El subgénero de “catástrofes acogedoras” fue en la ciencia ficción la alternativa británica a los horrendos y bruscos apocalipsis imaginados por autores norteamericanos. El término, acuñado por Brian Aldiss en de su extenso ensayo sobre la historia de la CF “Billion Year Spree” y, en concreto, refiriéndose a “El Día de los Trífidos” (1951), de su compatriota John Wyndham, engloba aquellas ficciones en las que el fin de la civilización humana acontece de forma más o menos lenta y degenerativa, y en las que se sugiere que ese final es merecido y esperanzador, una puerta a un nuevo comienzo edificado sobre nuevos valores.
Además
de la mencionada novela de las plantas asesinas, Wyndham escribió también, por
ejemplo, “El Kraken Despierta” (1953), en la que los actos de unos alienígenas
residentes bajo los océanos de nuestro planeta provocan la progresiva fusión de
los casquetes polares y la consecuente anegación de la superficie emergida. John
Christopher fue otro autor inglés que abrazó ese subgénero en libros como “La
Muerte de la Hierba” (1956), en el que un desastre ecológico desata un colapso
social; o “El Mundo en Invierno” (1962), versión comedida de la posterior
película “El Día del Mañana” (2004), donde una serie de inviernos tremendamente
duros empujan a la población europea hacia las más templadas regiones
africanas.
Y también británico fue J.G.Ballard, que recurrió al apocalipsis ecológico en su novela de debut, “El Viento de la Nada” (1962), y en la que la siguió, “El Mundo Sumergido”. Ya en estas primeras incursiones en escenarios catastróficos mezcló diversos temas que luego harían las delicias de los autores de la Nueva Ola, como la entropía, la relación del mundo material con el psíquico, los orígenes de la violencia y el desastre ecológico. Ballard es un autor que desafía la fácil categorización. Su ciencia ficción no encaja cómodamente bajo una sola etiqueta e incluso sus libros más mainstream contienen elementos fantásticos o especulativos.
Aunque
Ballard es más conocido entre el público generalista por su novela
autobiográfica “El Imperio del Sol” (1984), llevada al cine por Steven
Spielberg en 1987, lo cierto es que su importancia para la CF data de mucho
antes. Su carrera literaria había despegado desde las venerables pero también convencionales
páginas de las revistas inglesas editadas por John Carnell, “New Worlds” y
“Science Fantasy”, donde también hallaron espacio los escritos de John Brunner,
Brian Aldiss y otros heraldos autodidactas de la revolución que supondría para
el género la “Nueva Ola” unos pocos años después, cuando se consolidó una
tendencia que ya llevaba perfilándose en la CF desde hacía algún tiempo entre
los escritores más vanguardistas de ambos lados del Atlántico, como Samuel R.
Delany, Roger Zelazny, Harlan Ellison, Ursula K. LeGuin, Robert Silverberg,
Thomas M. Disch o Joanna Russ. Todos
ellos deseaban ampliar los horizontes estilísticos del género e incorporar a
sus
ficciones temas sociales de actualidad en mucha mayor medida y con más
sofisticación y profundidad que sus predecesores.
Estrictamente hablando, este puñado de innovadores pertenecían a la generación de escritores de CF de los 50, pero cada uno de ellos floreció y encontró su propio estilo y lugar en el fermento de ese nuevo movimiento. Y de entre todos ellos, Ballard fue uno de los más influyentes. En 1962, afirmó que “La ciencia ficción debería volverle la espalda al espacio, los viajes interestelares, las formas de vida extraterrestre y las guerras galácticas”. Tanto para él como para sus compañeros ideológicos en el género, los principales acontecimientos del futuro tendrían lugar no en la Luna o Marte, sino en la Tierra; no era el espacio exterior lo que había que explorar, sino el interior; y el único planeta verdaderamente alienígena era la propia Tierra. Si en el pasado la CF se había inclinado por las ciencias físicas –la cohetería, la electrónica, la cibernética-, su énfasis debería reconducirse ahora hacia la biología y la psicología. El rigor científico, último refugio de la mente sin imaginación, era despreciable.
