En 1949, Eric Blair, el escritor inglés más conocido como George Orwell, publicó “1984”, una distopía devastadora en la que retrataba una sociedad rígidamente estratificada y subyugada mediante la tecnología. Han pasado más de setenta años desde su publicación, pero aquella novela terriblemente desesperanzadora sigue siendo invocada hoy cuando se habla de futuros –o presentes- totalitarios. Doce meses después de pasado el año de su título, la poeta y novelista canadiense Margaret Atwood publicó su propia distopía, “El Cuento de la Criada”, un ataque directo contra los sistemas patriarcales y las sociedades totalitarias de corte religioso.
En los años setenta y ochenta del pasado siglo se
publicó un buen número de novelas de CF feministas que, o bien desafiaban los
roles tradicionales de la mujer, o planteaban futuros distópicos en los que las
mujeres sufrían los abusos institucionalizados de los hombres. Por ejemplo,
“Caminando hacia el Fin del Mundo” (1974) y su continuación, “Motherlines”
(1978), de Suzy McKee Charnas; “El Hombre Hembra” (1975), de Joanna Russ;
“Woman at the Edge of Time” (1976), de Marge Piercy; o la que ahora nos ocupa,
“El Cuento de la Criada”.
Atwood nació en Ottawa en 1939 y estudió en las
universidades de Toronto y Harvard. Es, probablemente, la novelista y poetisa
canadiense más conocida a nivel internacional desde que sus obras empezaran a
llamar la atención en la década de los sesenta del pasado siglo. Ha escrito
también ensayos, cuentos para niños y guiones televisivos además de participar
en campañas de activismo politico. Sus poemas, como los incluidos en los
volúmenes “Posturas Políticas” (1971) y “You Are Happy” (1974), abordan muchos
de los mismos temas que aflorarán también en sus novelas, incluida la crítica a
los patrones tradicionales que dictan las relaciones hombre-mujer en las
sociedades patriarcales. Este enfoque ha hecho que se describa habitualmente a
Atwood como una escritora feminista, aun cuando su obra, como he dicho, explora
una amplia diversidad de asuntos, como la identidad nacional canadiense o las
relaciones de ese país con su vecino estadounidense.
Desde el principio, las novelas de Atwood se han caracterizado por su variedad de temas y géneros, aunque a menudo se han decantado por lo fantástico, lo gótico y lo especulativo. Después de “El Cuento de la Criada”, Atwood tardó en volver a la ciencia ficción, no siendo hasta 2003 que apareció “Oryx and Crake”, una historia postapocalíptica que transcurre después de un catastrófico accidente de ingeniería genética que ha exterminado a la mayor parte de la especie humana. En 2009, añadió una continuación con el título “El Año del Diluvio” y cerró la trilogía con “Maddaddam” (2013). Cualquiera hubiera dicho que “Por ultimo, el corazón” (2015) sería su última novela de CF, pero en 2019, a los ochenta años, publica “Los Testamentos”, secuela de “El Cuento de la Criada”, quizá aprovechando el tirón de la serie televisiva que adaptaba su primera novela, pero aun así recibida con buenas críticas.
En “El Cuento de la Criada”, Atwood, además de
inspirarse en la novela de Orwell, recurrió a una premisa común en la distopías
feministas como es la pérdida del control por parte de las mujeres de la
tecnología reproductiva. Pero mientras que la vision orwelliana, tras la caída
de la Unión Soviética, parece menos probable que se materialice hoy, la
República de Gilead que describe la autora no se aleja tanto de lo que ya
ocurre desde hace tiempo en países teocráticos como Afganistán (donde viajó en
1978, antes de la invasion soviética y la subsiguiente guerra civil) o Irán,
pero que se inspiró también en lo que sucedía en otros países menos obvios,
como Rumanía, cuyo dictador Ceaucescu dictó una ley que obligaba a las mujeres
a tener cuatro hijos, debiendo someterse a test todos los meses y explicar, si
era el caso, las razones de que no hubieran quedado embarazadas.
