Cuando uno piensa en comics de CF, lo más probable es que la escuela belga de la revista “Spirou” no sea lo primero que venga a la cabeza. Ello quizá se deba al eclecticismo temático del que siempre ha presumido esa cabecera (cuyas historias iban de la aventura a la fantasía pasando por el humor o el costumbrismo) así como a una orientación que muchos considerarían infantil-juvenil pero que, habida cuenta de su calidad global, yo prefiero calificar “para todos los públicos”. En cualquier caso, la revista sí dio origen a algunos personajes y series que pertenecen al género y que, además, demostraron una capacidad de supervivencia transgeneracional superior a muchos comics más laureados. Ahí tenemos, por ejemplo, a “Quena y el Sacramús”, “Yoko Tsuno” o “Jeremiah”, los tres con una ambientación, temática y dibujo completamente diferentes. “Los Hombrecitos” fue otra de esas series veteranas que merece la pena reivindicar.
“Los Hombrecitos” es, en su esencia, una serie de aventuras
con tono humorístico. Pero la CF está presente de un modo u otro en toda la
colección, empezando por la premisa: un meteorito reduce a los vecinos de un
apacible pueblo a un décimo de su tamaño original. Éstos se esconden de los
“Grandes” y, fuera de su vista y conocimiento, construyen una comunidad utópica
moderamente futurista gracias no sólo a una tecnología superior a la del mundo
de aquéllos (que incluye desde armas paralizadoras a sofisticados vehículos
aéreos o terrestres), sino a un espíritu solidario y animoso. Pero es que,
además y conforme avanza la serie, van tocándose tropos clásicos del género:
viajes por el espacio y el tiempo, universos paralelos, clonación, robots,
extraterrestres e intraterrestres…
“Los Hombrecitos” debutó en el nº 1534 de la revista “Spirou”, aparecido el 7 de septiembre de 1967. Con la aventura “Alerta en Eslapión”, firmada por Pierre Seron al dibujo y Albert Desprechins al guion, comenzaba esta serie que se prolongaría hasta 2010, totalizando 68 historias agrupadas en 44 álbumes.
Pierre Seron, natural de Lieja (Bélgica), tenía 25 años
cuando concibió la idea para “Los Hombrecitos”, pero llevaba ya cinco dedicado
profesionalmente al comic, un medio del que se enamoró desde su más tierna
infancia gracias a las revistas de “Tintín” y “Spirou”. Debido a la profesión
de ingeniero de su padre, la familia hubo de viajar bastante durante algunos
años, pero con cada traslado, Seron jamás dejó atrás ni su afición ni sus
inapreciables revistas. Cuando por fin regresaron a Bélgica en 1957, sus
padres, reconociendo la aptitud de su hijo de quince años, lo matricularon en
el prestigioso Instituto de Bellas Artes de Saint-Luc, en Lieja. Por ese
centro, años después, pasarían por su sección de comic grandes autores como
Andreas o Schuiten, pero por entonce
s la historieta era algo que no gozaba del
respeto actual y Seron se aplicó en las artes gráficas, el interiorismo y la
publicidad. Pero la historieta nunca desapareció de su mente ni su corazón, en
buena medida porque a Saint-Luc también acudieron otros jóvenes como él con los
que pudo compartir su pasión y que soñaban con emular a los grandes maestros de
su país, como Hergé, Franquin o Jijé.
En 1962, tras graduarse, Seron, con 19 años, consigue
trabajo de ayudante de Dino Attanasio en su taller de Bruselas, donde acude
todas las mañanas en tren. Attanasio, de origen italiano pero nacionalizado
belga, fue un dibujante tremendamente prolífico y versátil que trabajó en
multitud de series colaborando con algunos de los más grandes nombres del comic
franco-belga, desde Goscinny a Uderzo, pasando por Charlier, Eddy Paape, Greg, Jean
Graton o Victor Hubinon. Tal era su volumen de trabajo que necesitaba jóvenes
ayudantes que realizaran los fondos de las historietas, anuncios publicitarios
u otros trabajos menores. Este periodo en el que no sólo pulió sus habilidades
gráficas sino que pudo ampliar su círculo de conocidos en la industria, llegó a
su fin cuando hubo de incorporarse al servicio militar durante 18 meses.