La
ficción de Ballard, ya sean sus cuentos o sus novelas como “Crash” (1973),
suele plantear situaciones distópicas no excesivamente futuristas dominadas por
entornos artificiales y desoladores. Sus personajes a menudo son víctimas de
desarrollos tecnológicos, sociales o medioambientales que escapan a su control,
seres fatalistas, traumatizados y muy poco heroicos atrapados en sociedades
opresivas y decadentes. Tan influyente ha sido este autor en los últimos sesenta
años que en la lengua inglesa su apellido se ha convertido en un término,
“ballardian”, utilizado para definir precisamente una situación con las
condiciones arriba descritas.
Gracias a su ingenio sobrio y surrealista, prosa elegante, vena pesimista y gusto por los desastres naturales, el colapso de la civilización y las metáforas visuales evocadoras de decadencia, entropía, enfermedad, disolución o vacío, Ballard fue desde el principio un provocador para el sector más tradicionalista de los aficionados. Es más, muchos lo vieron como un intruso que no debería ser asociado al género bajo ninguna circunstancia. Desde luego, aquellos lectores que acudieran a la CF en busca de diversión y exóticos escapismos, no lo iban a encontrar en los libros de Ballard. Tampoco es que éste buscara o necesitara una relación próxima con el fandom.
La
obra de Ballard ha solido incorporar un plano autobiográfico (que pasaría a ser
el relevante en su trabajo más conocido, el mencionado “El Imperio del Sol”,
1984). Nacido en Shanghai de padres ingleses, a la edad de siete años vivió la invasión
japonesa de China, siendo testigo de las atrocidades que se cometieron a su
alrededor. Fue luego transferido a un campo de prisioneros a unos cuantos
kilómetros de esa ciudad, un paraje que, con sus canales pantanosos y clima
subtropical, sirvió como modelo para los opresivos entornos que años más tarde
describiría en “El Mundo Sumergido”.
A finales del siglo XXI, una serie de violentas tormentas solares devastan las capas superiores de la atmósfera terrestre. La radiación y la temperatura en la superficie aumentan y crean un efecto invernadero descontrolado y de proporciones globales. Los casquetes polares se funden, provocando no sólo el aumento del nivel de agua sino el arrastre de incontables millones de toneladas de sedimentos que crean represas que empantanan grandes volúmenes de agua y cambian el contorno e interior de los antiguos continentes. Al mismo tiempo, la radiación provoca extrañas mutaciones en la flora y fauna, iniciando una nueva era biológica reminiscente a la del periodo Triásico. Enormes plantas tropicales y reptiles y anfibios de gran tamaño son ahora las formas de vida dominantes.
La
Madre Tierra ha sido reformada por inmensas fuerzas para convertirse en algo exótico
y hostil al hombre. Conforme siglos de huella humana son engullidos y
desintegrados por el agua y la voraz vegetación, los propios humanos también
van desapareciendo al mismo ritmo que el resto de mamíferos. Los que quedan,
empujados a una forma de vida más precaria y primitiva, se han establecido en
las tierras que una vez fueron polares y que, por el momento pero no para
siempre, escapan al inmenso calor y lluvias que van devorando el resto del
planeta.
Estos supervivientes envían expediciones al sur para mapear la nueva configuración geográfica y catalogar y analizar las nuevas especies animales y vegetales, intentando encontrar pautas que les lleven a comprender lo sucedido y, quizá, recuperar como habitables ciertas zonas. La novela se centra en una de esas expediciones, que ha pasado varios años explorando las extensas regiones pantanosas que una vez fueron Inglaterra y donde se encuentran día tras día imágenes como esta:
“Todo a lo largo del arroyo, posadas en los
alféizares de los edificios de oficinas y tiendas, las iguanas miraban pasar a
los hombres moviendo convulsivamente las cabezas marmóreas. Algunas se
zambullían en la estela de la barcaza, persiguiendo a dentelladas a los
insectos que habían dejado las lianas y los troncos putrefactos, y luego
entraban nadando por las ventanas, trepaban por las escaleras y ocupaban otra
vez sus puestos de observación. Sin los reptiles, las lagunas y arroyos de los
edificios sumergidos hubiesen tenido una extraña y ensoñadora belleza, pero las
iguanas y basiliscos se habían instalado en las salas de los directorios, mostrando
así que habían ocupado la ciudad. Una vez más eran la forma de vida que
dominaba en la Tierra”.