“El Cuento de la Criada” bebe también de las
ansiedades que generaron los debates acerca de los derechos de las mujeres
sobre su cuerpo en un momento y lugar, los Estados Unidos de la era Reagan, en
que muchos vieron con preocupación el ascenso de la derecha fundamentalista
religiosa y un supuesto rearme moral fomentado por el gobierno que en realidad
era una involución a valores propios de sociedades conservadoras, también en lo
referente al papel de las mujeres en ellas. De hecho, la acción transcurre en
un futuro no lejano precisamente en ese país, en el que han colisionado dos
sucesos aparentemente independientes para engendrar una sociedad pesadillesca:
el descenso preocupante de la fertilidad femenina por una parte; y la
conspiración y posterior golpe de estado de los fundamentalistas cristianos y
los enemigos de la ciencia.
La novela se ambienta en algún momento a finales del
siglo XX. Como sucede con la distopía de Orwell, ya hemos sobrepasado esa
fecha. ¿Significa eso que ha dejado de ser ciencia ficción? Algunos prefieren
interpretar la novela como una fábula y la propia Atwood la calificó como “ficción
especulativa”. De hecho, la escritora ha insistido en molestar a muchos fans de la CF negando
repetidamente que ella hubiera escrito jamás ciencia ficción, un género, según
su opinión, todavía anclado en el pulp y al que denigró calificándolo como
interesado sólo en “calamares inteligentes en el espacio”.
Pero a pesar de sus desplantes y negativas, lo cierto es que las tres mejores novelas de la extensa obra de Atwood son de CF. Y de ellas, “El Cuento de la Criada” es la más famosa. Y aunque para justificar su fantasía no recurre a las teorías cuánticas del Multiverso, tampoco lo hizo Philip Roth en “La Conspiración contra América” (2004) o Michael Chabon en “El Sindicato de Policía Yiddish” (2007) y no por ello estas dos obras dejan de ser CF. Y, por si fuera poco, “El Cuento de la Criada” ganó el primer premio Arthur C.Clarke (el cual, evidentemente, se otorga a obras de ese género). En el peor de los casos, la novela que nos ocupa podría leerse como una ucronía o historia alternativa, que no deja de ser un subgénero de la CF, a saber, el relato de eventos pasados, insertos en una cronología histórica distinta de la que conocemos como consecuencia de cambios en eventos clave.
Lo que
impulsa la narración es el mismo motor que Orwell ya describió en “1984”: “El
propósito del poder es el poder”. Lo que tenemos aquí es el estudio psicológico
de un personaje bajo ciertas circunstancias extremas, pero también un análisis del
poder, cómo opera y cómo deforma o moldea a la gente que vive sometida a él, de
grado o por la fuerza. Y además y en este caso concreto, el foco se pone sobre
las formas que tienen los hombres de ejercer ese poder para utilizar y
esclavizar a las mujeres.
En ese
futuro y, como dije, debido a un súbito y pronunciado descenso en la fertilidad
femenina –porque la esterilidad masculina no es reconocida por el gobierno-, producto
de accidentes nucleares, contaminación ambiental y virus diversos, las nuevas
autoridades ultraortodoxas han tomado el control del proceso reproductivo de
sus ciudadanos. Las mujeres son valoradas y clasificadas socialmente
en función de su capacidad para concebir y parir hijos. Aquellas incapaces de
hacerlo, son destinadas a desempeñar otros roles sociales acordes con las
nociones patriarcales de género, como esposa, sirviente doméstica o prostituta.
La novela está presentada como el diario secreto de Defred, una mujer de 33 años que ha sido asignada a la casta de las Criadas. Éstas son puestas temporalmente al servicio de Comandantes -la élite del gobierno- que tengan esposas estériles; y su función es la de servir poco más que como receptáculos del semen de su amo e incubadoras de fetos. Son, a todos los efectos, esclavas sexuales, entendido el sexo no en su sentido lúdico –el coito en sí es algo frío, impersonal y descrito en términos verdaderamente repulsivos- sino meramente reproductivo.
Si alguien se pregunta por qué no se utilizan tecnologías de
inseminación artificial o cualquier otro procedimiento similar es porque han
sido declarados antinaturales por un gobierno adverso a la ciencia. Por tanto,
las Criadas han de ser preñadas mediante el coito ordinario y así, cada mes,
Defred debe someterse a lo que no puede describirse de otra forma que como una
violación ritualizada y justificada con frases del Antiguo Testamento que
resulta aún más antinatural que las tecnologías reproductivas: la mujer,
sentada en la cabecera de la cama, observa mientras su marido penetra a la
Criada en un acto pensado y ejecutado para eliminar por completo cualquier
apariencia de placer o emoción, al menos para la Criada, si bien el marido sí
puede regodearse en la perversa fantasía de imponerse a una mujer subyugada.
