Para cuando el escritor Wilson Tucker acuñó el término “space opera” en 1941, ya hacía bastante tiempo que el subgénero llevaba cautivando la imaginación de los lectores de las revistas pulp bajo la forma de, por ejemplo, los seriales de “La Alondra del Espacio” (1928) o “Los Hombres de la Lente” (1934), ambos escritos por E.E.Smith. Fue ya entonces cuando este tipo de narraciones –conocidas anteriormente como “aventuras espaciales”- fijó sus elementos principales: el cohete, la nave espacial, se convertía en la herramienta mediante la cual la Humanidad trascendía tanto la atmósfera terrestre como los derechos de los nativos que encontraba más allá; el espacio se convertía en un inmenso campo de batalla sobre el que evolucionaban flotas estelares y ejércitos enzarzados en conflictos de escala espacial y temporal apenas abarcables por la imaginación.
Las intenciones de Tucker al bautizar estas ficciones con el término
“Space Opera” distaban de ser amables. Se trataba de una derivación de la
palabra "soap opera", culebrones radiofónicos muy populares en los
años treinta y cuarenta y que solían estar patrocinados por marcas de
detergentes. Así, en origen, tal denominación tenía una connotación negativa al
referirse a relatos construidos a base de clichés y confinados a una fórmula
previsible, apoyados más en la acción que en los personajes y con argumentos
ingenuos, maniqueos y de escasa entidad literaria.
En los años cincuenta, la Space Opera se consideraba pasada de moda. La ciencia ficción había evolucionado y las editoriales y revistas preferían invertir en autores más sofisticados, más adultos. Pero los aficionados no estaban tan dispuestos a prescindir de aquello que había alimentado sus sueños de aventura y les había proporcionado grandes momentos de puro escapismo. Aunque sin redimirse completamente, la palabra "Space Opera" comenzó poco a poco a asociarse con algunos de los trabajos más famosos, recordados y queridos de toda la ciencia-ficción, desde las novelas de Isaac Asimov o Robert A.Heinlein hasta series de televisión como "Star Trek", películas como "Star Wars" o comics como "Buck Rogers" o "FlashGordon".
Ya en la década de los ochenta, el término Space Opera abandonó por
fin acepción denigratoria para pasar a definir un subgénero perfectamente legítimo
que estaba experimentando un renacimiento. Por una parte, apareció una serie de
autores que reivindicaban con nostalgia el espíritu de sencilla diversión de
los antiguos pulps con relatos de acción protagonizados por héroes sin tacha.
Por otra, hubo escritores que pulieron y adaptaron algunos clichés del
subgénero, como las aburridas intrigas, la supertecnología y la tecnocháchara
interminable, y presentaron a los aficionados algunas de las novelas más
complejas y profundas de la historia de la ciencia-ficción, merecedoras de los
principales galardones del género Ciencia Ficción. “Hyperión” (1989) fue una de
las más apreciadas. “Un Fuego Sobre el Abismo”, otra.
Las grandes ideas que tuvieron su origen en la CF y que han sido
adoptadas por infinidad de creadores son en realidad obra de un puñado de
autores de fértil imaginación. H.G.Wells nos dio las máquinas del tiempo, las
guerras interplanetarias, la invisibilidad, la hibernación para viajar al
futuro o la manipulación de animales para humanizarlos; el monstruo y el
científico de Mary Shelley han sido mil veces imitados; Isaac Asimov nos dio la
psicohistoria y las leyes de la robótica; Jack Williamson, la terraformación…
Pocas ideas nuevas han surgido en el género en las últimas décadas pero el
matemático Vernor Vinge es responsable de una de ellas: la Singularidad.
El concepto de “Singularidad” data en realidad de muy atrás pero sólo
con el perfeccionamiento de la electrónica y los ordenadores empezó a
perfilarse como una posibilidad a tener en cuenta fuera de un marco ficticio. Plantea
una situación en la que una red informática o una inteligencia artificial alcanzan
la capacidad de mejorarse a sí mismos de manera progresivamente más acelerada y
sin intervención humana, generando una “explosión de inteligencia” en las
máquinas de la que el hombre podría aprovecharse para trascender, fusionando su
mente con éstas y dando lugar a un mundo nuevo e impredecible. Vinge fue uno de
los responsables en popularizar esta idea –y de bautizarla como
“singularidad”-, primero en un artículo publicado en la revista “Omni” en 1983
y luego en un famoso ensayo de 1993 titulado "La llegada de la
Singularidad Tecnológica: “Cómo Sobrevivir en la Era Post-Humana”. Ya en 1981,
en su novela corta “True Names”, antecesora del movimiento ciberpunk, apuntaba
el concepto de Singularidad; y en su libro “Náufragos en Tiempo Real” (1986) ya
describía un futuro en el que la Singularidad había acabado aplastando a los
humanos.
