lunes, 30 de agosto de 2021

1990- EL MUNDO DE ROCHE – Robert L.Forward


El objetivo de la Ciencia Ficción siempre ha sido -y debería ser- entretener al lector con una historia, unos personajes y unas ideas que capturen su atención y estimulen su imaginación, normalmente utilizando el recurso narrativo de proyectar hacia el futuro circunstancias políticas, tecnologías o tendencias sociales o científicas actuales (lo cual no significa, ojo, que los autores pretendan predecir el futuro). Algunos escritores de CF asumen otro propósito en sus obras: educar a sus lectores en las maravillas de la auténtica ciencia y el verdadero universo. Al fin y al cabo, es un tipo de literatura que siempre ha fascinado particularmente a los lectores más jóvenes (de edad o de espíritu) y, de hecho, muchos de ellos encontraron en ella el origen de un perdurable interés por la ciencia o incluso la inspiración para seguir una carrera profesional científica.

 

Pero ya pretenda predecir o educar, la CF debe ser, sobre todo, entretenida. De otro modo, habrá fracasado en su objetivo primordial. Y cuando un autor que es experto en una disciplina científica, utiliza una obra del género como vehículo para exponer hechos y teorías sobre la materia que domina, debe ser consciente del problema que se le va a plantear. Porque si se deja llevar por su entusiasmo y pierde de vista que sus lectores no tienen por qué disponer de los mismos conocimientos que él o incluso similar pasión por el rincón de la ciencia que practica, puede acabar entre manos con un texto espeso, excesivamente cargado de datos y descripciones sobre aspectos que el grueso del público encontrará indigestos cuando no insoportables. Y eso es lo que le ocurre a “El Mundo de Roche”.

 

Mucho antes de comenzar su carrera como escritor de CF a comienzos de la década de los 80 del pasado siglo, Robert L.Forward fue, primero y sobre todo, un científico. Se graduó en Física en 1954 en la Universidad de Maryland, cursó un máster en la Universidad de California y presentó un doctorado en 1965 sobre Física Gravitacional. Trabajó en los laboratorios de investigación de la Hughes Aircraft, registrando nada menos que dieciocho patentes y trabajando en proyectos como velas solares o propulsión por antimateria. En 1987, se retiró para centrarse en su faceta de escritor, aunque siguió ejerciendo de consultor técnico para la NASA o las Fuerzas Aéreas. Por tanto, su trayectoria como autor de CF “dura” fue una especie de subproducto de su labor como investigador, algo que se hace harto evidente en “El Mundo de Roche”.

 

“El Mundo de Roche” es la versión final y muy inflada (155.000 palabras) de una historia más breve (60.000 palabras) serializada en “Analog Science Fiction and Fact” de diciembre de 1982 a febrero de 1983 bajo el título “El Vuelo de la Libélula”. La versión en libro, ampliada, apareció en 1984 y con ocasión del lanzamiento de una segunda, a cargo de otra editorial en 1985, Forward la alargó aún más. En 1990, Baen Books hizo una edición, en principio ya definitiva, revisada y más gruesa todavía, titulada “El Mundo de Roche”, añadiendo varias subtramas ausentes en las versiones anteriores.

 

La historia narra una expedición al sistema de Barnard, la segunda estrella más cercana a la Tierra. A bordo de la nave Prometeo, impulsada por velas solares “infladas” por un rayo laser emitido desde Mercurio, viaja una tripulación de dieciséis astronautas con diferentes especializaciones. Va a ser una aventura de cuarenta años de duración sin vuelta atrás, pero todos ellos aceptan con entusiasmo la posibilidad de pasar lo que les resta de vida explorando mundos y fenómenos maravillosos y jamás antes vistos. El problema del envejecimiento se soluciona con la toma de una droga, la No-Muerte, que ralentiza el deterioro orgánico, a costa, eso sí, de una involución mental que dejará durante décadas a los tripulantes con sus mentes reducidas a las de un niño. Durante ese periodo, serán cuidados, atendidos y vigilados por James, la inteligencia artificial de a bordo –descargada también en un robot desmontable y polivalente llamado Árbol Navideño.