El nombre real de la protagonista no es Defred. Éste
solo denota que es propiedad de un jerarca llamado Fred. Cuando sea enviada a otro
hogar, cambiará su nombre, una medida destinada a privar a las Criadas de
identidad propia. Puede parecer extremo, pero tal idea deriva de la pérdida del
apellido –y, por tanto, de sus raíces familiars-, por parte de las mujeres de
muchos países cuando contraen matrimonio. La novela nos traslada a su mundo
interior, sus miedos y meditaciones; los recuerdos de su vida pasada, con una
madre feminista radical, un marido y una hija, todos perdidos en la vorágine de
la revolución; su vida cotidiana; su relación con quienes convive en la casa; y
la negación de su propia identidad y emociones para poder sobrevivir.
En esta teocracia Cristiana, se promueve el matrimonio
como una meta social, aunque solo es accessible a aquellas mujeres que hayan
alcanzado cierto estatus. De hecho, las esposas, aunque disfruten de un
posición social más privilegiada que las Criadas, también son asignadas a
hombres de éxito como recompensa por sus leales servicios a la comunidad. De
hecho y como ya he indicado, las mujeres en esta sociedad no existen como
individuos sino como miembros de grupos muy bien delimitados. Las Martas, por
ejemplo, se ocupan del trabajo doméstico; las Econoesposas atienden la casa de
los hombres trabajadores; y las Tías del Centro Rojo utilizan drogas y
disciplina para moldear a mujeres jóvenes como Defred en Criadas,
convirtiéndolas en una especie de monjas vestidas de rojo de los pies a la
cabeza, sin mostrar ni una pizca de su cuerpo y apenas la cara.
Las pulsiones sexuales consideradas transgresoras de la moral y la ley son, de todas formas, evidentes y el diario de Defred deja claro que el régimen de Gilead, a pesar de su puritana aversión al placer sexual, no busca erradicar la sexualidad sino solo controlarla y canalizarla para satisfacer sus propios intereses. De ahí la existencia de las Jezabeles, que ofician de prostitutas (aunque no oficialmente, claro, y solo prestan sus servicios a importantes cargos del gobierno y dignatarios extranjeros). Las mujeres que no pueden o se niegan a desempeñar cualquiera de esos roles, se las etiqueta como No Mujeres y se las exilia a las “colonias”, extensos territorios arrasados por la guerra más allá de los límites de las ciudades, donde son obligadas a realizar tareas letales como limpiar residuos tóxicos.
Por su parte, los Ángeles y los Guardianes son jóvenes
armados que actúan de policía de la República, patrullando o buscando en controles
a fugitivos e infractores. Antiguos medicos abortistas y sacerdotes de
diferentes confesiones son perseguidos y ejecutados en ceremonias públicas. Una
escena particularmente brutal de la novela es aquella en la que un Guardian
acusado de violación es literalmente descuartizado por una horda de Criadas
enloquecidas en una ceremonia fomentada por el gobierno y que recuerda al mito
griego de Orfeo desmembrado por las Ménades.
La primera parte es brillantemente claustrofóbica, no sólo en su representación de la vacía existencia que soporta Defred (física, intelectual, emotiva y espiritualmente) sino en la limitada vida que lleva su propio amo, Fred. Atwood hace ver de forma inteligente cómo los individuos poderosos pueden acabar atrapados por la misma ideología que fomentaron y que les aupó al poder, atenazados por ella, de maneras distintas a las que padecen sus subordinados, pero igualmente asfixiantes.
