¿Estamos solos en el universo? Esta es una de las cuestiones más apasionantes de la astronomía moderna. Pero, aunque nuestros conocimientos sobre el cosmos han mejorado mucho en cantidad y calidad durante el último siglo, la pregunta continúa sin respuesta. Sabemos que los planetas de tamaño y características similares a los de la Tierra son frecuentes, pero no hemos encontrado evidencias claras de la existencia de vida fuera de nuestro mundo. Quizá parte del problema es que lo que buscamos sea vida similar a nosotros. Es posible que, de existir alienígenas, sean tan diferentes a cualquier ser terrestre que, simplemente, no los identifiquemos ya como inteligentes sino como “simplemente” vivos.
Por
supuesto, la Ciencia Ficción ha especulado con esta idea desde sus orígenes y
algunas de sus propuestas han consistido, por ejemplo, en seres con biología no
basada en el carbono. ¿Podría quizá Titán albergar vida basada en el nitrógeno
con el metrano reemplazando el rol del agua en nuestros organismos terrestres? ¿Podria
el silicio servir de elemento básico de una forma de vida? ¿Pueden existir
organismos que dependan de la arena de la misma manera que las plantas
terrestres dependen de los suelos ricos en carbono? ¿Existen formas de vida
capaces de sobrevivir en las frías profundidades del espacio, quizá en los
cometas helados de la nube de Oort?
Pero algunos autores de Ciencia Ficción se han atrevido a ir todavía más allá e imaginar ideas verdaderamente originales. Por ejemplo, Greg Egan, en “Incandescence” (2001), describía la vida en un pedazo de roca que orbitaba un agujero negro; “Flux” (1993), de Stephen Baxter, presentaba a una especie humana microscópica residente en una estrella de neutrones; y “Misión de Gravedad” (1954), de Hal Clement, es una novela de primer contacto con unos alienígenas que viven en un planeta con una enorme gravedad. En 1980, Robert Lull Forward escribió “Huevo de Dragón”, otra historia de primer contacto en un entorno extremo con una forma de vida basada no en átomos, sino en núcleos atómicos.
Medio
millón de años atrás, una supernova en la constelación de Draco se transforma
en una estrella de neutrones. La radiación genreada por la explosión llega
hasta la Tierra, provocando mutaciones en muchos organismos terrestres,
incluido un grupo de homínidos que se convierten en los antepasados del Homo
sapiens. Las anomalías en el campo magnético de la estrella desvían los chorros
de plasma y la ponen en movimiento en un rumbo que, en 2020, la coloca a 250
unidades astronómicas de nuestro Sol. Una astrónoma francesa becada por los
rusos y trabajando en Estados Unidos, Jacqueline Carnot, la detecta examinando
los datos enviados por una vieja sonda en el espacio profundo a la que nadie
está prestando ya atención. Al recién llegado se lo bautiza como Huevo de
Dragón.
No
existe riesgo de impacto contra la Tierra, pero la escasa distancia a la que va
a pasar esa estrella –en términos cósmicos, claro- ofrece una oportunidad sin
parangón para estudiarla. Por desgracia, Jacqueline vive en una época en la que
la exploración espacial se ha ralentizado y ya no despierta el interés popular
de antaño. Sólo un avance que transforme radicalmente el paradigma tecnológico
podría dar un impulso a la situación. Mientras tanto, Jacqueline y sus colegas
tienen que conformarse con estudiar el Huevo de Dragón a distancia… hasta que
ese avance se produce en la forma de una fusión nuclear fiable y barata. Para
entonces, 2050, la astrónoma ha muerto pero su hijo, Pierre Carnot Niven, junto
a una tripulación de científicos, puede viajar hasta esa estrella en una nave,
la San Jorge. Ésta, sin embargo, no puede acercarse mucho so pena de resultar
destruida por las gigantescas mareas gravitatorias. La solución consiste en
poner en órbita un conjunto de asteroides compactados por monopolos magnéticos.
