Es fácil pensar que el clima político-social actual es propio de un delirio vertiginoso: una cacofonía de opiniones inundando los medios y las redes sociales, políticos que parecen extraídos de reality-shows, influencers que congregan millones de seguidores diciendo o haciendo cualquier estupidez… ¿Cuántas veces no se ha leído o visto una noticia y pensado que la realidad supera a la ficción?
Sin
embargo y a su propia manera, cada generación ha sentido esa misma sensación de
atravesar tiempos extraños. En los años 60 del siglo pasado también se
produjeron momentos en los que la actualidad parecía un pesadillesco
espectáculo de feria. Los estadounidenses hubieron de digerir transformaciones
sociales inmensas; posturas ideológicas radicalizadas; escándalos políticos;
magnicidios; rupturas generacionales; guerras, nuevas costumbres, músicas y
actitudes ante el sexo… Reflejo de esos tiempos convulsos, “Un Fantasma Recorre
Texas” aparece serializada en tres partes en la revista “Galaxy Science
Fiction” en 1968, recibiendo publicación en libro un año después.
La novela cuenta la extraña historia de un individuo igualmente extraño, Scully Christopher Crockett La Cruz, un actor de Circumluna, una estación orbital lunar en la que se establecieron, huyendo de una guerra nuclear en la Tierra, científicos y artistas que conformaron una sociedad regida por sus propias reglas. Han pasado doscientos cincuenta años sin saber nada del planeta madre y ahora Scully regresa para reclamar las propiedades mineras de su familia en Yellowknife, Canadá. Por un error, la nave que lo transporta aterriza en Dallas, Texas, donde descubre que Canadá, como la mayor parte de Norteamérica, ha sido fagocitada por ese antiguo estado norteamericano.
Como en
los años 60 del siglo XX el gobierno de Estados Unidos acabó en manos de una
camarilla de texanos, éstos se aseguraron de que fuera precisamente en ese
territorio donde se construyeran una cantidad desproporcionadamente elevada de
refugios nucleares. Una vez concluyó la Tercera Guerra Mundial, los texanos
emergieron de ellos y conquistaron la mayoría del continente, desde
Centroamérica hasta el Polo Norte (con la excepción de la República Pacífica y
la Democracia de Florida, gobernada por negros).
Tras
aplastar a sus vecinos, los texanos se organizaron como una suerte de imperio
neofeudal dominado por la corrupción, las intrigas políticas, el patrioterismo
y las tradiciones más rancias. Los superhormonados tejanos son unos brutos
ignorantes que gustan vestir de cowboys y se sirven de los diminutos mexicanos
(que no miden más de metro y medio) como mano de obra, en muchos casos incluso
esclava al implantarles dispositivos que anulan su voluntad. Los hombres
refuerzan su ego masculino manteniendo a las mujeres en un segundo plano y, al
mismo tiempo, adorándolas como seres preciosos.
Scully, al haber nacido y crecido en gravedad cero, es muy alto (dos metros y medio), pero también de una delgadez esquelética que le obliga a llevar en la Tierra un exoesqueleto metálico muy avanzado activado por servomotores. Su imponente aspecto (no solo es alto, sino que tiene apariencia cadavérica) le permite relacionarse en plano de igualdad con los texanos, que a base de hormonas han pasado a ser unos gigantes que incorporan gustosos todos los tópicos de aquel territorio: machistas, amantes de las armas y los caballos, bebedores, arrogantes, de maneras rudas, individualistas…
Pero también
debido a su físico –reminiscente de una deidad local- los mexicanos toman a
Scully por un ser sobrenatural: El Esqueleto o Muerte Alta (recogiendo el viejo
tópico de los nativos adorando a los blancos extranjeros como si fueran dioses).
Los tejanos, por su parte, no lo ven más que como una exótica novedad a la que
exhibir como un trofeo, una especie de hippie comunista de pelo largo. Aunque a
Scully no le interesa nada de todo esto y su único propósito es recuperar el
patrimonio familiar y obtener así fondos con los que seguir financiando su
troupe teatral allá en el hábitat lunar, acaba involuntariamente absorbido por
los intereses de varios grupos.
Primero, una facción texana intenta utilizarlo contra el Presidente (la tradición dicta que todos los presidentes de Texas mueran asesinados); luego, unos revolucionarios mexicanos que quieren liberar a su pueblo del yugo texano, lo reclutan para su causa. El espíritu de Scully dista de ser el de un rebelde, pero como actor que es, no puede resistirse a un público entregado que lo venera como si fuera una deidad. Por si esto no fuera suficiente, dos mujeres se disputan sus favores sexuales: Rosa “La Cucaracha” Morales, una pequeña pero deslenguada y enérgica mexicana; y Rachel Lamar, una fornida y sofisticada texana de familia rica. Las intenciones de ambas van más allá de seducir al extraño recién llegado para satisfacer algún tipo de retorcida fantasía, porque las dos están profundamente comprometidas con la revolución en ciernes y quieren convertirlo en su símbolo.
