Alrededor de 1978 o 1979, justo después de la avalancha de CF cinematográfica que propició el éxito de “Star Wars” (1977), se anunciaron dos proyectos, uno la adaptación de la novela “Guerra Fría en el Jardín” (1971), de la británica Lindsay Gutteridge; y otro, un film impulsado por el antiguo productor de la saga de James Bond, Harry Saltzman, y titulado “Los Micronautas” (nada que ver con el comic de la Marvel basado en los juguetes de Mego).
Ambas serían películas de aventuras sobre gente miniaturizada y
obligada a sobrevivir en un apacible jardín doméstico metamorfoseado en una
zona hostil llena de peligros. Eran premisas interesantes y con muchas
posibilidades pero que nunca llegaron a entrar en producción. Sin embargo, la
idea era tan sugerente que solo fue cuestión de tiempo que alguien la retomara.
“Cariño, He Encogido a los Niños”, producida por Disney, fue la heredera de
aquellos proyectos frustrados.
El profesor Wayne Szalinkski (Rick Moranis) es un científico e
inventor que está convencido de poder fabricar un rayo reductor de la materia.
Imagina un futuro en el que transportar comida o personas pueda hacerse casi
sin coste dado que una y otras carecerán de masa a efectos prácticos. El
problema es que no ha encontrado la forma de hacer funcionar su máquina, que ha
instalado en el ático de la casa familiar. Su esposa Diane (Marcia Strassman) lo ama, pero está cansada de ser la única
que aporta ingresos a la familia.
Un sábado por la mañana, Wayne se marcha a dar una
conferencia sobre sus teorías (que acabará en mofa y befa por parte de sus
colegas) y Diane a su trabajo, así que solos en casa quedan sus hijos, la
adolescente Amy (Amy O´Neill) y su hermano pequeño Nick (Robert Oliveri). En la casa de
al lado, los vecinos Thompson se preparan para pasar un fin de semana de pesca,
perspectiva que no entusiasma demasiado ni a la esposa, Mae (Kristine
Sutherland) ni al hijo mayor, Russ Jr. (Thomas Brown). Éste y su hermano menor,
Ron (Jared
Rushton) acaban en el jardín de los Zelinski cuando su pelota de béisbol
atraviesa la ventana del ático y activa accidentalmente la máquina.
Cuando los cuatro jóvenes entran en la habitación, el rayo se dispara
y los reduce de tamaño, siendo luego involuntariamente arrojados a la basura
por Wayne cuando barre el suelo. A continuación, saca la bolsa de basura y la
coloca al otro extremo del jardín. Para regresar a su hogar y avisar al
despistado inventor para que invierta el proceso, el cuarteto debe atravesar el
pequeño jardín de la casa, ahora convertido en una amenazadora selva repleta de
amenazas que van desde los insectos y las cortadoras de césped hasta los
aspersores.
En sus orígenes, “Cariño, He Encogido a los Niños” empezó como un
proyecto titulado “The Teenie-Weenies”, propiciado por Stuart Gordon, director
de la película de culto “Re-Animator” (1985). Sin embargo, Gordon acabó siendo
despedido por Disney en favor del debutante Joe Johnston, quien anteriormente
había trabajado como diseñador de efectos visuales para Industrial Light and
Magic, participando en todas las entregas hasta la fecha de las sagas de “Star
Wars” e “Indiana Jones”.
La diferencia más llamativa entre “Cariño, He Encogido a los Niños” y
los otros proyectos mencionados ambientados en un jardín enorme con criaturas ciclópeas,
es que aquí el guion (acreditado a Stuart Gordon, Ed Naha, Tim Schulman y Brian
Yuzna) está escrito para unos personajes infantiles-adolescentes, con un
enfoque fantástico y tono ligero. Claramente, se pretendía seguir el modelo ya
ensayado por otros films fantacientíficos aún recientes, como “Regreso al
Futuro” (1985), “Noche de Miedo” (1985) o “Exploradores” (1985), que contaban
historias de ciencia ficción, terror o fantasía adecuadas al gusto de la generación
de los 80.
