En la antigua Grecia, la comedia de Aristófanes “Las Aves” describía una ciudad utópica localizada en el cielo llamada Nefelococigia, lo que literalmente significa “Ciudad de las Nubes y los Cucos”. En 1721, en “LosViajes de Gulliver”, Jonathan Swift imaginó la ciudad flotante de Laputa. En 1869, “La Luna de Ladrillo”, de Edward Everett Hale, describía un satélite artificial lanzado accidentalmente con personas a bordo que acababan adaptándose a la vida en órbita. Aunque todas estas historias se han citado como la primera visión que la Humanidad tuvo de una “estación espacial”, lo cierto es que se trataba tan solo de fantasías que no incorporaban conocimiento alguno de las auténticas condiciones físicas del espacio exterior ni de los problemas que implica vivir allí. Sería necesario un largo y arduo trabajo científico para convertir los sueños de ciudades en el cielo en una posibilidad real.
El maestro de escuela ruso y pionero de la astronáutica Konstantin
Tsiolkovski fue el primero en presentar un proyecto funcional de estación
espacial. Se trataría de una instalación cilíndrica con invernadero,
laboratorio, viviendas y zona de acoplamiento para naves espaciales. Su novela
didáctica “Más Allá del Planeta Tierra” (1920) se anticipó a la actual estación
espacial internacional al imaginar una instalación con seis tripulantes
procedentes de Rusia, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, naciones
que, precisamente participan, en el proyecto.
En la década de 1920, los miembros de la Sociedad Alemana de Cohetes
ya hablaban. La obra de Hermann Oberth “Die Rakete zu den Planetenräumen” (1923,
“Los Cohetes Hacia el Espacio Interplanetario”) introdujo el término “estación
espacial”; mientras que el ensayo de Hermann von Noordung (seudónimo de Herman
Potočnik) “Das Problem der Befahrung des Weltraums” (1929, “El Problema de
Viajar por el Espacio. El Motor del Cohete”) entraba en detalles sobre el
diseño y la construcción de estaciones espaciales.
Más extravagante fue el extenso ensayo del inglés J.D.Bernal “The World, the Flesh & the Devil: An
Enquiry into the Future of the Three Enemies of the Rational Soul” (1929), en
el que predecía la construcción de gigantescas esferas en el espacio que servirían
de hogar para la Humanidad. Sin embargo, todas estas propuestas no dieron fruto
a corto plazo: en los años 30 y 40, los nazis redirigieron las actividades de
la Sociedad Alemana de Cohetes hacia la construcción de armamento y excepto los
experimentos que llevó a cabo en solitario el norteamericano Robert Goddard, el
interés por el viaje espacial se congeló.
Las excepciones fueron los escritores y lectores de ciencia ficción
norteamericana, quienes, respectivamente, alimentaban y devoraban las páginas
de las revistas pulp con relatos de emocionantes aventuras espaciales. Cuando
la revista “Science Wonder Stories” incluyó en 1929 entre sus contenidos el
texto de “El Problema de Viajar por el Espacio. El Motor del Cohete”,
acompañado de una portada de Frank R.Paul, los aficionados descubrieron el
concepto de Estación Espacial, que se incorporó inmediatamente a muchas
historias que examinaron sus posibilidades y concluyeron que sería de gran
utilidad en diversos ámbitos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los científicos alemanes
especializados en cohetes fueron llevados a Estados Unidos y la Unión Soviética
por unos gobiernos ansiosos por exprimir sus conocimientos. Uno de ellos,
Wernher von Braun, se convirtió en el científico jefe del programa espacial
norteamericano y, siguiendo la lógica de sus antiguos colegas en la Sociedad
Alemana de Cohetes, decidió que una estación espacial debería ser un primer
paso esencial para la conquista del espacio. Y así, en el número del 22 de
marzo de 1952 de la revista “Collier´s”, se publicaron varios artículos
firmados por científicos, entre ellos “Cruzando la Última Frontera”, de von
Braun, en el que defendía la construcción de una estación espacial
estadounidense. Ilustrado, entre otros, por el maravilloso Chesley Bonestell aquel
número legendario mostró por primera vez al público generalista el diseño en
forma de rueda o “donut” que acabaría convirtiéndose en una imagen icónica de
la cultura popular (reforzada más tarde por la película “2001: Una Odisea delEspacio”, 1968).