Así, conforman una masa que equilibra la influencia de la estrella de neutrones
y que permite el lanzamiento desde la San Jorge de una lanzadera esférica, la
Matadragones, en un punto de equilibrio gravitacional tolerable para los
humanos y desde el que explorar mediante sensores la superficie de aquélla.
Las
condiciones geofísicas del Huevo de Dragón no pueden ser más diferentes de las
de nuestro planeta. Su masa es aproximadamente la mitad de la de nuestro Sol pero
comprimida en una esfera de un diámetro de unos 20 km, lo que hace que su
gravedad en superficie sea 67.000 millones de veces superior a la de la Tierra.
Su corteza exterior, con una densidad de 7.000 kg por cm3, está
formada principalmente por núcleos de hierro con una alta concentración de
neutrones. La atmósfera, compuesta básicamente de vapor de hierro, tiene unos 5
centímetros de espesor. A medida que pasa el tiempo y se enfría, la corteza se
agrieta y produce elevaciones de 5 a 100 milímetros de altura. También hay
volcanes formados por material líquido que rezuma de grietas y que pueden tener
centímetros de alto y cientos de metros de diámetro.
Por
supuesto, los astronautas no esperan encontrar vida aquí y, de hecho, no es lo
que buscan. Pero la hay. Alrededor del año 3000 a. C., el Huevo de Dragón se
enfrió lo suficiente como para permitir un equivalente estable de nuestra
química, sólo que aquí los "compuestos" se forman a partir de núcleos
unidos por la fuerza nuclear fuerte, a diferencia de los átomos de la Tierra,
que se acoplan por la fuerza electromagnética. Como los procesos químicos de la
estrella son aproximadamente un millón de veces más rápidos que los de la
Tierra, en poco tiempo aparecen "moléculas" autorreplicantes y, poco
después, la vida. Conforme la estrella continúa enfriándose, esa vida alcanza
mayor complejidad y alrededor del año 1.000 a. C. ya aparecen organismos
parecidos a plantas, que más adelante evolucionaron en los primeros
"animales". Con el tiempo, aparecieron los inteligentes Cheela.
Los
adultos de esa especie adaptada a las inimaginables condiciones de su entorno,
tienen aproximadamente la misma masa que un humano normal, pero la enorme
gravedad de Huevo de Dragón la comprime al tamaño de un grano de arroz aplanado
de 0,5 mm de alto y 5 mm de diámetro. Sus diminutos ojos de 0,1 mm sólo pueden
ver claramente en el espectro ultravioleta y, en el mejor de los casos, rayos
X. Pero es que, además, como su estrella, su ciclo vital es imperceptible para
los humanos porque su existencia transcurre a aproximadamente un millón de
veces la nuestra. Así, en 2032, descubren la fabricación y uso de herramientas;
y para 2050, muchísimas generaciones después, desarrollan los rudimentos de una
agricultura y perciben que hay una nueva estrella en su cielo, tomándola al
principio como la señal de un dios y, mucho después un artefacto alienígena con
el que empiezan a comunicarse. En el curso de un mes humano, del 22 de mayo al
21 de junio de 2050, mientras los astronautas los “observan” –más bien,
detectan sus señales-, la cultura Cheela evoluciona a una rapidez inconcebible.
Se ha
producido un primer contacto y, si la radiación de la supernova que dio origen
al Huevo de Dragón y, por tanto, a los Cheela, propició la aparición de los
humanos, ahora éstos se convierten en un catalizador para el avance de la
cultura de estos fascinantes seres. Pero, ¿qué clase de comunicación puede
establecerse entre los humanos y unos alienígenas que tan solo viven unos
minutos de nuestro tiempo antes de morir de viejos?
Forward no fue el primero en imaginar vida alienígena en una estrella de neutrones. Poul Anderson se le adelantó dos años en una de sus peores novelas, “El Avatar”, y aunque allí sólo presentó el concepto superficialmente, Forward es mencionado en los agradecimientos, lo que lleva a pensar que quizá éste sugirió la idea a Anderson. Forward dijo haber tomado su inspiración de una idea sugerida en 1973 por el astrónomo Frank Drake acerca de la posibilidad de que una estrella de neutrones pudiera albergar vida inteligente. Los modelos físicos de la época implicaban que esas criaturas serían forzosamente microscópicas, pero para cuando Forward empezó a pensar seriamente en escribir un libro sobre ello, modelos más recientes apuntaban ya a que los alienígenas podrían alcanzar el tamaño de una semilla.