Por eso, “Cariño, He Encogido a los Niños” es menos el drama de
supervivencia con tintes siniestros que se concibió originalmente (¿qué otra
cosa habría podido ser con Stuart Gordon al timón?) que un film dirigido a la
cultura adolescente suburbana de mediados de esa década. Todas estas aventuras
exhibían un cierto narcisismo en el sentido de que llevaban a sus personajes a
través del Universo o el Tiempo solo para regresar, invariablemente, a sus
confortables y seguros hogares de clase media en los que seguir consumiendo
comida basura. Incluso, a uno de los niños de esta película, enfrentado a la
difícil situación de sobrevivir en un entorno hostil, lo único que se le ocurre
decir es: ¡“Tengo seis horas para llegar a casa e ir al centro comercial!”.
Con el currículo que Johnston ya tenía en esa época, el resultado,
como era de esperar, fue sobresaliente en el apartado visual. Por supuesto, no
debemos cometer la injusticia de valorarlos con los estándares actuales. En su
tiempo, los efectos fueron de primera división, con abejas, hormigas y
escorpiones animados por stop-motion y fundidos en pantalla con los actores así
como un magnífico decorado que representaba un jardín doméstico visto desde la
perspectiva de un insecto.
No es una sorpresa que los efectos especiales (desarrollados en el set
de rodaje) aguanten mejor el paso del tiempo que los visuales (realizados en
postproducción). De hecho, los mejores momentos son aquellos en los que se ve a
los niños en los antedichos escenarios rodeados de objetos cotidianos pero
vistos con un tamaño y grado de detalle a los que no estamos habituados y que
son los que realmente venden la impresión de que los protagonistas son
diminutos: la textura del suelo de madera del ático, piezas de Lego gigantes,
Cheerios, clavos, tornillos, polvo, galletas, insectos muertos flotando en el
“rio” que forma el agua de riego del jardín….
En cambio, los efectos con pantalla azul (hoy sería verde) acusan en
mayor medida el peso de los años, como el vuelo del abejorro o el famoso plano
de los niños corriendo por el hocico del perro desde una mesa, ideas excelentes
pero que hoy nuestros ojos, acostumbrados a los impolutos efectos digitales
modernos, detectan como falsas.
Hay otros elementos que revelan en demasía su naturaleza plástica o de
caucho: la abeja en la que cabalga Nick y el estanque de néctar de la flor en
la que cae; o la cría de hormiga animatrónica con la que hacen amistad los
niños (para ellos, una criatura enorme en la que pueden montar). La
antropomorfización de este insecto es quizá lo único que rebasa torpemente el
nivel adminisible de sentimentalismo. La hormiga, convertida en una suerte de acartonada
mascota insectoide, defiende a sus humanos amigos del ataque de un escorpión y
muere dando su vida por ellos en un momento cuya inverosimilitud anula las
pretensiones emotivas del guion.
Pero la película no es solo un escaparate de efectos especiales más o
menos envejecidos por el advenimiento de la era digital. Aunque, como he dicho,
Johnston era un especialista en ese negociado, trabajar a las órdenes de Steven
Spielberg y George Lucas le había enseñado que esos alardes visuales debían
acompañar momentos marcados por el dramatismo o la emoción. Así, supo crear
escenas tan memorables como la de los niños a punto de ser descuartizados por
las cuchillas de una cortadora de césped, esquivando las enormes gotas de agua
que expulsa un aspersor, el mencionado vuelo a lomos de una abeja o, en el clímax,
la tesitura de ser engullidos como parte del desayuno del distraido Szalinski.
Johnston aborda al aspecto estrictamente humano con esa mezcla de
humor, ternura y buenismo que tanto gusta a Disney. La aventura, como era de
esperar, sirve para que todos los miembros de las dos familias implicadas
experimenten un cambio a mejor, aprendiendo a comprenderse mutuamente y asumir
quiénes son en realidad. Con todo y con eso, los personajes están mejor
caracterizados y desarrollados de lo que podría pensarse en un producto de este
tipo. La peripecia de los hijos, que les ayudará a madurar a base de superar
peligros colaborando y confiando los unos en los otros, va alternándose con el
drama de sus mayores.
