"De la Tierra a la Luna" (1865) había sido el primer libro en plantear el lanzamiento de una nave espacial. Pero esta historia corta, publicada por entregas en el diario The Atlantic Monthly, concibe otra idea novedosa: el satélite artificial.
El relato da cuenta del desarrollo de un proyecto de proporciones planetarias. Hale comienza explicando de forma sencilla cómo cualquier persona podía determinar su latitud midiendo el ángulo de la Estrella Polar sobre el horizonte. En cambio, la fijación de la longitud, no existiendo un cuerpo celeste de referencia, era mucho más compleja. Así que el autor propone la construcción de una luna artificial que orbite sobre la Tierra siguiendo el meridiano de Greenwich y que será de una ayuda inestimable para los navegantes de todos los océanos: bastará con medir el ángulo de la nueva Luna respecto al horizonte para encontrar la longitud. Su lanzamiento se realiza por medio de un volante de inercia, una especie de catapulta que va acumulando tensión gracias a la acción de unos molinos hidráulicos. Lo que comenzó siendo el sueño de un grupo de estudiantes, permaneció latente hasta que se convirtieron en adultos y encontraron su lugar en el mundo. Reunidos de nuevo, comienzan una campaña para convocar apoyos y sacar adelante su idea.
Resulta llamativo que estos primeros autores no llegaran a contemplar que un proyecto tan complejo y costoso habría de ser asumido por un gobierno. Hoy nos puede resultar chocante, pero en el siglo XIX los Estados no tenían ni mucho menos el poder ni el dinero como para emprender un proyecto de estas características. El sistema impositivo era mínimo y la labor investigadora no era algo asumido por laboratorios oficiales o universidades, sino por individuos particulares que trabajaban de forma independiente. Es por ello que tanto el cohete de Verne como el satélite de Hale son ideados y construidos por iniciativa privada y financiados mediante subscripciones públicas.
El relato da cuenta del desarrollo de un proyecto de proporciones planetarias. Hale comienza explicando de forma sencilla cómo cualquier persona podía determinar su latitud midiendo el ángulo de la Estrella Polar sobre el horizonte. En cambio, la fijación de la longitud, no existiendo un cuerpo celeste de referencia, era mucho más compleja. Así que el autor propone la construcción de una luna artificial que orbite sobre la Tierra siguiendo el meridiano de Greenwich y que será de una ayuda inestimable para los navegantes de todos los océanos: bastará con medir el ángulo de la nueva Luna respecto al horizonte para encontrar la longitud. Su lanzamiento se realiza por medio de un volante de inercia, una especie de catapulta que va acumulando tensión gracias a la acción de unos molinos hidráulicos. Lo que comenzó siendo el sueño de un grupo de estudiantes, permaneció latente hasta que se convirtieron en adultos y encontraron su lugar en el mundo. Reunidos de nuevo, comienzan una campaña para convocar apoyos y sacar adelante su idea.
Resulta llamativo que estos primeros autores no llegaran a contemplar que un proyecto tan complejo y costoso habría de ser asumido por un gobierno. Hoy nos puede resultar chocante, pero en el siglo XIX los Estados no tenían ni mucho menos el poder ni el dinero como para emprender un proyecto de estas características. El sistema impositivo era mínimo y la labor investigadora no era algo asumido por laboratorios oficiales o universidades, sino por individuos particulares que trabajaban de forma independiente. Es por ello que tanto el cohete de Verne como el satélite de Hale son ideados y construidos por iniciativa privada y financiados mediante subscripciones públicas.
La construcción del satélite comienza secretamente en un apartado bosque de los montes Apalaches, llevando sus impulsores una vida idílica en plena naturaleza. La tarea queda interrumpida por el estallido de la Guerra de Secesión, cuando todos son mobilizados de una manera u otra y los trabajadores han de unirse al ejército. Durante el conflicto, sin embargo, y gracias a la especulación con acciones del ferrocarril, consiguen reunir el dinero que faltaba para completar la financiación necesaria y terminar la gran esfera de placas de cerámica (que en el libro denominan "bricks", ladrillos), único material que resistirá la fricción del aire resultante de la elevada velocidad de escape.
La esfera, que tiene 61 metros de diámetro, está diseñada interiormente en forma de celdas abovedadas, lo que la hace casi hueca y, por lo tanto, ligera. Durante la construcción, los promotores del proyecto y sus familias habían habilitado esas celdas como residencias temporales por ser más cómodas que las cabañas del bosque. Un error provoca el lanzamiento prematuro con ellos dentro, convirtiéndose así en la primera estación espacial descrita en el género de la CF.
Dos años después, el narrador del relato -que había participado en el proyecto- lee cómo algunos astrónomos han detectado un nuevo cuerpo orbitando alrededor de la Tierra; él mismo, utilizando un telescopio, descubre la "luna de ladrillo" y a sus amigos en ella, sanos y salvos. La luna artificial ha conservado una atmósfera y gravedad propias y a bordo sus pasajeros llevaban abundantes provisiones. Desarrollan un curioso sistema de comunicación: los habitantes de la nueva luna dan saltos cortos o largos para elaborar mensajes en código morse que son observados y "leídos" por su compañero en tierra gracias al telescopio. Por su parte, desde la Tierra, sobre una colina nevada, se disponen grandes letras con tela negra para que puedan ser leídas desde el nuevo satélite. Los involuntarios astronautas no sólo han sobrevivido, sino que han medrado: algunas mujeres han dado a luz e incluso cultivan alimentos.
Debido a que el peso de humanos y provisiones no estaba contemplado en los cálculos, la luna no alcanza la órbita deseada por lo que su propósito original pierde sentido. Pero gracias a la posibilidad de comunicarse con la Tierra, cumplen una nueva y valiosa misión: observar nuestro planeta desde el espacio, desvelando algunas incógnitas geográficas de la época y comprobando la evolución del clima.
Edward Hale era un graduado de Harvard y pastor protestante que desarrolló a lo largo de su vida una actividad incesante -y no sólo porque engendrara nueve hijos-. Hombre de fuerte personalidad e ideas teológicas liberales, se involucró en la vida social norteamericana a través de su participación en los movimientos antiesclavistas y la educación popular. Escribió o editó más de sesenta libros de todo tipo y colaboró regularmente con diferentes periódicos. Su único relato de ciencia ficción, sin embargo, fue este. Por lo dicho, queda claro que tenía más imaginación que conocimientos de física, astronomía o biología. Sus ideas van de lo improbable a lo fantástico pasando por lo disparatado (su idea de lanzar una esfera mediante catapultas era tan improbable como el cañón de Verne).
Sin embargo, dio con no pocos elementos que hoy día son fundamentales para la investigación espacial: la puesta en órbita de un objeto artificial que cumpliera una función determinada -en el caso del libro, algo muy similar al moderno Sistema de Posicionamiento Global-; la observación de la geografía y el clima desde el espacio; la posibilidad de que el hombre pueda vivir en el interior de -aunque Hale no lo llama así- una estación espacial; y el uso de materiales cerámicos para la construcción de ingenios aeroespaciales. No está nada mal para un clérigo del siglo XIX.
No he encontrado edición en español, pero se puede descargar el libro gratuitamente en inglés en esta dirección; o bien leerlo on line aquí.
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