Impresionados por aquellos artículos, los escritores de CF se alistaron en la causa de promover las estaciones espaciales como una base necesaria para lanzar futuras expediciones a otros planetas del sistema solar. La novela que ahora nos ocupa fue una de ellas.
Primero, unas palabras respecto a su evocador título. Desde la
antigüedad, cuando el primer viajero espacial -en “Una Historia Verdadera”, de
Luciano de Samosata- literalmente “navegó” hacia la Luna y el Sol en un velero
desviado de su rumbo, la metáfora dominante para el espacio ha sido el mar.
Esta metáfora presenta el viaje espacial como una navegación por el espacio para
llegar a otros planetas. Al principio, la idea de las estaciones espaciales
apenas influía en la imagen de un mar espacial, ya que las primeras instalaciones
de este tipo que imaginó la CF solían ser de reducidas dimensiones y aisladas
entre sí, como pequeños faros flotando en el vacío. También se recurrió al
vocabulario náutico para encontrar una metáfora para ellas: “islas”, que no
sólo adoptó Clarke para esta novela sino también, por ejemplo, el físico Gerard
K.O´Neill para el primer habitat espacial que presentó en su ya clásico libro “High
Frontier: Human Colonies in Space” (1976): Island One.
Las rutinas propias de la vida en una estación espacial las abordaría
Clarke en dos obras. Una fue “Venture to the Moon”, un conjunto de seis
historias conectadas entre sí que se publicaron originalmente en el periódico británico
“Evening Standard” y que, más tarde, en 1958, se incluyeron en una compilación
titulada “The Other Side of the Sky” –inédita en español. El narrador de la
historia ayuda a construir tres estaciones espaciales y se convierte en residente
de una de ellas. Sólo tienen lugar dos auténticas crisis: un problema con el
suministro de oxígeno de la estación que se detecta cuando el canario de un
tripulante queda inconsciente; y la situación en la que se ven unos tripulantes
atrapados en una cámara desprendida del cuerpo principal y sin trajes
espaciales, debiendo exponerse brevemente al vacío espacial para ponerse a
salvo -un escenario mencionado anteriormente en “Las Arenas de Marte” (1951) y “Claro
de Tierra” (1955) y célebremente revisitado en “2001” (1968). (En su prólogo de
2001 a la compilación “La Trilogía Espacial” (inédita en español y que incluía
“Islas en el Cielo, “Las Arenas de Marte” y “Claro de Tierra”), Clarke señala:
“No puedo afirmar que “Claro de Tierra”
fuera la primera historia en la que seres humanos desprotegidos fueran capaces
de sobrevivir en el vacío. Le robe la idea, así como muchas otras cosas, al
brillante y tristemente efímero Stanley Weinbaum” -(concretamente de su
historia “The Red Peri”, 1935, inédita en español).
Pero la vida en una estación espacial, como en la Luna o Marte, suele
ser tranquila en las obras de Clarke: el narrador se aflige porque un cohete
que transportaba artículos que deseaba recibir no llega a la estación; un
presentador de televisión, enviado a la estación para presentar la primera retransmisión
mundial, queda tan satisfecho con su aire limpio y baja gravedad que decide establecerse
allí permanentemente; mientras visita subrepticiamente a su novia en otra
estación, el narrador observa una nave alienígena dañada, pero no informa de
ello; y mientras se prepara para despedirse de su propio hijo, que parte a una
expedición a Marte, el protagonista recuerda la firme oposición de su propio
padre a su deseo de salir al espacio.
En un cuento que bien podría haber formado parte de “Venture to the
Moon”, “¿Quién Está Ahí?” (1958, incluido en la recopilación Relatos de Diez
Mundos, la edición más reciente de 1986, por Nebulae), un hombre que está
participando en la construcción de una estación espacial se enfunda un aparatoso
traje cilíndrico para recuperar un antiguo satélite que podría convertirse en
«una amenaza para la navegación», anticipándose Clarke a lo que ahora
constituye un auténtico peligro orbital. Perturbado por los sonidos de una
criatura viva, teme estar llevando el traje espacial poseído por el espíritu de
un colega fallecido, pero el sonido procede de un cachorro que el gato de la
estación, “nuestro mal llamado Tommy (…)
había estado criando en la intimidad de la taquilla número 5 donde guardaba mi
traje”.