Fue
mientras colaboraba con Larry Niven en un curso sobre escritura de CF cuando
Forward le propuso colaborar en la novela que llevaba en mente. Niven accedió,
pero pronto se encontró demasiado ocupado con “El Martillo de Lucifer” (1977),
que ya había comenzado a escribir junto a Jerry Pournelle, así que Forward
escribió el primer borrador en solitario. Varios editores rechazaron el
manuscrito aconsejándole que Niven o Pournelle lo reescribieran. Fue el autor
reconvertido en editor Lester del Rey, quien le aportó valiosos consejos que le
guiaron en las dos reescrituras que hubo de hacer y quien, a la postre, le
compró la novela. En los agradecimientos, Forward lo mencionó explícitamente: “Un agradecimiento especial a Lester del Rey,
que cogió lo que era prácticamente un artículo científico y me ayudó a convertirlo
en algo interesante de leer” (De hecho, en septiembre de 1980, Forward
publicó en la revista “Omni” un artículo científico sobre la posibilidad de
vida en las estrellas de neutrones).
Forward volvería sobre el mismo esquema (astronautas científicos y exploradores que establecen primer contacto con una peculiar especie alienígena en un planeta con unas características igualmente sorprendentes) en “El Mundo de Roche” (1982), de la que ya hablé en otra entrada del blog; “Saturn Rukh” (1997), en las nubes de Saturno; o “Camelot 30K” (1993), un planeta en el que la temperatura no supera los 30º Kelvin
El
concepto de los Cheela es fascinante, pero no es de gran ayuda a la hora de
rastrear el cosmos en busca de vida. En la novela, los humanos descubren a los
Cheela por mera casualidad. Su civilización no es detectable a grandes
distancias y Forward, pese al elaborado trabajo físico que ofrece, exige del
lector un gran salto de fe porque, aunque la química nuclear puede ser
compleja, resulta difícil imaginar cómo podría dar lugar a algún tipo de
estructura similar al ADN con la que los organismos puedan evolucionar.
En tiempos recientes, sin embargo, un equipo de investigación analizó esta idea con mayor detalle. Su artículo, que tiene algo de descabellado y, claro está, especulación de altos vuelos, propone que, en lugar de depender de interacciones nucleares para replicar las funciones del ADN, éstas podrían desempeñarlas la conjunción de cuerdas cósmicas y monopolos magnéticos. Las cuerdas cósmicas son hipotéticas anomalías unidimensionales del espacio que podrían haber surgido cuando el universo primitivo experimentó una transición de fase durante la creación de la materia. Por su parte, los monopolos magnéticos son partículas elementales -también hipotéticas- constituidas por un solo polo magnético (en lugar de poseer ambos, norte-sur, como ocurre con todas las que conocemos).
Pues
bien, en ese artículo, el equipo investigador propone que los monopolos se
agruparían a lo largo de cuerdas cósmicas y que la gravedad de las estrellas
podría capturar esta formación. Dada la constante turbulencia que existe en los
núcleos atómicos de estas estrellas, estas cuerdas podrían entrelazarse para
codificar y replicar información… lo que podría ser la semilla de la vida
nuclear. Todo es tan especulativo como indemostrable y sigue sin haber
evidencia alguna que respalde la posibilidad de vida nuclear. Pero son estudios
como este –y novelas como las de Forward- las que nos ayudan a pensar más allá
de nuestros marcos habituales de referencia. El universo es a menudo más
extraño de lo que podemos imaginar así que no hay razón para no imaginar vida
alienígena igualmente extraña.
