Desde el sádico Amon Goeth de “La Lista de Schindler” (1993) al Gestapo de pantomima de “En Busca del Arca Perdida” (1981), los nazis han demostrado ser los villanos más resultones de Hollywood. Sus uniformes, iconografía, acentos y manierismos son tan fáciles de reconocer y replicar que los guionistas no han tenido nunca dificultades a la hora de crear personajes sobre los que aplicarlos. Los nazis de las películas pueden ser fríos, despiadados y eficaces, o intrascendente carne de cañón; los enemigos de la democracia y de la propia vida, o figuras cómicas de las que burlarse.
Fue sobre todo allá por la década de los 60 y 70 del pasado siglo
cuando los nazis pasaron a ocupar el rol de villanos raciales que anteriormente
habían desempeñado los orientales en los años 20 y los comunistas en los 50 y
60. Así, los portadores de la esvástica desempeñaron tal papel en thrillers de
primera división como “Conspiración en Berlín” (1967), “Portero de Noche”
(1974), “Marathon Man” (1976), “El Viaje de los Malditos” (1976), “Operación:
Isla del Oso” (1979), “La Fórmula” (1980) o la mencionada “En Busca del Arca
Perdida”. Pero este entusiasmo por los villanos nazis no fue nada en
comparación con el que exhibieron las películas de terror de serie B e inferiores,
con títulos como “She Demons” (1958), “The Flesh Eaters” (1964), “The Frozen
Dead” (1966), “Flesh Feast” (1970), “Ondas de Choque” (1977), “El Barco de la
Muerte” (1980), “Night of the Zombies” (1981) o el clásico de serie Z “They
Saved Hitler´s Brain” (1964).
El novelista Ira Levin debió ser muy consciente de esas películas –y
puede que incluso pretendió parodiarlas- cuando escribió “Los Niños del Brasil”
en 1976. Levin siempre tuvo la habilidad de imaginar argumentos que oscilaban
entre lo original, lo audaz y lo absurdo y que mantenían el interés gracias a
una serie de astutos giros. Es el caso de “La Semilla del Diablo”, donde una
mujer se convence de que ha sido inseminada por Satanás; o “Las Esposas de
Stepford”, donde un ama de casa descubre que los hombres de su pueblo han
reemplazado a sus esposas por duplicados robóticos.
Sin embargo, con la excepción de “La Semilla del Diablo” (1968), los realizadores cinematográficos no han conseguido duplicar en pantalla los juegos conceptuales y la sátira de Levin. “Los Niños del Brasil” es una película que, aunque adapta razonablemente bien la trama de la novela homónima, viene lastrada por demasiados problemas.
El anciano cazador de Nazis Ezra Liebermann (Laurence Olivier),
residente en Viena, recibe una llamada telefónica de un joven y entusiasta
admirador, Barry Kohler (Steve Guttenberg), en la que le informa de que ha
conseguido grabar una reunión celebrada en Paraguay y presidida por el infame
doctor nazi Josef Mengele (Gregory Peck) en la que éste encargaba a sus
subordinados asesinar a 94 funcionarios de nueve países diferentes, todos ellos
de alrededor de 65 años de edad y a lo largo de un periodo de dos años y medio.
Las muertes debían parecer accidentales y el doctor vincula el futuro del Reich
a su éxito. Sin embargo, Mengele rastrea y mata a Barry antes de que pueda
transmitirle a Liebermann toda la información.
Sabiendo lo que debe buscar y valiéndose tanto de la ayuda de su
hermana Esther (Lilli Palmer) como de un contacto en una agencia internacional
de noticias, Liebermann empieza a investigar muertes acaecidas en todo el mundo
que se ajusten a ese perfil. Al principio no encuentra nada pero un día
descubre que algunos de los fallecidos tenían hijos adoptados que eran completamente
idénticos en aspecto y personalidad. Sus pesquisas le revelan el propósito y
amplitud del plan de Mengele: ha creado 94 clones de Adolf Hitler y luego los
ha colocado bajo el cuidado de familias similares a la que tuvo el Führer. Dado
que el padre de éste, un funcionario, murió a la edad de 65 años, ahora envía a
sus asesinos para matar a los padres adoptivos de los clones con el fin de ir
recreando paso a paso el entorno y circunstancias que modelaron
psicológicamente a su venerado líder.
A la hora de ver esta película casi medio siglo después de su estreno,
conviene entender por qué en su momento tuvo más impacto del que hoy creemos se
merece. La Segunda Guerra Mundial había finalizado hacía “sólo” 33 años y
estaba todavía fresca en la memoria de mucha gente; y “sólo” habían pasado 16
años de la captura del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Argentina, por
lo que era todavía creíble que pudieran sobrevivir docenas de nazis viviendo
anónimamente en Sudamérica, rumiando el amargor de su derrota y conspirando
para resucitar su antiguo imperio. De hecho, el auténtico Josef Mengele, que a
la sazón contaba 67 años, llevaba tiempo ocultándose en Argentina primero y
Brasil después (moriría de ataque al corazón en 1979). Por otra parte, faltaban
aún veinte años para que la oveja Dolly se convirtiera en una estrella
mediática y la clonación seguía siendo campo exclusivo de la CF.