Así que,
sabedor de que cada día que pasa en la gravedad terrestre su cuerpo se degrada
un poco más, llega a un acuerdo con sus captores revolucionarios y se presta a ir
de gira con ellos hacia el norte –acercándose así a su objetivo en Canadá-,
apareciendo en mítines políticos en los que su talento oratorio, sus
habilidades en la puesta en escena y su espectacular y siniestra figura agitan
a las masas de trabajadores mexicanos. Por el camino, va enterándose del
terrible secreto de los texanos relacionado con sus ambiciones para conquistar
el mundo.
Aunque como escritor de género fantacientífico y actor (provenía de una familia vinculada al mundo teatral y él mismo participó de él), Leiber probablemente contaba con una mayor dosis de hedonismo y apertura mental que la mayoría de la juventud de su tiempo, no puede evitar en este libro sonar como un hombre ya entrado en años (al fin y al cabo, se acercaba a la sesentena) tratando de seguir en sintonía con su época. Sin duda sus simpatías recaían en la juventud, tanto en la novela como en su vida real, pero las expresaba desde la condescendencia y dispersión propias de la distancia que impone una brecha generacional. Tanto Scully como, creo yo, el propio Leiber, interpretan la revolución como un juego de niños, una farsa teatral: “Interiormente, estaba críticamente furioso contra el acto organizado por el Comité Revolucionario. Le faltaba vitalidad. Le faltaba comunicación. Era, en suma, un teatro piojoso”.
Como
hizo en no pocas de sus obras, Leiber aprovechó su experiencia teatral y su
amor por ese arte dándole un papel importante en la novela. Toda la experiencia
del protagonista en la Tierra se presenta como el tipo de pieza cómica que el
propio Scully podría haber montado con su compañía. Y él, siendo un actor
capacitado, utiliza su talento interpretativo para amoldarse a las cambiantes
situaciones a las que se ve arrojado y aprovecharse de las expectativas y
exigencias de los diferentes grupos que tratan de utilizarlo para sus fines
políticos.
“Un Fantasma Recorre Texas” es una farsa sociopolítica disfrazada de CF. Tenemos exoesqueletos, estaciones espaciales, una distopía postapocalíptica, armas láser, humanos controlados a distancia, dispositivos del Juicio Final… Pero el meollo de la obra es claramente la sátira política contemporánea y, en concreto, el comadreo político texano del que participaron Lyndon Johnson o Richard Nixon. Según se nos dice, “Los tejanos están autorizados para disfrutar de la libertad, para explotarla y manipularla, mientras que los mexicanos, los indios y los negros —todos los que tienen la tez oscura o un oscuro vacío en la cartera— tienen el privilegio de servir a la libertad sin ponerle las manos encima”.
Ahora
bien, la visión del autor está muy condicionada tanto por su ideología como por
el tiempo en el que vivió. La obra se serializó, como dije, en 1968, cuando
Lyndon Baines Johnson ejercía de presidente (dejó el cargo en enero de 1969).
Leiber elige como blanco de sus ataques al Johnson que aumentó la presencia
norteamericana en Vietnam (con el consecuente aumento de las conscripciones)
más que al Johnson que batalló con decisión por causas sociales: firmó el Acta
de Derechos Civiles en 1964, La Ley del Voto de 1965 (que eliminó la
discriminación de la población negra en ese aspecto), consiguió aprobar la Ley
de Ingresos y la Ley de Oportunidad Económica con el objetivo de reducir la
pobreza entre la población negra, aprobó el seguro de salud para los ancianos y
para los pobres y la construcción estatal de viviendas a bajo costo. Y para
cuando se publicó la novela en libro, el presidente ya era Richard Nixon, que
fue muchas cosas, pero no texano (nació en California).
A la
capa teatral que tanta importancia tiene en la novela, Leiber añade otra de
western en su vertiente más clásica y en la que se inscribe el tratamiento que
aquí hace el autor de las mujeres, que no debe interpretarse como fruto de una
mentalidad discriminatoria por parte del autor sino otro juego con los tropos
clásicos de las historias del Oeste escritas por Louis L´Amour o rodadas por
John Ford. El triángulo amoroso que tiene a Scully de vértice principal y a las
dos mujeres unidas en una relación al tiempo de alianza y rivalidad, no
pretende ser una situación plausible ni una cosificación de la mujer sino una
forma de resaltar lo absurdo del contexto que da origen a tal relación.
Ahora
bien, como ocurre con muchas obras firmadas por hombres maduros norteamericanos
atrapados en aquel periodo temporal, a mitad de camino entre el conservadurismo
y tradición de tiempos pasados y los nuevos aires de libertad que empezaban a
soplar desde los sectores sociales más jóvenes, no es siempre fácil distinguir
entre el tópico visceral y el utilizado con propósitos satíricos. Así, ese
futuro presenta una especie de caricaturesca reversión racial en la que los
tejanos son todos unos robustos y blanquísimos paletos de ideología
reaccionaria. Puede que este ataque a cierto segmento de la población de Texas,
retratándolo como unos matones ignorantes que, si tuvieran la oportunidad,
esclavizarían a todos los que los rodean mientras reescriben la Historia a base
de fábulas absurdas y contaminan el mundo hasta convertirlo en inhabitable parezca
burdo. Pero, al fin y al cabo, Texas fue uno de los Estados más esclavistas de
la nación antes de la Guerra de Secesión y su actitud suspicaz hacia el fomento
de las libertades civiles ha continuado hasta hoy.