Por un lado, Szalinski, frustrado primero por el rechazo de sus
colegas científicos y angustiado después por la responsabilidad de sea su
invento el que haya puesto en peligro a sus hijos, es interpretado con su
habitual –e inevitable- enfoque cómico por Rick Moranis en otra variación de su
simpático, tierno y excéntrico nerd que ya habíamos conocido, por ejemplo, en
“Los Cazafantasmas” (1984). Por otra, el siempre fiable Matt Frewer da vida a
Russ Thompson, que oculta sus complejos bajo una fachada de macho alfa con la
que tiene sometidos a su esposa e hijos.
Aunque el de Rick Moranis es el nombre más importante de los créditos
interpretativos, la historia, en aras de conectar con el público más joven,
apuesta por el protagonismo de Amy y Russ Jr., interpretados desafortunadamente
por unos actores juveniles monos pero bastante mediocres. El romance
adolescente entre ambos es soso incluso para los estándares de Disney y ni
siquiera importa demasiado si acaban juntos o no. Al fin y al cabo, parece más
importante conservar la cabeza cuando las cuchillas del cortacésped te
persiguen a escasos centímetros (o metros según su “reducido” punto de vista).
Teniendo en cuenta el buen número de actores adolescentes más que competentes
que había en Hollywood en aquella época, la elección de Amy O´Neill y Thomas
Brown parece responder a cuestiones presupuestarias.
La historia, por supuesto, es predecible y el resultado final nunca está en duda. Lo que mantiene la atención del espectador es la sucesión de peripecias, descubrir qué nuevo peligro saldrá al encuentro de los niños y a qué nueva extravagancia recurrirá Szalinski para encontrarlos. Pero hay otro subtexto, más dramático y sólo evidente para los adultos, en las dinámicas familiares.
El
matrimonio de Wayne y Diane, por ejemplo, está al borde de la ruptura cuando
comienza la película. Él es el prototipo de sabio distraído que, sin malicia e
involuntariamente, descuida a su esposa y sus hijos en favor de sus
invenciones. Diane se siente marginada y presionada por ser la única que debe
aportar ingresos al hogar y, además, ocuparse de las tareas domésticas y las
necesidades de sus hijos. Para colmo, el invento de su marido acaba por poner a
éstos en peligro mortal.
Y, sin
embargo, queda patente que ambos se aman. Una vez que deducen lo ocurrido y por
qué sus hijos han desaparecido, dejan a un lado sus discusiones y unen sus
esfuerzos para encontrarlos y devolverlos a su tamaño normal. Ambos se
preocupan de formas diferentes: Wayne cree que los hijos de los Thompson son
suficientemente duros como para proteger a sus más vulnerables hijos; mientras
que Diane, llegada la noche, espera que su adolescente hija se comporte
decorosamente con Russ.
La escena que marca la restauración de su matrimonio es aquélla en la que Diane, que ha pasado la noche insomne preocupada por sus hijos, sube al laboratorio de su marido para encontrarle dormido, exhausto tras haber pasado horas tratando de reparar la máquina reductora (él mismo la rompió en un arranque de ira el día anterior). Ella, conmovida, lo contempla con admiración y murmura: “Te quiero, Wayne Szalinski”.
Wayne
comienza siendo un individuo tan obsesionado por el reconocimiento y
atormentado por la idea de que todo el tiempo y el esfuerzo invertidos en su
máquina podrían no haber servido para nada, que abandona el cuidado de su
familia. Pero una vez descubre lo ocurrido, acepta plena responsabilidad por
sus actos y se propone mejorar. Su meta pasa a ser encontrar a los niños
perdidos y se pasa el resto de la película implementando desconcertantes
artilugios para ello. El mensaje moral está claro: es importante contribuir al
sustento familiar, pero no menos que recordar siempre por qué lo hacemos.
