martes, 12 de marzo de 2024

1987- EL ARCHIVISTA - Schuiten y Peeters

 

El mundo de las Ciudades Oscuras es más que una serie de comics inserta en un universo compartido. Iniciada en 1983 por el dibujante François Schuiten y el guionista Benoît Peeters, este fresco conceptual y estético es una de las obras más ambiciosas y únicas en la historia de los comics. El dúo encontró en este conjunto de historias el lienzo intelectual perfecto para experimentar con diversos tipos de historias y estilos gráficos, desplazándose de la fantasía al steampunk sin perder coherencia.

 

Para entender Las Ciudades Oscuras es preciso imaginar un universo paralelo al nuestro cuya arquitectura y urbanismo se asemejan a los de diferentes periodos de nuestra propia historia, pero sin ser exactamente iguales ni seguir una evolución parecida. En el mismo periodo temporal, algunas de las ciudades de ese mundo presumen de clasicismo mientras que otras abrazan el Art Nouveau o se someten a las exigencias del industrialismo. Cada una de esas ciudades es producto de las ambiciones y sensibilidades de sus respectivos ciudadanos, los cuales, a su vez, se ven influidos por las estructuras que les rodean, individual y colectivamente.

 

La pericia técnica de Schuiten es inseparable de este babélico proyecto, creando entornos en los que el lector puede zambullirse y permitiéndose diversos experimentos gráficos en cada álbum, variando el formato, realizándolos en color o blanco y negro (o una combinación de ambos), añadiendo fotografías, insertando diferentes códigos narrativos… Y en cuanto a las historias, como la arquitectura de las ciudades, están sutilmente conectadas a través de diferentes puntos geográficos del mismo mundo y distintos periodos históricos, pero todos ellos en lo que nosotros podríamos identificar como el pasado.

 

A veces, las historias que se narran en Las Ciudades Oscuras tienen un enfoque más personal, más íntimo (como “Brusel”); y en otras ocasiones abordan temas más universales (“La Frontera Invisible”, “La Torre”), pero lo que permanece constante es la relatividad del Espacio y el Tiempo, la abundancia de elementos simbólicos, un fuerte sustrato intelectual y una constante declaración de amor al arte junto a otra de repulsa a las estructuras políticas que oprimen al individuo. A lo largo de los álbumes han ido apareciendo multitud de personajes rebeldes y curiosos, misterios irresolubles y conceptos maravillosos en un mundo de cuyos inicios y fin sabemos muy poco.

 

En 1987, aparecieron dos entregas de este ya por entonces imprescindible ciclo. Por una parte, el tercer álbum regular, “La Torre”, un comic tradicional; por otra, “El Archivista”, un volumen especial que adopta el formato de libro ilustrado en el que, sin embargo, texto e imágenes están firmemente imbricados.  

 

La portada es ya la primera imagen de la historia que nos aguarda en su interior. En ella vemos al archivista del título, Isidore Louis, un hombre pequeño, con una calvicie incipiente, que acarrea una considerable pila de libros y documentos, caminando por un pasillo flanqueado por inmensas estanterías de libros imposiblemente grandes y vetustos que parecen a punto de desplomarse y sepultar al hombrecillo. Junto a este entorno polvoriento y gris, su propio nombre, habitual en el siglo XIX, nos remite a una época pasada.

 

La primera página es un conjunto de cuatro viñetas –que, junto a otra hacia el final del volumen, es lo más parecido a un comic tradicional que encontraremos aquí- con textos al pie de cada una de ellas en los que nos informan que Isidore trabaja desde hace treinta y siete años en el Instituto Central de los Archivos, concretamente en la subsección de Mitos y Leyendas, un departamento bastante menos prestigioso que los dedicados a la Economía, Ciencias Políticas, Filosofía o Arte.

 

El poco interés que despierta el tema en esa institución lo demuestra su localización: un pequeño despacho pobremente iluminado en el ático. Isidore se queja del escaso reconocimiento de que goza su trabajo y los tópicos que tiene que soportar: “Y lo peor era que los demás pensaban que había encontrado un chollo, una bicoca”. El caso es que recibe el encargo de elaborar un informe sobre las Ciudades Oscuras, a las que se refiere como “El Otro Mundo”. De hecho, la creencia en la existencia de ese universo paralelo parece estar aumentando en la sociedad y el Instituto quiere con ese documento desmentir lo que considera una peligrosa superstición.

