viernes, 18 de enero de 2019

1987-MAX HEADROOM


Allá por 1984, cuando “Terminator” se estrenaba en los cines, en las librerías empezaba a venderse la nueva novela de William Gibson, una obra que tomó por sorpresa a la ciencia ficción y que apuntaló un nuevo subgénero ya iniciado por otros autores poco tiempo antes. “Neuromante”, la historia de un hacker contratado para realizar un robo virtual, se convirtió pronto en un trabajo seminal del Ciberpunk, esa rama de la CF en la que la tecnología más sofisticada se funde con el entorno social más degradado. Con el paso de los años, Hollywood hizo varios intentos para llevar a la gran pantalla el libro. Ninguno fructificó pero ello no fue óbice para que los estudios supieran detectar un filón temático plagado de realidades virtuales, ciberespacio y hackers, antes incluso de que llegaran a entender lo que esos términos significaban. Naturalmente, la mayor parte de los espectadores tampoco comprendía muy bien nada de todo ello.


Aquel mismo año 1984, se presentó a Max Headroom, según presumían sus creadores, el primer personaje realizado por ordenador. Aunque muchos pensaron que era un ser totalmente digital, en realidad se trataba de un actor de carne y hueso, Matt Frewer, llevando una máscara de látex para parecer más “electrónico”, ilusión en la que también colaboraban unos fondos de animación garrapatosa y un montaje cancaneante. Max fue uno de los primeros intentos en acercar el Ciberpunk a la pantalla, aunque en honor a la verdad hay que decir que hizo poco más que figurar. Los guionistas que crearon su universo virtual no sabían muy bien qué hacer con él y en el mundo real se limitó a presentar videos musicales, participar en algunos desasosegantes anuncios de la New Coke, conversar con David Letterman e ir por la vida como esas celebridades modernas, siempre famosas sin que nadie recuerde por qué lo son.

Para entender la génesis de Max Headroom hay que remontarse a los años setenta del pasado siglo, cuando el arte popular tenía grandes aspiraciones. Los estudios cinematográficos producían películas muy densas destinadas a ser diseccionadas durante generaciones por los estudiantes de cine, como “El Padrino” (1972), “El Cazador” (1978) o “Apocalypse Now” (1979). La televisión seguía el ejemplo con la invención de la miniserie: ahí tenemos a “Raíces” (1977) o “Shogun” (1980). Y, por supuesto, el rock no se quedaba atrás en ambición, con los álbumes conceptuales, los conciertos llenos de pirotecnia o los discos dobles. Un excelente ejemplo del ridículo al que llegó esta tendencia lo encontramos en la banda sonora de “Fiebre del Sábado Noche”, nada menos que dos discos, la cuarta cara de los cuales incluía un tema épico de cinco minutos titulado “Night on Disco Mountain”.

Pero a comienzos de los ochenta toda aquella burbuja reventó al mismo tiempo que el VHS se colaba en todos los hogares. Las dos producciones más caras de la historia del cine y la televisión respectivamente, “Las Puertas del Cielo” (1980) y “Super Tren” (1980) se estrellaron calamitosamente. Los productores de películas porno –cuya transición de los setenta a los ochenta queda
magníficamente retratada en la película “Boogie Nights” (1997)- fueron los primeros en darse cuenta de que un rodaje barato, austero y cutre vendía tan bien como otro caro, elegante y artístico. Los grandes estudios empezaron a hacer películas con más espectáculo que contenido dirigidas al público adolescente, como “Flashdance” (1983) o “Footloose” (1984). El Punk, con su mugriento desprecio por la estética (ajena) seguía burlándose de las pretensiones artísticas de la música popular, mientras que Andy Warhol, embolsándole millones de dólares con sus retratos de celebridades de Hollywood, declaraba que la principal forma artística eran los negocios. La generación de los sesenta aparcó sus tops, bongos e idealismo para ponerse un traje de tres piezas y perseguir los billetes verdes. Como si fuera un himno icónico de la nueva era, el vídeo de la canción “Video Killed de Radio Star” (1980), triunfaba en la MTV.