Las estaciones espaciales son muy frecuentes en las historias de Clarke, pero suelen ser elementos de segundo orden, lugares en los que los protagonistas se detienen brevemente durante un viaje largo, como en “Las Arenas de Marte”, “2001” o “Regreso a Titán” (1975); o instalaciones científicas, como la Estación Uno Citerea que orbita Venus en “The Lost Worlds of 2001” (1972). En “Islas en el Cielo”, en cambio, la estación y la vida que se hace en ella son los protagonistas absolutos.
“Islas en el Cielo” es un libro breve y sencillo en todos sus órdenes,
tal y como corresponde a su perfil de novela juvenil. Pero bajo esa aparente
simpleza, consigue al tiempo emular y deconstruir el género de aventuras
espaciales con protagonista joven. Y es que para ese público fue pensada,
escrita y editada dentro de la colección Winston Science Fiction de la
editorial de Filadelfia John C.Winston Company, que se había lanzado a este
campo en 1952 a la vista del éxito que estaban teniendo las novelas juveniles
de Robert A.Heinlein publicadas por Scribner´s a partir de 1947. Esta colección
incluyó 35 novelas de autores diversos, entre ellos algunos que se convertirían
en figuras importantes, como Poul Anderson, Ben Bova, Lester del Rey o el
propio Clarke.
El protagonista típico de estos relatos era un muchacho en la
adolescencia tardía con un talento destacado en electrónica, un hobby
fácilmente accesible para muchos lectores de entonces. En el caso que nos
ocupa, Roy Malcolm, de dieciséis años, es un experto en el mundo de la
aviación, su historia y tecnología, que gana un concurso organizado por una
aerolínea y se sirve de un vacío legal en las normas para exigir un viaje y
estancia gratis en una estación espacial.
De haberse escrito este libro hoy, el autor o autora habría alargado el segmento del concurso para incluir un triángulo amoroso adornándolo con unos toques distópicos. Pero a Clarke eso no le interesaba en absoluto y pocas páginas después ya está enviando a Roy al espacio, donde participa en diferentes aventuras, aumentando sus conocimientos, conociendo a los veteranos y convirtiéndose él mismo en un experimentado residente de la estación. Todo es muy episódico y se asemeja más a un diario de viajes en primera persona que a una novela convencional.
No hay un misterio o drama de fondo que desemboque en una revelación o
conclusión. La escasa trama avanza lentamente con el único propósito de que Roy
(y el lector con él) conozca nuevos lugares y aspectos de la estación. Hay un
par de situaciones pretendidamente tensas, pero siempre se resuelven al
comienzo del siguiente capítulo con un anticlímax: parece que alguien está
utilizando la estación espacial para hacer contrabando de armas… pero resultan
ser sólo accesorios para el rodaje de una película que van a filmar en el
espacio; Roy encuentra un extraño alienígena en un biolaboratorio del Hospital
Espacial Pasteur… pero no es más que una hidra (un pequeño organismo acuático)
que ha alcanzado un gran tamaño gracias a la baja gravedad; la estación
espacial recibe el impacto de un meteorito y se produce una brecha en el casco
… era sólo un simulacro organizado por el jefe de estación para poner a prueba
a los cadetes espaciales.
La falta de amenazas reales es deliberada y un rasgo que puede que
decepcione al lector moderno, pero que, desde luego, la diferencia de otras
novelas juveniles de CF de la época y marca claramente la intencionalidad
didáctica de Clarke. El entusiasmo e imaginación de Roy le hace creer que la
vida en la estación va a ser una aventura deslumbrante repleta de peligros de
lo más exótico. Pero lo que se encuentra es que todos esos sucesos emocionantes
tienen una explicación de lo más banal. El subtexto no puede estar más claro:
las amenazas que suelen presentarse en las novelas de CF juvenil (meteoritos,
piratas espaciales, extraterrestres) difícilmente serán las que deban afrontar
los astronautas reales.