Después, ya casado, se encontró con nuevas exigencias financieras que le
llevaron a aparcar su sueño de convertirse en historietista y aceptar el
trabajo de decorador en unos grandes almacenes de Lieja.
Y entonces, el destino llama a su puerta…o a su teléfono
más bien. Al otro lado de la línea está Mittéï, seudónimo de Jean Mariette, otro
clásico del comic belga, apasionado de “Spirou” desde los años 30, estudiante
de Saint-Luc y artista todoterreno que se había movido en la publicidad, la
ilustración, la animación y, desde finales de los 40, los comics. Como
Attanasio, abarcaba más trabajo del que podía realizar en solitario y utilizaba
ayudantes. El último había sido Dany (más tarde, creador de series muy famosas,
como “Olivier Rameau” o “Arlequin” –con Jean Van Hamme- y continuador de otras,
como “Bernard Prince”), amigo de Seron en Saint-Luc y a quien recomendó cuando
tuvo que marcharse al servicio militar. Y así, en 1966 y durante un año, Seron
fue quien entintó y dibujó los fondos para varias series firmadas por Mittéï.
Ese periodo de perfeccionamiento le ayudó a ganar la suficiente seguridad en sí mismo como para pensar seriamente en dibujar sus propios comics. Aunque tanto Attanasio como Mittéï estaban más vinculados con “Tintín”, él decidió llamar a la puerta de “Spirou”. Había trabajado en ambos estilos y tenía claro que no le interesaba el enfoque más realista de la mayoría de series de “Tintín”. Su primer amor y aquella cabecera con cuyo espíritu y estilo gráfico se sentía más identificado, era “Spirou”. Al editor de ésta, Charles Dupuis, le gustó su estilo, muy reminiscente de Franquin y le abrió las puertas siempre y cuando aportara un personaje. Una semana después, le presentaba “Los Hombrecitos”.
Como ya he apuntado más arriba, el origen de la diminuta
comunidad se narra en la primera aventura, “Alerta en Eslapión”, como un
flashback de diez años en el pasado: un joven científico encuentra el fragmento
de un meteorito en su jardín del apacible pueblo de Rajevols y lo lleva a su
laboratorio. Al día siguiente, todos aquellos que habían tocado la roca, se ven
reducidos a un tamaño liliputiense como también aquellos con los que
mantuvieron un contacto físico tan leve como un apretón de manos. En poco
tiempo, toda la población ha sido miniaturizada. Gracias a los científicos que
trabajaban en un centro de investigación localizado allí, desarrollan la
tecnología necesaria para construir una ciudad a su escala: Eslapión. Mientras
tanto, el resto del mundo cree que Rajevols se ha quedado vacío debido a una
inmigración masiva.
Todas estas primeras aventuras consistirán en evitar que los Grandes les descubran e interfieran con la armoniosa y próspera existencia que han conseguido levantar en las cuatro cisternas en desuso del viejo castillo del pueblo, siendo el líder no oficial de la comunidad, Renaud, quien encabeza todas las misiones.
Así, en “Alerta en Eslapión”, los Hombrecitos deben evitar
que unos militares establezcan un campamento en los terrenos del castillo que,
inevitablemente, acabaría revelando su existencia. En “Los Fugitivos”, los dos
únicos internos de la prisión de Eslapión, escapan de su cautiverio campo a
través hacia la ciudad. Renaud, a la cabeza de una patrulla, tendrá que
enfrentarse a múltiples dificultades para atraparlos antes de que algún Grande los
encuentre y la existencia de Eslapión se revele al mundo. En “El Hombrecito Que Ríe”, el encargado de
cultivar los champiñones que sirven de alimento a la comunidad, enferma de una
misteriosa dolencia que le provoca una risa incontenible y le incapacita para
realizar su trabajo. La carencia de alimento es ya alarmante y, aunque ello
signifique revelar su existencia, el consejo de Eslapión toma la decisión de ir
en busca de un doctor jubilado, Hondegger, antiguo vecino de Rajevols, para que
trate al enfermo. Burlando la vigilancia de unos suspicaces militares, los
Hombrecitos no sólo conseguirán su objetivo, sino que Hondegger, quien tiene ya
poco por lo que vivir en el mundo Grande, decide someterse a los efectos del
meteorito y pasar a formar parte de la comunidad de Eslapión, convirtiéndose en
lo sucesivo en uno de los personajes principales de la serie.
