A pesar de que ahora parece que está recibiendo más reconocimiento por parte de los creativos que trabajan en ese medio, los estudios y productoras cinematográficos han tendido –como el resto de la autonombrada “élite cultural”- a menospreciar y marginar el comic como forma artística y narrativa bastarda y de menor categoría. No saben lo que se han perdido. En las páginas de los comics viven personajes, universos e historias maravillosos salidos de la imaginación de autores que han podido trabajar con muchas menos cortapisas que los siempre cautelosos estudios de Hollywood.
No es que los guionistas y dibujantes de comics tengan
absoluta libertad (pocos son aquellos cuyo estatus les ha brindado semejante
privilegio) y también han de trabajar a la sombra de editores y condicionantes
económicos. Pero en buena medida, sus únicos límites son su imaginación y su
talento, porque las únicas herramientas que necesitan para expresarse son el
papel y el lápiz. ¿Acaso alguien piensa que la industria del cine podría haber
dado salida a una obra tan heterodoxa, personal y loca como “El Incal” –que, de
hecho, fue hasta cierto punto un subproducto de un proyecto cinematográfico
frustrado, el “Dune” de Jodorowsky?
Naturalmente, Mathieu Bablet no puede presumir de la
desbordante imaginación de Jodorowsky o el talento gráfico de Moebius, pero
esta su “space opera distópica”, “Shangri-La”, es una obra ambiciosa y densa
que demuestra que el comic puede competir o incluso superar al cine a la hora
de abordar ciertas historias. Y es que difícilmente una película podría
integrar de la misma forma todos los temas y ambientes que la componen, desde
el post apocalíptico del prólogo a la aventura espacial pasando por la distopía
y la denuncia de diferentes comportamientos y abusos. Y, además, hacerlo sin
caer en la obvia referencia o el cansino homenaje.
A primera vista se diría que “Shangri-La” es otra distopía más de las muchas que se han visto y leído en los últimos cincuenta años. Así lo hace pensar el contexto general que nos describe: el planeta Tierra ya no es habitable y los restos de la especie humana se han trasladado a una estación orbital, la USS Tianzhu, gestionada por la corporación del mismo nombre que actúa como único gobierno de facto. Esa compañía, además, tiene el monopolio de todo lo que allí se vende, sobre todo dispositivos electrónicos que controlan a sus habitantes, a los que bombardean con machacantes campañas para que consuman continuamente y compren el último modelo de todo tirando lo anterior.
Sin embargo, bajo la superficie de esa hacinada sociedad
bullen los problemas. El protagonista y quien nos servirá de guía por este
mundo claustrofóbico es Scott, un ingeniero a sueldo de Tianzhu que ha recibido
el encargo de visitar otras estaciones espaciales a bordo de la nave Delacroix
para investigar una serie de extraños y destructores accidentes sobre los que
la compañía se muestra muy reticente a hablar. Durante un tiempo, su lealtad a
Tianzhu le ayuda a mantener su curiosidad a raya. Es un buen y fiel trabajador,
acepta las órdenes sin rechistar y piensa que el régimen instaurado por su
empleador es el mejor y único posible. Pero al final, todo ese secretismo, lo
grotesco de algunos accidentes y el propio instinto científico de Scott le
llevan a concluir que hay algo siniestro en todo el asunto.
No son ajenas a su cambio de postura las presiones que
recibe de la reducida tripulación de la Delacroix que le acompaña hasta las
estaciones: su hermano, Virgil, con quien mantiene una relación distante; la
capitana Aicha, harta del sistema impuesto por Tianzhu y ansiosa por que se
produzca un cambio; y la joven e impetuosa Nova. Los tres se sienten cada vez
más próximos a un movimiento rebelde que se está gestando en la estación y cuyo
líder es el misterioso Mr. Sunshine. Su rostro irrumpe de vez en cuando en
todas las pantallas de la estación gracias al hackeo de las mismas y anunciando
una inminente revolución. En principio, los rebeldes luchan por liberar a los
habitantes de la estación de la tiranía de Tianzhu, aunque como se verá más
adelante sus verdaderas intenciones son más bien otras.