En este mismo sentido, en una conversación de Roy con un compañero, en lugar de agresivos alienígenas, se habla de una amenaza para las estaciones más ordinaria pero también más real:
—¿Sabes cuál fue la dificultad mayor que tuvimos en la Estación Número Cuatro? —preguntó Norman Powell.
—No —contesté, como se esperaba de mí.
—Los ratones —declaró en tono solemne—. Lo creas o no, eran los ratones. Se escaparon algunos del laboratorio, y antes de que supiéramos qué pasaba, se habían multiplicado enormemente y estaban por todas partes.
—No creo una sola palabra —intervino Ronnie Jordan.
—Eran tan
pequeños que se metían en todos los conductos de aire —continuó Norman sin
prestarle atención—. Se los oía andar por todas partes cuando acercaba uno la
oreja a las paredes. No necesitaban abrir agujeros, pues los había ya a
montones, y ya imaginarán lo que pasó con la ventilación. Pero al fin acabamos
con ellos. ¿Y saben cómo lo hicimos?
—Pidieron prestados un par de gatos.
Norman lanzó a Ronnie una mirada desdeñosa.
—Se probó eso, pero a los gatos no les gusta la falta de gravedad. No servían para nada y los ratones solían reírseles en los mostachos. No: usaban búhos. ¡Tendrían que haberlos visto volar! Naturalmente, las alas les fueron muy útiles, y solían hacer las cosas más fantásticas. En muy pocos meses terminaron con todos los ratones.
Por eso, aunque suele considerársela una obra menor dentro de la
bibliografía de Clarke, yo diría que su principal logro es más significativo de
lo que aparenta a simple vista. No cabe duda de que Clarke explota las
convenciones de la space opera juvenil, y las supuestas amenazas de meteoritos,
extraterrestres y piratas espaciales brindan algunos momentos dramáticos en una
narración por lo demás irregular. Sin embargo, al mismo tiempo, también está
deconstruyendo el género al demostrar lo absurdo de tales amenazas: dado
nuestro conocimiento actual del sistema solar, hay muy pocas posibilidades de
que un gran meteorito impacte contra una estación espacial; sabiendo la
excepcionalidad de posibles formas de vida en nuestro sistema, hay muy pocas
posibilidades de que un alienígena visite una instalación orbital; y contemplando
unas razonables expectativas sobre la logística y la economía de los viajes
espaciales, hay muy pocas posibilidades de que la piratería espacial se
convierta alguna vez en una profesión. En este sentido, “Islas en el Cielo” es
a la vez un ejemplo, una reflexión y una crítica sobre la ficción espacial
juvenil.
Sin embargo, la última mitad de la novela sí presenta tres problemas
potencialmente letales. En primer lugar, mientras vuela de vuelta con otros
compañeros desde el Hospital Espacial Pasteur a la estación, Roy se desmaya debido
a un fallo mecánico: "Debe haberse
atascado la válvula automática de la provisión de oxígeno cuando quedó vacío
uno de los tanques". Luego, debido a haber experimentado un periodo
prolongado con escaso oxígeno a bordo, el piloto de esa nave comete un error y la
pone accidentalmente rumbo hacia el espacio en lugar de hacia la estación. Esta
situación obliga al lanzamiento de emergencia de combustible adicional desde un
impulsor de masa emplazado en la Luna para que la nave lo recoja, rodee el
satélite y regrese al espacio orbital de la Tierra.
Por último, durante el vuelo, la nave detecta un objeto misterioso. Se acerca para investigar y se retira inmediatamente tras ver en su casco "el símbolo de la muerte representado por la clásica calavera y los huesos cruzados". Resulta ser un contenedor de desechos radioactivos, uno de los muchos lanzados imprudentemente al espacio antes de que se reconociera el peligro de tales prácticas. De hecho, esos escombros que los humanos han esparcido por el espacio son peligrosos para la navegación aun cuando no sean radioactivos.
Por tanto, nos dice Clarke, los peligros de los cuales deberían
preocuparse los viajeros espaciales del futuro son aquellos derivados de fallos
en la maquinaria que hace posible sobrevivir en el espacio. Una decisión
equivocada podría resultar fatal.