En “El Gallo en su Salsa”, los Hombrecitos, mientras
trasladan por la noche con sus vehículos aéreos bloques de mármol para
construir una piscina en Eslapión, dañan involuntariamente la veleta del
campanario de la iglesia de Rajevols. Renaud deberá hacer todo lo posible para
ocultar los restos del vehículo allí estrellado antes de que la luz del día lo
deje a la vista de todos los Grandes. En “Pascuas para Dos Niños”, los
Hombrecitos prestan ayuda a una familia de granjeros necesitados. Y en “Ratones
y Hombrecitos”, ante una carestía de azúcar debido a un accidente en los
depósitos, Renaud organiza una expedición para ir a buscar ese alimento a los
grandes almacenes de la ciudad. Pero en el viaje de vuelta, uno de los coleos
(los vehículos aéreos) tiene una avería y se ve obligado a aterrizar. El olor
del azúcar atrae a un grupo de ratones que se convierten en una amenaza y
separan a Renaud y tres de sus compañeros del grueso del grupo antes de que
pueda llegar ayuda. Con su tamaño, sin brújula y a la distancia a la que se
encuentran de Eslapión, su marcha de regreso se convierte en una odisea que
dura meses…
Este conjunto de historias no serían publicadas
originalmente en álbum (el primero de la colección, como veremos, sería “El
Éxodo”), quizá porque su calidad o duración aún no las ameritaba para tal
formato. Efectivamente, se trataron más bien de historias de prueba que
sirvieron para establecer el contexto, tono y personajes de una posible serie,
pero que se centraban casi exclusivamente en la acción. De hecho, a pesar de su
evidente imaginación y mensaje positivo, a Charles Dupuis le costó convencerse
de las posibilidades reales de la obra. Al fin y al cabo, se trataba del primer
trabajo en solitario de un joven que hasta ese momento sólo había realizado
labores de pasantía para otros autores. Por eso, se le encargaron los guiones a
un hombre de confianza de la casa, Albert Desprechins, periodista, escritor y
director de otras revistas de la editorial. La dinámica que se estableció dice
mucho de los reparos del editor respecto a la capacidad de Seron. Éste aportaba
la premisa y Desprechins elaboraba un guion que sometía directamente a Dupuis.
Tras dar el visto bueno, se entregaba a Seron para que lo dibujara. En fin, que
éste, pese a ser el creador de los personajes y las historias, quedaba en buena
medida marginado del proceso.
Quizá lo que más le atraía al editor del estilo de Seron
era su dibujo, claramente influido por el de André Franquin, pilar de la
editorial y maestro del comic por méritos propios. De hecho, ese parecido entre
ambos dibujantes (el cual desagradaba bastante a Franquin) fue un sambenito con
el que Seron tuvo que cargar durante toda su carrera. Se le acusó de plagiador,
de sucedáneo de Franquin… Esos ataques no carecían de base. Seron era tan
admirador de Franquin, lo consideraba un dibujante tan perfecto, que no podía
sino mimetizar su estilo, sus soluciones gráficas y hasta ciertos diseños. Pero
tales críticas también son injustas por otras razones. Para empezar, no son
tantos los autores que puedan ufanarse de haber imitado el estilo de Franquin y
haber salido bien parados. Y, aunque podría reprochársele a Seron el no haberse
esforzado por liberarse de la sombra de su primera influencia y trata
do de
encontrar un estilo propio, en este caso conviene también conocer algo de la
situación en la que se encontraba la escudería de autores de “Spirou” en ese
momento, una situación de la que, hasta cierto punto, fue víctima Seron.