Por otra
parte, en la novela los mexicanos son supersticiosos, físicamente poco imponentes
y proclives al dramatismo revolucionario: “apasionados
pero fatalistas incurables, indolentes pero buenos trabajadores y ganaderos”.
De los negros se dice que “descuidados e
inspirados como sus progenitores zulúes y mahdíes, desplazaron sus países hacia
el sudeste y el sudoeste durante los disturbios que siguieron a
la guerra atómica”,
estableciendo repúblicas modernas. Pero el único personaje con entidad de esa
raza es un monje budista exaltado: “Aunque
sus zens son unos locuelos importunos, siempre despotricando, deambulando y
prendiéndose fuego, les dejamos recorrer Texas libremente, por la grandeza de
nuestra tolerancia y —su voz bajó de tono— por razones diplomáticas”. Los
nativos americanos viven en tipis, los rusos se han automodificado genéticamente
para asemejarse a osos, hay un ingeniero texano-alemán con tendencias
genocidas… Sólo le faltó a Leiber ofender a los judíos y asiáticos, probablemente
sólo porque no eran significativos en Texas.
Por otra parte, el propio Leiber se caricaturiza hasta cierto punto en su protagonista, que, al convertirse en narrador en primera persona, es el personaje mejor desarrollado. Leiber, ya lo he dicho, venía de una familia de actores y durante un tiempo desempeñó labores interpretativas, algo que Scully tenía en común con él. Y también como él, era muy alto (medía casi dos metros) y se manejaba bien en el arte de la esgrima, deporte en el que sobresalió en la facultad.
El
problema quizá no sea tanto que algún lector particularmente sensible pueda
sentirse ofendido por estos tópicos (pretendidos o no), o que esos chistes
raciales pudieran tener más resonancia hace cincuenta años que hoy, como que
estas trescientas páginas de farsa no tengan como soporte una trama
suficientemente sólida. Leiber destaca en los juegos de palabras y la sátira,
pero la historia en sí no incorpora suficientes ideas como para mantener
intacto el interés del lector en todo su recorrido y más bien parece algún
borrador descartado por Heinlein. Es como si Leiber se hubiera quedado sin
ideas antes de satisfacer la paginación comprometida con el editor, lo cual, a
su vez, provoca problemas de ritmo y una tendencia a divagar en exceso (como
ese pasaje de nueve páginas que cuenta cómo Scully, privado de su exoesqueleto,
se arrastra trabajosamente hasta una piscina).
En
cuanto Scully se pone en marcha con los revolucionarios, todo cobra un aire de
diario de banda de rock de gira, con el solista principal, Scully, aprendiendo
a manipular a sus groupies volviéndolas la una contra la otra hasta que ambas
se unen contra él. Los comentarios políticos o sociales acaban en este segmento
viajero diluidos en una telenovela no demasiado interesante. Scully es un
bribón, pero no uno simpático, lo que lo distingue de los pícaros que imaginaba
Heinlein para sus libros. Es más, los carismáticos protagonistas de Heinlein
miraban más allá de sus propios intereses, mientras que a Scully sólo le
preocupa su misión original: recuperar la herencia familiar.
Es una lástima que Fritz Leiber sea hoy un autor injustamente olvidado, al menos por parte de los lectores de CF. Lo que más se recuerda y reedita de su obra son sus novelas y cuentos de Fafhrd y el Ratonero Gris, pero éstas, sabedor de que la Fantasía Heroica y la Espada y Brujería gozaban del favor de muchos lectores, eran las que escribía para pagar las facturas. Sus novelas más sofisticadas y personales (al menos en su planteamiento y pretensiones, su desarrollo es más discutible) y entre las que podría incluirse “Un Fantasma Recorre Texas”, parecen haberse diluido en el tiempo.
Y en este caso en particular, no tendría por qué ser así. Basta echar un vistazo al panorama político norteamericano para darse cuenta de que la novela sigue apuntando temas de actualidad. Donald Trump no es texano, pero su red clientelar, sus defensores mediáticos y su mentalidad refractaria a los progresos sociales, no desencaja en el tono y atmósfera que nos propone Leiber, como tampoco la extensión por todo el país de cierta corriente racial y sexualmente reaccionaria.
Una novela, en fin, algo irregular en sus logros globales que sigue apelando a la actualidad aun cuando sea también una hija de su época y en la que Leiber, como otros autores de aquellos años (Spinrad, Ballard, Aldiss) juega a plantear sátiras políticas en un contexto de CF. Tiene, además, la virtud de una extensión moderada y carecer de innecesarias secuelas. Recomendada sobre todo para quienes estén ya familiarizados con el particular estilo de Leiber. Aquéllos que desconozcan al autor, probablemente encontrarán más sencillo entrar en su obra a través de otros títulos.
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