Ahora bien, la de esta expedición es una misión condenada al fracaso porque el tiempo juega en su contra: el ascenso de temperaturas, la humedad y el aire malsano que emanan de las aguas pantanosas y la espesa selva, adormece sus sentidos y amenaza sus vidas sumiéndoles en la lasitud, la indiferencia y el derrotismo. Anula, en fin, su capacidad de asombro ante lo maravilloso:
“El viejo doctor Bodkin, ayudante de
Kerans en el laboratorio, había enviado una vez la descripción de un enorme
lagarto, provisto de una gigantesca aleta dorsal, que un sargento del coronel
Riggs habría visto en una laguna, y que en nada se distinguía del pelicosaurio,
reptil primitivo de Pennsylvania. Si el informe hubiese sido tomado en serio
-anunciaba el retorno de la edad de los grandes reptiles- un ejército de
ecólogos hubiera descendido inmediatamente, auxiliado por una unidad de armas
atómicas tácticas, a una velocidad constante de veinte nudos, pero aparte de la
acostumbrada señal de recepción, nada se había oído. Quizá los especialistas
del campamento Byrd estaban tan cansados que ni siquiera tenían ganas de reírse”.
Aparte de Bodkin, la única “alma gemela” que encuentra Kerans, el protagonista, en la partida es Beatrice Dahl, una mujer que se ha instalado en la sección emergida de un hotel abandonado y que se ha entregado a una existencia de aburrida decadencia, sobreviviendo a base de alimentos enlatados y un generador que suministra energía para mantener encendido el aire acondicionado que hace la vida soportable en un entorno en el que todos los días se alcanzan temperaturas mortales en el exterior.
Además,
ese entorno tiene sobre las mentes de los expedicionarios, civiles y militares,
un extraño efecto involutivo que empieza por inquietantes sueños y
alucinaciones entre los miembros del equipo más inteligentes o especialmente
sensibles. En esas ensoñaciones se sienten transportados a un pantano
primordial dominado por un enorme sol ardiente que late al ritmo de sus propios
corazones.
Kerans y Bodkin se dan cuenta de que estos sueños no son ni aleatorios ni síntomas del estrés, sino el primer aviso de un proceso mucho más profundo y extenso. Los seres humanos, respondiendo a un nivel genético a los estímulos que ahora envía el entorno, están empezando a involucionar física y mentalmente. No se trata de ensoñaciones ni delirios, sino recuerdos despertados del tiempo pretérito en el que emergió la vida:
“¿Y de qué otro modo puedes explicar la
repugnancia universal y completamente injustificada que inspiran las arañas,
aunque sólo una especie pica a sus víctimas? ¿Y el odio que sentimos por las
serpientes y reptiles, también sorprendente, pues estos animales no son muy
comunes? Sólo porque todos llevamos en nosotros mismos un recuerdo oculto del
tiempo en que las picaduras de las arañas gigantes eran mortales, y los
reptiles dominaban el planeta (…).
“Estos son los recuerdos más antiguos de la Tierra, los códigos de tiempo que llevamos en los genes y en los cromosomas. Todo paso hacia adelante en el camino de la evolución es una piedra miliar de recuerdos orgánicos. Desde las enzimas que gobiernan el ciclo del anhídrido carbónico hasta la organización del plexo braquial y de los haces nerviosos de las células piramidales del cerebro medio, todo es un registro de mil decisiones tomadas ante una crisis fisicoquímica repentina. Así como el psicoanálisis reconstruye la situación original traumática para liberar el material reprimido, así se nos arroja ahora al pasado arqueopsíquico, donde descubrimos los antiguos tabúes e impulsos, adormecidos durante tantos milenios. No nos dejemos engañar por la brevedad de la vida del individuo. Cada uno de nosotros tiene la edad de todo el reino biológico, y nuestras corrientes sanguíneas son ríos que desembocan en el vasto océano de la memoria de ese reino. La odisea uterina del feto recapitula todo el pasado evolutivo, y su sistema nervioso central es una escala de tiempo cifrada. Todo nexo de neuronas y todo nivel espinal son una etapa simbólica, una unidad de tiempo neurónico. Cuanto más desciendes en el sistema nervioso, desde el cerebro a la médula, más desciendes también en el pasado neurónico”.