Hay quien también apunta a un supuesto “fin de la inocencia” con el cierre de la década de los setenta, una idea completamente falsa apoyada en una visión distorsionada e idealizada de lo que fueron aquellos años; un espejismo al que también contribuyó sin duda la evolución social,
política y económica del propio mundo en los ochenta. En Estados Unidos, la recesión de 1979-82 fue seguida del declive de las industrias tradicionalmente clave del país: los coches, el acero, la ropa… En Washington, Ronald Reagan enarbolaba el sable contra la Unión Soviética abogando por situar misiles nucleares en el espacio y amenazando por televisión a su adversario con el bombardeo atómico. En Gran Bretaña, la política económica de Margaret Thatcher llevó al caos industrial, el desempleo masivo y una depresión anímica generalizada entre su población. A ambos lados del Atlántico la gente temía perder sus empleos y, en consecuencia, prestaron mucha atención a lo que el escritor Bruce Bethke –que acuñó el término “ciberpunk” en 1983- denominó “la vacuidad ética y fluidez tecnológica” de los jóvenes profesionales, cuyos conocimientos y falta de escrúpulos podían machacar al sistema, como era el caso de los vendedores de bonos basura o los tiburones empresariales que en sus Mercedes y Porsches esnifaban cocaína en cantidades industriales sobre fajos de billetes de cien dólares.

Y es con ese trasfondo cuando al Canal 4 británico descubre que necesita un nuevo presentador de vídeos musicales.

Como sucedió tan a menudo en los ochenta y más allá, Max Headroom fue vendido y anunciado
antes siquiera de ser creado. La mencionada cadena televisiva tenía entonces una vida muy corta tras de sí. Había empezado a emitir en 1982 con dos directrices nada fáciles de satisfacer: dirigirse a un público minoritario y producir programas que los otros tres canales no emitirían sin por ello perder comercialidad. Así, trató de crear un espacio émulo de la MTV norteamericana (que por entonces sí emitía vídeos musicales), una especie de 40 Principales en formato vídeo y presentado por jóvenes dicharacheros.

Eso sí, el canal quería algo con más clase que su referente americano pero aún así atractivo para las generaciones más jóvenes. El único problema era ¿qué podía ser más aburrido que enlazar vídeo musical tras vídeo musical? Intrigado por la nueva idea de realidad virtual (término acuñado en CF por el escritor Damien Broderick en su libro “El Mandala Judas” (1982)) y los avances en animación por ordenador, el creativo de publicidad George Stone, el director Rocky Morton y su esposa y colaboradora Annabel Jankel decidieron crear un
presentador digital, una cabeza virtual que pudiera parlotear y bromear entre los videos como sus contrapartidas de carne y hueso americanas, pero que pareciera una versión perfeccionada y diferente de los mismos: elegante, pulcro y muy extraño. El problema era que a comienzos de los ochenta nadie salvo el Departamento de Defensa norteamericano podía permitirse un ordenador con la suficiente capacidad como para generar una imagen animada e interactiva de un ser humano para la televisión. Así que la única opción era el engaño: enfundar un actor real, Matt Frewer, en un body de látex y una máscara diseñada por John Humphreys, escultor de la Royal Academy.

Max no tenía cuerpo: su estilizado traje negro y corbata –modelados con el estilo minimalista
que se llevaba en el pop de los ochenta- sólo le llegaba a Frewer por debajo del pecho. Aparecía en televisión con un fondo de salvapantallas para PC dinamizado por un montaje frenético para darle sus característicos tics y tartamudeo: “¡M-M-M-Max Headroom!”. Frewer participó en todos los programas que se emitieron y la gente creyó de verdad que era un personaje digital. Tanto es así, que el equipo creativo ganó en 1985 el premio de la Asociación Cinematográfica Británica a la animación por ordenador (aunque estrictamente, el galardón fue por “Pericia Técnica”, algo que también incluye el maquillaje).

Para darle a Max un origen y un contexto, Morton y Janken dirigieron un telefilm de 53
minutos, “20 Minutes into the Future”, que se emitió en abril de 1985. Y aquí es donde entra en escena el ciberpunk. Sin motivos muy sólidos –aparte de justificar la existencia de un ser viviente en una red de ordenadores-, ambientaron la historia en el Londres de un futuro cercano. Aunque para los americanos acabaría convirtiéndose en la imagen estereotípica del ciberpunk, la atmósfera y tono eran en realidad una punzante sátira social a la etapa Thatcher: suciedad por todas partes, economía por los suelos, un gobierno hostil a la cultura, tecnología avanzada, grandes corporaciones alojadas en enormes edificios y una brecha enorme entre los más ricos y los más pobres.

