sábado, 4 de septiembre de 2021

1968- CAMPO DE CONCENTRACIÓN – Thomas M.Disch

Conforme pasan los años, muchos autores tienden a ser más convencionales y sus obras menos atrevidas. Una vez alcanzada la fama y tener asegurada la compra de sus siguientes novelas, se contentan con transitar por la vía más mainstream del género que les ha hecho famosos. Pero algunos de los escritores más notables de la CF no se ajustaron a ese molde y siguieron esforzándose por transgredir los límites, desafiando las expectativas y capacidades del lector. Uno de ellos fue Thomas Michael Disch, autor brillante de novelas tan interesantes como deprimentes.  

 

Tan solo unos días antes de morir, en julio de 2008, se publicó su última novela, “La Palabra de Dios”, una autobiografía ficticia en la que Disch se presentaba como Dios y narraba desde su divina perspectiva toda una serie de acontecimientos, incluyendo una encarnación de Jesús y San Pedro en cuerpos de carne y hueso para asistir a un pase de “La Pasión de Cristo” (2004), de Mel Gibson. Otra subtrama tenía que ver con Satán haciendo que Philip K Dick saliera del infierno y retrocediera el tiempo para impedir el nacimiento de Disch.

 

Esto último fue una revancha póstuma porque Disch se la tenía jurada a Dick desde que se enteró, tiempo después de que ocurriera, de que su colega y también amigo había escrito en 1972 una carta al FBI denunciándolo por incluir mensajes subversivos de una supuesta organización secreta en pasajes de la obra que ahora voy a comentar, “Campo de Concentración”.

 

Disch había presentado el borrador de esta su cuarta novela a la editorial norteamericana Berkley Books, pero ésta no estaba preparada para aceptar la versión final, sobre todo por el lenguaje explícito que usaba uno de los personajes. Pero Disch, que se había trasladado a vivir a Londres en septiembre de 1966 (fue un gran viajero y vivió también en España, Roma y Mexico, aunque siempre se consideró un neoyorquino de corazón, ciudad a la que se había mudado desde Minnesotta a los 17 años) encontró un espacio de libertad donde dar rienda suelta a su creatividad en la revista “New Worlds”, dirigida por Michael Moorcock. Allí, en el semillero de la Nueva Ola, fue donde pudo serializar sin limitaciones “Campo de Concentración” en 1967, obteniendo un año después edición en libro. Esta novela, un complejo y cínico estudio de la condición humana, fue el mayor éxito de Disch, la que lo convirtió en una firma conocida y respetada para los aficionados de la CF y aquella por la que incluso hoy es más recordado.

 

En un siniestro futuro cercano, unos Estados Unidos cuasi totalitarios están presididos por Robert McNamara (quien, en nuestro mundo, fue Secretario de Defensa de 1961 a 1968, bajo los mandatos de Kennedy y Lyndon Johnson). En unas instalaciones secretas subterráneas denominadas Campo Arquímedes, el ejército está llevando a cabo un experimento con un grupo de prisioneros políticos que consiste en inocularles periódicamente Palidina, una droga que contiene una versión modificada de la espiroqueta que provoca la sífilis y cuyos efectos son una extrapolación de la vieja idea de que, como muchos genios del pasado habían tenido padecido esa enfermedad, ésta debía incrementar la inteligencia. Y sí, la Palidina eleva las inteligencias de quien la toma para llevarlos al nivel de genios y les permite una extraordinaria capacidad de concentración en cualquier tarea…a un terrible coste: el cuerpo se deteriora brutalmente y después de alrededor de nueve meses y tras sumirse en la locura, mueren.  

 

Como había hecho Kurt Vonnegut en “Madre Noche” (1961), la historia se narra bajo la forma de un diario escrito en primera persona por el protagonista, un poeta de segunda y objetor de conciencia católico llamado Louis Sachetti, que se ha negado a ser reclutado para luchar en una guerra prolongada y expandida al campo nuclear, de la que entonces, en nuestro mundo, se estaba librando en Vietnam. De la prisión “convencional” que había sido su primer destino, es trasladado sin mediar explicación alguna a Campo Arquímedes, donde recibe una celda más espaciosa y que puede decorar a su gusto. La comida es tan sabrosa como la de un restaurante de alta categoría y la biblioteca no tiene nada que envidiar a la mejor surtida del país. Hay pocos internos y todos parecen cordiales, aunque un par de ellos dan claras muestras de estar enfermos.