 

El grueso del volumen consiste en ese informe propiamente dicho y que se organiza en veinte bloques: en la página izquierda, una viñeta en blanco y negro que ocupa un cuarto de la plancha y que muestra a Isidore en su despacho, revisando un creciente número de documentos que van invadiendo todo el espacio disponible en cada iteración de esa viñeta, variando asimismo la iluminación y la postura y actitud del propio personaje. Debajo, un texto de tres o cuatro párrafos en los que se transcriben fragmentos del informe relativos a la imagen que ocupa la página derecha. Ésta, a todo color, es una vista de alguna de las Ciudades Oscuras. Varias de las ilustraciones se refieren a la misma ciudad, incluso en distintos periodos temporales, como las planchas 5 a 8, en las que puede verse la evolución de Brusel; o las nº 13 a 16, con la ciudad de Mylos.

 

Aunque al principio él mismo se muestra escéptico y revisa el material con cierto distanciamiento, conforme se sumerge en los documentos que ha encontrado al respecto, Isidore va convenciéndose de que las Ciudades Oscuras son una realidad, lo que le sitúa en una posición de conflicto con sus superiores. Esto lleva, al término del informe, a otra página de cuatro viñetas con textos al pie, la nº 48, en la que los mandamases del Instituto le presionan para que modifique sus conclusiones. Dado que él se niega a someterse, aquéllos deciden enterrar todo el asunto: el informe es censurado, toda la documentación destruida e Isidore despedido, quedando a la espera de que alguien acuda a su domicilio para silenciarlo definitivamente.

 

Esta parte final del álbum consta de otras seis ilustraciones de ciudades, acompañadas de textos escritos ya por Isidore a título personal y que concluyen en un dibujo final en el que, por primera vez, vemos claramente sus facciones (inspiradas, por cierto, en las de Jorge Luis Borges, autor de un cuento, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (1940) que los autores tomaron igualmente como referencia para idear este álbum).

 

No resulta difícil entender por qué los autores decidieron que “El Archivista” no formara parte de la colección regular de Las Ciudades Oscuras y se publicara como volumen especial. Y es que, a primera vista, parece un simple pretexto para que Schuiten demuestre su inmenso talento de ilustrador de paisajes urbanos. Su estilo recuerda poderosamente al del pintor polaco Wojtek Siudmak en el sentido de que las suyas son imágenes tan plausibles como fantásticas, con un tremendo poder evocador y en las que el paisaje o las estructuras empequeñecen al hombre que las ha construido, que las habita, que las descubre o que las admira.

 

La primera ilustración, “La Falla”, en la ciudad de Chula Vista, representa un muro monumental fragmentado por una falla de origen ignoto. Al fondo, puede apreciarse un despejado cielo azul. En primer plano y enfilando hacia la abertura, vuelan unas aves de enorme tamaño transportando a uno o dos individuos en su lomo. Algo más lejos, se distinguen también varios dirigibles que dan idea de la escala titánica de la ornamentada construcción.

 

Muy diferente en tema y propósito es la Pieza nº 2, “Xhystos, Vista del Gran Mercado de Zarbec”, imagen que captura un instante de paz y armonía en el vuelo de un hombre a bordo de un extraño aeroplano de diseño primitivo flanqueado por unas gráciles aves sobre los tejados de metal y cristal de Xhystos. Es una instantánea que mezcla la maravilla y lo familiar y que proporciona una idea certera del nivel tecnológico de esa ciudad en esa época. En cambio, la Pieza nº 5, “Brüsel, Vista del Barrio de Marolles y del Palacio de los Tres Poderes”, no ofrece un fragmento a partir del cual imaginar toda una historia, sino un paisaje alegórico que, de nuevo, combina la plausibilidad con cierta atmósfera onírica: un palacio enorme y monumental de piedra blanca dominando desde una colina una ciudad oscura e inundada por la niebla y que simboliza cómo el poder aparentemente intocable se sustenta sobre la gente ordinaria por mucho que ésta permanezca casi invisible.

 

Pero sería injusto reducir “El Archivista” a la categoría de colección de bonitas postales. Y es que Peeters imaginó una narración que permite dar coherencia a todo el conjunto y, a la vez, contar una historia autónoma. Las viñetas en blanco y negro de las páginas pares muestran, como he dicho, a Isidore trabajando. Pero existe una progresión lógica en esas imágenes que permite al lector apreciar cómo el funcionario se implica en su encargo, así como la cada vez mayor extensión de su investigación. Este elemento constituye una auténtica narración secuencial, un comic en definitiva.