Lo interesante de este extenso álbum de 222 páginas se
encuentra en los detalles y las derivaciones más que en el planteamiento
general. Podría creerse, por ejemplo, que Scott va a jugar el papel de mesías o
salvador de lo poco que queda de la Humanidad, derribando al gobierno no electo
y dando paso a un nuevo régimen más justo. Pero no es eso lo que sucede y, de
hecho, son sus acciones, por muy bienintencionadas que sean, las que acaban
precipitando el desastre final. La intriga de los accidentes en los
laboratorios es asimismo muy interesante –no tanto su resolución- y la fauna de
la USS Tianzhu contiene otros ejemplares que, aunque tampoco completamente
nuevos, sí están insertados de forma que sazonan y dan mayor peso a la trama
principal.
Y es que por si el ambiente no estuviera ya suficientemente
caldeado, existe otro grupo en la estación que quiere emanciparse de la
corporación Tianzhu: los científicos que están desarrollando el proyecto Homo
Stellaris, con el que pretenden crear una nueva especie humana adaptada al
satélite de Saturno Titán –que se halla en plena terraformación- y a la que
esperan controlar como si fueran dioses. Un proyecto que encuentra oposición
por parte de ciertos sectores, que no entienden semejante gasto cuando los
pocos Homo Sapiens que quedan están viviendo en condiciones miserables y sin
esperanzas de establecerse jamás en Titán. Por último, están los animoides. Cuando
los humanos hicieron la Tierra inhabitable, conservaron sus mascotas con ellos
consiguiendo de alguna forma transformarlos en seres humanoides e inteligentes.
Viven y trabajan codo con codo con los humanos, pero son víctimas de todo tipo
de abusos que van desde bromas maliciosas a brutales palizas. De hecho, existe
un movimiento humano que defiende el exterminio de los animoides argumentando
que consumen recursos escasos que deberían ir destinados a los “auténticos” hombres
y mujeres.
El estado anímico y psicológico de los personajes irá
deteriorándose conforme lo haga la situación general y tengan acceso a mayor
información sobre lo que ocurre de verdad en los rincones más oscuros de la USS
Tianzhu. La corporación, por otra parte, escucha y ve todo lo que ocurre
gracias a los dispositivos móviles que portan todos los habitantes de la
estación y sin los cuales no pueden hacer prácticamente nada. Así que, ¿por qué
no aplastan la rebelión si saben que existe y que está ganando impulso?
Aprovechando que su obra describe una distopía, Bablet no se deja nada en el tintero de ese exitoso pero deprimente subgénero e integra todos los tópicos, temas y clichés del mismo: una sociedad apática y sumisa centrada en el consumo y adicta a una tecnología sofisticada pero utilizada de forma superficial, el maltrato a los animales, el racismo apoyado desde las altas instancias para desviar el descontento hacia una víctima fácil, los despiadados métodos industriales de producción, el abandono de la cultura y la vida intelectual, el adoctrinamiento ideológico al que someten las grandes corporaciones a sus trabajadores, publicidad intrusiva y sexualizada hasta niveles degradantes, megacorporaciones que manipulan la opinión pública y crean falsas necesidades, experimentación científica sin control gubernamental ni ético alguno, el complejo de demiurgo, los resistentes que se organizan en las sombras…
No se trata, por tanto, de que los temas abordados sean
nuevos, pero ello tampoco es síntoma de un problema en la obra. Al fin y al
cabo, muchos de los desafíos y dilemas a los que el hombre debe enfrentarse hoy
vienen siendo los mismos desde hace décadas –en algunos casos, siglos- y es
previsible que sigan acosándonos en el futuro. Tampoco es que el autor pretenda
escorar ideológicamente el mensaje en uno u otro sentido y esquiva el
maniqueísmo tan común en este tipo de historias.