Forward
era ingeniero aeroespacial y doctor en Física y trabajó como consultor para
empresas de tecnología avanzada, las Fuerzas Aéreas y la NASA. Gran parte de sus
investigaciones se centraron en las áreas más vanguardistas y especulativas de
la física, pero nunca fantaseando más allá de lo que creía que los humanos
podrían lograr. Trabajó en proyectos como amarres y fuentes espaciales, velas
solares, motores de antimateria y otras tecnologías de propulsión para naves
espaciales. No es de extrañar por tanto que sus ficciones, incluyendo su
primera novela, “Huevo de Dragón”, sean ejemplos perfectos de CF dura, con todo
lo que de bueno y malo conlleva. Así, en el centro de la obra tenemos una idea
brillante, pero –a pesar de las reescrituras y la guía de Lester del Rey- casi
todo lo que la rodea es de calidad o interés cuestionables.
Todo aquello relacionado con los personajes humanos es plano por no decir aburrido. Ni su trama tiene interés, ni los diálogos emoción, ni los personajes carisma. Son meros figurines de cartón a través de los cuales exponer la profusa información científica que llena páginas y páginas (incluido un detallado apéndice en el que se describen matemáticamente desde la geofísica de la estrella de neutrones a la fisiología de los Cheela) y conectar al lector con el auténtico foco de interés de la historia: los alienígenas.
De
hecho, la mayor parte de la novela adopta la perspectiva de los Cheela, aunque
lo que verdaderamente importa no son los individuos sino la evolución global y
colectiva como especie a lo largo de nuestro equivalente de miles de años de
Historia. El cuerpo principal de la novela consta de una serie de capítulos que
presentan a un personaje relevante en la Historia de los Cheela, narra sus
logros y su final, pasando en el siguiente episodio a otro hito. Sencillamente,
no hay tiempo para desarrollar adecuadamente a esos peculiares alienígenas a
nivel individual, concederles un arco completo y facilitar así que el lector
simpatice con ellos. Por otra parte, la prosa de Forward, correcta pero
funcional y fría, propia de una mente científica, no es la más adecuada para
ahondar en el mundo de las emociones, sean las humanas o las Cheela.
La
descripción de la cultura Cheela tiene tantos aciertos como problemas, aunque
estos últimos son difícilmente eludibles en una ficción que aspira a captar la
simpatía del lector hacia unos seres no humanos. En el campo de los éxitos tenemos
las diferencias que el entorno impone sobre la tecnología que desarrollan los
Cheela. Por ejemplo, debido a la enorme gravedad, nunca inventan la rueda y
solo utilizan trineos. Cualquier tecnología que implique separar una masa del
suelo (como un hacha, por ejemplo) no es práctica. En matemáticas, utilizan el
sistema numérico de base 12 ya que ese es el número de ojos que tienen. El
asesinato está proscrito por sus leyes pero no tienen ningún problema en
comerse los cadáveres de sus muertos.
Pero,
por otra parte, los Cheela resultan demasiado similares a los humanos,
experimentan las mismas emociones, son víctimas de los mismos miedos y
prejuicios, tienen las mismas necesidades y, en general, se comportan y
reaccionan de formas que podemos entender bien. Puede que esto sea poco
plausible y que lo más probable sea encontrar una especie inteligente
incognoscible, como la descrita por Stanislaw Lem en “Solaris” (1961). Pero eso
tiene una clara limitación dramática. Si no podemos entender al Otro, no
podemos empatizar con él ni entender su proceder. Tendriamos una novela con un
misterio inefable cuyo drama descansaría más bien en las reacciones de los
humanos enfrentados a él. Pero no es esa la historia que quería contar aquí
Forward, que utiliza a los Cheela para reflejar algunas de las corrientes que
ha experimentado la propia Historia humana, desde el fanatismo religioso al
renacimiento científico pasando por el establecimiento de una cultura
tecnológica.
