(Viene de la entrada anterior)
Después del largo preámbulo situando la “Fundación” en el contexto de la vida y carrera de Asimov ha llegado el momento de examinar algo más de cerca la obra misma.
Tras más de doce mil años y a pesar de su aparente prosperidad, el Imperio
Galáctico, que comprende decenas de millones de planetas, se encuentra al borde
de la desintegración víctima la indolencia y la autoindulgencia. Sin embargo, nadie
es todavía consciente de ello… con una excepción. En el planeta capital de ese
imperio, Trantor (ya nadie recuerda la Tierra, su localización y el origen de
la expansión humana por el espacio), el reputado matemático Hari Seldon ha
desarrollado una rama nueva de la ciencia, la Psicohistoria, que combina la
historia, la psicología y la estadística para predecir con precisión la
evolución que siguen grandes masas de población a lo largo de largos periodos
del tiempo. No es una disciplina que permita hacer lo mismo para individuos
concretos dado que éstos sí están sometidos a demasiadas y azarosas variables
sino una especie de traslación de la dinámica de fluidos a la social: no se
puede, por ejemplo, predecir la trayectoria precisa de una molécula concreta de
un gas, pero sí el movimiento general de una masa del mismo.
El caso es que Seldon tiene la seguridad matemática de que,
inevitablemente y se haga lo que se haga, el Imperio irá derrumbándose y
perdiendo poder hasta su desaparición, la cual tendrá lugar en cinco siglos. A
ello seguirá una era de oscuridad, guerras y barbarismo. Pero sus teorías y advertencias
molestan y asustan a las autoridades imperiales, que creen que el científico
puede convertirse en un peligroso elemento desestabilizador. De hecho, lo
someten a juicio por sedición, pero reacios a convertirlo en un mártir, le
ofrecen una salida en la forma de exilio de sus seguidores en el lejano planeta
Términus. Habiendo previsto tal desenlace, Seldon ha preparado ya el
establecimiento de una colonia de científicos y técnicos, la Fundación, cuya
misión oficial será la de compilar y conservar todo el conocimiento humano en
un entorno relativamente seguro en los confines del Imperio y lejos de las
turbulencias que se esperan en su centro político y administrativo. Estos
nuevos Enciclopedistas, sin embargo, tienen otra función desconocida incluso
para ellos: servir de guía y faro científico en los tiempos oscuros por venir
para reducir su duración de treinta mil años a “solo” un milenio, tras el cual
se formará un Segundo Imperio. Es lo que se llamó el Plan Seldon.
La Fundación deberá enfrentarse a diversas amenazas, tanto internas
como externas, en el curso de los dos siglos que abarca la trilogía: la pérdida
de peso de la comunidad científica de Términus frente a la civil y el traspaso
del poder a los políticos y comerciantes; el peligro que supone la
desintegración de la autoridad imperial en los márgenes de la galaxia, con el
surgimiento de señores de la guerra que quieren apoderarse del conocimiento
científico que se ha preservado en ese planeta; o los coletazos postreros del
imperio encarnados en militares más competentes de lo conveniente para la
Fundación (en concreto, el general Belriose, trasunto del histórico y
excepcional Belisario, brazo armado del emperador bizantino Justiniano en el
siglo VI de nuestra era).
Las armas de la Fundación no serán la riqueza o recursos de su planeta
(de hecho, Términus es un lugar poco generoso desde el punto de vista natural)
ni tampoco el poder bélico dado que no pueden permitírselo habida cuenta de su
economía y reducida población, sino el conocimiento científico y técnico y la
habilidad de sus comerciantes, que llegan a convertirse en un brazo del poder
político de la Fundación a nivel interplanetario (tal y como sucedió, en
nuestra propia Historia, con las ciudades-estado italianas de los siglos XIV y
XV y, especialmente, Venecia). Pero, sobre todo y de forma más íntima, su
fuerza reside en la convicción absoluta de sus gentes de que están protegidos
por el Plan Seldon y la profetizada inevitabilidad de la supervivencia de la
Fundación. De hecho, esa fe ha acabado permeando a los nuevos líderes
“bárbaros” que han ido surgiendo en los sistemas adyacentes y que han aprendido
a respetar a los habitantes de Términus.
Y entonces, aparece el Mulo, una anomalía que el hasta ese momento
infalible Plan Seldon no ha predicho. Se trata de un mutante al que nadie
parece conocer en persona pero que tiene el poder de subyugar las mentes ajenas
y lo ha utilizado para reunir un ejército enorme y establecerse como una especie
de emperador de su región de la galaxia. Siendo una amenaza de envergadura
inaudita para las predicciones de Seldon y ante el peligro de que la galaxia
quede sometida a décadas de esclavitud, forzará a la Segunda Fundación a
manifestarse.