 

Por otra parte, los textos del informe de Isidore combinados con las ilustraciones a página completa proporcionan un considerable volumen de nueva información sobre el universo de las Ciudades Oscuras. Hay, por supuesto, referencias a ciudades ya visitadas en los primeros volúmenes (Samaris, Urbicanda, La Torre), pero también la presentación de otras que acabarían teniendo álbum propio (Brusel) y otras que probablemente no lo tengan nunca (Mylos, Calvani…). En particular, los autores establecen claros vínculos con “La Fiebre de Urbicanda” a través de las manifestaciones físicas de la Red, fenómeno que se introducía en ese álbum y que aquí está presente en cuatro de las ilustraciones. 

 

El hilo narrativo de Isidore tiene también otra lectura, la del gris y desdichado funcionario que, como un personaje de Kafka, acaba aplastado por la misión que se le encomienda y que acomete con celo y talento, pero cuyo trabajo, a la postre, puede adivinarse que cambiará el mundo. En este sentido, las influencias de Peeters van de Julio Verne a H.P. Lovecraft (al que no resulta difícil evocar en la última imagen y las últimas palabras: “He vuelto a mi casa. Sentado en mi mesa en la posición en la que el documento me representa. He anotado los últimos hechos y ahora estoy tranquilo. Espero su llegada. Sé que no tardarán”). Otra de las páginas, dedicada a la Torre, es una declaración explícita de las fuentes de inspiración de Schuiten: Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875), Gustave Courbet (1819-1877), Édouard Manet ( 1832-1883), Eugène Delacroix (1798-1863) y Gustave Doré (1832-1883).

 

A medida que nos sumergimos en el espíritu de “El Archivista”, detectamos en ciertos observaciones y comentarios un metadiscurso juguetón. El enfoque de Louis se fusiona orgánicamente con el del lector: ambos descubren las Ciudades Oscuras a través de extractos de textos de orígenes variados y una colección heterogénea de imágenes. En un momento determinado, Isidore parece estar refiriéndose a sus propios creadores cuando afirma: “¿Qué demiurgo podría ofrecernos este mundo? (…) Un hombre, quizás, pudo tener las cualidades necesarias para imaginar el conjunto de las Ciudades Oscuras: Eugen Robick, “Urbatecto”, es decir, “inventor de ciudades”, es descrito como hábil dibujante, escritor de talento, trabajador infatigable”.

 

Esta jactancia se repite en la pieza nº 17, “Monte Michelson, la Distracción del Astrónomo”, en la que, a través del texto, Peeters nos explica que su pretensión era la de crear un mundo diferente que no perteneciera ni al reino de la Fantasía ni al de la Ciencia Ficción: “Quizá sea una leyenda, pero de tal amplitud, de tal calidad de presencia, que se distingue de cualquier invención similar. No hay aquí nada maravilloso, no hay delirio, ni genios ni unicornios, ninguna de esas grotescas naves que revolotean de una estrella a otra, sino un mundo completo con sus arquitectos y sus leyes, sus técnicas y sus escándalos, sus religiones y sus locuras. Un mundo que, si bien tiene más de un punto en común con el nuestro, parece haberse desarrollado de forma más sistemática y, si me atrevo a decirlo, más armoniosa”.

 

Pero también es posible interpretar estas declaraciones como algo más que un fogonazo de soberbia. En las reflexiones de Isidore, Peeters introduce el concepto de Pasaje, una especie de conexión entre nuestro mundo y el de las Ciudades Oscuras, como si el don de la creación propio del artista proviniera de su capacidad para acceder a una dimensión de la imaginación, de conectarse a una fuente infinita de inspiración alimentada a su vez por un sinfín de individuos.

 

Lejos de ser un complemento más o menos prescindible concebido para rascar los bolsillos de los aficionados a la serie, “El Archivista”, por todo lo dicho, se revela como una obra más compleja y hábilmente construida de lo que su concepción y formato podría llevar a pensar. Sus textos y dibujos desarrollan el punto de vista de sus autores sobre el acto de creación al tiempo que sirve como una declaración de intenciones sobre lo que ambos pretenden conseguir con este universo.


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