 

La nave llega a su destino y empieza a explorar los planetas del sistema Barnard, sobre todo Roche, un sistema binario de dos mundos tan cercanos que comparten atmósfera, dándose en él extraños fenómenos que pondrán a prueba el ingenio de los astronautas y la calidad del equipo del que disponen. Pero, sobre todo, establecerán primer contacto con una especie de alienígenas inteligentes y amistosos que viven en los océanos sin forma definida aunque de gran tamaño, de varias toneladas y varios metros de grosor, que utilizan sentidos de naturaleza química a cortas distancias y el sonar a larga distancia. Son muy inteligentes, pero carecen por completo de tecnología. Poseen un sistema filosófico desarrollado y una capacidad de matemática abstracta muy avanzada, que es precisamente la forma que encuentran los humanos para comunicarse con ellos.

 

Forward pone todo el énfasis de la novela en el realismo científico y los detalles de la misión, volcando en ella todos sus conocimientos, teorías e ideas en las había venido trabajando en su vida profesional como científico e ingeniero. El viaje de nuestro sistema solar a Barnard está expuesto de forma absolutamente plausible: es un trayecto solo de ida y la nave se impulsa mediante enormes velas solares alimentadas por un sistema láser instalado en las proximidades de Mercurio, alcanzando velocidades del 20% de la de la luz. Encuentra asimismo una manera verosímil de utilizar el mismo láser para decelerar la Prometeus cuando se aproxima a su destino. Los informes que los astronautas envían a la Tierra tardan seis años en llegar. Todo lo relacionado con mecánica orbital y cómo maniobrar la nave entre los diferentes cuerpos del sistema, la implementación de sondas registradoras, la propia expedición a Roche por un grupo pequeño a bordo de la lanzadera bautizada como “Libélula”, la geología y fenómenos atmosféricos… está minuciosamente meditado y expuesto. El libro se cierra con un dossier redundante de nada menos que 31 páginas de texto y croquis que reproduce una audiencia ante el Congreso norteamericano informando (a los políticos y al lector) de todos los detalles científicos y técnicos de la expedición.

 

Entre los aspectos más trabajados de la novela está el propio planeta Roche. Los mundos extrasolares han sido un elemento fundamental en la ciencia ficción desde sus comienzos, pero rara vez se les ha descrito orbitando estrellas de verdad. Como excepciones notables podemos citar a Altair 4 de “Planeta Prohibido” (1956), el cuarto planeta de la estrella del mismo nombre; o, en “Dune” (1965), el planeta Arrakis orbita la estrella Canopo, segunda más brillante de nuestro cielo después de Sirio.

 

Aunque, en general, los planetas extrasolares de la CF existen tan sólo para ambientar la trama, paisajes de fondo exóticos como el Mongo de “Flash Gordon” o el Klendathu de “Tropas del Espacio”, sí existen autores que han mostrado interés en dotar de esos mundos de auténtico peso, llegando incluso a convertirse en personajes. Por ejemplo, Hal Clement imaginó Mesklin para “Misión de Gravedad” (1953), un enorme mundo que gira alrededor de la estrella 61 Cygnus A y que rota sobre sí mismo tan rápidamente que la gravedad en superficie es de 3 g en el ecuador y 275 g en los polos; o el Lagash de Isaac Asimov para “Anochecer” (1941), localizado en un cúmulo globular y rodeado de seis soles de tal forma que en su superficie nunca es de noche. Forward es particularmente bueno a la hora de crear mundos extraños pero al mismo tiempo plausibles. En “El Huevo del Dragón” (1980), por ejemplo, describe el tipo de vida que podría evolucionar en la superficie de una estrella de neutrones; y en “El Mundo de Roche”, es un planeta doble con la forma de una pesa, formado por dos cuerpos rocosos del tamaño de un satélite que giran el uno en torno al otro con un periodo rotacional de seis horas.