Así, los bandos en pugna están divididos en su seno y no
hay nadie que podamos calificar sin reservas de “bueno” o de una nobleza sin
reservas. Los luchadores de la libertad, por ejemplo, acaban cometiendo
atrocidades y tropelías; o deciden salvarse ellos cuando tienen oportunidad
abandonando a sus correligionarios; o asesinan para conseguir sus fines; o, en
el fondo, son unos falsos subversivos que lo único que buscan es reemplazar a
sus adversarios en el poder sin cambiar la esencia del sistema. Por su parte, la
élite gobernante de Tianzhu, mezquina y tramposa, es al fin y al cabo la
garante de la paz social y la supervivencia humana. Es una sociedad de consumo
alienante, pero parece ser la única alternativa que asegura una cierta
felicidad (con todo lo falsa y superficial que sea) y orden en un entorno
cerrado en el que cualquier altercado puede tener consecuencias catastróficas.
De hecho, cuando Tianzhu pierde el control, todo se desliza hacia el caos y la más
salvaje y estúpida autodestrucción.
Esa ambigüedad se extiende a los personajes. Scott, el
teórico “héroe”, es un individuo estirado e introvertido que en ningún momento
cae bien; John, el amable animoide que trabaja con él, sucumbe a la rabia y se vuelve contra sus amigos; Aicha cruza un punto de no retorno
cuando asesina a un prisionero indefenso y luego intenta racionalizarlo como un
acto necesario para la causa de la rebelión…
Relacionado con todo esto, la obra explora una serie de cuestiones políticas, sociológicas, éticas y filosóficas. ¿Puede la Humanidad vivir pacíficamente sin una autoridad que la controle muy de cerca? ¿Es la libertad total, a la hora de la verdad, una fuerza destructora? ¿Qué y a quién estamos dispuestos a sacrificar con tal de mantener nuestro estatus de vida, por muy precario que éste pueda ser? ¿Está justificada la violencia contra un régimen violento? ¿En qué momento se pasa de la defensa de una causa a la radicalización terrorista? Son temas que van intercalándose entre los fragmentos de acción, apareciendo en escenas concretas o de fondo en la historia general. Es “Shangri-La”, por tanto, un comic que se inscribe en la tradición más clásica y reflexiva de la CF: escoger tendencias y problemas contemporáneos y extrapolarlos al futuro, “vistiéndolos” de una manera algo diferente para así tomar distancia y analizarlos con mayor claridad.
El fondo de la historia rebosa ironía porque tenemos a una
Humanidad que quiere jugar a ser Dios pero al mismo tiempo está agonizando
aprisionada en una estación espacial; gastan valiosos recursos en terraformar
un satélite cuando han arruinado el ecosistema de la Tierra; un reducido grupo
de sabios desarrolla una nueva especie que puede ser el futuro de la especie,
pero la mayor parte de esa sociedad enferma vive al día siguiendo las pautas de
consumo dictadas por un agente externo; los anuncios gigantes captan la
atención de los viandantes mientras que los museos (hay uno un sector
abandonado de la estación) han sido olvidados; se han salvado especies de
animales queridos como mascotas para luego convertirlos en esclavos… La idea
subyacente es que la Humanidad ha hecho de todo excepto aprender de sus propios
errores. Es un regreso –abordado, eso sí, con la hiperlucidez visual de los
tiempos modernos- a la visión pesimista que, bajo la forma de ciencia ficción
sociológica y/o distópica dominó los libros y películas del género en los años
sesenta y setenta
Si de algo peca Bablet en este aspecto es de escasa o incluso
nula sutileza, en especial las referencias a Apple, sus dispositivos y su
política empresarial y de ventas. El objeto de su crítica es pintado en
fosforescente, escrito en mayúsculas, subrayado, reiterado y arrojado a la cara
del lector. Ahí están los enormes posters con eslóganes burdos como “Compra,
disfruta, tira, compra”, la
sexualización banal de la publicidad o diálogos innecesariamente explícitos en
su denuncia de la situación. Pero no hay duda de que funciona y que algunas
escenas dejan huella, en parte porque el autor no hace ascos a la violencia
explícita y algunos de los momentos dominados por ésta son sin duda
impresionantes.