En la Inglaterra de 1985, el futuro no se veía precisamente de color de rosa. Los interiores y exteriores de la película estaban dominados por las sombras, había cables colgando por todos
sitios, las pantallas parpadeaban emitiendo programación basura a unos espectadores sumidos en nubes de niebla y humo. La luz halógena y el aire acondicionado parecían haber desaparecido de ese mundo. Esta representación visual de un futuro distópico, que había creado para el cine “Blade Runner” (1982) y llevado a sus extremos más histriónicos Terry Gilliam en “Brazil” (1985) continuaría dominando la CF futurista y particularmente ciberpunk en los ochenta, tanto en el cine como en la televisión e incluso en los anuncios publicitarios.

El argumento de “20 Minutes” se resume pronto. Frewer –sin su máscara de Headroom- interpreta a Edison Carter, un periodista de televisión honrado que descubre que su propia empresa, la ficticia corporación mediática Channel 23, está insertando publicidad subliminal (“blipverts”, 30 segundos de anuncios condensados en sólo tres) en sus programas, mejorando así su cuota de mercado al tiempo que provocando –por explosión espontánea- la muerte de los espectadores más ancianos y sedentarios. Dispuesto a ganar la guerra por las audiencias y mantener los beneficios, el presidente de la cadena, Grossman, está más que decidido a mantener oculto su as en la manga. Carter se embarca en una investigación en la que intervendrán otros personajes. Amanda Pays interpretaba a la compañera de Carter, Theora Jones, haciendo lo que puede con el típico papel de mujer experta en tecnología que se queda manejando pantallas y teclados mientras su hombre se juega el tipo heroicamente en el mundo exterior; El histrionismo de Nicholas Grace aporta algo de chispa a su por otra parte soso personaje, el director de la cadena, Ned Grossman, cuyos matones, “Brueghel” y “Mahler” parecen descartes de “Mad Max”.

Paul Spurrier da vida al personaje más interesante del reparto, Bryce Lynch, un genio adolescente y amoral, creador de los blipverts y aparentemente el único empleado tecnológicamente competente del Canal 23. Si puede sonar extraña la idea de un adolescente
experto en ordenadores trabajando en las entrañas de una supercorporación, recordemos que entonces el concepto de “hacker” como individuo antisistema no había todavía pasado a la conciencia pública. Lynch va vestido de una forma sorprendente para su personaje: un pulcro corte de pelo propio de alumno de una escuela privada, una camisa de poliéster y una americana sport que parece salida del armario de Don Johnson en “Corrupción en Miami”. Una escena –que fue luego recortada para no dar malas ideas (además, quizá, por razones de decoro)- mostraba a Lynch desnudo programando su miniordenenador mientras se daba un baño relajante. A pesar de que en “20 Minutes” los terminales de ordenador y los teclados están por todas partes, nadie utiliza un ratón. Hay rumores que dicen que los creadores del programa lo consideraban un instrumento tan estúpido e incómodo que en el futuro nadie lo usaría.

El propio Max Headroom era la personalidad de un comatoso Carter víctima de un accidente de moto, cargada en un sistema operativo diseñado por Lynch y su nombre se refiere a lo último registrado por la memoria del periodista antes de estrellarse: una señal indicando la máxima altura permitida para un vehículo a la entrada de un parking. Este personaje “virtual” no aparece hasta el último tercio de la película y no hace nada que verdaderamente haga avanzar la trama. Un montaje posterior de 83 minutos trató de solucionar esa deficiencia, añadiendo más metraje de Max así como una embarazosa escena de cama con Carter y Jones.

“20 Minutes” recibió unas críticas moderadamente buenas pero en realidad su propósito no había sido otro que el de explicar su aparición como sarcástico presentador de vídeos musicales en “The Max Headroom Show” (1985-87). A partir de su segunda temporada, el programa fue añadiendo otros materiales, como entrevistas a invitados o concursos con el público del estudio. La fama de Max le catapultó al universo multimedia más comercial: apareció en un video de Art of Noise, protagonizó el mencionado anuncio de New Coke –en el que les decía a los niños que eran Cokeólogos (algo que en inglés suena
inquietantemente relacionado con la cocaína) y amonestaba verbalmente a una sudorosa lata de Pepsi-, se utilizó su imagen para anunciar cosméticos, hubo libros, juegos de ordenador…

