En 1960, el físico estadounidense Robert W.Bussard propuso un sistema de propulsión para naves espaciales, el estatorreactor Bussard o, en inglés, el Bussard Ramjet, que, durante un tiempo, pareció la solución a los dos problemas que impedían hacer realidad el viaje más rápido que la luz: el combustible y la protección de los peligros del medio interestelar, en concreto, de la presencia tenue de átomos de hidrógeno y otros elementos desperdigados por el vacío casi total del espacio. El problema es que, si la nave se desplaza lo suficientemente rápido, el bombardeo de esas partículas acabará desgastando y destruyéndola. La audacia del planteamiento de Bussard radicaba en ver al hidrógeno como aliado tanto como enemigo: si se conseguía recolectar esos átomos y fusionarlos, podían servir de combustible. Los que no se utilizaran como tal, podrían expulsarse por el escape.
Una solución elegante que nos prometía las estrellas siempre y cuando estuviéramos dispuestos a invertir tiempo, mucho tiempo, en el viaje. En el siglo XVI, a Juan Sebastián Elcano le costó tres años circunnavegar la Tierra; el estatorreactor Bussard ponía el sistema estelar de Alfa Centauri a una distancia temporal semejante y sin el peligro del escorbuto. Las estrellas más cercanas podrían alcanzarse en tan solo unos cuantos años; e incluso llegar a las galaxias más próximas a la Vía Láctea costaría menos que las tres décadas que se necesitaron para completar el Canal de Panamá. No tan conveniente como los viajes de curvatura de “Star Trek”, pero nada que hubiera hecho arrugarse a Marco Polo o Zhang Qian.
Pero sí había un problema. Y no pequeño. Los tiempos que he indicado serían los que podría medir alguien a bordo de la nave, pero desde la perspectiva de quien quedara en la Tierra, las cosas serían muy diferentes. Los viajes a velocidades cercanas a las de la luz implican no sólo atravesar el Espacio sino el Tiempo. Lo que para los astronautas serían meses, para la Tierra serían años o décadas. Si alguna vez volvían a casa o se detenían al llegar a su destino, ya no quedaría nadie conocido en sus lugares de origen. Lo cual, de todas formas, tampoco sería una razón para detener cualquier proyecto de exploración: cualquiera dispuesto a participar en semejante misión, no debería tener lazos afectivos sólidos con nadie en la Tierra.
Sin embargo, cuando expertos en ingeniería aeroespacial y mecánica celestial como Thomas A. Heppenheimer, analizaron detalladamente la física del estatorreactor Bussard, se dieron cuenta de que éste parece funcionar mejor como freno que como sistema de propulsión. Los diseños modernos ya no son esas maravillosas naves espaciales autónomas que siempre ofrecían en su interior una gravedad de 1 g y que pueblan tantas historias de CF. Los descendientes del estatorreactor Bussard tendrán aceleraciones mucho más pequeñas, por lo que sus velocidades máximas serán demasiado bajas para generar efectos relativistas significativos.
En cualquier caso y como he dicho, los estatorreactores Bussard parecieron en su momento la solución ideal al problema del viaje interestelar a velocidades sublumínicas. Y, por supuesto, los autores de ciencia ficción tomaron buena nota y los utilizaron como base para sus novelas. Quizá la más famosa de todas ellas sea “Tau Cero”, de Poul Anderson, que lejos de servirse de ese ingenio como una mera muleta narrativa, lo convierte en el centro absoluto de su historia.
Poul Anderson nació en 1926 y tuvo una de las carreras más extensas y prolíficas de entre todos los escritores de CF, abarcando desde los años 40 hasta entrado el siglo XXI y tocando tanto ficción (fantasía, ciencia ficción, historia, misterio) como no ficción. Escribió docenas de novelas y cientos de cuentos manteniendo un nivel que no bajó nunca de lo competente y en los que destacaba de manera especial su compromiso con la verosimilitud que, gracias a sus muchos intereses en multitud de campos, iba más allá del usual foco en la Física del autor convencional de CF dura. “Tau Cero”, una de sus obras más celebradas, apareció originalmente en 1967 como cuento en “Galaxy Science Fiction” con el título de “Sobrevivir a la Eternidad”.