Así,
conforme la Tierra retrocede a una era geológica anterior, los soñadores la
acompañan viajando a un tiempo arqueopsíquico, desandando las etapas evolutivas
de nuestra especie. ¿Se trata de una odisea que terminará en la adaptación
absoluta a un nuevo Jardín del Edén? ¿O el preludio a la extinción de los
humanos sobre la Tierra?
Cuando el coronel Riggs insiste en dar por concluida la misión y regresar a la base en Groenlandia, Kerans, Bodkin y Beatrice planean en secreto quedarse atrás, escondidos y abandonados en el enervante calor que cae a plomo sobre las lagunas bajo las que se esconde el antiguo Londres. Así lo hacen, pero unas semanas después caen bajo el dominio de un siniestro grupo de saqueadores liderados por el carismático y perverso Strangman. Éste se molesta en desplegar sus encantos y ofrecer sus lujos materiales al trío protagonista en la esperanza de que le revelarán el paradero de los tesoros anegados de la ciudad. Cuando Strangman encuentra la forma de drenar una amplia zona, el Londres sumergido queda expuesto, rompiendo temporalmente el estado de ensoñación en el que se habían sumido Kerans y sus amigos.
Tras
la traumática experiencia con Strangman y sus hombres (que incluye la cruel
tortura de Kerans en un ritual bárbaro), el científico consigue alejarse tanto
de aquéllos como de los militares que acuden al rescate. Pero en vez de
aparecer los créditos finales superpuestos a la imagen de los protagonistas
mirando con esperanza hacia el futuro mientras planean reconstruir la
civilización aprendiendo de los errores del pasado (tal y como habría hecho la
típica fábula postapocalíptica de Hollywood), se abandonan a la languidez de su
proceso involutivo, satisfechos con perderse a sí mismos en sus sueños de
pasados prehistóricos.
¿Es “El Mundo Sumergido”, tal y como muchos aficionados entusiastas afirman, una obra maestra del género? Yo no llegaría tan lejos. Siendo una novela aún temprana para Ballard, no es ni mucho menos tan sofisticada y eficaz como otras posteriores, en las que ya mostraba una innegable madurez en su prosa, caracterización y exposición de los temas.
Y
es que, en algunos aspectos, “El Mundo Sumergido” dista de ser una novela
plenamente satisfactoria. Además de su ritmo lento, tiene una estructura
episódica cuyas diferentes secciones no parecen encadenarse bien. Comienza con
un misterio biológico para adoptar luego una línea similar a la de “El Corazón
de las Tinieblas” (1899), de Joseph Conrad (con la que, efectivamente, comparte
algunos elementos: cazadores enloquecidos, hordas de nativos y tono opresivo y
enfermizo); y terminar abruptamente con las especulaciones con las que había
arrancado. Por otra parte, Ballard está más preocupado por la ambientación que
por la verosimilitud (no ya científica sino de la propia trama) y el desarrollo
de personajes, todos ellos bastante difíciles de entender y, por tanto,
simpatizar. El protagonista, Kerans, es un enigma y muchos de los secundarios
son meros peones para que la acción avance. Los aspectos prácticos a los que
otros autores de CF sin duda prestarían al menos algo de atención (de dónde
obtiene la expedición la comida, cómo purifica el agua, el equipo técnico que
utilizan…) son completamente arrinconados por Ballard.