Con un prólogo que cobra todo su significado al final del
álbum y un epílogo sereno, críptico y en parte irónico que transcurre treinta
mil años más tarde del cataclísmico clímax, lo que más falta le hace a este
comic son unos personajes mejor construidos. El grupo central es relativamente
reducido, pero Babel no consigue dotarles de una personalidad claramente diferenciada,
motivaciones claras y el carisma necesario para ganarles el afecto del lector y
que le importe su destino. Por ejemplo, los hermanos Virgil y Scott han tenido
claramente algún tipo de desacuerdo que en el pasado los separó. ¿Cuándo
ocurrió? ¿Por qué? No lo sabemos. Hubiera sido quizá más deseable concentrar
más segmentos de la narración en el desarrollo de personajes, aunque se hubiera
sacrificado para ello parte de la denuncia política.
Por otra parte, el último acto de la obra es menos
interesante que lo precedente. La historia se torna algo confusa y previsible,
especialmente en lo que se referiere al caos generalizado en que degenera la
revuelta, con todo el mundo disparándose entre sí sin una motivación clara. No
es que la larga secuencia esté mal narrada, pero tras haber descubierto en la
primera parte ese fascinante universo autocontenido de la estación, el lector
se limita después a dejarse llevar como espectador sin sentirse demasiado
involucrado en todo lo que ocurre. Aunque la conclusión del drama supone una
sorpresa, (particularmente el irónico destino de la élite de Tianzhu, que cree
estar a salvo de la ira destructora de sus clientes-gobernados), tampoco acaba
de cuajar suficientemente bien, quizá por la ya comentada ausencia de
personajes con encanto a los que vincularse. Tampoco está bien explicada la
solución que Scott encuentra para el peligro de la antimateria, especialmente a
la vista del resultado.
Si hay algo que destaca y sorprende del dibujo de
“Shangri-La” son los fondos. Si uno es del tipo de lector que opina que los
decorados demasiado elaborados dan sensación de apiñamiento y pesadez
narrativa, este no es su comic. Porque Bablet hace un trabajo espectacular a la
hora de ambientar la acción y hacer que sus personajes evolucionen por unos
espacios físicos muy detallados y precisos. El trabajo invertido en ello es
inmenso y permite al lector una auténtica experiencia de inmersión en ese mundo
cerrado que es la estación USS Tianzhu. Para el autor no es suficiente ver a
los personajes caminar por los corredores o conversar en habitáculos sino que
tiene que transmitir lo que debe ser vivir en una enorme caja metálica. En unas
páginas que recuerdan al meticuloso trabajo de Schuiten para “Las Ciudades
Oscuras” o “Las Tierras Huecas”, Bablet construye un mundo en el que los
personajes rara vez ven el espacio o la brillante esfera de la Tierra, están
perpetuamente rodeados de metal, cables, tuberías, gente mirando absorta sus pantallas
y enormes paneles publicitarios.
Una vez que se ha superado la sorpresa que causa el detallismo que el autor ha volcado en los fondos, éstos pasan a formar parte integral e inseparable de la historia. Y no se trata aquí solamente de recuperar esos diseños elegantes, luminosos e higienizados que se veían en las películas, comics y series de CF de los sesenta y setenta. Por el contrario, la USS Tianzhu lleva siglos siendo ocupada por miles de personas y eso ha dejado huella en su interior: el óxido asoma por las junturas, hay basura por los suelos y mugre acumulada aquí y allá.