Y es que, efectivamente, se descubre que, sin conocimiento ni de Términus ni de las autoridades imperiales, el genial matemático de Trantor había establecido una Segunda Fundación en una localización secreta. Si la primera estudiaba las ciencias físicas y avanzaba tanto en su conocimiento como en las tecnologías aplicadas, la segunda hacía lo propio con las psíquicas y psicológicas, teniendo además la tarea de acometer las medidas necesarias para, siempre discretamente y desde las sombras, salvaguardar el Plan Seldon. Sus agentes infiltrados en puestos clave vigilan y, si es preciso, intervienen en los acontecimientos para evitar desvíos importantes del Plan que pudieran retrasar el fin de los años de descomposición política en la galaxia.
Dada la escala de la historia que se quería narrar, resultaba imposible
hacerlo con un formato tradicional de novela. Lo que pretendían Asimov y
Campbell era mostrar cómo actuaban las fuerzas de la Historia en un marco
galáctico y un periodo de siglos. Así que el autor hizo de la propia galaxia la
protagonista, combinando, por una parte, la descripción de tendencias de fondo
a lo largo de dilatados periodos de tiempo con un énfasis en la vertiente
social e histórica por encima de la tecnológica (enfoque que ya había propuesto
el británico Olaf Stapledon en “Primera y Última Humanidad”,1930); y, por otra,
una serie de narrativas relativamente autocontenidas que van avanzando en ese eje
temporal y están protagonizadas por distintos personajes atrapados por esas
fuerzas históricas.
Dado que las historias iban publicándose con intervalos de varios
meses o incluso años, al leerlas todas juntas se detecta un inevitable factor
de repetición en los diálogos de los personajes, ya que era necesario ir
recordando al lector lo sucedido hasta ese momento. Aunque puede resultar algo
molesto, sirve para construir una continuidad y aportar la perspectiva del paso
del tiempo. Los personajes de las primeras historias acaban, siglos después,
dando su nombre a naves; la gente tiene hijos y nietos; los planetas urbanos
decaen hasta convertirse en mundos agrícolas; las corrientes de la Historia
afectan a los individuos….
Tengamos en cuenta a la hora de valorar los méritos y defectos de
Asimov, que la otra gran Historia del Futuro de la Edad de Oro (porque para la
aparición de “Los Señores de la Instrumentalidad” de Cordwainer Smith aún
quedaban varios años) era la de Heinlein, pero ésta no se hallaba entonces
completa (casi la mitad de sus cuentos los escribiría el autor después de 1947).
Además –y esto es muy relevante-, Heinlein era un autor ya de edad madura, con
una extensa y rica trayectoria vital que podía trasladar a sus cuentos. Por el
contrario y en el momento de publicar la primera historia de “Fundación”,
Asimov era un muchacho de 22 años, que no había salido nunca de Nueva York, que
aún estaba estudiando y cuya vida social era muy reducida. Y esto,
inevitablemente, se traduce en el tono, calidad y estilo literario de la
Trilogía.
Y así, el cariño que profesan tantísimos fans a la saga de la Fundación no debe hacer olvidar sus muchos defectos, como por ejemplo su tono seco y funcional, incluso frío; su vocabulario escaso y su igualmente justa calidad literaria. Asimov compartía con sus colegas de la Edad de Oro el hábito de no dejar absolutamente ningún espacio a la ambigüedad o la duda. En tanto en cuanto acepte su línea de razonamiento, hay poca oportunidad para que el lector rellene huecos o interprete pasajes. Lo más que puede hacer es estar en desacuerdo con sus premisas, pero nada más.
Pese a las llamativas portadas que suelen adornar las ediciones de la
Trilogía de la Fundación, mostrando espectaculares naves en el espacio o
paisajes del mundo-ciudad de Trántor, lo cierto es que casi todas las historias
se apoyan de manera casi exclusiva en diálogos, a menudo expositivos o
explicativos. Las escasas escenas que no los contienen están resueltas con
prisas y poco lustre. No hay apenas descripciones que ayuden a insuflar vida a
esa multiplicidad de mundos galácticos por lo que su capacidad para evocar
imágenes es escasa o nula. La acción está ambientada en un futuro que, aparte
de algunos detalles, no se diferencia demasiado psicológica, cultural y
políticamente del nuestro. Aunque transcurren un par de siglos desde el
comienzo de la trilogía hasta el final, no se perciben cambios notables en ningún
aspecto. Tampoco hay apenas extrapolaciones tecnológicas o sociales sino que
todo está basado en el pasado, lo conocido (pautas que conservaría para sus
relatos y novelas de robots). Asimov asumía pocos riesgos. Aunque también puede
argumentarse, y esto depende del gusto de cada cual, que la dependencia de los
diálogos y las escasas descripciones han permitido envejecer a la Fundación
mucho más dignamente que otras obras contemporáneas.