En este irrespirable contexto y transcurridos dos tercios del libro,
Defred es obligada por su Comandante a mantener en secreto una relación
ilícita: por la noche, acude a sus estancias, al principio, las infracciones
consisten en jugar al Scrabble y, más adelante, mostrarle viejas revistas
femeninas ahora prohibidas. Y, finalmente, la lleva como acompañante “de
alquiler” a un club clandestino en el que los jerarcas del régimen se entregan
al disfrute ilícito de drogas, alcohol y sexo. Es una decisión narrativa esta,
la de subrayar la hipocresía de los poderosos que se erigen públicamente como
guardianes de la moral mientras en privado dan rienda suelta a sus pulsiones
más oscuras, que debilita el conjunto. De figura trágica y, a su manera, tan
atrapado como la protagonista, Fred pasa a ser un villano más bidimensional y ordinario.
No es que lo que nos presenta la escritora sea un escenario inverosímil porque
en nuestro mundo hay múltiples ejemplos de autócratas que predican una cosa y
practican la contraria, pero el personaje pasa a ser menos interesante de
acuerdo con la lógica ficticia del mundo que ha creado Atwood.
A
partir de este punto, las cosas se precipitan. La esposa de Fred, Serena Joy,
es una antigua y famosa telepredicadora (modelada a partir de la real y popular
Tammy Faye Bakker), amargada por haberse encontrado atrapada por la misma moral
que ensalzaba y que, sustanciada en un régimen político, la ha dejado relegada
a adorno inútil y encerrada en su propia casa. Serena hace un arreglo
clandestino para que Defred se encuentre periódicamente con el chófer de aquél,
Nick, en la esperanza de que el semen del joven haga lo que el de su marido no
parece ser capaz: dejar embarazada a Defred de un hijo que luego le será
arrebatado para exhibirlo como triunfo personal del Comandante y ella,
asegurando de este modo su estatus social. Pero estos nuevos trapicheos
ilegales no harán sino acercar a Deffred a un movimiento de resistencia que le
puede proporcionar una salida de esa muerte en vida escapando hacia Canadá.
Puede
que sea un futuro no tan terrible como el que en nuestro propio mundo creó la
enloquecida “utopía” de Pol Pot en Camboya; o más indeseable que un Gulag
soviético. Lo cual no quiere decir que no sea una situación tremendamente
siniestra, inhumana y castrante en todos los sentidos. De hecho, los horrores
de Gilead, si se examinan cuidadosamente, resultan traslaciones de nuestra
propia realidad, sátiras escasamente veladas de la situación de mujeres
auténticas en la América de los ochenta. Por ejemplo, la represión que sufren
las mujeres de Gilead puede interpretarse como una crítica directa a la derrota
de la Enmienda de Igualdad de Derechos a la Constitución norteamericana,
presentada en 1971 y aprobada por las cámaras poco después, pero no ratificada
por varios Estados, como era mandatorio para su entrada en vigor. Y el uso de
Criadas como Defred para que sirvan de incubadoras humanas puede verse como una
invectiva contra los partidarios del “Derecho a la Vida” y su insistencia en
que las mujeres embarazadas deben ser obligadas a tener los hijos aunque no los
deseen.
En la
novela, Defred puede recordar la época previa a la revolución religiosa que
culminó con el establecimiento de la República de Gilead. Entonces, ella era
una joven esposa y madre de clase media con una existencia feliz y tranquila.
También recuerda a su feminista madre y las amigas de ésta, feroces activistas,
desdeñosas con los hombres, intolerantes con las mujeres que no compartían su
punto de vista y alegres incineradoras de libros que consideraban ofensivos
para la mujer. Así, la sátira de “El Cuento de la Criada” se dirige no
solamente a los ultraconservadores religiosos y antifeministas sino a ciertas
feministas cuya intolerancia y falta de solidaridad con otras mujeres
contribuyen a la postre al triunfo de la revolución que las destruirá. Todavía
peor, esa ausencia de solidaridad entre las propias mujeres se perpetúa en el
nuevo régimen, donde muchas ocupan puestos de poder que refuerzan la opresión
contra sus congéneres. Incluso la más humilde de las mujeres está obligada por
ley a delatar a otra mujer que haya cometido una transgresión a las normas.
En
Gilead, los movimientos y actividades de sus ciudadanos están cuidadosamente
monitorizados y controlados. Sin embargo, el nuevo gobierno también intenta
ganarse su lealtad voluntaria utilizando el adoctrinamiento religioso. La
programación televisiva consiste principalmente en propaganda religiosa
mientras que la literatura se halla incluso más vigilada por la censura. A la
mayoría de las mujeres no se les permite leer en absoluto; los letreros en las
tiendas, por ejemplo, consisten en signos y pictogramas para que no sea
necesario leer para ir a comprar. Incluso la Biblia es considerada como algo
potencialmente subversivo. En el seno de los hogares, sólo el patriarca y
cabeza de familia está autorizado a leer las sagradas escrituras en voz alta
ante su esposa, hijos y criados.