Uno de los agujeros de guion más flagrantes es que los humanos encuentren a los Cheela justo en pleno desarrollo de su civilización. Si la misión de la San Jorge se hubiera programado sólo unas semanas (¡o días!) antes, es más que probable que su tripulación jamás los hubiera detectado. Unas semanas más tarde y los Cheela o bien se habrían extinguido o bien hubieran desarrollado tecnologías que les habrían llevado fuera de su estrella. Forward lo justifica hasta cierto punto haciendo que la San Jorge, primero con su brillo sobre el cielo de los Cheela y luego con su escaneo de la superficie con rayos X (que, recordemos, pueden percibir los ojos de estas diminutas amebas) fue un factor decisivo para poner en marcha el desarrollo tecnológico de esa especie.
Aunque la Guerra Fría constituye el telón de fondo de la primera parte de la novela, no ejerce influencia alguna sobre la acción porque Forward reniega del conflicto como palanca dramática: las inteligencias tienden al consenso y no al enfrentamiento. Aquí no hay guerras interestelares, invasiones a la Tierra o siquiera suspicacias o la figura clara de un villano. Así, rusos, americanos y europeos parecen entenderse relativamente bien. Esto se extiende a las relaciones –forzosamente efímeras por la diferencia temporal- entre los humanos y los Cheela. Habría mucho de que preocuparse y temer de unos alienígenas que pasan de la Edad de Piedra a la Superciencia casi mágica en el transcurso de un mes humano y, de hecho, la CF no carece precisamente de historias que plantean un escenario dominado por el miedo a ser superados por el Otro.
No es el caso de “Huevo de Dragón” que aboga por el entendimiento y la colaboración. Así, los astronautas, sin que nadie objete ante tal iniciativa ni se pida autorización a la central, comparten sus inmensas bases de datos con los Cheela facilitando su desarrollo; y éstos, una vez nos superan en ciencia y tecnología, acabarán salvando nuestra civilización de la amenaza que se ocultaba en el corazón de nuestro Sol. Los Cheela, por su parte, sí sufren conflictos a lo largo de cada periodo de su historia, pero tampoco hay un villano claro y la evolución global siempre es positiva.
Aunque “Huevo de Dragón” ganó el Premio Locus a la Mejor Novela (premio otorgado por los lectores de la revista norteamericana del mismo nombre) no la estimo como una gran obra por mucho que sí ofrezca ideas muy interesantes e ingeniosas y momentos auténticamente fascinantes. Y es que la entrada de su autor en el campo de la ficción probablemente debió más a sus conexiones con varios editores y autores influyentes dentro del género que a su talento literario. De hecho, sus novelas (publicó 11 antes de morir en 2002) siempre recibieron críticas en la misma dirección, a saber: alabando sus conceptos centrales o la meticulosidad en la descripción de la física de los fenómenos cósmicos y el viaje espacial o la biología de la vida alienígena, pero deplorando sus argumentos planos y sus personajes sin vida. De hecho, y según él mismo afirmó, Forward escribió “Huevo de Dragón” como “un libro de texto disfrazado de novela sobre la física de las estrellas de neutrones”, lo cual ya nos da una pista sobre sus intenciones y estilo.
Tres años después, en 1985, apareció una secuela, “Estrellamoto”, que comenzaba exactamente en el punto donde concluía “Huevo de Dragón”, narrando un apocalipsis en la estrella de neutrones que arrasa la civilización Cheela dejando tan solo un puñado de supervivientes, parte de ellos en el espacio y parte en la superficie. Todos los defectos que podían hasta cierto punto perdonarse en “Huevo de Dragón”, pasan a primer plano en esta segunda parte: el papel de los humanos se reduce al mínimo posible y los Cheela son más humanos que nunca, recortando así la plausibilidad y lo que habría sido un interesante ejercicio de “xenopensamiento”. Para colmo, carece de foco, encadenando acontecimientos sin dirección perceptible.
Interesante reseña, me apunto el libro que soy fan de ese tipo de ficción especulativa. Como mencionas Greg Egan es un grande en el tema aunque sus libros tienden a ser muy técnicos. También tenemos a Peter Watts con Visión Ciega o ya en un tono menos "hard sci-fi" a Adrian Tchaikovsky con Herederos del Tiempo.
ResponderEliminar