En el ensayo citado, Vinge apuntaba: "Dentro de treinta años,
vamos a disponer de los medios tecnológicos para crear inteligencia
sobrehumana. Poco después, la era humana se terminará”. El problema es que
semejante perspectiva, el final del camino para la especie humana tal y como lo
conocemos –o de cualquier vida inteligente que utilice tecnología en cualquier
lugar del universo-, era un callejón sin salida desde el punto de vista de un
autor de ciencia ficción. Si cualquier civilización está destinada o bien a
autoexterminarse o bien a alcanzar una Singularidad tras la cual no podemos
imaginar lo que vendrá por culpa de nuestros limitados cerebros meramente
biológicos, ¿cómo puede un autor de CF continuar imaginando futuros?
La solución a la que llegó Vinge fue tan atrevida como sorprendente y la plasmó en una novela ganadora del Premio Hugo que muchos consideran el culmen de su carrera y una importante aportación al género de la space opera: “Un Fuego Sobre el Abismo” (a la que seguirían una precuela y una secuela: “Un Abismo en el Cielo”, 1999, también ganadora del Hugo; y “Children of the Sky”, 2011)
Así, la principal y más original aportación de Vinge fue la de dividir
la Vía Láctea en “zonas de pensamiento” concéntricas alrededor del núcleo
galáctico. En cada una de esas regiones, las propiedades físicas varían, de tal
modo que conforme las civilizaciones van alejándose del núcleo, consiguen avances
repentinos en la sofisticación y alcance de la mente y las capacidades
computacionales de la tecnología. La Tierra se hallaría a dos tercios de
distancia del núcleo, en la llamada Zona Lenta, que está limitada física e
intelectualmente en sus mejoras tecnológicas y humanas. Por tanto, según ese
enfoque, si no tenemos naves más rápidas que la luz, ni nos visitan alienígenas
ni contamos con una tecnología que parezca mágica es únicamente porque estamos
localizados en un lugar concreto de la Vía Láctea.
Más cerca aún del corazón galáctico están las Honduras sin Mente, una
región en la que la inteligencia es imposible. Una nave que accidentalmente
acabara allí, no podría salir de esa región porque sus tripulaciones se
volverían demasiado estúpidas como para siquiera pilotarla.
Pero conforme las expediciones humanas –descendientes de noruegos- fueron alejándose de su lugar de origen hacia al exterior, dentro de miles de años, acabaron traspasando la demarcación de la Zona Lenta y entrando en el Allá (dividido a su vez en Alto, Medio y Bajo), ya en los límites de la galaxia, lo que supuso dar un salto exponencial en su nivel de civilización. Por su parte, las civilizaciones alienígenas que llegaron a la región más alejada, ya en los abismos del espacio intergaláctico y conocida como el Trascenso, han atravesado y sobrevivido a la Singularidad, alcanzado una categoría cuasidivina y transformándose en lo que se conoce como Poderes. Una nave que realice al camino inverso, por ejemplo, desde el Allá hasta la Lentitud, verá cómo sus sistemas automáticos dejan de funcionar correctamente, su inteligencia artificial falla y pierde la capacidad de viajar a la velocidad de la luz.
La novela comienza cuando un grupo de arqueólogos humanos procedentes
del reino de Straumli, en el Allá, establecen un laboratorio en un remoto planeta
y descubren un antiguo archivo informático (o artefacto, no queda claro)
originario del Trascenso. Involuntariamente, mientras lo investigan, liberan la
Plaga, una entidad perversa de gran poder que se extiende rápidamente por el
Allá, esclavizando la voluntad de todos aquellos seres inteligentes cuyos
mundos no destruye. Los científicos que han desencadenado el desastre huyen del
planeta origen de la Plaga y una de sus naves, tripulada por un matrimonio y
sus dos hijos, acaba estrellándose en un mundo de la Zona Lenta cuya especie
dominante son unas criaturas inteligentes, semejantes físicamente a nuestros
perros y a los que los recién llegados llaman Púas.
