Aunque fue estrenada en 1969, “La Ciudad de Oro del Capitán Nemo” parece una película que debiera haber llegado a las salas diez años antes, cuando el éxito de “20.000 Leguas de Viaje Submarino” (1954) de Disney generó una moda de adaptaciones de libros de Julio Verne, como “La Vuelta al Mundo en 80 Días” (1956), “Viaje al Centro de la Tierra” (1959), “Cinco Semanas en Globo” (1962), “El Amo del Mundo” (1961) y otras. Sin embargo, esa mezcla de ciencia ficción algo ingenua y estética victoriana –que más adelante daría lugar al Steampunk- había quedado anacrónica en la época en la que se estrenaba films como, por ejemplo, “Buscando Mi Destino” (1969).
“La
Ciudad de Oro del Capitán Nemo” no es una adaptación directa de ninguna novela
en particular escrita por Verne, tomando a éste sólo como inspiración. Durante
la Guerra Civil americana, un navío con destino a Inglaterra resulta gravemente
dañado por una tempestad. Los pasajeros se suben a los botes salvavidas y un pequeño
grupo de seis de ellos son rescatados por hombres al mando del Capitán Nemo
(Robert Ryan) y llevados a bordo de su fantástico submarino, el Nautilus, que
los transporta hasta Temple Meer, una fabulosa ciudad sumergida protegida por
una cúpula. Nemo ha construido esta utopía a diez mil leguas bajo el mar, una
sociedad pacífica y próspera que próximamente va a ampliar con más cúpulas
adicionales.
Sin
embargo, Nemo les informa de que tendrán que pasar el resto de sus vidas
confinados en ese idílico paraíso, ya que no quiere que el agresivo mundo de la
superficie tenga noticia de sus secretos tecnológicos. Uno de los nuevos
cautivos es un senador americano, Fraser (Chuck Connors), que se dirigía a
Inglaterra por orden de su gobierno y que está decidido a escapar. Pero en
lugar de enfrentarse frontalmente a Nemo y como buen político, se gana primero
su confianza y amistad. Cuando averiguan que el científico está construyendo un
segundo Nautilus, el grupo hace planes para hacerse con él y huir a bordo. Sin
embargo, no todos tienen el mismo propósito: algunos sólo quieren recobrar la
libertad y otros robar las abundantes reservas de oro que guarda Nemo.
“La
Ciudad de Oro” tiene muchos elementos comunes a la extensa lista de películas
de aventuras familiares que fueron desfilando por las pantallas de cine durante
los sesenta y setenta del pasado siglo. Como he apuntado más arriba, fue
claramente concebida para intentar remedar el éxito que quince años había
obtenido la clásica producción de Disney. Y así, el guion copia de forma casi
literal escenas de aquélla (el disgusto de los prisioneros ante los platos
especiales de marisco que les sirve el capitán; el deseo de hacerse con sus
riquezas; las granjas submarinas; el ataque de una gran criatura…). Sin
embargo, este intento de reactivar una moda que había llegado ya al final de su
ciclo carece del sentido de lo maravilloso de su predecesora y apenas alcanza
el nivel de producto juvenil de discutible interés.
La dirección
corre a cargo del británico James Hill, que había firmado una de las películas
de aventuras familiares más famosas de la historia del cine, “Nacida Libre”
(1966), pero que aquí hace un trabajo plano y carente de la energía que uno
esperaría ver en una película de CF y aventuras. El guion corre a cargo de tres
nombres: por una parte, R.Wright Campbell, un escritor de segunda dentro del
género y que también hizo un par de conocidas películas de la factoría Corman,
“Yo Fui un Cavernícola Adolescente” (1958) y “La Máscara de la Muerte Roja”
(1964); por otra, el matrimonio compuesto por Pip y Jane Baker, responsables de
algunos de los episodios más flojos de “Doctor Who” (1963-89) –algunos de los
cuales, por cierto, recuerdan a lo que vemos en esta película-. La trama que
propone este trío de escritores es escasa y buena parte de ella consiste en
seguir a los rescatados náufragos mientras visitan distintos rincones de la ciudad
de Nemo. Los decorados puede que ofrezcan cierto deleite visual, pero en ningún
momento transmiten la sensación de que alberguen una comunidad viable cuyos
ciudadanos realicen distintas tareas y se relacionen naturalmente entre sí.