En el futuro en el que arranca la acción, el mundo a punto estuvo de ser destruido por una guerra nuclear. Para impedir que esto se repitiera, se le dio el control del arsenal atómico a un pequeño país que, se estimaba, nunca sería lo suficientemente fuerte como para acometer una guerra de invasión: Suecia (el propio Anderson tenía ascendencia escandinava y su interés por esa cultura impregnó otras obras firmadas por él como “La Espada Rota”, 1954, seminal en el género fantástico). Al convertirse en el guardián del mundo, ese país también se consolida como potencia comercial, llegando a desplazar el sueco al inglés como lingua franca.
Pues bien, Suecia prepara una nave, la Leonora Christine, diseñada para la exploración galáctica y el asentamiento de un grupo humano en el planeta Beta Virginis. Su sistema de propulsión y frenado es el mencionado estatorreactor Bussard, que recogerá y canalizará hidrógeno hacia los motores. Cuanto más rápido vaya, más hidrógeno atrapará y más veloz viajará, impulsando la nave a velocidades cercanas a las de la luz. Esto significa, claro, que la tripulación quedará sometida a las mencionadas leyes relativistas de dilatación espacio-temporal. Este efecto, en la novela, se mide por el factor Tau que le da título. A una velocidad determinada, el paso del tiempo que se experimenta en la Tierra -que se mueve, pero no acelera- puede multiplicarse por tau para obtener el tiempo que se experimenta a bordo de la nave. Por lo tanto, como escribe Anderson, "cuanto más se acerca [la velocidad de la nave] a [la velocidad de la luz], más se acerca tau a cero". Este es el quid de la ciencia del libro.
La tripulación de la Leonora Christine está compuesta de 25 hombres y 25 mujeres, que es el tamaño poblacional mínimo necesario para que la reproducción tenga una genética saneada. Esto significa, claro, que debe haber en el grupo una abundancia de relaciones sexuales y no siempre de las mismas parejas. Este baile tiene también consecuencias sobre la vida emocional de muchos de los tripulantes y, consecuentemente, sobre la moral. La forma en que varios de los personajes afrontan esa inédita situación será una de las claves del libro.
Otra de las bombas de relojería emocionales, claro, es la certeza que tienen todos los componentes de la tripulación de que cuando regresen a casa si el planeta de destino resulta finalmente inhabitable; o se establezcan allí con éxito, el mundo que conocen en la Tierra habrá cambiado por completo y los que dejaron atrás serán unos ancianos o habrán muerto. Todos, cada uno a su manera y de acuerdo a su personalidad, deberán encontrar la forma de mantenerse activos sin caer en la depresión que podría causarles reflexionar demasiado sobre aquello. Más o menos todos lo tienen asumido hasta que, de repente, la emoción y alegría que reinan a bordo llegan a un abrupto final cuando la nave se encuentra con una nebulosa no cartografiada que daña el sistema de frenado.
La reparación es imposible ya que para ello deberían apagar el estatorreactor. Al seguir moviéndose a gran velocidad pero sin contar ya con ese “colector de átomos de hidrógeno”, toda la tripulación quedaría inmediatamente expuesta a dosis letales de radiación. Después de la muerte, se encuentran en el peor de los escenarios posibles porque lo único que pueden hacer es seguir acelerando y esperar a que la nave salga de la Vía Láctea y llegue a una región en las inmensas extensiones entre galaxias en las que el vacío sea tan absoluto que puedan apagar el reactor sin miedo a perecer.
Ahora bien, incluso si encuentran una región del cosmos semejante, a las velocidades a las que viajan habrán pasado en la Tierra millones de años. No es ya que probablemente la especie humana estará ya extinta, sino que la propia Tierra, el Sistema Solar, habrá desaparecido. En las primeras fases de la crisis, la voluntad de sobrevivir empuja a la tripulación a continuar trabajando, pero, inevitablemente y conforme las malas noticias se acumulan, el desánimo se extiende y quienes son capaces de conservar el empuje vital deberán encontrar una salida a su situación antes de que el universo llegue a su fin.
Mientras que muchas de las novelas de Anderson descansan en una narrativa sólida, dinámica y eficaz sin demorarse en reflexiones introspectivas, “Tau Cero” trata desesperadamente de ser algo más: una novela de CF dura y un estudio de personajes.