En 1987, Lorimar Productions (productora de, por ejemplo, “Dallas” o “Falcon Crest”), compró los derechos de Max y produjo una serie de televisión para el mercado americano que totalizó catorce episodios de una hora para la cadena ABC, incluyendo una nueva versión de la historia narrada en el telefilm inglés. El ciberpunk llegó así a las pantallas domésticas estadounidenses en horario punta. Frewer y Pays repitieron con sus personajes y Chris Young interpretó a Bryce Lynch, ahora trabajando en el bando de los buenos. Los guiones estaban razonablemente bien escritos y dirigidos, con especulaciones interesantes y a veces hasta proféticas sobre el ascenso de las multinacionales del mundo de la comunicación, la ética médica o el declive de la cultura
aunque, como era de esperar tratándose de una producción americana, pasado por un filtro optimista y sentimental. La acción se trasladó de Londres a una versión “Blade Runner” de Los Angeles (si bien los guionistas evitaron revelar la auténtica localización geográfica). El Channel 23 se convirtió en Network 23 y, muy en la línea de los ochenta, su principal cliente, la Corporación Zik-Zak, se transformaba en un conglomerado empresarial japonés dirigido por un anciano samurái. Por supuesto, los acentos británicos desaparecieron pero no así las nubes de humo y las pilas de monitores mostrando CGI primitivo.

La serie americana carecía de esa sensación a mitad de camino entre la melancolía y la amenaza omnipresente que exhibía el telefilme británico. La Network 23 podía ser una familia disfuncional pero familia al fin y al cabo y daba la impresión de que, a pesar de toda la crueldad y problemas que tenía su mundo, los personajes querían pertenecer a él. En cuanto a Max, siguió teniendo más bien poco que hacer. Los primeros dos episodios tratan de cómo controlar sus erráticas apariciones en cualquier monitor a la vista, espiando en dispositivos remotos, haciendo cometarios inoportunos o lanzando chistes malos.
Los guionistas sudaban la gota gorda para encontrarle un lugar adecuado en cada episodio, pero a pesar de sus esfuerzos Max tiene pocas escenas salvables. Sus monólogos son muy pobres y su humor infantil. No se supo aprovechar la idea de que Max era en realidad el alter ego del valiente e idealista Edison Carter y ambos interactúan (ya que el periodista se recobra de su accidente) como dos viejos colegas bien avenidos.

Pero no importó mucho. Max no necesitaba ser demasiado bueno en lo que hacía, solo estar ahí. En una época en la que la televisión estaba dominada por tres o cuatro grandes cadenas, antes de la Web, de YouTube, cuando todo el mundo dada por hecho que las masas de espectadores eran sólo consumidores pasivos de videoclips, la simple idea de un personaje irreverente, un avatar que surgía en mitad del programa de otra persona y hacía comentarios
subversivos, como un bufón de la corte que puede decir lo que a nadie más le está permitido, fue más que bienvenida.

Quizá sea algo que muchos no quieran recordar ahora, pero el aspecto de Max, con sus ojos saltones y pupilas dilatadas, manierismos bruscos y comportamiento hiperactivo era una convincente parodia del yuppie cocainómano. Que este parecido fuera deliberado o no es una mera suposición, pero probablemente cualquiera que estuviera trabajando en el mundo del espectáculo en los ochenta vería claramente las similitudes. Después de todo, existe una larga y bien establecida tradición de creadores colando guiños y subtextos bajo el radar de la censura en programas supuestamente respetables; y otra tradición igualmente fundada de campañas comerciales a la caza de la frágil y voluble atención de los jóvenes y para las cuales se apropian de imágenes extraídas de los márgenes de la cultura popular. Quizá fuera ese aspecto algo sórdido y desasosegante de Max lo que lo ancló en su época e impidió su regreso en otra diferente, la nuestra, en la que los creativos buscan viejas glorias para actualizarlas y continuar exprimiéndolas.




4 comentarios:

  1. El telefilm británico es bueno; la serie estadounidense es malísima.

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  2. Excelente análisis y reseña.
    Vi el telefilme y algunos episodios de la serie, y la verdad que me parecieron bastante buenos, debería revisitarlos.

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  3. Cuando vi el piloto en la autonómica me encantó, tenia un aire a Blade Runner estupendo. Tanto que no podía creer que el piloto fuera solo para presentar vídeos musicales. Luego, cuando emitieron la serie, aunque tenía aspectos interesantes, se había perdido algo, frescura de ideas y suciedad de fondo.

    A propósito, no mencionas que en los USA alguien se disfrazó de Max Headroom y fue capaz, dos veces, de interferir la señal de televisión de un estado, no recuerdo cual. Está en la Wikipedia. Me puedo imaginar la sorpresa de los televidentes bienpensantes y las risas de los que reconocieron al personaje

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    1. Hola Radar. No conocía la anécdota que mencionas... la verdad es que no suelo consultar Wikipedia para mis artículos, pero la cosa tiene su gracia, desde luego...

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