Y, sin embargo, hay algo hipnótico, envolvente, en esa visión de un planeta transformado incluso psíquicamente. Sus descripciones del entorno poseen una consistencia surrealista que eleva a “El Mundo Sumergido” por encima de sus defectos, convirtiéndola en una obra de indiscutible poder de sugestión. El lector puede sentir el calor, la humedad y el brillo del sol; ver las junglas que ocultan el suelo firme y la vegetación que chorrea por los tejados y fachadas de antiguos hoteles y edificios de apartamentos; escuchar los gritos de las iguanas y los murciélagos gigantes… Las exóticas imágenes que evoca la prosa de Ballard recuerdan al tipo de imaginería empleado por Timothy Leary, el gurú del LSD, cuando describe la flotación como asociada a los niveles más elevados de consciencia que él atribuía al consumo continuado de drogas alucinógenas.
Ballard
parece querer utilizar su opresiva atmósfera como revulsivo incluso físico para
el lector. La parte en la que Kerans se sumerge en las entrañas sumergidas del
Planetario de Londres, nos recuerda que las fuerzas en juego eclipsan en
dimensión y alcance temporal al mero individuo: “Más abajo asomaba la cúpula del planetario, en la luz amarilla, y
Kerans pensó en un vehículo cósmico abandonado en la Tierra durante millones de
años y ahora revelado por el mar”. Cuando se encuentra atrapado en ese
edificio, contemplando las constelaciones de su cúpula, empieza a sufrir
hipoxia y su mente, consciente ahora de la enormidad de la escala ante la que
se halla, es presa de una visión: “Pasaron
épocas. Olas gigantes, infinitamente lentas y envolventes, rompieron y cayeron en
las playas sin sol del tiempo-océano, llevándolo de un lado a otro por las
aguas de la orilla, los limbos de la eternidad. Mil imágenes de él mismo se
reflejaron en los espejos invertidos de la superficie”.
Todas
estas imágenes asfixiantes, letárgicas, tienen la solidez propia de algo
cuidadosamente meditado. Cautivan la imaginación del lector igual que los
sueños involutivos la de los personajes del libro. Después de todo, quizá no
sea accidental que esos personajes y sus batallas por sobrevivir empequeñezcan
ante el intenso paisaje que les rodea. Ese es uno de los principales temas y
obsesiones de Ballard: el hombre es efímero, pero el tiempo y la naturaleza
perduran.
El mundo que se nos describe ya en las primeras páginas es al tiempo nuevo y muy antiguo, producto no del desarrollo sino de la regresión. Tras décadas de quizá inmerecido optimismo sobre el potencial humano para el avance científico y el advenimiento de un próximo paraíso levantado sobre el conocimiento y la tecnología, Ballard pone el énfasis en el regreso de lo antiguo, lo primitivo. Lo que en otros autores habría sido un escenario ideal para situar la aventura de unos exploradores intrépidos que se enfrentan al peligro armados con los valores y virtudes más queridos por nuestra civilización, para el escritor británico es un campo de minas psicológico que saca lo peor de cada cual:
“La creciente tendencia al aislamiento y
a encerrarse en ellos mismos que se manifestaba en todos los hombres del grupo,
y a la que sólo el alegre Riggs parecía inmune, le recordaba a Kerans el
metabolismo disminuido y la regresión biológica de todas las formas animales
cuando va a operarse en ellas una metamorfosis fundamental. Se preguntaba a
veces en qué zona de tránsito estaba entrando él mismo, y pensaba que su propia
regresión no era síntoma de una esquizofrenia latente, sino una cuidadosa
preparación para un ambiente radicalmente nuevo, con una lógica y un mundo
interior propios, donde las antiguas categorías mentales serían verdaderos
impedimentos”.
En el curso de la trama, Ballard vuelve una y otra vez a esta nueva relación entre el humano y su entorno y la tensión psicológica resultante. La sensación de peligro inminente es continua, peligro proveniente tanto de las exóticas formas de vida que habitan el nuevo ecosistema como de los traumas psicológicos que aquejan a los distintos personajes. Todo culmina en un pasaje casi onírico y nada concluyente que deja al lector tratando de encontrar sus propias respuestas.
