriores (la Resistencia aplastada, los Jedi borrados
definitivamente de la galaxia) y plantando las semillas de lo que está por
venir, con Rey heredando el sable que simboliza el legado Jedi y los
supervivientes de la Resistencia teniendo que reconstruirse prácticamente desde
cero.
En otro de sus momentos más interesantes, “Los Últimos
Jedi” reflexiona sobre lo engañosa que puede ser la memoria. Se trata de un
episodio clave del pasado recordado tres veces a lo largo de la historia, cada
uno desde un punto de vista diferente y con la verdad atrapada en algún lugar
entre todos ellos. Luke señala no sin sensatez que la Orden Jedi fracasó
espectacularmente en su autoimpuesta misión de proteger la galaxia, por mucho
romanticismo y leyenda que se les haya construido alrededor. El mensaje es que
un recuerdo idealizado del pasado no constituye un registro histórico fiel y no
debería ser tratado como tal.
“Los Últimos Jedi” apunta al absurdo de la dicotomía entre
“luz” y “oscuridad” que permea toda la saga sugiriendo que incluso los
individuos más heroicos esconden sombras en su interior y que incluso los más malvados
guardan algún resquicio de Bien. Los traficantes de armas venden su mercancía a
la infame Primera Orden, pero también a la heroica Resistencia. La historia,
aunque indirectamente, explica que no se puede reducir a la gente a etiquetas
tan reductoras como “héroes” o “villanos”, una idea revolucionaria para una
serie tradicionalmente tan anclada en los arquetipos como es Star Wars.
Una y otra vez, la película muestra personajes y criaturas
que existen fuera del universo ocupado por los héroes. La cámara, por ejemplo,
nos muestra huérfanos y pilluelos que sobreviven en los barrios bajos a la
sombra de la riqueza y el poder; o la propia Naturaleza, víctima también de
estos choques de potencias galácticas, ya sean entornos naturales destrozados o
bestias esclavizadas para diversión de los más acaudalados; zorros de cristal
que deben huir de la muerte que desatan en su planeta los bandos en liza; o
unas avecillas de aspecto cómico que sirven de alimento a quienes han llegado
hasta su agreste hogar. El climax de la película se desarrolla en la superficie
de un planeta relativamente tranquilo y aislado de la civilización –rodado en
el espectacular Salar de Uyuni boliviano). Sin embargo, incluso allí la
destrucción parece causar un grave daño sobre el medio ambiente: los vehículos
rebeldes se deslizan sobre la fina capa salina dejando a su paso cicatrices de
arcilla roja en suspensión que se asemeja a sangre.
De hecho, incluso la secuencia de apertura de “Los Últimos
Jedi” refleja no sin cierta belleza malsana, el terrible precio en vidas
humanas que se cobra el conflicto. Cuando los bombarderos rebeldes se lanzan al
ataque contra los enormes navíos de la Primera Orden, Johnson coloca al
espectador en las cabinas y bodegas donde se almacenan las bombas, mostrando el
caos que pueden sembrar vehículos cargados con toneladas de explosivos. Esos
minutos de apertura son desgarradores, evocadores de los mejores momentos de
“Rogue One” y sugiriendo que quizá el conflicto que conforma el corazón de la
saga no sea tan épico ni arrebatadoramente hermoso sino una carnicería grotesca
y terrorífica. Aunque es
cierto que “Los Últimos Jedi” nunca lleva esta
interpretación a sus últimas consecuencias, al poner este énfasis en la
destrucción provocada por estas batallas titánicas, el guionista y director nos
anima a reconocer lo absurdamente malsano y nihilista de escenificar una y otra
vez esos choques ya tan familiares.
Pero al final, “Los Últimos Jedi” es una película Star
Wars. Existe en el contexto mucho más amplio de una franquicia de miles de
millones de dólares cuyos propietarios y aficionados desean proteger a toda
costa. Aunque Rian Johnson apunta a temas e interpretaciones valientes, sigue
teniendo que satisfacer a un público que puede recibir mal todo aquello que se
desvíe de lo que cree debe ser canon. En este sentido, lo más obvio es el giro
que se le da al villano principal, Kylo Ren.
En “El Despertar de la Fuerza”, Kylo era un fanático inmaduro e iracundo que, de alguna forma, parecía el eco de los autonombrados “verdaderos fans” que gritan por internet su derecho a pontificar sobre lo que es o no es “Star Wars” como si la franquicia fuera suya, atacando en las redes sociales a quienes se atreven a contradecirles y cargando contra los críticos que no se alinean con ellos. Pero en “Los Últimos Jedi”, Kylo Ren se reinventa como algo radicalmente diferente: un monstruoso adversario del cambio.
Y así, si “El Despertar de la Fuerza” remedaba en exceso
“Star Wars” (1977), “Los Últimos Jedi” parece hacer lo propio con “El Imperio
Contraataca” (1981). Hay demasiadas similitudes como para pasarlas por alto.