“Los Hombrecitos” tenían todo lo necesario para triunfar como lo hicieron: un concepto básico original y un artista capaz de plasmarlo con encanto. El problema aquí fue la larga sombra proyectada por Franquin, un autor al que Charles Dupuis tenía en un altar, primer ganador del Gran Premio de Angouleme y venerado hasta por el mismísimo Hergé. Una figura, en fin, de un peso abrumador para cualquiera que hubiera de compartir espacio con sus páginas en una revista. Pues bien, las primeras planchas de “Los Hombrecitos”, muestran que Seron sí estaba tratando de desarrollar un estilo personal, a mitad de camino entre el de Dany y el de Wasterlain (otro de los renovadores del comic francobelga y pupilo de Attanasio y Peyo).
Ahora bien, para cuando Seron se incorporó a “Spirou”,
tanto el editor como el redactor jefe, Yvan Delporte, estaban sudando tinta
intentanto prolongar la Edad de Oro propiciada en los años 50 por el trabajo de
unos autores irrepetibles que, ahora, quince años después habían emprendido
otros caminos. Morris se llevaría “Lucky Luke” a Dargaud en 1968; Eddy Paape,
enfadado por la falta de promoción de sus álbumes, se marchó a Ediciones
Lombard (la editora de “Tintín”); Franquin abandonó Spirou por las mismas
fechas; Peyo estaba cada vez más ocupado con sus proyectos cinematográficos de
Los Pitufos; Tillieux no daba abasto escribiendo guiones para terceros; Jijé
también se pasaría a Dargaud y esta misma editorial absorbía la mayor parte de
la producción de Charlier y Hubinon; Roba cada vez producía menos…
Y así, paradójicamente, en el momento en el que el comic belga se hallaba en su cénit, también empezó a declinar atrapado por un movimiento envolvente de la competencia francesa, el auge de los comics para lectores más adultos y la fatiga de sus fundadores.
La redacción de “Spirou” se ve obligada entonces a llenar
los huecos dejados por las series firmadas por sus autores punteros. Es el
momento de probar suerte con los pupilos de aquéllos: Gos (“Quena y el
Sacramus”), Derib (“Yakary”, “Buddy Longway”) y Walthery (“Natacha”) habían
aprendido en el taller de Peyo; Roger Leloup (“Yoko Tsuno”) provenía del
estudio de Hergé… Y todo ello en un periodo turbulento para la revista, con un
redactor jefe, Yvan Delporte, cada vez más enfrentado a la dirección por su
actitud antimilitarista y prosindical (acabaría abandonando el puesto en 1968).
Y así, Serón encuentra una puerta de entrada. Pero a cosa de ceder a la presión para modificar su estilo y aproximarlo al de su referente más próximo, Franquin. Esto, como he dicho, le sienta bastante mal a éste, que lo interpreta –puede que correctamente- como una maniobra de Dupuis para sustituirlo por un imitador o, peor aún a sus ojos, un plagiador.
Seron fue un damnificado de los profundos cambios que estaban
aconteciendo en el mundo del comic francobelga y que desembocaron en lo que se
ha venido en llamar de forma un tanto genérica, “comic de autor”. Dupuis
insistía en seguir manteniendo un formato muy económico que le había funcionado
bien, pero que empezaba a estar caduco: series eternas protagonizadas por un
héroe que, con el pasar de los años, iba pasando de autor en autor y sobre las
que la editorial mantenía los derechos.
Pero el auge del formato del álbum en los años 70 cambió
las reglas del juego. Los autores y no los personajes eran ahora las estrellas
y como tal los identificaban tanto los lectores como los medios de
comunicación. Seron, junto a otros colegas de su generación en circunstancias
parecidas, se encontró así encasillado en una política editorial que se aseguró
de que “Los Hombrecitos” jamás gozara de la atención de la crítica por mucho
que reuniera en torno a sí un público fiel capaz de apreciar sus virtudes. Los
maestros originales los verían como meros imitadores; los autores de comic
“adulto”, como dibujantes para niños sin personalidad propia; y quienes
llegaron en la siguiente oleada de autores de la revista “Spirou”, ya en los
80, dispuestos a romper las reglas y explorar nuevos caminos (Hislaire, Frank
Pe, Yann, Tome y Janry, Berthet, Makyo, Le Tendre, Frank Le Gall…), como
continuadores paniaguados y conformistas.