Otro
tema “adulto” es el de la relación con los vecinos. Cualquiera sabe que no
siempre tenemos la suerte de vivir junto a nuestros mejores amigos. A menudo,
los vecinos nos afligen con sonidos, olores o hábitos desagradables que agrian
la convivencia. Los Thompson miran con desconfianza a los Szalinski,
especialmente los experimentos de imprevisible resultado de Wayne. Cuando sus
hijos no aparecen, temen que se hayan escapado y cuando los Szalinski les dicen
que en realidad han sido miniaturizados, al principio no les creen. Eso lleva a
una escena en la que Thompson padre demuestra cuánto se preocupa en realidad de
sus hijos cuando amenaza con agredir a su vecino. No ha sido el padre más
atento del mundo –defecto que, por otra parte, comparte con Wayne-, pero la
posibilidad de perder a sus hijos le hace ver las cosas con mayor claridad. Al
final de la película habrá tomado conciencia de que la felicidad y motivación
de sus hijos dependen más de su amor que de su disciplina.
Y
relacionado con la actitud de su padre, están los problemas de autoestima de
Russ Thompson Jr. La pubertad, con sus sentimientos asociados de inseguridad y
marginación, ya es bastante complicada de por sí pero sentirse menospreciado en
casa empeora la situación mucho más. Russ teme hablar con su padre sobre sus
miedos y expectativas, porque espera que lo malinterprete y lo menosprecie –algo
en lo que no anda errado en ese punto de la película-. Sus miedos alcanzan una
nueva dimensión cuando se reduce al tamaño de una pulga porque ya no sólo se
siente pequeño e insignificante, sino que en realidad lo es. La experiencia,
sin embargo, le hará ganar confianza en sí mismo y, cuando regrese a su mundo y
se reencuentre con su padre –quien también ha tenido la oportunidad de
reflexionar sobre lo verdaderamente importante de la vida-, ambos podrán
encarar su relación de una forma más positiva.
En lo que se refiere a películas familiares de finales de los 80 y
principios de los 90, “Cariño, He Encogido a los Niños” fue una de las mejores.
No se extiende más de lo necesario, ajustando la trama a unos razonables 90
minutos, la duración perfecta para presentar la situación, crear momentos
emocionantes que den al espectador la idea de cómo sería ver el mundo desde
otro punto de vista y rematarlo todo antes de que el público empiece a perder
el interés; todos los personajes tienen su propio y diferenciado arco; y,
aunque los efectos especiales son sobresalientes para la época, no deja que
eclipsen lo que en el fondo es un melodrama familiar.
Una película, en fin, con una premisa sencilla y una ejecución clara y precisa. No es perfecta, pero sí lo suficientemente buena como para soportar el escrutinio del público infantil moderno, empachado de sofisticados efectos digitales. Curiosamente, no hemos padecido por el momento un remake realizado con las últimas tecnologías visuales.
“Cariño, He Encogido a los Niños” fue un éxito colosal. En su momento,
fue el equivalente a lo que luego se convertiría “Parque Jurásico” –pero sin el
alud de merchandising-, con todo el mundo, crítica y público, entusiasmado con
los efectos especiales y la originalidad de la premisa (que, sin embargo,
llevaba explorándose en el cine desde los años 40 con “Doctor Cíclope”). El
caso es que, con un coste de 18 millones de dólares, recaudó el equivalente a
457 millones actuales. No es de extrañar, por tanto, que inmediatamente se
planteara seguir ordeñando a la vaca con dos secuelas considerablemente
inferiores: “Cariño, He Agrandado al Niño” (1992) y “Cariño, Nos Hemos Encogido
a Nosotros Mismos” (1997), ambas con Rick Moranis. En 1997, también se emitió
una serie de televisión terriblemente mala con el mismo título que la primera
entrega.
Para la nostalgia, un producto simple pero bueno. Se recomienda no ver las secuelas, eso sí XD. Gracias por la reseña
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