 

El General Humphrey Haast, el exmilitar a cargo de las instalaciones, un individuo con cuestionable historial y un ramalazo místico, informa a Sachetti de que su tarea consistirá en monitorizar a sus infectados compañeros y escribir en un diario, de la forma más objetiva posible, sus observaciones. Convertirse, en fin, en una especie de cronista de la vida en Campo Arquímedes.

 

Las entradas de ese registro revelan principalmente el esfuerzo de Sachetti por aferrarse a su propia identidad mientras detalla las actividades y aspiraciones de otros internos, los médicos e incluso del cuerpo de guardia. De forma un tanto desconcertante y en contra del deseo de los militares, que quieren utilizarlos para diseñar nuevas armas, algunos de los prisioneros se han obsesionado en utilizar su nueva inteligencia aumentada para estudiar los principios alquímicos desechados desde hace siglos. A través de la transformación de la forma y el fondo de esas entradas de diario, progresivamente más delirantes y dispersas, se hace patente que el propio Sachetti ha sido infectado y que ese registro no es más que una herramienta que utilizarán las autoridades para estudiar el progreso de la enfermedad y los efectos sobre la mente.

 

El juego de palabras del título original se pierde en la traducción al español. Porque “Camp Concentration” hace referencia a la naturaleza de las instalaciones en las que están retenidos los involuntarios sujetos del experimento, pero también a los efectos de la droga. Lo que tenemos aquí es una novela antibélica y una corrosiva y oscura sátira sobre las posibles consecuencias de una amplificación forzada y artificial de la capacidad intelectiva; la ética de la experimentación en humanos, sean éstos voluntarios o no; y la incontrolable hambre de poder por parte de los gobiernos a través de su brazo militar y utilizando cualquier medio, incluido el asesinato de sus propios ciudadanos en experimentos letales con la esperanza de encontrar una nueva arma que lanzar contra el adversario de turno.  

 

El protagonista ni es un narrador del todo fiable (al fin y al cabo, sólo vemos y entendemos lo que ocurre a través de sus ojos y oídos y filtrado a través de una mente progresivamente más perturbada) ni un individuo con quien resulte fácil simpatizar debido a su vanidad, arrogancia y deshonestidad intelectual. Lo único a lo que aspira es a cumplir su sentencia de cinco años y volver a casa para seguir con su poesía junto a su esposa, Andrea. Su relación con el resto de los internos dista de ser armoniosa. Internos entre los que destaca Mordecai Washington, el principal genio del lugar y deux ex machina de la acción, un hombre de raza negra proveniente de una prisión militar que afirma dominar los ancestrales secretos alquímicos y ser capaz de convertir el plomo en oro (aunque los auténticos logros de su nueva y flamante inteligencia son, como se ve en el desenlace, mucho más pragmáticos). Además de un personaje negro, también los hay gays, nada mal para 1968 –el propio Disch, que, como el protagonista, era poeta y ex católico, era homosexual, y como tal vivió abiertamente desde aquel mismo año-.

 

“Campo de Concentración” es una de esas distopías decididas a mostrar lo horrible que puede llegar a ser el hombre. Tristemente, la novela es menos Ciencia Ficción de lo que podría parecer, porque el gobierno de los Estados Unidos, ya sea a través del ejército, la CIA u otras agencias, tiene un largo historial de experimentos biológicos, radiológicos, químicos o farmaceúticos utilizando a sus propios ciudadanos como conejillos de indias y con diferentes grados de consentimiento por parte de éstos (en el peor de los casos, por supuesto, sin consentimiento en absoluto). Es possible que Disch se inspirara para escribir este libro en el infame experimento Tuskegee sobre la sífilis, en el curso del cual y durante cuarenta años, el Departamento de Salud de los Estados Unidos infectó a cientos de temporeros negros del sur del país con esa bacteria y les dejó sin tratamiento durante años para estudiar sus efectos a largo plazo. Las voces escandalizadas que se alzaron contra la ética de semejante actuación salieron a la luz pública en la segunda mitad de los sesenta, pero aquél no se dio por terminado hasta 1972. El personaje Mordecai Washington, de raza negra y suerte de portavoz de los prisioneros infectados, bien podria ser un homenaje a las víctimas de Tuskegee.