Volviendo a estas primeras aventuras, aunque se trata básicamente anécdotas alargadas –a veces en exceso- son eficaces y desarrollan coherentemente la premisa inicial. Así, se abordan problemas relacionados con el tamaño de los Hombrecitos (unos 15 o 20 cm), como el suministro de alimento o materiales o el problema que supone el volumen de voz de los Grandes para unos oídos tan pequeños como los suyos. El diseño de vehículos, de interiores y la propia ciudad de Eslapión, tiene un encantador aire futurista –muy deudor, es verdad, del presentado por Franquin en los álbumes de “Spirou” con el villano Zorglub)-
También es de destacar que, aun cuando el señor Renaud sea
el “hombre que resuelve” y quien da las órdenes sobre el terreno, el espíritu
subyacente es el de una serie coral. Eslapión tiene un alcalde que es quien
toma las decisiones asistido por un consejo. Y aunque a veces ello sirve para
aportar un toque cómico (no se diferencia tanto de las astracanadas que se
escuchan en cualquier reunión de vecinos), no se trata de políticos corruptos,
estúpidos o inútiles, sino de individuos comprometidos con la comunidad. En “De
Ratones y Hombres”, por ejemplo, se piden voluntarios para ir en una misión y
se presentan tantos como para tener que seleccionarlos al azar.
En fin, que, hasta cierto punto, se trata de una serie
coral que trata de alejarse de ese formato muy norteamericano en el que el
solitario individualista –o rodeado de un pequeño conjunto de fieles- salva al
grupo, la ciudad, el país o el planeta. Pero lo cierto es que desde un punto de
vista narrativo, esta aspiración comunal no es del todo sostenible, tal y como
demuestra que, con la excepción de Renaud y el Alcalde, en estas primeras
historias el resto de personajes quede muy desdibujado, siendo poco más que
figurantes sin personalidad ni, en la mayoría de los casos, siquiera nombre. A
la postre y si se quiere lograr la conexión con el lector, es necesario
destacar a uno o varios protagonistas sobre todos los demás.
Por cierto, que los nombres de los principales personajes
no son aleatorios. Los comics francobelgas de finales de los 60 y comienzos de
los 70 se caracterizaban por el recurso a ciertos clichés, incluyendo que el
apellido del héroe evocara ciertas virtudes morales o el triunfo de la
modernidad: Michel Vaillant, Marc Dacier, Vic Video… Por eso no le faltó ironía
a Seron cuando bautizó a su principal personaje con el nombre –sólo ligeramente
modificado- del mayor fabricante automovilístico del país: Renaud; Lapaille
(Lapaja) y Lapoutre (Laviga) hacen referencia a la parábola evangélica; Dimanche
(Domingo) recuerda al personaje de Viernes en la novela “Robinson Crusoe” y
evoca la figura del noble salvaje aun cuando se trate del más civilizado de los
Hombrecitos. Antes de convertirse en un personaje importante, Cédille aparece
representada como una muñequita descerebrada, un elemento innecesario como
puede ser el signo diacrítico del que toma el nombre y que aún se usa en
francés (la cedilla). El nombre del doctor Hondegger evoca un objeto científico
(el contador Geiger)…
Por otro lado, y recuperando las similitudes con Franquin, estas primeras historias exhiben el mismo antimiliarismo que el maestro ya había plasmado en algunas aventuras de Spirou y que se acentuaría más adelante en sus “Historias Negras”. Los militares aquí son paranoicos, torpes, prepotentes e ineficaces. Por el contrario, la ordenada, armoniosa y floreciente utopía de Eslapión, tiene poco que ver con el caos, anarquía y violencia con la que Franquin estaba ya por entonces alimentando su otra gran serie, “Gaston el Gafe”.
(Continúa en la siguiente entrada)
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