Uno de los problemas de la película es, paradójicamente, haberse
proyectado como un thriller de primera división al estilo de otros
contemporáneos. Por ponerlo en perspectiva, su presupuesto de 12 millones de
dólares lo situaba en la misma liga de, por ejemplo, “El Cazador” (1978), con
15 millones. Así, tenemos un reparto de estrellas clásicas y muy queridas (Olivier,
Peck y James Mason) y un desfile de localizaciones internacionales.
Pero el director Franklin J.Schaffner, que había sobresalido en
títulos como “El Planeta de los Simios” (1968) o “Patton” (1970) a la hora de
combinar mensaje político y entretenimiento, parece haber perdido esa habilidad
en esta ocasión. La misma talla de la producción ahoga los elementos de
thriller de conspiraciones y la cohesión de la trama de la novela se diluye en
una sucesión de investigaciones más propias de un procedimental. En su favor, puede
aducirse, primero, que todo transcurre a un ritmo ágil y que no llega nunca a
estancarse; y, segundo, que es la primera película de especulación científica
en la que se plantea un experimento de clonación de una forma realista, esto
es, los clones no aparecen repentinamente siendo ya adultos y disponiendo de
todos los recuerdos del original, sino que se nos explica que su madurez
transcurre a un ritmo vital normal y que, para reproducir lo más fielmente
posible la psicología de aquél, debe crecer en las mismas condiciones sociales
y familiares.
Eso sí, aunque la idea de que los viejos nazis clonaran a Hitler para
recuperar su antiguo Reich y esclavizar al mundo tiene mucho potencial, empieza
a tambalearse cuando examinamos más de cerca la tecnología necesaria y el grado
de desarrollo en el que se hallaba ésta en la época. Se le pide al espectador
que suspenda su incredulidad y asuma que la tecnología de clonación que vemos
en pantalla –no tan vanguardista entonces como se nos muestra- podría haber
sido inventada por Mengele bastantes años atrás.
La película, no obstante, plantea ideas y temas muy interesantes hasta
su mismo final. Para empezar, los peligros de repetir la Historia, en este caso
el ascenso del fascismo u otras tiranías, si el mundo olvida a su pasado. El
experimento de Mengele es posible porque incluso aquellos que trabajan por
llevar a los nazis huidos ante la justicia han perdido la fe en la causa. Está
también la discusión sobre la justicia preventiva: ¿debería asesinarse a los
clones por lo que quizá algún día lleguen a ser, o deberían ser libres para
elegir su destino? La película muestra los argumentos de ambas partes (ATENCIÓN:
SPOILER): Liebermann elige destruir la lista con los nombres de los 94 clones
para evitar que un agente israelí los asesine, pero al final, en un giro
clásico de Levin, se ve a Bobby Wheelock, uno de los clones, en su cuarto de
revelado, mirando con fascinación morbosa las fotos que hizo de los restos de
Mengele, destrozado por sus perros en su salón. (FIN SPOILER).
Por supuesto, está también presente el temor clásico de la ciencia
ficción, las consecuencias de que el progreso científico caiga en malas manos,
y su tropo relacionado, el “mad doctor”. En este caso, en la figura de uno de
sus referentes más funestamente famosos, el doctor Josef Mengele, el “Ángel de
la Muerte”, cuyas investigaciones y experimentos con gemelos y personas aquejadas
de deformidades en los campos de concentración de Auschwitz y Birkenau, le
aseguraron la inmortalidad en competencia con contrapartidas suyas literarias
mucho menos crueles, como el Víctor Frankenstein de Shelley o el Moreau de
H.G.Wells. Mengele, por cierto, había aparecido poco antes en una alabada producción,
“Marathon Man” (1976) donde, curiosamente, había sido interpretado por un
Laurence Olivier empeñado en castigar al personaje de Dustin Hoffman con una
sesión de ortodoncia creativa.
El problema viene cuando se vierte sobre el molde de una película de
presupuesto tan elevado como sus pretensiones y los temas que plantea, la
ligereza desenfadada de la prosa de Levin. El resultado no puede sino revelar
sus inconsistencias y escorarse hacia la estupidez. Y, efectivamente, con las
expectativas tan altas que suscitaban las dimensiones de la producción, el
prestigio de su director y el de los actores implicados, es comprensible sentir
decepción ante la película terminada. Hay un claro conflicto entre el talento
implicado y el sabor pulp de la trama, lo que desemboca en que el film carezca
tanto de la talla y estilo de un trabajo “serio” como del espíritu juguetón y
autoconsciente de las producciones menores. Algunos de los giros más absurdos
del guion pueden incluso provocar risas involuntarias.