Tampoco
hay demasiado conflicto entre los personajes. La relación entre Nemo y Fraser
es mucho más cordial que la que existía entre James Mason y Kirk Douglas en la
adaptación de Disney. Uno de los cautivos, Lomax (Allan Cuthberson), es un
despreciable cobarde y llorica que no puede soportar los lugares cerrados y a
que a punto está de destruir la ciudad. Hay una pareja de pícaros ingleses,
Barnaby (Bill Fraser) y Swallow (Kenneth Connor), patanes obsesionados con la
idea de que en la ciudad el oro es tan abundante que no tiene valor para
quienes allí habitan. Se supone que deben actuar como alivio cómico, pero no
son divertidos; más bien lo contrario: hay una forzada intencionalidad cómica
de tipo bufonesco con los personajes haciendo tontadas pretendidamente graciosas
mientras la banda sonora les acompaña con efectos propios de un dibujo animado.
Fraser tontea
con una sexy ciudadana de Nemo, Mala, (Lucianna Paluzzi) –que había sido chica
Bond en “Operación Trueno” (1965)-, despertando las iras de su obstinado
pretendiente, Joab (John Turner). Queda claro que el interés del senador es
correspondido por Mala cuando la vemos ofrecerle serenatas con un instrumento
de formas extrañamente fálicas. Mientras tanto, Nemo le echa los tejos a otra
de sus “invitadas”, la intrépida –y mucho más joven que él- viuda Helena
(Nanette Newman) y se convierte en padre sustituto para el hijo de ella,
Phillip (Christopher Hartsone). Todo ese soso culebrón acontece en el seguro
entorno de la ciudad, pero en el exterior acecha el peligro de “Mobula”,
monstruo con forma de manta-raya que, además de estar bastante mal construida,
en un momento dado es derrotada por Fraser sin muchos esfuerzos.
Si esta
película se hubiera producido durante la cresta de la ola de cine
fantacientífico victoriano, probablemente habría tenido acceso a un reparto de
mayor relumbrón. Y es que otro probable factor en el fracaso de “La Ciudad de
Oro” sea la elección de Robert Ryan para encarnar a Nemo. La suya es una
interpretación terriblemente plana que le priva a su personaje de carisma y
complejidad. Si tanto las versiones de Verne y Disney presentaban a un inventor
genial, melancólico y militantemente pacifista, “La Ciudad de Oro” lo reduce a
poco más que el típico villano científico sacado de un comic book de segunda.
En lugar de exigirnos una razonable suspensión de la
incredulidad para aceptar
a un inventor victoriano que ha fabricado un sofisticado sumergible, este Nemo
llega a límites tan implausibles como edificar ciudades enteras en el lecho
oceánico, un logro que siglo y medio después está tan lejos de nosotros como
entonces (Esta caracterización de Nemo como superinventor daría un paso más
hacia el ridículo en la posterior “El Retorno del Capitán Nemo”, 1978).
En
honor a la verdad, el guion tampoco le deja mucho espacio a Ryan para lucirse.
Si el Nemo al que daba vida James Mason era un solitario, un hombre atormentado
por su pasado y alienado, el de Robert Ryan ha conseguido edificar todo un
mundo propio y parece alguien bastante sereno, amistoso, benevolente y
satisfecho con sus logros. Ni siquiera el personaje del senador, interpretado
por otro actor de rasgos duros, consigue arrancar chispas de este enjuto Nemo.
Tiene cierto aire de abuelo amable, con algún arranque gruñón, pero en general
más interesado en vivir tranquilamente. No hay nada intrínsecamente malo en
tratar de mostrar la cara más amable de Nemo, pero aún así es chocante ver tan
reblandecido a un personaje que siempre ha sido retratado como alguien intenso,
carismático e incluso extremo.
Igualmente
problemático y difícil de creer es que no sólo este Capitán Nemo, tan protector
de sus secretos, se desvíe de su rumbo para rescatar a un puñado de supervivientes
de un barco que pasaba por allí, sino que inmediatamente y sin conocerlos, les
brinde su absoluta confianza. Así, le permite a Joab que muestre al asustadizo
Lomax y a los codiciosos Barnaby y Swallow todos los rincones sensibles de la
ciudad (excepto una zona cuidadosamente etiquetada como “Área Prohibida”),
incluido el almacén del oro y la sala de control de presión, el único lugar
desde el que podría destruirse esa utopía. Además, si se supone que es un
misántropo que ha decidido exiliarse en las profundidades para escapar del
mundo y su pasado, ¿cómo es que ha accedido a convertirse en el líder visible
de una sociedad en la que incluso llega a presidir competiciones escolares de
natación?