 

Igualmente, los flouwen –los alienígenas- están muy bien descritos y en lugar de presentar seres más o menos intercambiables, Forward se esfuerza en, manteniendo su esencia inhumana, diferenciarlos individualmente. Rojo Gritón, Blanco Silbante, Verde Burbujeante, Azul Trinante o Amarillo Zumbante tienen sus propias, digamos, personalidades. Por ejemplo, aunque todos ellos disfrutan con las matemáticas abstractas como una forma de entretenimiento, uno de ellos tiene una vena más práctica y crea con su propio cuerpo lentes con las que “ver” los cuerpos celestes. Además de su fisiología, se nos describe su forma de reproducción, una expresión artística similar a la interpretación teatral o sus métodos de alimentación y comunicación.

 

El problema es que Roche no acierta con el lado humano, emocional, de la historia. Y no es que la aventura carezca de momentos de intensidad dramática –de hecho, la expedición a la superficie de Roche encadena varios problemas muy serios que a punto están de acabar con sus vidas- pero la verborrea científica y el tono distante y profesional con que todo está narrado –por no hablar de la fria profesionalidad de unos personajes hipercompetentes-, no solo ralentiza el ritmo de esos momentos sino que esa obsesión por incluir detalles científicos insignificantes e irrelevantes para la trama resta suspense y carga emocional.

 

Forward debió pensar que una forma de inspirar a los lectores más jóvenes –que, me parece, salvo los más apasionados por la Ciencia, difícilmente podrían digerir esta novela- era utilizar personajes heroicos y hasta extravagantes que brillan por sus logros científicos y técnicos. Pero la forma en que están construidos y desarrollados los hace inverosímiles (incluyendo una supermodelo multimillonaria que ha hecho su fortuna pilotando una nave minera en el cinturón de asteroides). Nadie parece pensárselo dos veces a la hora de alistarse a una misión que significará abandonar para siempre la Tierra y todo lo que conocen para pasar décadas encerrados entre paredes de metal con un grupo de desconocidos; ya en la nave, sus flirteos y relaciones romántico-sexuales son inmaduras y carentes de interés; todos ellos son competentes, cordiales y caballerosos y no surge ningún tipo de discordia, conflicto o desencuentro que ponga en peligro la armonía que reina abordo; el segmento del libro en el que retroceden mentalmente a la infancia es insípido y hasta ridículo por momentos; y parecen tan fascinados y emocionados por la “performance” artística de una de sus compañeras (que baila desnuda al compás de un montaje holográfico-sonoro interpretando a Campanilla) como con el descubrimiento de la primera vida inteligente extraterrestre.

 

Al final, “El Mundo de Roche” es una novela que dividirá a los fans. Ha recibido alabanzas entusiastas por parte de aquellos que buscan y agradecen un énfasis en la vertiente científica por encima de todas las demás consideraciones literarias, así como una visión positiva de los los logros que la ciencia y la tecnología, entendidas y aplicadas por profesionales capaces y comprometidos, son capaces de obtener. De hecho, tuvo el suficiente éxito como para generar cuatro secuelas, conformando toda una saga –que yo no me he visto con ánimo de abordar-). En este sentido, el libro da más de lo que promete, pero sin ser tan interesante como el antes mencionado “El Huevo del Dragón”.

 

Pero, por otra parte, “El Mundo de Roche” no está particularmente bien escrito y los personajes son de cartón piedra, sus personalidades, reacciones e interrelaciones, superficiales y carentes de interés. Y para quien no sea un verdadero, incondicional y paciente fan de la ciencia, los pasajes sobre dinámica planetaria, ingeniería o geología pueden resultar confusos, innecesariamente largos y aburridos, como si se tratara de un ensayo redactado por un experto en la materia –lo que, en el fondo, es el caso. Al fin y al cabo, el sistema de propulsión solar que se describe minuciosamente lo inventó el propio autor-. Probablemente, la versión más accesible de este relato para un aficionado “del montón” sea la primera y más corta de 60.000 palabras, antes de que Forward se dejara llevar por su entusiasmo.

 

Así que mi veredicto es que “El Mundo de Roche” es sólo recomendable para auténticos apasionados no ya de la ciencia ficción “dura” sino en particular de la hiperdetallada construcción de mundos imaginarios pero plausibles y la navegación interestelar.

 

 

 


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