Los Púas han construido una civilización aún en estado medieval y dividida
en dos bandos en conflicto. Uno de ellos está organizado como una tiranía imperialista
gobernada por el ladino y cruel Acero, que recientemente ha reemplazado a su
amo y maestro, Reductor. El otro, más pacífico y orientado hacia la
investigación y el comercio, lo dirige la reina Tallamadera, un púa de cientos
de años de edad.
El concepto más interesante de esta parte de la novela es que cada uno de los púas, como individuo, está compuesto por una mente grupal de cuatro a ocho especímenes, una idea que ya había sido presentada por Vinge en su relato “The Blabber” (1988), ambientado en el mismo universo que esta novela. Si se separan en exceso unos de otros, su mente colectiva se dispersa y sus miembros se “animalizan”. Cada Púa puede sobrevivir y evolucionar durante siglos añadiendo nuevos miembros que reemplacen a los que mueran y aportando a esa mente grupal -pero al mismo tiempo unitaria- nuevos recuerdos y experiencias, con lo que la identidad va modificándose poco a poco con el paso del tiempo. Entre ellos se comunican con ondas sónicas de corto alcance emitidas por unos órganos membranosos que llaman tímpanos.
Los padres humanos, recién llegados, son asesinados por los púas de
Acero, pero sobreviven sus dos hijos, que acaban separados sin saber que el
otro aún vive: Jeffri, de siete años, acaba en manos de Acero, y Johanna, de
catorce, en las de Tallamadera. Ambos serán utilizados para, de dos formas
distintas, obtener información tecnológica que permita a ambos bandos mejorar
su potencial bélico e iniciar una campaña de conquista contra el adversario.
Mientras tanto, se nos presenta a Ravna Bergnsdot, una humana que
trabaja para la Organización Vrimini, sita en el planeta Relé, desde donde
gestiona una extensa red de comunicaciones interestelares. Allí recibe
informaciones que apuntan a que en la nave Straumli desaparecida podría haber
un “antídoto” para la Plaga, algo que detuviera su expansión. Conoce e inicia
una relación con Pham Nuwen, un enigmático hombre rescatado y reconstruido por
un Poder que lo utiliza como agente en Relé. Mientras se prepara la Fuera de
Banda, una nave de rescate con destino al planeta de los Púas, la Plaga llega a
Relé y lo destruye. Ravna, Pham y dos escroditas (seres vegetales inteligentes
que pueden moverse desplazándose sobre una suerte de sencillo vehículo que hace
las veces de ordenador móvil y articulador de voz), parten a bordo de la Fuera
de Banda en una huida desesperada hacia la Zona Lenta para tratar de salvar la
galaxia. La narración va saltando de una a otra subtrama, incrementando
progresivamente la tensión en ambas y llegando a un clímax en el que se
fusionan y concluyen.
La novela es mucho más compleja en sus conceptos y premisas básicos y el universo que describe que en su trama general, que no es más que un compendio de elementos clásicos de la space opera: una galaxia poblada por infinidad de civilizaciones y alienígenas de todo tipo, una guerra de dimensiones inimaginables, batallas en el espacio, destrucción de planetas, entidades malignas de inspiración lovecraftiana, intrigas palaciegas, rescates y huidas en el último momento, el destino de la galaxia en juego, heroísmo y maldad absolutos, amistad y traición… Todo ello integrado en una peripecia repleta de dramatismo, suspense y aventura y aderezada con unas gotas de romance. En puridad, no se puede decir que haya nada nuevo aquí. Son los ingredientes con los que desde siempre ha jugado el subgénero, aunque, eso sí, reinterpretados en un nuevo marco.
Precisamente es ese marco lo que constituye la aportación más
interesante de Vinge al género de la space opera: la galaxia dividida en Zonas
de Pensamiento. Es un concepto intrigante y original aunque no se explique lo
suficiente como para que sea verosímil y, de hecho, puede resultar un concepto
abstruso para quien no esté muy familiarizado con este tipo de space operas de
altos vuelos. No hay más razones para que los físicos actuales puedan
considerar como posible una galaxia segmentada en cuanto a leyes físicas de las
que los científicos de la época de Wells tenían para creer en la existencia de
la cavorita, aquel mineral imaginario que anulaba la gravedad en “Los Primeros Hombres en la Luna” (1901).