En el primer aspecto, podemos decir que la novela sale airosa. La premisa de partida es fascinante y permite a la trama deslizarse hacia las regiones más metafísicas e incognoscibles del universo, llegando a alcanzar dimensiones épicas que pocas otras obras se atreven siquiera a soñar. Anderson, educando al tiempo que entreteniendo, consigue transmitir con claridad al lector lego conceptos complejos de física avanzada ahorrándole la dificultad de la mecánica cuántica. Por supuesto, habrá lectores que encontrarán estos desarrollos científicos aburridos así que para su disfrute conviene tener algún interés en física y astronomía.
Dicho esto, hay algunos pasajes que harían levantar desaprobadoramente las cejas a un físico, como las convicciones que tienen los tripulantes acerca de la aceleración o esta afirmación referente al comportamiento de la nave a velocidades muy elevadas: “Conozco las cifras. No tenemos la masa de una estrella. Pero sí la energía; creo que podríamos atravesar un sol y no nos daríamos cuenta”.
Desde la perspectiva de la Leonore Christine a solo centésimas de la velocidad de la luz, podrían considerarse en reposo siendo las estrellas las que los golpearan, así que difícilmente lo que emergería de semejante colisión sería una nave intacta. Anderson era físico, así que quiero pensar que esto no es un error sino, o bien un rasgo de caracterización (esa afirmación proviene no de un narrador omnisciente sino de un tripulante desesperado por creer que su lucha por sobrevivir tiene posibilidades de éxito); o bien un apaño narrativo que permite avanzar la trama, como los campos compensatorios de la aceleración que solo se pueden generar cuando se atraviesa el medio interestelar a altas velocidades. Hay que hacer un esfuerzo de suspensión de incredulidad para asumir que una nave diseñada para desplazarse una distancia de 25 años-luz pueda soportar un viaje a velocidades tan enormes que cruza galaxias en segundos de tiempo subjetivo.
Siguiendo con la Física, el Tiempo es una de las principales bases temáticas de la novela. La tripulación “viaja” por el Tiempo simultáneamente que por el Espacio, adentrándose cinco, seis, cincuenta, cien mil millones de años en el futuro. Anderson utiliza el factor Tau para ilustrar la enormidad del universo. Conforme la velocidad de la nave se aproxima a la de la luz, minutos, horas, días, años y, finalmente, eones, transcurren en el cosmos mientras en la nave sólo pasan segundos. Atraviesan galaxias, luego grupos de galaxias; el tiempo y la distancia pierden su significado. Es una situación para la que el hombre no está preparado y los tripulantes se enfrentan a un dilema aparentemente insoluble: habiendo vivido tanto, deben reconocer que “el universo, todo el universo, está muriendo” y que sus vidas estiradas por la Relatividad acabarán con él.
Anderson guía al lector y sus protagonistas a la muerte del propio universo, asumiendo que la vida de éste transcurre en ciclos y que, al final de cada uno, se contrae en una nueva singularidad antes de expandirse de nuevo en un big bang. La solución que el autor se saca de la manga para salvar a la Leonora Christine es claramente implausible pero, en el contexto de la novela, es apropiada. Al fin y al cabo, no quería escribir un libro totalmente coherente con su premisa y fiel a las leyes físicas porque, de ser así, todos los personajes hubieran acabado muertos. “No podremos detenernos antes de la muerte del universo (…) Yo propongo que marchemos al siguiente ciclo del cosmos”. No creo que haya dudas respecto a que alguien con la base científica de Anderson se creyera de verdad que aquello tuviera visos de verosimilitud y, de hecho, hace que uno de los personajes opine que “Pero esto es demasiado. Somos... bien, ¿qué somos? Animales. ¡Por Dios... literalmente, por Dios... no podemos seguir... haciendo nuestras necesidades... mientras sucede la creación!”.