 

Además, Disch tenia motivos sobrados para tener ojeriza a los militares. A los 18 años se alistó en el ejército, una experiencia que no duró mucho porque rápidamente fue ingresado en un hospital psiquiátrico. No están claras las razones pero quizá tuvieran que ver con su homosexualidad porque en los años cincuenta esa condición era todavía clasificada como enfermedad mental y podia llevar al “paciente” a un internamiento forzoso.

 

Ahora bien, Disch no solo carga contra los gobiernos en “Campo de Concentración”. Parte de sus ataques van dirigidos también contra los científicos y médicos que se avienen a practicas que contravienen cualquier ética. Algunos de los sujetos se presentan voluntarios para la inoculación de Paladina, simbolizando otro de los temas del libro: los pactos faustianos que algunos están dispuestos a hacer para adquirir algo de desean a toda costa, en este caso conocimiento o iluminación.

 

Disch era una persona que sufrió intermitentemente de depresión durante toda su vida. A una edad tan temprana como los 18 años, agobiado por las penurias económicas y la falta de salidas en una Manhattan despiadada, intentó suicidarse inhalando el gas de la cocina (le salvo el no haber pagado la factura del gas). En 2008, acosado por diversos problemas (la muerte de su pareja sentimental, la amenaza de desahucio), se pegó un tiro. El tono tremendamente pesimista de la novela queda ejemplificado con pasajes como este:

 

“ (…) soy un prisionero y estoy marcado para la exterminación, no me puedo quejar. Al fin y al cabo, ¿no lo están todos?

—¿Un prisionero? A menudo tengo ese sentimiento, sí.

—No; quiero decir, marcado para la matanza. La diferencia es que he tenido la mala suerte de darle una ojeada a las órdenes de ejecución, mientras que el resto de la gente camina hacia el horno pensando que se va a dar una ducha (…) No es solamente Alemania, ni solamente Campo Arquímedes. Es el universo entero. Todo el maldito universo es un jodido campo de concentración”.

 

La ética, de hecho, es otro de los corazones temáticos importantes del libro, relacionándola, además, con la teología, una cuestión que interesaba particularmente a Disch (que, como él dijo, era un devoto ex Católico desde la adolescencia). Como ejemplo, valga este intercambio verbal entre Sacchetti y Mordecai en el que éste declara que Himmler fue un santo:

 

“El salario del pecado es la muerte, pero la muerte es, además, el premio a la virtud. Necesitarás un espantajo mejor que ése. ¿El infierno, tal vez? ¡Pero si éste es el infierno, y yo tampoco estoy fuera de él! Dante no tiene espanto alguno para los reclusos de Buchenwald. ¿Por qué no protestó tu santo Papa Pío XII por los hornos nazis? No fue por prudencia o por cobardía, sino por un instinto de libertad a la sociedad. Pío sintió que los campos de muerte eran la mayor aproximación que hiciera el hombre mortal al plan del Todopoderoso: Dios es la voluntad de Eichmann en libertad.

—Bueno, bueno… ¿lo dices en serio? —dije—. Porque hay ciertos límites.

—En serio —insistió Mordecai, paseándose más rápido por la habitación—. Considera ese principio fundamental de organización de los campos: que no hay relación entre la conducta de los prisioneros y sus recompensas o castigos. En Auschwitz, cuando uno hace algo mal se le castiga, pero es igualmente probable que sea castigado cuando hace lo que se le dice, o aún si no hace nada. Es bastante evidente que el Creador ha organizado Sus campos bajo el mismo modelo. Para citar sólo una línea del Eclesiastés, una línea que mi madre creía que tenía una referencia especial a su propia vida, “hay un hombre justo que se marchita en su juventud, y hay un hombre perverso que perdura en su perversidad”. Y la sabiduría no es más útil que la justicia, ya que el sabio muere al igual que el tonto.

 

»Desviamos la vista de los huesos de los niños carbonizados que hay fuera de los incineradores, pero ¿qué hay de un Creador que condena infantes, casi siempre esos mismos, a los fuegos eternos? Y exactamente por la misma falta en cada caso: un accidente del nacimiento. Créeme, algún día Himmler será canonizado. Después de todo, Pío ya lo está”.