Roy es un protagonista y narrador bastante aburrido. Como el Alexson de “Preludio al Espacio” (1951), es un tipo solitario que recuerda a otros personajes jóvenes de la primera etapa de Clarke como autor. No menciona ninguna novia ni amigos cercanos ni expresa interés alguno en el amor (los muchachos de las novelas juveniles de los años 50 sólo tenían madres, una situación que no empezaría a mejorar hasta los años 70). Su única relación cercana la tiene con un mentor masculino más adulto, su tío Jim, un abogado que le da la pista de que las normas del concurso le permitirían viajar a una estación espacial. Roy no se siente solo, y al final de la novela, después de que el comandante Doyle le ofrezca un puesto permanente en la Estación cuando sea mayor, decide rechazarlo. Y es que la relación que entabló con unos colonos marcianos que regresaban a la Tierra, le han abierto los ojos a otra meta:
"Las estaciones espaciales
se hallaban demasiado cerca de la Tierra para satisfacer mis anhelos. Aquel
pequeño mundo rojo que lucía entre las estrellas había capturado por entero mi
imaginación. Cuando volviera a saltar al espacio, la Estación Interior sería
sólo el primer escalón de mi camino hacia los planetas".
Si bien el "pequeño mundo rojo" puede reflejar un deseo de visitar Marte, la frase con la que concluye el libro –y que en inglés es mucho más elegante y evocadora: “my outward road from Earth” – sugiere una vida dedicada a aventurarse constantemente más y más lejos de la Tierra para explorar lo que se encuentra más allá. Roy es, por lo tanto, otro de esos protagonistas de Clarke que dará sentido a su vida persiguiendo grandes objetivos.
Dada la insulsez de Roy y la ausencia de carisma de los personajes que
le acompañan en la historia, podemos decir que las auténticas estrellas de la
novela son las estaciones espaciales. Clarke utilizó este libro para exponer
sus diversas ideas acerca del futuro del viaje espacial. Por ejemplo, estaciones
retransmisoras para toda la Tierra: “Finalmente,
a treinta y cinco mil kilómetros de altura, estaban las grandes Estaciones
Electrónicas, las que tardaban un día exacto en dar una vuelta completa a su
órbita. Por consiguiente, parecían estar siempre fijas sobre los mismos puntos
del planeta. Unidas por ondas radiales, proveían servicios de televisión a toda
la Tierra, así como también radio y teléfono. No había lugar alguno de la
Tierra donde no se pudiera sintonizar una u otra de estas emisoras. Y una vez
que dirigía uno su antena correctamente, no volvía a presentarse la necesidad
de cambiarla de nuevo. El sol, la Luna y los planetas podían elevarse y
ponerse, pero las tres Estaciones Electrónicas jamás se movían de sus
posiciones en el cielo”.
O los hospitales de microgravedad, como el Pasteur, donde “se efectuaban investigaciones sobre los
efectos de la gravedad cero y podía tratarse allí muchas enfermedades que eran
incurables en la Tierra. Por ejemplo, el corazón no necesitaba esforzarse tanto
para gobernar la circulación de la sangre, de modo que descansaba de una manera
imposible de lograr en la Tierra (…) Eran pocos los
pacientes que estaban enfermos de gravedad, aunque en la Tierra ya habrían
muerto la mayoría o estarían completamente desvalidos a
causa del efecto de la gravedad sobre sus corazones debilitados. Muchos podrían
volver con el tiempo al planeta, otros vivirían bien sólo en la Tierra o en
Marte, y los casos más severos tendrían que quedar permanentemente en la
estación. Era una especie de exilio, pero todos ellos parecían no sentirlo
mucho. En aquel inmenso hospital que relucía a los rayos del sol podía hallarse
casi todo lo que había en la Tierra… Es decir, casi todo lo que no dependiera
de la gravedad”.
Hay tres cosas en particular que resultan bastante sorprendentes. En
primer lugar, la nave espacial que transporta a Roy desde la Tierra hasta la
Estación Interior se parece notablemente al transbordador espacial: se
posiciona verticalmente para el despegue, está equipada con "alas"
que "entrarían en funcionamiento
sólo cuando volvieran a deslizarse por la atmósfera al regresar a la Tierra:
por el momento no servían más que de soportes para los cuatro voluminosos
tanques de combustible, semejantes a bombas gigantescas, que serían despedidos
no bien los hubieran agotado los motores. Estos tanques de líneas aerodinámicas
eran casi tan grandes como el casco de la nave.entran en acción solo cuando se
desliza de regreso a la atmósfera en su regreso a la Tierra".