Sin embargo, Anderson se aferra a esa idea y nos explica que se pueden encontrar infinitas maravillas tanto en el estudio de algunos de los objetos más pequeños del mundo natural como en la contemplación de los eventos más catastróficos del Tiempo y del Espacio; y que todos ellos son igualmente extraordinarios cuando se consideran de forma aislada:
“Puedo añadir —le dijo Reymont—, que siendo un hombre sin poesía en su alma, y sospecho que no tengo alma para guardar la poesía... propondría que se examinasen a sí mismos y se preguntasen qué aspecto psicológico les impide vivir el momento en el que el Tiempo comienza de nuevo (…) No podemos negar que lo que va a suceder es increíble. Pero también lo es todo lo demás. Siempre. Nunca pensé que las estrellas fuesen más misteriosas, o tuviesen más magia, que las flores”
Además, Anderson sugiere con picardía que la vida más allá del fin de los tiempos puede ser tan prosaica como la vida anterior: "Me pregunto si la mayor sorpresa en estos próximos meses no será cuán obstinadamente ordinaria seguirá siendo la vida".
La novela, como la nave y el universo en el que existe, se acelera hacia el final, hasta que, por fin, la tripulación contempla “el germen del monobloque” y un nuevo comienzo: “El gas escondía el alumbramiento bajo sábanas, estandartes y lanzas de radiación, auroras, llamas y rayos. Fuerzas más allá de toda medida rompían la atmósfera, eléctricas, magnéticas, gravitacionales, campos nucleares; las ondas de choque recorrían megaparsecs; había corrientes, olas y cataratas. En el borde de la creación, a través de ciclos de miles de millones de años que pasaban como momentos, la nave del hombre volaba”.
Aunque ahora sabemos que nuestra galaxia es sólo una entre muchas, relativamente pocos autores de ciencia ficción han conseguido encontrar formas de abordar este escenario grandioso. Las teorías modernas del Big Bang y la interpretación de la “multiplicidad de mundos” derivados de la mecánica cuántica, sin embargo, ha inspirado cierto número de novelas en las que los personajes usan los efectos de distorsión espacio temporal que tiene viajar a la velocidad de la luz para observar cómo los universos mueren y renacen, entre ellas “Tau Cero”. Sería interesante saber cuántas vueltas le dio Anderson a la escena en la que describe el renacimiento del universo, pero el resultado es muy sugerente y merece la pena citarlo:
“La pantalla se apagó. Un instante más tarde, todos los fluoropaneles de la nave se volvieron simultáneamente ultravioletas e infrarrojos, y la oscuridad se impuso. Quienes estaban sujetos a solas oyeron, a través del casco, cómo rayos invisibles caminaban por los pasillos. Los del puente de mando, puente de pilotaje y sala de motores, que pilotaban la nave, sintieron un peso mayor que el de los planetas —no podían moverse ni detener un movimiento una vez que éste empezaba— y comenzaron a sentir una ligereza tal que sus cuerpos se rompían en pedazos —y aquél era un cambio en la misma inercia, en cada constante de la naturaleza a medida que el espacio-tiempo-materia-energía sufría su convulsión final— durante un momento infinitesimal e infinito, hombres, mujeres, niños, nave y muerte fueron uno.
Pasó, con tal rapidez que no sabían si había sido real. La luz volvió, y con ella el paisaje exterior. La tormenta se hizo más feroz. Pero ahora, a través suyo, distorsionadas por lo que parecían gotas de fuego de un blanco azulado que se deshacían en chispas mientras volaban, surgían dos enormes hojas que se doblaban; ahí venían las galaxias nacientes.
El monobloque había explotado. La creación había comenzado”.
El concepto de la Relatividad, tan ajeno como es a nuestra experiencia cotidiana, es difícil de explicar y entender, pero Anderson consigue servirse de ella para transmitir muy bien un maravilloso sentimiento de vértigo inducido por esas escalas de tiempo y extensión cósmicos. Hay algo al tiempo trágico y heroico en esa pequeña nave, el único reducto de la Humanidad, avanzando hacia el infinito mucho después de que la galaxia que les vio nacer se haya apagado.
A pesar de la base científica de Anderson y lo aquí reseñado, la novela invierte menos tiempo del que podría esperarse en áridas exposiciones de mecánica celestial. Pero en el segundo objetivo del escritor, el elemento humano, el precio psicológico y físico que tendría semejante viaje hacia lo desconocido, “Tau Cero” no está a la altura deseada, dándole un argumento más a aquellos que desprecian a la CF dura por sus acartonados personajes. La mayoría de ellos son tan intercambiables como olvidables, con la posible excepción de Reymont, el condestable, interesante y complejo en relación al resto del reparto.