Tenemos la apertura con el ataque a una base secreta de los
rebeldes/resistentes. El reparto se divide entre aquellos que huyen de los
villanos por una parte y el joven aspirante a Jedi (en este caso, signo de los
tiempos, aprendiza) por otra, buscando el tutelaje y conocimiento de un remiso
y oculto maestro Jedi en un planeta olvidado por todos. La traición en un
planeta lujoso. La d
esesperada y desigual batalla del climax en el planeta blanco
de Crait, con los AT-AT avanzando hacia la base rebelde, remite directamente a
las escenas de apertura de “El Imperio” en el helado Hoth. El enfrentamiento de
Rey y Snoke con Kylo Ren inclinando la balanza es claramente una traslación del
climax de “El Retorno del Jedi” (1983)… Podría arguirse que, al menos, es la
única secuela desde “El Imperio” –esto es, dejando la primera trilogía aparte-
en la que no se utiliza como recurso dramático una Estrella de la Muerte o
facsímil de la misma, pero es que la infiltración de Finn y Rose en la nave
insignia de la Primera Orden se parece demasiado a lo que ya hicieron Luke, Han,
los droides y Kenobi en “Star Wars”.
En un momento determinado, el guion parece reconocer con
absoluta candidez la nostalgia de la que se empapa. Al principio, Rey trata de
convencer a un remiso Luke para que vuelva a la acción en lo que es un claro
homenaje a “Star Wars: Una Nueva Esperanza”. Pero el viejo Jedi se da cuenta y
responde: “Eso es un truco barato”. Y tiene razón, pero también es cierto que
funciona. El grado de endogamia de la franquicia ha llegado a un punto en el
que incluso los homenajes explícitos se convierten en reflexiones
metareferenciales.
“Los Últimos Jedi” contiene una sorprendente dosis de humor
autoconsciente habida cuenta del carácter icónico de una franquicia con
cuarenta años a sus espaldas. Hay momentos, reacciones y frases que parecen
demasiado irónicos, pícaros y autoreferenciales. Por ejemplo, en la trilogía
original, el uso de la Fuerza para disciplinar a subordinados que habían
fracasado en sus misiones era motivo de terror y sorpresa; cuando aquí el
General Hux (Domhnall Gleeson) sufre en sus carnes esa misma humillación, el
tono es burlón.
Esta utilización del humor recuerda el tono adoptado por las
películas de Marvel Studios: una forma de crear una distancia irónica entre el
público y la acción que se desarrolla ante sus ojos, asegurando así a aquél que
nada de lo que contempla debería tomarse demasiado en serio. El problema es que
este enfoque también consigue restar una nada despreciable dosis de tensión a
la historia. Interpretado por Gleeson, el General Hux tenía el potencial para
ser un personaje carismático –una versión del Moff Tarkin que hubiera
sobrevivido a la destrucción de la primera Estrella de la Muerte para
convertirse en una espina clavada en el costado de Darth Vader-. Pero al
mostrarlo como un cretino incompetente, el guion le arrebata cualquier
posibilidad de parecer una auténtica amenaza.
Las similitudes entre “El Despertar de la Fuerza” y “Los
Últimos Jedi” van más allá de la trama. Los créditos de apertura ya nos
confirman que la situación de partida es la misma que la de la trilogía
original. La Primera Orden está en la misma posición que el Imperio entonces:
una arrolladora fuerza militar a punto de hacerse con el control absoluto de la
galaxia. Y la Resistencia ocupa el mismo rol que la Alianza Rebelde: un puñado
de arrojados pilotos a bordo de naves baqueteadas luchando por sobrevivir al
apocalipsis que se les viene encima. Todo demasiado familiar. Pero, ¿tiene aquí
ya algún sentido?
En el contexto del Star Wars original, George Lucas se
sirvió de una iconografía que era al tiempo relevante y oportuna. La imaginería
del Imperio resultaba familiar y emocionalmente significativa para cualquiera
que hubiera vivido la Segunda Guerra Mundial poco más de treinta años antes; el
colapso de la República remitía al destino de la República de Weimar; y las
películas originales aparecieron en un momento en el que aún estaba muy
reciente la Guerra de Vietnam. Incluso la desintegración de la República y sus
valores narrado en las precuelas flotaba sobre los acontecimientos post 11-S,
la Guerra contra el Terror y el sacrificio de la libertad en aras de la
seguridad pregonada por la presidencia de George Bush.
Ahora bien, ¿qué significado tienen la Primera Orden y la
Resistencia en estas dos películas de la trilogía? Estados Unidos –como, a su
manera, el resto del globo- vive tiempos inciertos. La derecha radical
experimenta un repunte y la xenofobia y la misoginia se extienden abiertamente.
Pero el debate social y político es mucho más complejo, subversivo e
inquietante que un mero revival de la Segunda Guerra Mundial. Hay esperando en
“El Despertar de la Fuerza” y “Los Últimos Jedi” una historia sobre jóvenes
rabiosos, descreídos y nostálgicos de algo que no conocieron en persona,
dispuestos a aprovechar y reconstruir las ruinas del Imperio en una galaxia que
ha olvidado lo que costó derrotar a la tiranía, pero a ninguna de las dos
películas les interesa y prefieren en cambio zambullirse en la nostalgia.