Todo
este secretismo es una de las muchas pistas que apuntan a que hay algo
fraudulento en esa ideología religiosa que lo gobierna todo en Gilead. De
hecho, las autoridades parecen haber importado a su conveniencia diversos
elementos de otras tantas fuentes, haciéndolos pasar por citas de las
Escrituras cristianas, como cuando se justifica la distribución de mujeres como
objetos sexuales como un mandato extraído de la Biblia, cuando en realidad es
un aforismo socialista popularizado por Karl Marx: “De cada uno”, dice la frase, “según sus capacidades; a cada uno según
sus necesidades”. La recitábamos tres veces al día, después del postre. Era una
frase de la Biblia, o eso decían. Otra vez San Pablo, de los Hechos”.
Los
abundantes ecos de prácticas medievales en las costumbres y castigos de la
República de Gilead nos recuerdan que las energías represoras de la religión
han estado presentes en la civilización occidental durante siglos. Atwood, de
hecho, dedica el libro a Mary Webster, una antepasada suya que fue ahorcada
públicamente acusada de brujería en la Nueva Inglaterra puritana. Parece que
Gilead no ha aprendido nada de su propia historia, algo que no es sorprendente
dado que, como todos los regímenes totalitarios, se esfuerza por impedir que
sus ciudadanos conozcan su pasado, manipulando la Historia para adecuarla a sus
propios fines. Así, una de las estrategias centrales de la República para
asentar su poder es borrar totalmente el recuerdo del pasado reciente en el que
las mujeres disfrutaban de una existencia más libre.
En la adaptación cinematográfica –cuyo guion, firmado por Harold Pinter, se desvió mucho de la novela- Deffed apuñala al Comandante y escapa con su amante Nick. La novela de Atwood es menos explícita y convencional, optando por un final más abierto. Un extenso epílogo en forma de discurso académico pronunciado en 2195, nos revela que el libro que acabamos de leer no es sino la reconstrucción de una serie de casetes magnetofónicas de 200 años de antigüedad dictadas por la Criada, quizá para su hija perdida o algún nuevo niño que tuviera después. Como comentaba Atwood al respecto: “Su pequeño mensaje en una botella consiguió llegar a alguien; que es lo único que podemos esperar ¿no?”.
Ese
epílogo sugiere también que el patriarcado es una característica fundamental de
la civilización occidental, que trasciende las grandes transformaciones
históricas. Ese pasaje consiste en el debate de un grupo de historiadores de un
futuro más lejano en el que queda claro que la República de Gilead desapareció
tiempo atrás. También añade una nota de esperanza, especialmente dado que quien
preside ese congreso es una mujer (la profesora Maryann Luna Creciente), lo que
indica que el género femenino ha registrado importantes progresos sociales y
profesionales. Pero al mismo tiempo, la ligereza e incluso humor con el que
discuten el tema podría interpretarse como el germen de lo que, con la lógica
de un ciclo histórico, devendrá en un nuevo Gilead. Difícil aprender una
lección del pasado cuando nuestros antepasados se esforzaron por destruir la
historia.
El epílogo
también puede interpretarse como una sátira de los historiadores y su inclinación
a privar de humanidad al objeto de su estudio. Así, lo que el lector ha
conocido como el diario de Defred, un acto de resistencia articulado como un
mensaje poético, introspectivo, de prosa elegante y muy sentido, es reducido
por los expertos del futuro a una reinterpretación pontifical que reduce u
obvia las ambigüedades de aquél y prescinde del nivel personal de las
experiencias de la mujer que les habla desde el pasado.