Reymont es el arquetipo de héroe de mandíbula cuadrada, masculino, directo, resuelto y poco sutil, que cuando sobreviene la crisis se las arregla para manipular a todo el mundo para hacerse con el gobierno efectivo de la nave. Sus razones son simples: alguien tiene que mantener la cabeza fría y él es quien mejor preparado está para ello, sobre todo con todas esas mujeres chorreando hormonas por todos sitios. Otros tripulantes se resienten por sus formas y métodos poco empáticos, pero Anderson se las arregla para justificar cada una de las decisiones y actos de Reymont. Esto podría haber funcionado mucho mejor haciendo que algunos de los personajes secundarios tuvieran opiniones y motivaciones igualmente fuertes y válidas, lo que llevaría a un conflicto que añadiría una nueva capa de tensión al viaje. Pero no es el caso.
Por otra parte, es difícil no irritarse por el retrato de las mujeres de abordo como criaturas frágiles e irracionales. Nominalmente, son todas científicas, lo cual es un punto a favor de Anderson; pero por desgracia luego les da sólo dos roles: recompensas o incentivos para los científicos varones, que parecen ser más importantes que ellas.
Por ejemplo, el deseo de Ingrid de viajar al espacio deriva, como ella misma admite, del puro romanticismo: “Desde que era niña pensaba en ir a las estrellas, de la misma forma que el príncipe de los cuentos de hadas debe ir a la tierra mágica. Finalmente, insistiendo mucho, conseguí que mis padres me dejasen matricularme en la Academia”. El otro protagonista y quien más se acerca al cliché del héroe, Reymont, accede a esa élite espacial esforzándose mucho a partir de unos orígenes muy humildes, ganándose paso a paso su autoridad y prestigio. Para él, el viaje al espacio es la culminación de su carrera. En resumen, que los hombres tienen motivaciones y pasados complejos mientras que las mujeres tienen caracterizaciones endebles y están impulsadas por ramalazos románticos.
Ingrid, que es la segunda figura de autoridad a bordo de la Leonora Christine tras el capítán, se pasa el tiempo resolviendo los problemas anímicos de la tripulación por el expeditivo método de acostarse con los varones más deprimidos para que no reduzcan su rendimiento. De hecho, llega un punto tras el desastre que sufre la nave, en el que el capitán le dice que debe dejar de visitar a tantos hombres… Aún peor, podría esperarse que la mejor tripulación que la Tierra ha sido capaz de reunir estaría comprometida y versada en todo lo referente al funcionamiento y operatividad de la nave, especialmente Ingrid. Pero parece que no es así. Charles Reymont, el primero en ocupar su cama, saca a colación su ignorancia técnica al poco de conocerla en la Tierra: “¿Es la primera oficial y no sabe dónde está su propia nave o qué hace en este momento?” le pregunta.
“Lindgren agitó las manos en el regazo. —No. Por favor. No soy mala en mi trabajo. Pero es fácil que una mujer ascienda rápido en el espacio. Estamos muy solicitadas. Y mi trabajo en la Leonora Christine será sobre todo administrativo. Estará más cerca de... bien, las relaciones humanas... que de la astronáutica”.
Las escenas con mujeres acaban cayendo en pautas igualmente estereotipadas e irritantes: discusiones sobre la decoración de la nave, intercambios de parejas, discusiones por infidelidades, recriminaciones sobre la virginidad (“¿Eres virgen? No nos lo podemos permitir, no si queremos empezar una población en Beta 3. El material genético es escaso”); recreación en las formas femeninas (“Él admiró su figura. Desvestida no parecía un muchacho. Las curvas de los pechos y caderas eran más sutiles de lo normal, pero eran parte integral del resto de su cuerpo —no pegadas a él como en demasiadas mujeres— y cuando se movía, fluían”)…. Quizá reflejando las preocupaciones y gustos de la época en la que fue escrita, “Tau Cero” emplea mucho tiempo navegando en el terreno del culebrón, aunque nunca describiendo nada muy explícito en lo que se refiere al sexo. Uno tiene la impresión de que la única razón por la que Anderson tolera la presencia femenina a bordo de la nave es que, cuando por fin llegue a algún planeta, serán fundamentales para reiniciar la especie.