Una y otra vez a lo largo de “Los Últimos Jedi”, los
personajes explican los argumentos que impulsan a la Resistencia: los héroes
luchan por restablecer el orden y la libertad de la “República”. Esta motivación
no tiene sentido, ni en el contexto de la narrativa ni fuera de ella. Tal y
como demostraron las precuelas –y el propio Luke así lo reconoce-, la República
fue un experimento fallido, una estructura que velaba por los intereses de una
élite privilegiada y que amamantó en su seno la serpiente fascista que crecería
hasta convertirse en el Imperio. Incluso en nuestro mundo, nadie de los que
lucharon por destronar a los nazis alemanes soñaba con restaurar la República
de Weimar. Querían algo mejor.
Sin embargo, los personajes de “Los Últimos Jedi” no son
capaces de imaginar nada mejor que un pasado idealizado. Todavía peor, no
quieren imaginarlo. Nadie está dispuesto a señalar que estos revolucionarios
podrían tener mejor suerte contra sus oponentes imperialistas si fueran capaces
de ofrecer algo más esperanzador que el retorno a un régimen que, por ejemplo,
hacía la vista gorda a que la esclavitud floreciera en planetas como Tattooine
y que dio poder político a individuos ineptos o corruptos. La Resistencia no
tiene ni visión de futuro ni un recuerdo fiel del pasado.
Pero claro, “Los Últimos Jedi” es una película de Star Wars y no quiere –ni puede- introducir ese punto de vista, so pena de pecar de subversivo y minar la nostalgia sobre la que se sustenta buena parte del éxito de la franquicia.
Decir que “Los Últimos Jedi” dividió a los fans de Star
Wars más que cualquier otra película anterior sería quedarse corto.
Personalmente, no milito en ninguno de los bandos, sea el de los defensores o
los detractores. Ha pasado mucho tiempo desde que ví la primera película en
1977, siendo un niño, y la impresión que me causó esa y sus secuelas fue, a lo
largo de los años, diluyéndose ante la avalancha de merchandising y productos
mediocres con que Lucasfilm agredió a sus seguidores. Las noticias de los
próximos estrenos cinematográficos de la franquicia ya no despiertan en mí más
que una tibia expectación y a mi edad y con el tiempo del que dispongo, no me
apetece invertir demasiada energía en examinar con lupa tal o cual detalle,
cuestionar coherencias o teorizar sobre el significado profundo de algún
diálogo.
Pero la saga, que se ha convertido en un fenómeno de la
cultura popular global, sí arrastra a muchos entusiastas dispuestos a estudiar
con meticulosidad cada fotograma de un tráiler y que acuden a varios pases de
cada estreno.Estos fans criticaron –y no les faltaba razón, todo sea dicho-
aspectos como, por ejemplo, la introducción de nuevos aspectos de La Fuerza –la
telepatía de Rey y Kylo o la proyección holográfica de Luke, el poder de un
Yoda fantasmal sobre el mundo material-. Uno de los peores momentos en este
sentido fue la escena “espacial” de Leia porque fue algo que la película podía
haber resuelto perfectamente de otro modo más sencillo y verosímil, por
ejemplo, haciendo que resultara gravemente herida en una explosión letal para
todo el mundo. Otro problema de consistencia respecto a lo visto en la película
anterior es que alguien tan impetuoso y emocionalmente inestable como Kylo Ren
sea instantáneamente capaz de asumir el mando absoluto sobre las tropas de la
Primera Orden. Siguen existiendo, además, las mismas carencias informativas de
la película anterior en cuanto a quién es Snoke (personaje al que Johnson se
quita de en medio de una manera insultante habida cuenta del poder que
teóricamente poseía), de dónde ha salido y cómo ha reunido en torno a sí semejantes
efectivos militares; o cual es la situación política global en el resto de la
galaxia más allá del reducido círculo de personajes al que tenemos acceso…
No se puede decir que “Los Últimos Jedi” sea una mala película. El apartado técnico es impecable, la música de John Williams tan potente y evocadora como siempre, el montaje afinado y la interpretación entre lo eficaz y lo notable. Pero aunque el guion tiene aciertos, ideas y potencial para hacer de esta un film mejor de lo que acabó siendo, el legado que recibió en términos de personajes e historia y que no podía obviar, las directrices del estudio y, probablemente, las presiones de una extensísima y ruidosa comunidad de fans en absoluto dispuesta a renunciar a su nostalgia, hizo que, en el mejor de los casos, se quedara en un producto tan funcional y entretenido como prescindible salvo que se sea aficionado a la saga. Una película, en fin, cuyas restricciones asfixian sus ambiciones y que se aferra al pasado aun cuando reconoce la necesidad de mirar hacia el futuro.
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