Aún peor, en aras de la objetividad, se cae en el relativismo moral: “Parece que ciertos períodos de la Historia se convierten rápidamente, tanto para otras sociedades como para aquellas que los viven, en tema de leyendas no especialmente edificantes y en motivo de autocomplacencia hipócrita. Si se me permite un comentario al margen, diré que en mi opinión debemos ser prudentes en nuestros juicios morales sobre los gileadianos. Seguramente ya hemos aprendido que tales juicios son forzosamente específicos de la cultura. Además, la sociedad gileadiana se encontraba bajo una fuerte presión, demográfica y de otro tipo, y estaba sujeta a factores de los que nosotros mismos estamos libres. Nuestra misión no consiste en censurar sino en comprender. (Aplausos)”.
Pero la
novela no es solamente un mensaje redentor y de autoafirmación, sino también un
elaborado texto cuasipoético repleto de agudas meditaciones. Por ejemplo, sobre
los lirios del jardín de la casa en la que vive Defred: “crecen hermosos y frescos sobre sus largos tallos, como vidrio soplado,
como una acuarela momentáneamente congelada en una mancha, azul claro, malva claro,
y los más oscuros, aterciopelados y purpúreos, como las orejas de un gato negro
iluminadas por el sol, una sombra añil, y los de centro sangriento, de formas
tan femeninas que resultaba sorprendente que una vez arrancados no duraran. Hay
algo subversivo en el jardín de Serena, una sensación de cosas enterradas que
estallan hacia arriba, mudamente, bajo la luz, como si señalaran y dijeran:
Aquello que sea silenciado, clamará para ser oído, aunque silenciosamente. Un
jardín de Tennyson, impregnado de aroma, lánguido; el retorno de la palabra
desvanecimiento. La luz del sol se derrama sobre él, es verdad, pero el calor
brota de las flores mismas, se puede sentir: es como sostener la mano un centímetro
por encima de un brazo o de un hombro. Emite calor, y también lo recibe.
Atravesar en un día como hoy este jardín de peonías, de claveles y clavellinas, me
hace dar vueltas la cabeza”.
Para
algunos, “El Cuento de la Criada” es un libro demasiado autoconsciente desde el
punto de vista literario, en exceso próximo al posmodernismo como para
transmitir con eficacia los horrores de Gilead. Pero lo cierto es que la gran
mayoría de lectores ha disfrutado durante décadas del elegante y al mismo
tiempo emotivo estilo de Atwood, así como su retrato de una distopía misógina.
No puede extrañar que siempre haya gozado de un justificado aprecio por parte
de los colectivos feministas y constituya un excelente ejemplo de ciencia
ficción “de género” en la línea de otras autoras significativas como Angela
Carter o Doris Lessing. Aunque muy cruda y carente de humor, es una sátira que
exagera y caricaturiza muchas de las prácticas de nuestro propio mundo con el
fin de exponer más claramente su auténtica y perversa naturaleza y
consecuencias. Un texto complejo en su fondo, pero accesible en su forma y que
ofrece varios niveles de lectura.
Hola colega heterótrofo. Hace poco más de dos meses conocí de tu blog de casualidad, buscando información sobre una serie que nunca pude terminar de ver (lexx), y me dispuse a leer todas tus entradas. Hoy terminé de leer los 12 años y medio de aportes, he descubierto algunas obras que no conocía y he aprendido más sobre el contexto de ciertos autores. Así que, felicitaciones por este extenso blog y gracias por enriquecer este universo de ciencia ficción. Saludos desde Argentina.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu reseña, y el libro me gustó pero sin llegar a impresionarme. Creo que la segunda mitad del mismo empieza a desdibujar el mundo que ha creado la autora. Seguramente habría funcionado mejor como relato corto.
EliminarCaray, Gustavo. ¿Te has leído los alrededor de 800 artículos en solo dos meses y pico? No se si se he escrito poco o tú lees muy rápido, pero en cualquier caso gracias por tu aprecio! Un saludo y encantado de que hayas podido abarcarlos!!
EliminarNo te preocupes, has escrito mucho jaja pero básicamente fue lo único que leía en mis horarios libre (más o menos unas 15 entradas diarias) y ya me anoté un par de títulos para buscar :)
EliminarMe ha gustado mucho tu reseña, y el libro me gustó pero sin llegar a impresionarme. Creo que la segunda mitad del mismo empieza a desdibujar el mundo que ha creado la autora. Seguramente habría funcionado mejor como relato corto.
ResponderEliminarNo te digo que yo que no. A mi también me gustó más la primera parte...
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