Más
adelante en su carrera, para cuando escribió “Crash” (1973) o “Rascacielos”,
Ballard presentaría personajes cuya psicología les permitía vivir felizmente
adaptados a sus respectivas distopías. Es llamativo que esa idea ya estuviera presente
desde el comienzo de su obra. “El Mundo Sumergido”, como cualquier ficción
postapocalíptica, tiene un planteamiento terrorífico, pero el arco del protagonista,
Kerans, consiste en limpiarse de cualquier vestigio de la civilización anterior,
atender a la llamada de los sueños que empapan su mente e iniciar un viaje
hacia el inhabitable sur, perfectamente satisfecho en un entorno hostil al
hombre. En cambio, el coronel Riggs, con su deseo de seguir llevando una vida
con un propósito, orden y productividad; e incluso el pirata Strangman, se
presentan como quienes responden de forma equivocada a la situación, tratando
de sobrevivir de acuerdo a los dictados de un mundo que no existe en lugar de
aceptar el nuevo.
La
prosa de Ballard es sobria y precisa pero, al mismo tiempo, tremendamente
evocadora. Todo el libro rezuma calor y humedad espesos y opresivos y su
descripción del Londres sumergido y/o devorado por la selva tropical tiene una
intensidad, como ya apunté antes, casi psicodélica. Es un estilo apropiado dada
la fascinación de la novela con el subconsciente y los sueños. El viaje de
Kerans hacia atrás en la cadena evolutiva se refleja también en su desplazamiento
del plano consciente al subconsciente; los acontecimientos se desarrollan casi
como en una pesadilla febril, con la narración deviniendo cada vez más extraña,
añadiendo a la mezcla un toque de irrealidad conforme Keran sucumbe a sus
instintos más primigenios.
La misión de los escritores de CF no consiste en predecir el futuro, sino en escribir sobre el futuro en forma de reflexión sobre su presente. Ballard era sin duda muy consciente de ello. Aunque la novela está ambientada un siglo en el futuro y que la transformación ecológica que describe es natural y no producto de las actividades humanas, es inevitable para el lector moderno establecer equivalencias entre lo que aquí nos describe el autor y los efectos ya perceptibles del cambio climático en nuestro planeta. Y, sin embargo, a Ballard no le podrían importar menos en este libro las causas del apocalipsis. Lo que le interesa es cómo afecta el entorno a la psicología del individuo y cómo cambia aquélla bajo condiciones extremas. Su tema preferido, que la tecnología o las catástrofes no agravan nada que no anide ya en nuestro interior, demuestra ser tan actual como entonces. Es precisamente su comprensión de la mente humana bajo presión más que su visión profética de un mundo transformado por el cambio climático lo que mantiene la vigencia de “El Mundo Sumergido”.
Libro
muy atmosférico y psicológicamente intenso, deudor del surrealismo y la
psicología holística de Carl Jung, “El Mundo Sumergido” asentó a Ballard como
autor del género y nombre a tener en cuenta. Eso sí, como estoy seguro que este
comentario habrá dejado claro, pese a su brevedad no es una obra fácil ni para
todo el mundo. Dejando de lado los problemas comentados, tiene un tono
pesimista y toda su imaginería está dominada por la pérdida, la decadencia y la
muerte. Sin embargo, no se puede negar que está narrado con pasión y convicción
y que ofrece una lectura extraña y desafiante que asume los presupuestos de
aquel subgénero clásico de “catástrofes acogedoras” para luego subvertirlos,
afirmando que el apocalipsis no es sólo algo externo e impuesto a nosotros
mismos, sino que se gesta y expande desde nuestro propio interior.
Para los conocedores del autor, aquí encontrarán ya una obra encuadrada en su periodo de madurez y donde aparecen muchos de los temas que luego serían recurrentes en su carrera; quienes aún no se hayan familiarizado con él, ésta es una buena puerta de entrada a su trabajo, más accesible (tiene sólo unas 200 páginas según las ediciones), menos transgresora y exigente con el lector que algunos de los libros que vendrían después.
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