Pero en realidad eso no importa demasiado. Por mucho que repela a los más aficionados más puristas, para cumplir su objetivo la ciencia ficción no necesita ajustarse fielmente a lo científicamente conocido o dado por supuesto en el momento en el que se crea cada obra o incluso cuando esa obra se disfruta, generaciones más tarde y con la ciencia en un estadio más avanzado. Lo que el lector sí exige es una ilusión de autenticidad, una estructura coherente y lógica que explique cómo los descubrimientos del futuro o, por ejemplo, la influencia de alienígenas, han dejado obsoleta nuestra perspectiva sobre el cosmos. Vinge es un científico, pero también un narrador de historias. Las Zonas de Pensamiento es un original recurso narrativo que le permite describir un futuro que nadie antes había imaginado y escapar, como ya apunté, de la trampa de la Singularidad que él mismo había postulado.
El otro concepto original, la mente colectiva de los Púas, tiene, en
mi opinión, una ejecución menos satisfactoria. Vinge describe muy bien el
fascinante funcionamiento cotidiano de ese intelecto grupal, pero me parece totalmente
implausible que unas criaturas que no tienen forma humana y cuyos sentidos y
forma de percibir el entorno y relacionarse con él no guardan relación con los
nuestros, desarrollen una civilización tan parecida a la Edad Media terrestre.
¿Por qué unas criaturas caninas inventarían herramientas y edificios como el
arco y la flecha o los castillos, si éstos son producto de unas necesidades y
una biología tan específicas como las humanas?
El lector de CF moderno y no particularmente interesado en las fuentes
del género probablemente encontrará difícil sintonizar con el espíritu netamente
pulp de las viejas space operas de E.E.Smith, Edmond Hamilton o Leigh Brackett.
Hoy se requieren personajes más sofisticados que los héroes galantes y las sensuales
princesas de antaño. Pero la caracterización no es uno de los puntos más
destacables de “Un Fuego sobre el Abismo”, lo cual es un problema porque el conflicto
galáctico tiene unas dimensiones tan inhumanas que es difícil que el lector se
sienta afectado por él. Se necesitan personajes cercanos a los que poder
aferrarse y cuyo destino nos importe.
En lo que se refiere a la tripulación del Fuera de Banda, aunque Vinge
consigue algo tan complicado como que el lector se encariñe con unos seres tan
extraños como los escroditas Vaina Azul y Tallo Verde, son precisamente los
humanos los que carecen del carisma y definición que los hubiera hecho
memorables. Ravna y Pham son predecibles y aburridos y sus motivaciones no quedan
bien justificadas. Por su parte, los caninos personajes del planeta Púa están
mejor perfilados pero nunca llegan a escapar del todo de los estereotipos: el
vagabundo, la reina sabia, el tirano cruel, el malvado visir, el traidor, el
inventor genial... Además, ya lo he comentado, Vinge los retrata como seres con
unas motivaciones y comportamientos no sólo excesivamente humanos sino, además,
occidentales, lo cual diluye también y hasta cierto punto la brillante idea de
la mente colectiva.
Hay otro elemento en el libro que no ha envejecido tan bien como debiera: la Red, ese sistema de comunicaciones interestelares que utilizan las civilizaciones que moran en el Allá, pagando sus correspondientes cuotas de enganche y mantenimiento a la empresa que se ocupa de gestionar los nodos. A través de esta especie de protoforo de internet, se dejan mensajes en los que se mezclan lo farragoso, lo inútil y lo importante y con los que Vinge abre el foco más allá de los dos epicentros narrativos para aportar un contexto más amplio de lo que está ocurriendo en el Allá tras la irrupción de la Plaga. Valga un ejemplo:
Cripto: 0
Recepción: Nave FDB ad hoc
Senda lingüística: triskweline, unidades SjK
De: Hanse [Ninguna referencia anterior a la caída de Relé. Ninguna fuente probable. Se trata de alguien muy cauto]
Asunto: ¿La Alianza para la Defensa es un fraude?
Distribución: Amenaza de la Plaga
Grupo de Intereses Analistas de Guerras. Grupo de Intereses Homo Sapiens
Fecha: 5,80 días desde la caída de Sjandra Kei
Frases clave: Misión insensata, genocidio innecesario
Texto del mensaje:
Anteriormente sugerí que no se había causado ninguna destrucción en Sjandra Kei. Mis disculpas. Eso se basaba en un error de identificación de catálogo. Convengo con los mensajes (13123 de hace pocos segundos) que aseguran que los habitáculos de Sjandra Kei sufrieron daños devastadores en los últimos seis días. (….).