 

Ese descreimiento religioso devenido feroz anticlericalismo, se manifiesta con igual provocación e intensidad en otros pasajes:

 

“¡Basta de cielo, basta de Dios! Ninguno de los dos existe. Ahora queremos saber del infierno y de los demonios. No del Poder, del Conocimiento y del Amor, sino de la Impotencia, la Ignorancia y el Odio, los tres rostros de Satanás. ¿Se sorprende de mi candor? ¿Piensa que dejo ver demasiado? De ninguna manera. Todos los valores se funden imperceptiblemente con sus opuestos; cualquier buen hegeliano sabe eso. La guerra es la paz, la ignorancia es la fuerza y la libertad es esclavitud. Agregue a esto que el amor es odio, como Freud ha demostrado tan exhaustivamente. En cuanto al conocimiento, es un escándalo que en nuestros tiempos la filosofía haya sido reducida a una epistemología famélica, y de allí a una agnología aún más esquelética. ¿Encontré una palabra que no conocía, Louis? La agnología es la filosofía de la ignorancia, una filosofía para filósofos”.

 

Esta amargura existencial permea toda la narración, incluso en el periodo durante el cual transcurre esta: nueve meses. No puede ser una coincidencia que equivalga al periodo de gestación. Disch iguala de esta forma la vida y la muerte; desde el momento en que nacemos, caminamos hacia la tumba. La vida es un asco y al final te mueres.

 

Como obra hija de la sensibilidad contracultural de los sesenta, “Campo de Concentración” no es particularmente sorprendente, original ni novedoso en cuanto a su visión profundamente negativa de los gobiernos o los militares. Lo que la distingue de tantas novelas contemporáneas es su ambición estilística y la calidad de su prosa.

 

Escribir sobre gente sobrehumanamente inteligente, más de lo que hoy pueda medirse, es siempre resbaladizo porque, ¿cómo imaginar la forma en que, desde esa perspectiva de genio, se ve e interpreta el mundo, o se enfocan las relaciones humanas? El propio Disch era una persona muy inteligente y lo suficientemente perspicaz para saber que la inteligencia no te hace necesariamente ni más popular ni más feliz. A diferencia de “Flores para Algernon” (1966), cuyo protagonista empieza su evolución desde un nivel mental inferior a lo normal, “Campo de Concentración” escoge a gente de inteligencia corriente o superior para llevarlos a zonas estratosféricas. Para reflejar esa transición que primero lleva a la mente a niveles excelsos para luego sumirla en la confusión y la locura, Disch recurre a experimentos estilísticos de discutible eficacia.

 

La voz de Sacchetti es cortante, apasionada, elocuente, irónica y repleta de préstamos literarios y cultistas. A Disch le costaba tan poco escribir de forma elegante que no tarda en querer probarse a sí mismo complicándose un poco las cosas. Todo el segmento central es puro modernismo, un intento ambicioso e indigesto de representar mediante las palabras los procesos mentales de una mente hiperactiva e hiperinteligente. Su propio supervisor le avisa a Sachetti de la deriva que está tomando: “Demasiada introspección. Insuficiente factoricidad. Concentrarse en las vívidas descripciones de las cosas reales” Tiene razón, lo sé. Mi única excusa: el infierno es lóbrego. El vientre de la ballena… ¿o del horno?”. Hay numerosas referencias al infierno de Dante, el mito de Fausto pasado por el filtro de Thomas Mann, la Biblia, Tomas de Aquino, la Cábala, la poesía surrealista, las óperas de Wagner… articuladas en pasajes de prosa oscura y pomposa. 

 

El problema –al menos para quien esto suscribe- es que mucho de lo que Disch tenía que decir me pasó de largo. La densidad de estas referencias artísticas, literarias o teológicas se me hizo difícil de digerir cuando no de entender. Quizá Disch era demasiado inteligente y brillante para mí. O quizá lo era para su propio bien.