Por ejemplo, aun cuando Ezra Liebermann fuera el más eficaz e
implacable cazador de nazis del mundo, resulta inverosímil que pueda encarrilar
su investigación tan rápidamente recurriendo tan solo a revisar noticias
dispersas de fallecimientos de funcionarios por medio mundo. Es más, si el plan
de Mengele es condicionar psicológicamente a los clones de Hitler, ¿por qué esa
manipulación pasa por que el padre sea funcionario y muera a una edad
determinada en vez de impulsar la vena artística de los muchachos, como había
sido el caso del auténtico Hitler? También está la pequeña cuestión monetaria.
Se muestra a los Nazis viviendo con un lujo que sin duda hubiera atraído la
atención de los agentes del Mossad que por entonces buscaban a Mengele en
Paraguay.
El tufillo a serie B se filtra también en lo referente a los efectos
especiales. Además de algunas escenas muy convencionales, como el típico muñeco
arrojado desde una presa o el padre de Bobby desplomándose de forma un tanto
extraña tras ser alcanzado por un disparo (producto, quizá, de una segunda
unidad no dirigida por Schaffner), tenemos la inolvidable escena de Mengele
siendo atacado por unos doberman, en la que se utilizaron brazos falsos
colgando del torso de Peck, un maquillaje muy obvio para crear las cicatrices
de la cara y un cubo de sangre demasiado roja.
Y, desgraciadamente, las interpretaciones de los dos actores
principales dejan también bastante que desear. Es un misterio cómo la
temblorosa voz y remilgados manierismos de Olivier merecieron una nominación al
Oscar por este papel, que volvería a repetir punto por punto como padre de Neil
Diamond un par de años más tarde en “El Cantor de Jazz”.
En el extremo opuesto se halla Gregory Peck, que recientemente había
recuperado el favor popular gracias a la solidez y sutileza con que había
interpretado a su personaje en “La Profecía” (1976) y que ahora, según se publicitó
ampliamente, afrontaba su primer papel de villano (lo cual no era exactamente
cierto si consideramos como tales los que tuvo en “Duelo al Sol”, 1946; o “Moby
Dick”, 1956). Su rostro es tan estólido que parece moldeado en cera. Este
intento de hacer parecer a su personaje implacable funciona en algunas escenas,
pero en otras en las que la furia se apodera de él resulta risible. Hace muecas
a la cámara y escupe sus líneas con un acento alemán que va y viene (el de
Laurence Olivier todavía resulta más ridículo y oscilante).
El reparto de secundarios ofrece algunas caras conocidas. Uno de los
padres asesinados es Michael Gough (el mayordomo Alfred de “Batman”, 1989) y la
actriz que interpreta a su esposa es Prunella Scales, más conocida por su papel
de Sybil en la serie “Fawlty Towers” (1975-79). Walter Gotell, que da vida a
uno de los más viejos aliados de Mengele, sin duda le resultará conocido a los
fans de James Bond por haber interpretado a agentes rusos en sus películas. Bruno
Ganz, que irónicamente encarnaría magistralmente a Hitler en “El Hundimiento”
(2004), aparece aquí como un científico universitario especializado en
clonación y cuyo papel en la historia es la de aportar la información que permitirá
a Liebermann completar el puzzle. Es preciso destacar, por supuesto, a James
Mason como el coronel Siebert, encargado de la Inteligencia del grupo de nazis,
tan contenido y elegante como siempre. Y, por último, a Jeremy Black, que asume
múltiples acentos y un horrible corte de pelo para interpretar convincentemente
los diferentes clones de Hitler que intervienen en la trama.
“Los Niños del Brasil” trata de explorar algunas ideas interesantes, insertas en una trama deudora de los pulps y articuladas a través de unos actores con un pie en la sobreactuación. Aunque el cómputo global se inclina hacia lo estúpido y que no puede competir con el tipo de película que, por ejemplo, habría hecho Steven Spielberg a partir del mismo guion, sigue siendo un producto disfrutable –aunque sea como placer culpable- que es fácil que deje huella en la memoria por la audacia de su premisa y el pulso con el que está llevada la trama.
Hola que buen resumen y reseña, yo la vi hace varios años y no la recuerdo mal.
ResponderEliminarIgual la voy a ver nuevamente bajo la influencia de tu artículo
Gracias
Gracias a tí por comentar. Ya me dirás qué sabor te deja el revisionado. Un saludo
EliminarExcelente artículo Manuel! Una pequeña corrección, el personaje que interpreta Olivier en "Marathon Man" no era Mengele, sino un jerarca nazi inspirado puramente en el, llamado Cristian Szell.
ResponderEliminarCierto, un pseudomengele. Gracias por la puntualización. Un saludo
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