Por otra parte, la superpoblación hace que el espacio sea
un lujo, algo que Bablet recoge en los diseños tanto de los edificios como de
las lavanderías o, sobre todo, las habitaciones individuales, que son
básicamente unos corredores verticales muy estrechos donde es imposible
acumular demasiadas cosas. Todo el aparataje e instalaciones espaciales (naves,
muelles de atraque, esclusas, paneles de control…) está igualmente muy bien
diseñado a pesar de algunos fallos de bulto, como esa inexplicable gravedad
artificial que parece incorrectamente vinculada a la presurización. El autor,
en fin, hace de este peculiar universo un personaje más, un lugar fascinante en
el que resulta fácil perderse, un mundo confinado que a uno le gustaría visitar
pero en el que de ninguna manera viviría.
Si tenemos una historia con estación espacial, forzosamente
ha de incluir escenas en el espacio. Y en ellas Bablet se maneja con tanta o
igual pericia que en las de interior, transmitiendo la belleza sobrecogedora de
la Tierra vista desde distancia orbital o el vértigo del vacío sin fin.
Menos convincente me parece el coloreado por mucho que éste obedezca a un propósito narrativo. La mayoría de las escenas del interior de la estación están teñidas de unos enfermizos tonos amarillentos, verdosos o azulados que tratan de reflejar la atmósfera opresivamente monótona en la que viven inmersos sus habitantes (las escenas espaciales, por el contrario, lucen magníficas). Pero la impresión final es la de estar viendo las imágenes a través de una especie de filtro que tiende a “quemar” el dibujo y ahogar el meticuloso trabajo de entintado que realiza el autor.
Tampoco la anatomía y la expresividad son el fuerte de
Bablet. No sabe trasladar a los personajes la fuerte personalidad que le da a
sus fondos. Sus caras y figuras, rígidas y angulosas, son demasiado parecidas entre
sí y el feísmo con el que retrata aquéllas es, a mi parecer, una opción
estética cuestionable que dificulta la identificación de los personajes. No
obstante, son éstos defectos que no empañan la calidad global que ofrece el
arte de “Shangri-La”.
Bablet tiene un estilo narrativo tremendamente
cinematográfico, algo evidente desde la escena de apertura, en la que vemos a
un hombre –que luego nos enteraremos que es Scott, transportado un millón de
años al pasado-, solo en un planeta desértico y huyendo del abrasador amanecer.
En este prólogo, el autor hace uso de planos amplios y viñetas grandes que
resaltan no sólo la grandiosidad del entorno y su aridez sino lo pequeño y
singular que resulta ese hombre en relación a lo que le rodea.
En el amplio segmento principal, el que sucede dentro y en los alrededores de la estación, predominan las viñetas más pequeñas, los planos cortos y los puntos de fuga para transmitir sensación de confinamiento, si bien Bablet también utiliza aquí y allá viñetas panorámicas de mayor tamaño con las que presenta nuevas zonas de la estación que no se habían visto antes o que acompañan escenas silenciosas en las que el lector sigue a algún personaje en sus desplazamientos por las instalaciones, como si pudiéramos mirar a nuestro alrededor y maravillarnos del complejo trabajo de ingeniería allí realizado y de la enormidad del hábitat.
“Shangri-La” es una obra muy personal, con todo lo bueno y
malo que ello conlleva. No ha aportado a la Ciencia Ficción un nuevo nivel
gráfico como sí hizo Frederik Peeters con “Aama”, por ejemplo; ni tampoco
ofrece una visión nueva del ser humano y la sociedad, prefiriendo asumir las
tesis de anteriores autores distópicos. Pero, aunque tenga más belleza formal
que profundidad intelectual, Bablet sí ofrece una historia extensa y compleja,
que aporta interesantes reflexiones y puntos de vista, algunos desarrollos
originales y personajes con los que explorar un universo absorbente y una serie
de temas de actualidad. Aunque, como he dicho, tiene muchos ingredientes poco
originales, no es remiso a abordarlos con dureza. A pesar de su longitud y de
contener pasajes moderadamente densos en contenido y dibujo, tiene un ritmo
ágil que permite leerla de un tirón. Además, y por último, “Shangri-La” es un
comic que comienza y termina en el mismo volumen, una característica que se
agradece en esta era de autores incontinentes que vomitan sagas y ciclos como
si no hubiera un mañana.
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