Soy consciente de que la novela fue escrita a comienzos de los años
noventa, cuando la explosión de la World Wide Web y los teléfonos móviles aún
no había tenido lugar, pero habida cuenta de que Vinge está considerado uno de
los pioneros del ciberpunk, sorprende esa falta de visión. No resulta muy
verosímil tener a toda la galaxia chateando en grupos de noticias y enviándose
emails en una dinámica y formato que no modificaba demasiado los de la entonces
ya veterana red Usenet, establecida en 1980 y organizada por newsgroups.
Más acertado estuvo el autor a la hora de profetizar en lo que podía
convertirse una red de información y comunicación. A estas alturas todos
sabemos que Internet, siendo un avance maravilloso que ha cambiado
profundamente la forma de relacionarse del ser humano global e individualmente,
también ha devenido fosa séptica donde flotan los peores instintos de nuestra
especie, un altavoz y lavadora de cerebros para extremistas, paranoicos,
especuladores, enfermos mentales y amargados. Pues bien, en la novela, los
usuarios de ese sistema de comunicaciones lo apodan cínicamente “La Red de un
Millón de Mentiras”, dado que cualquiera puede diseminar información falsa o
sesgada por toda la galaxia sin que los receptores puedan verificar fácilmente
su veracidad. De hecho, la Plaga se sirve de los nodos para sus propios
intereses, sembrando la confusión y la discordia y evitando así la formación de
un frente unido contra ella.
El concepto presentado aquí por Vinge de inteligencias posthumanas convierte “Un Fuego sobre el Abismo” en un importante antecedente de muchas otras space operas publicadas en el cambio de siglo, como por ejemplo las firmadas por Greg Egan, Alastair Reynolds o Peter Hamilton. Vinge fue también precursor de ese renacer de la ciencia ficción británica conocida como British Boom. De hecho, mientras que algunas de las space operas más famosas salidas de ese país antes de los noventa eran sátiras del subgénero (la más conocida fue la serie de “Guía del Autoestopista Galáctico” (1979), de Douglas Adams), los escritores del British Boom recuperaron la vertiente más seria del mismo, añadiendo un nuevo nivel de sofisticación conceptual y literaria al tiempo que integraban temas y tecnologías más frecuentes en otros ámbitos, como el ciberpunk, y lo convertían en plataforma sobre la que analizar las posibilidades y límites del ser humano.
Reconociendo los méritos e influencia de “Un Fuego en el Abismo”, su
condición de ganador del Hugo y el cariño que le profesan muchos lectores, su
lectura me deja un gusto agridulce. La historia tiene grandes ambiciones, pero Vinge
no termina de darles forma ni encontrar la mejor manera de presentarlas; y ello
aun cuando utiliza seiscientas páginas para completar la aventura. Los grandes
acontecimientos que tienen lugar en esta épica galáctica son descritos
vagamente y carecen del deseable impacto. En una escena, por ejemplo, Ravna
descubre que su mundo ha sido devastado por la Plaga y miles de millones de sus
compatriotas han muerto, pero tal noticia solo sirve para sumirla en una lógica
depresión durante unos cuantos días. Aparte de breves mensajes en la Red, poco
o nada se nos dice de las graves consecuencias que ha tenido semejante tragedia
en el resto de las civilizaciones. La mayor parte de la historia la soportan
cinco o seis personajes del mundo Púa y los cuatro tripulantes de la Fuera de
Banda; y todo el segundo tercio no sale de tres localizaciones; el interior de
la nave y los dos castillos de los bandos enfrentados de los púas.
Por todo ello y a pesar de contar con algunas excelentes ideas, “Un Fuego Sobre el Abismo” nunca figurará a la altura de otras space operas igualmente voluminosas, como por ejemplo, “Dune” (1965) de Frank Herbert o la Trilogía de “Night´s Dawn” (1996-99), de Peter Hamilton. Con todo, es una lectura recomendable para quien disfrute de este subgénero y no tenga miedo a las obras de larga extensión, así como para quiera entender su evolución hacia su forma más moderna y sofisticada a través de una novela que está a mitad de camino de la ciencia ficción dura de Kim Stanley Robinson y la más ligera y aventurera de Connie Willis o Lois McMaster Bujold.
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