Tanto en los cuentos de robots como en la Fundación, Asimov seguía una
fórmula repetitiva y reconocible aunque siempre efectiva: la de los relatos básicos
de detectives. Ésta consistía en plantear un enigma aparentemente insoluble
para luego descubrir la clave que lo explicaba. En las historias de robots, se
trataba de una aparente violación de las Tres Leyes de la Robótica que a la
postre resultaba no ser tal; en las de la Fundación, ésta se veía sumida en una
crisis de la que no parecía haber salida pero que se salvaba gracias a la
astucia del personaje de turno –y de la inevitabilidad del Plan Seldon-. Esa
dinámica se rompe hasta cierto punto con la introducción del Mulo (no
totalmente, ya que entonces se introducen los misterios de la identidad del
mutante primero y de la localización de la Segunda Fundación después). Quizá
hubiera sido más interesante que la Segunda Fundación hubiera desarrollado sus
propia agenda y metas para el futuro y que ello la convirtiera en un
antagonista más sólido e intrigante que la aristocracia espacial, imperial o
bárbara, inclinada a utilizar la fuerza bruta.
Tampoco acaba de resolverse del todo satisfactoriamente la intervención
de la Segunda Fundación en auxilio de la primera. Que el Mulo tenga poderes
telepáticos puede admitirse como una anomalía extraordinaria. Pero se suponía
que la Segunda Fundación eran los expertos absolutos en psicohistoria y
psicología y hubiera sido más interesante verles derrotar al Mulo con esas
habilidades que con las manipulaciones mentales producto de sus propios poderes
telepáticos, un recurso que parece facilón y tramposo.
Igualmente, la caracterización de los personajes es muy rudimentaria. Hari
Seldon es, irónicamente dado que apenas aparece en la trilogía original, uno de
los personajes más memorables de Asimov; pero no tanto porque sea alguien
carismático o muy bien construido sino por su genial inteligencia y el halo de
seguridad y autoconfianza que ello le otorga. De alguna manera, es el Salvador
de la Humanidad… al que se opone el Mulo (modelado a partir de personajes
históricos como Atila, Tamerlán y Carlomagno), que para muchos y especialmente
aquellos a los que la idea del determinismo les resulta repugnante, es quizá el
auténtico héroe de la saga, un individuo de férrea voluntad y temperamento
animoso pese a su grotesco aspecto, capaz de hacer frente a las corrientes de
la Historia y de oponer su feroz individualidad a la arrogancia y complaciente
autoconfianza de los miembros de la Fundación.
Otros personajes con cierto empaque en la serie son, a mi gusto y parecer, Salvor Hardin, que arrebata el poder a los intelectuales de Términus y se convierte en el primero de los Alcaldes destacando por su astucia y visión política; el general Belriose, figura trágica por cuanto su brillantez militar y su lealtad al imperio no le sirven sino para ser considerado una potencial amenaza al mismo y morir ejecutado por orden del propio emperador; y, sobre todo, la valiente y avispada adolescente Arcadia Darell, que arriesga su vida para descubrir la localización de la Segunda Fundación. Tanto ella como su madre son mujeres más modernas y simpáticas que las que Asimov creó para el Ciclo de los Robots.
Pero todos ellos, hombres o mujeres, no tienen demasiada vida interior
y se definen más por sus acciones –o, más bien, diálogos- que por su fuerte personalidad
o su sofisticación. No se les da un contexto vital o un sustrato emocional y,
en el caso de los varones y aunque cambian de historia a historia, todos hablan
de la misma forma y actúan de forma parecida.
Por otra parte, la propia escala temporal de la historia impide mantener a un solo elenco de personajes y obliga a Asimov a crear un héroe tras otro –o heroínas, como en el caso de Bayta y Arcadia Darell-, no siendo todos igualmente interesantes dado que no disponen del recorrido suficiente como para desarrollarse y evolucionar. Por ejemplo, el primero de ellos que se presenta en el relato de apertura es Gaal Dornick, un personaje soso que enseguida queda eclipsado por Hari Seldon. Pero para cuando la Fundación se pone en marcha en el segundo relato, ambos ya han muerto y ha de introducirse un nuevo líder carismático, Salvor Hardin. Y así sucesivamente hasta el final de “Segunda Fundación”, el último volumen.
(Sigue en la siguiente entrada)
Excelente resumen! Con todo, sigue cautivando esa frialdad y diseño superlativo de la historia de Asimov, con personajes que no se olvidan fácilmente.
ResponderEliminar