Por otra parte, la insistencia de Nemo en mantener cautivos a los náufragos es igualmente incomprensible. Bien podría haberlos dejado a la deriva a unas cuantas millas de la isla más cercana, o proporcionarles una balsa para que pudieran ser auxiliados por otro navío. Sus argumentos son, como he indicado, que no desea revelar al mundo la existencia de Temple Meer. Ahora bien, estamos hablando de mediados del siglo XIX. ¿Qué nación contaba entonces con los medios o la tecnología para alcanzar semejantes profundidades, no digamos ya para atacarla y saquearla? En ese punto de la Historia, Nemo era el único con tecnología para acceder al fondo marino. Podría liberar a Fraser y sus compañeros y aun cuando alguien estuviera dispuesto a creer su maravillosa aventura, no podría hacer nada al respecto. Siguiendo la misma lógica, la única forma de que individuos malintencionados del mundo exterior pudieran llegar a la ciudad submarina sería… siendo rescatados por el propio Nemo y acogidos como huéspedes con libertad de movimientos. Una vez dentro, podrían sabotear la ciudad y escapar a bordo de los submarinos… que es precisamente lo que sucede. El guion, por tanto, plantea un escenario sin consistencia lógica.
Los efectos
especiales son mediocres y particularmente estúpido es el ostentoso diseño de
producción, pensado para su exhibición en Cinemascope y dolorosamente lastrado
por las extravagancias propias de los sesenta. No sólo todo en la ciudad está
hecho de oro, sino que cada detalle arquitectónico o tecnológico está moldeado
con algún motivo marino. Por ejemplo, los micrófonos tienen forma de pez y las
campanas de alarma, de langosta. El vestuario tiene unos colores chillones y
los trajes de inmersión llevan adheridas a los hombros unas ridículas aletas
transparentes. Nemo viste uno con un bordado en forma de “N” que le da un
aspecto de villano
egomaniaco más propio de la teleserie de “Batman” (1966-68).
En resumen, que la estética es más acorde con la de un restaurante temático
cutre que de una utopía levantada por el mayor genio científico del mundo.
El trabajo con las maquetas y miniaturas es igualmente pésimo. No se trata de uno de esos casos en los que el paso del tiempo se muestre inmisericorde con unos efectos especiales que en su día fueron de calidad. Tanto “20.000 Leguas de Viaje Submarino” como “La Isla Misteriosa” (1961), contenían escenas con unas miniaturas y trucos ópticos muy convincentes para la época. Aunque no puedan competir con la verosimilitud que otorgan hoy los efectos digitales, siguen asombrado al público moderno. No es el caso de “La Ciudad de Oro”, cuyos medios eran dolorosamente inferiores a los de las películas mencionadas.
Estoy
siendo muy duro con “La Ciudad de Oro del Capitán Nemo”, pero antes de terminar
me gustaría mencionar algo positivo: su tratamiento de la villanía. Ningún
personaje es realmente “malo” en el sentido tradicionalmente asumido por el
cine. Lomax es un hombre enfermo y mentalmente desequilibrado; Barnaby es
simplemente avaricioso; y los dos principales oponentes, Nemo y Fraser, se
respetan y admiran mutuamente aun cuando sus respectivas situaciones les
aboquen al conflicto. Muy a menudo, los villanos de las películas son malvados
“porque sí”, cuando en realidad todos sabemos que las guerras se libran por
ideologías o diferencias de opinión. Con todo lo infantil que esta película
llega a ser, al menos presenta personajes menos unidimensionales de lo que
podría esperarse.
De haber sido “La Ciudad de Oro” producida diez años antes, encabezada por alguien como George Pal o Byron Haskin, interpretada por actores de mayor fuste y con más dinero para los efectos, el resultado habría sido probablemente distinto. Pero dados el momento y las circunstancias en las que se estrenó y los recursos con los que contó, pasó desapercibida y fue rápidamente relegada al olvido. Ni siquiera hoy puede encontrársela fácilmente en las parrillas de programación televisiva.
Es posible que algún niño moderno no totalmente abducido por los efectos digitales, pueda encontrar cierta gracia en los submarinos, la ciudad sumergida y el monstruo –aunque probablemente bostezará con el culebrón romántico-, pero los adultos tendrán más problemas para digerir un producto al que le pesa demasiado el tiempo. Puede resultar recomendable sólo para los aficionados muy completistas de Verne y sus adaptaciones cinematográficas y para aquellos que, sin esperar personajes memorables ni emociones intensas, sepan ver el encanto de este tipo de producciones menores.
Sin dudas la estética de la película se ve anticuada para 1969, me recuerda a las películas de la Hammer de los 50s.
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