Y todo esto puede ser un problema para algunos lectores porque, aunque Anderson sí consigue evocar la inmensidad del universo y nuestra insignificancia ante sus leyes físicas, ese gran tapiz se deshilacha con cada mención a senos femeninos, mujeres en atuendos “neomedievales” y la molesta inclinación autoritaria de Reymont. Se supone que estos hombres y mujeres son lo más granado de la especie humana, la gente que diseminará nuestra semilla por la galaxia. Anderson trata de mostrarnos que, además de ser héroes, también son humanos en sus fallas y debilidades. El problema es que personajes como Reymont o Ingrid no parecen modelos positivos o deseables de conducta.
Ahora bien, ¿quién sabe cómo se comportaría un grupo relativamente numeroso y heterogéneo ante una crisis semejante, encerrados en una nave sin esperanzas de ver jamás a otros seres humanos? Es algo de una escala tan colosal que es difícil predecir la deriva psicológica del grupo así que, saltando por encima de la torpe caracterización, bien podemos imaginar que lo que nos cuenta Anderson podría producirse: depresión, surgimiento de figuras de autoridad, conatos de rebelión, resentimiento, altibajos emocionales según las noticias alimentan la esperanza o la corroen…
En cuanto a la prosa, nos encontramos con un ejemplo pasable de las aspiraciones de Anderson, con fragmentos toscos salpicados de indigesto entusiasmo adolescente: “Pero cuando el sol se puso, el jardín apareció de pronto más vivo. Era como si los delfines saltasen por sus aguas, Pegaso asaltase los cielos, Folke Filbyter buscase a su nieto perdido mientras su caballo cruzaba un vado, Orfeo escuchase y las jóvenes hermanas se abrazasen en su resurrección, todo en silencio, porque aquello se percibía en un instante, pero el tiempo en que esas figuras se movían no era menos real que el tiempo que llevaba a los hombres”.
Otros dos ejemplos ilustrativos, uno de ellos describe el ensamblaje de dos módulos espaciales. El segundo, una mujer.
“Los robots —unidades actuadoras-sensorascomputadoras— que dirigían las maniobras de la terminal hicieron que las esclusas se uniesen en un beso exacto. Algo más que eso se les exigiría más tarde. Ambas cámaras fueron vaciadas, las válvulas exteriores hacia dentro, permitiendo que el tubo de plástico se convirtiese en un sello hermético”.
“Físicamente era una rubia alta, con rasgos ordinarios, pero el resto se apreciaba con gran facilidad en pantalones cortos y camiseta”.
Seguro que muchos apasionados de la CF “Dura” apreciarán que Anderson describa con mayor sensualidad el acoplamiento de dos naves que una mujer de carne y hueso.
Pese a los defectos mencionados, “Tau Cero” es un buen ejemplo de ciencia ficción dura escrita en una época en la que el género estaba cambiando profundamente gracias a la llegada de nuevos autores –aunque el propio Anderson no fuera precisamente un recién llegado-. Puede recomendarse –sobre todo a aquellos aficionados a la CF hard- por dos razones: demuestra que las novelas de CF dura no tienen porque ser tediosos ensayos técnicos; y que puede narrarse una auténtica épica en poco más de 200 páginas.
Es fácil comprender por qué esta novela inspiró a futuros autores a escribir CF con un fuerte componente científico. Además, el equilibrio entre el ambicioso concepto físico que sustenta la trama y el elemento humano, en el que se resalta la valía de nuestra especie frente a la adversidad, siempre ha sido del gusto de la mayoría de los aficionados, que la hicieron finalista de los premios Hugo de 1971 (perdió ante “Mundo Anillo”, de Larry Niven) y la han mantenido hasta hoy entre la lista de obras clásicas del género.
Siempre fui más cercano a la ciencia ficción dura pero normalmente eso les da pie a los autores para tener personajes muy poco humanos. Quiero creer que es producto de su tiempo, ya que la mayoría de los autores de la edad de oro de la cf son dos generaciones mayores que yo. Muy buena reseña, creo que Tau Cero es una lectura imprescindible para cualquier fanático del género, tiene su lugar merecido entre los clásicos.
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