En segundo lugar, Malcolm aprende por qué a nadie se le debería ocurrir la idea de viajar de polizón en una nave espacial:
"¿Tienes
la idea de embarcarte como polizón en el próximo navío? Si es así, olvídalo,
pues es imposible. Ya sé que en las novelas se habla de ello, pero jamás ha
ocurrido en la práctica; hay demasiados obstáculos. ¿Y sabes lo que le harían a
un polizón si lo descubrieran? Verás,
una persona de más en la nave reduciría el alimento y el oxígeno para los
otros, además de echar por tierra todos los cálculos para el consumo de
combustible. Por eso no vacilarían en arrojar el intruso al espacio.
—Entonces es una gran cosa que nadie lo haya hecho, ¿eh?
—Por cierto que sí…, aunque te aseguro que el supuesto polizón sería descubierto antes de iniciarse el viaje. En una nave del espacio no hay sitio alguno para esconderse.
Esta es, efectivamente, la premisa argumental de "Las Frías
Ecuaciones” (1954) de Tom Godwin, publicada dos años más tarde, lo que plantea
la posibilidad de que Goodwin tomara prestado su escenario de la novela de
Clarke. Ese cuento, publicado originalmente en “Astounding Science Fiction”,
fue, a su vez, llevado a la pequeña pantalla en episodios de “Out of This
World” (1962) y “La Dimensión Desconocida” (1985-87) así como en una mediocre
película de 1996. La misma idea fue también desarrollada en la película
“Polizón”, de Joe Penna, en 2021.
Y, en tercer lugar, nos presenta a un personaje, el comandante de la estación, que tiene ambas piernas amputadas:
“Era entonces todo un atleta, de
modo que la pérdida de sus piernas debió haber sido para él un golpe más rudo
que para la mayoría. Evidentemente, por esa razón vivía en la estación, único
lugar donde no sería un inválido. En verdad, gracias al extraordinario
desarrollo de sus brazos, era sin duda el hombre más ágil de la estación
espacial. Había vivido en ella durante los últimos diez años y jamás retornaría
a la Tierra. Ni siquiera se trasladaba a las otras estaciones del espacio donde
había gravedad, y nadie cometía el error de sugerirle un viaje a ellas”.
Es quizá una parte menor del libro, pero muy significativa: el espacio es un lugar donde la baja gravedad equipara físicamente a todos los hombres. En un género a menudo criticado por presentar personajes arios de constituciones perfectas, es muy destacable que Clarke decidiera, también aquí, subvertir las convenciones de la space opera. Éste sería uno de los muchos residentes en estaciones espaciales con similares minusvalías que han imaginado multitud de escritores, desde el Shikitei Bakin que trabajaba en el asteroide convertido en estación descrito por Frederik Pohl en “Pórtico” (1977) al jefe de control Tanaka de “Venus Prime I: Máxima Tensión” (1987) pasando por el jorobado John Ogelby de “Mundos Distantes” (1983) de Joe haldeman o el invidente comandante del S.S.Randolph en “Cadete del Espacio” (1948), de Heinlein.
Y hablando de Heinlein, a diferencia de éste, Clarke no hizo un
esfuerzo deliberado para conectar obras independientes que conformaran una
única narrativa coherente. Estuvo mucho más preocupado por mantenerse al día de
los avances científicos que en añadir o completar obsesivamente los capítulos
de una Historia del Futuro. Con todo, hay de vez en cuando algunas conexiones
entre sus historias. Por ejemplo, se vuelve a mencionar el Hospital Espacial
Pasteur en “2061” (1987), donde transportan a Floyd tras haber sufrido unas
graves heridas en la Tierra. Las plantas productoras de oxígeno y animales
marcianos que habían aparecido en “Las Arenas de Marte” (1951) se vislumbran
brevemente en unas fotografías:
“La fotografía que más me
interesó fue una vista de una de las grandes áreas de vegetación: el Syrtis
Major (…) A la distancia vi grandes extensiones plantadas con
la «Hierba del Aire». Al ir creciendo, esta extraña planta rompía los minerales
del terreno y dejaba en libertad el oxígeno, de modo que algún día podrían
vivir allí los hombres sin usar sus máscaras respiratorias. En primer plano se
hallaba el señor Moore con un diminuto marciano a cada lado. Aquellos seres
asían sus dedos con manos pequeñas similares a garras y miraban la cámara con
sus grandes ojos casi desprovistos de color. La escena resultaba emocionante,
pues parecía indicar el contacto amistoso de las dos razas”.