 

El vértigo existencial es una de las claves de la Nueva Ola de la CF, enmascarándose a veces como obsesión con la entropía, es decir, la tendencia de toda materia y energía de un sistema ordenado a degradarse en caos y ruido sin sentido. Y es que así es como muchos autores y aficionados tradicionalistas veían a los militantes de esta nueva escuela conceptual y estilística dentro del género. ¿Cómo podría culpárseles cuando se encontraban con un pasaje tan extraño, oscuro y transgresor como este: “El rey llega solo y entra en el parénquima. Ninguna otra persona se acerca entonces a mi piel, salvo el guardia, R.M., un hombre humilde. El rocío de la Pia mojándolo, disolviendo los estratos del oro trillado. Se lo da a las setas venenosas. Todo entra. Se despoja de su piel. Está escrito: Soy el Señor Saturno. La epítesis del pecado. Saturno lo toma y lo deshecha (Hoa). Todas las cosas son Hoa. Él, una vez que le fue entregado, se funde en materia preparada. ¡Oh! ¡que caída! (Implume, sobre una roca). Así también es Su nariz, Su fino jubón de terciopelo, y esos tumores siempre usurpadores, las ventanas de la nariz. ¿Cuál es la (diferencia)? Júpiter lo mantiene veinte días”.

 

Y esta es solo una muestra porque este delirante fragmento se prolonga durante varias páginas en un punto crucial de la novela en el que la mente del protagonista, energizada por la bacteria, alcanza niveles nunca vistos de clarividencia y confusión. Es el tipo de estilo que dejó fríos a los lectores más convencionales, aun cuando Samuel R.Delany (autor de la misma cuerda y con libros igualmente difíciles de abordar), dijo de ella: “de lejos, ejemplifica la obra de Disch y, por extensión, el proyecto Nueva Ola (…) una de las tres mejores novelas especulativas de la década”. Y Ursula K Le Guin afirmó que era “brillante… una obra de la imaginación controlada por auténtica responsabilidad moral…una obra de arte”.

 

Pero el caso es que el duro realismo, la originalidad y la calidad prosística de Disch fueron completamente ignorados por los cientos de votantes que concedieron el Premio Hugo en la Convención Anual de CF de aquel año; e incluso en los Premios Nébula, otorgados por los propios escritores de Ciencia Ficción y Fantasía. De hecho, el reconocimiento general de sus pares y los lectores no le llegaría a Disch hasta la década de los ochenta y, para entonces, había dirigido sus intereses hacia otros campos, dejando un hueco en el género.

 

“Campo de Concentración” es una de las novelas más representativas de la Nueva Ola norteamericana, pero también una obra exigente con el lector que, a pesar de su escasa longitud (no llega a 200 páginas), demanda paciencia con los giros y florituras estéticas de su prosa, atención a los detalles y cierta impermeabilidad a su pesimista enfoque. Como les pasa a muchas obras claramente insertas en la Nueva Ola de la CF de los sesenta, no es ésta una lectura inmediatamente recomendable para cualquier aficionado y, de hecho, puede considerarse más un desafío intelectual que una propuesta entretenida.

 

Por otra parte, el final –no haré spoilers para no estropearlo- es un tanto decepcionante por inverosímil e incoherente con el tono realista del resto del libro. Aunque, pensándolo bien, quizá fuera también un giro deliberado por parte de un escritor que nunca tuvo inconvenientes en esquivar las expectativas de los lectores.

 

 

 


4 comentarios:

  1. Me apiado de los pobres traductores.Conozco de oídas esta novela, de Disch solo he leído 334, y me gustó lo suficiente como para considerar acercarme a esta. Me prepararé mentalmente ya que me imagino que será igual que con Delany: la incontinencia creativa puede malograr obras interesantes

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es lo que tiene la Nueva Ola... los autores tendían a experimentar más de la cuenta, muchas veces para satisfacerse a sí mismos antes que a los lectores. Tengo que confesar que algunos segmentos los leí "diagonalmente" sin que ello afectara en absoluto a la comprensión de la obra. Un saludo

      Eliminar
  2. No he leído la novela. Está en mi lista aunque ya no me apetece tanto. Creía que era otra cosa. En fin, escribo para decir que antes las portadas sí molaban. La 1ª es brutal. En general todas tienen algo de imaginación menos la última que parece la más reciente... El Photoshop ha matado el arte comercial.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es cierto que los artistas que ilustraban los clásicos eran gente muy buena. Hoy hay un montón de portadas genéricas, intercambiables y poco inspiradas. Por no hablar de cuando no tienen que ver en absoluto con el contenido de la obra. Un saludo

      Eliminar