“Islas en el Cielo” es una novela difícil de recomendar sin salvedades. Cuando Clarke la escribió, fue presciente en algunas cosas pero no pudo prever otras. Hoy disponemos ya de una Estación Espacial, desde donde los astronautas mandan mensajes a través de las redes sociales y quizá a no mucho tardar reciban a turistas millonarios. Ni siquiera se había lanzado el Sputnik, pero Clarke supo imaginar con bastante precisión cómo podría ser la vida a bordo de una estación. Las estrictas pruebas a las que se somete Roy antes del viaje, las maniobras orbitales, el tipo de peligros a afrontar o el mismo concepto de turismo espacial, resultaron proféticas cuando aún deberían pasar tres años antes de que los Estados Unidos anunciaran el comienzo de la Carrera Espacial.
Al mismo tiempo, sin embargo, la exploración espacial la están realizando
hoy sondas robot, no colonos enviados a Marte o Mercurio, una posibilidad ésta
que está aún muy lejana, por no hablar de la vida alienígena en nuestro sistema
solar. Tampoco pudo Clarke predecir la microelectrónica y, más tarde, en
prefacios a ediciones posteriores de esta novela, admitiría que los satélites
automáticos eran mucho más eficaces que toda una estación espacial tripulada
dedicada a recibir y retransmitir señales. Otras dos predicciones no se han
materializado tampoco, pero se está trabajando en ello: plantas generadoras de
energía solar en órbita y catapultas lanzadoras de material en la Luna.
El problema de “Islas en el Cielo” no es que la tecnología y la
historia estén más o menos desfasadas y/o pequen de optimistas. Esto es
inevitable en la CF, pero puede soslayarse con facilidad si la historia que se
cuenta es sólida y emocionante. Sin embargo, lo que tenemos aquí es una novela
juvenil de doscientas páginas en la que todo el mundo es amable y en la que no
pasa nada memorable por mucho que ello sea un ejercicio de deconstrucción
deliberado. Ya lo he apuntado antes. No hay una verdadera historia de fondo que
se desarrolle de principio a fin sino una serie de episodios que sirven de
excusa para visitar un lugar que, obviamente, no existe hoy como el autor
imaginó.
Lo que hace que valga la pena leer a Clarke es su imaginería científica, lo que algunos han llamado “Poesía de la Ciencia”. No hay mucho de esto en “Islas en el Cielo” y casi todos sus otros libros tienen más. Pero no carece de ciertos momentos evocadores, como las descripciones de la Tierra desde el espacio. Hay que recordar que Clarke escribió esto antes de que se tomaran las icónicas imágenes que nos revelaran cuán azul es nuestro planeta. Clarke predijo que aquellas primeras fotografías, aun cuando no sabía con certeza cómo serían, se convertirían en un hito para la Humanidad en lo que se refiere a la visión que tenía de sí misma.
“Islas en el Cielo” es una novela para interesados, claro, en la obra y evolución de Clarke, pero también para aquéllos que deseen saber cómo veía el futuro una de las mentes más preclaras de la literatura prospectiva, en qué acertó y en qué se equivocó. Eso sí, no cuenta ni con una trama ni con unos personajes que vayan a dejar huella y, puestos a recomendar –quizá a un lector más joven- una novela juvenil de aquella época, casi cualquiera de las escritas por Heinlein ofrecerá más aventura, acción y suspense engarzados en un argumento con mayor enjundia.
Leí esta novela hace muchos años, concuerdo con tu análisis, son episodios sueltos sin mayor desarrollo de una historia. Pero de esto me di cuenta cuando terminé de leerla, en el mientras tanto, disfruté de la prosa de Clarke (sin olvidarme que era una novela de la década de 1950).
ResponderEliminarSaludos,
J.