jueves, 5 de diciembre de 2019

1974- EL DEMONIO DE LOS HIELOS - Jacques Tardi




En 1974, tras la tibia recepción de su segundo álbum, “Adiós Brindavoine” (1972), Tardi no abandona el tratamiento del pasado para su siguiente proyecto. De hecho y antes de comenzar la que sería su colección más popular, “Las Aventuras de Adele Blanc-Sec” (1976), decide en “El Demonio de los Hielos” recuperar otra vez el espíritu del folletín de aventuras del siglo XIX y, concretamente, el universo de las novelas de su compatriota Julio Verne.



En noviembre de 1889, el navío “L´Anjou” surca las aguas del Ártico. Entre su tripulación se encuentra el estudiante de medicina Jerome Plumier. Cuando divisan otro barco encajado en lo alto de un elevado iceberg, el joven se presta voluntario a ir a investigar junto a otros hombres en un bote. Pero cuando alcanzan su objetivo y encuentran a toda la tripulación horriblemente congelada, “L´Anjou” explota y se va al fondo, dejando a Jerome y los marineros atrapados en el bloque de hielo flotante. Tras varias semanas de penalidades, son rescatados y el protagonista regresa a París.

Tras descubrir que su admirado tío, Louis-Ferdinand Chapoutier, un extravagante sabio, ha desaparecido de su casa dejando atrás unas extrañas máquinas, Jerome lee en la prensa que varios navíos han desaparecido en el Ártico, exactamente en el mismo punto geográfico en el que fue destruido “L´Anjou”. Decidido a desentrañar el misterio, se las arregla para enrolarse en un barco cuya misión es investigar el fenómeno. El viaje le llevará a reencontrarse con su tío, convertido en un genio del mal que junto a un colega han construido un ingenio submarino camuflado como un iceberg y desde el cual planean lanzar bombas cargadas de virus sobre las principales ciudades del mundo.

Esta historia se inspira en dos pasajes de la novela de Verne “La Esfinge de los Hielos” (1897), que a su vez era la continuación del libro “La Narración de Arthur Gordon Pym” (1838), escrita por Edgar Allan Poe. Estos momentos concretos eran el descubrimiento de un cadáver congelado en un bloque de hielo flotante; y aquél en el que un barco es izado y bloqueado por un iceberg. La fusión y reinterpretación de ambos son, en “El Demonio de los Hielos”, el arranque de la aventura. A partir de aquí, la trama discurre con rapidez y no demasiada coherencia llevando al lector desde el Ártico a Francia y de vuelta a las aguas polares en un viaje en el que intervienen misteriosos barcos fantasma, extraños asesinatos, espías y científicos locos al mando de máquinas fabulosas.

La intención de Tardi es obvia: llevar al extremo la lógica del folletín al combinar lo espectacular, el misterio, la parodia, el homenaje y la poesía visual en una sola entrega. Podemos detectar en sus páginas la influencia de las intrigas ideadas por Pierre Souvestre y Marcel Allain, creadores de “Fantomas” (1911), la imaginería fantástica de Georges Méliés en “Viaje a la Luna” (1902), las pesadillas industriales de Fritz Lang en “Metrópolis” (1927) o las máquinas, artefactos y equipamiento que aparecía en novelas de Julio Verne como “20.000 Leguas de Viaje Submarino” (1869).


Entonces, ¿estamos solamente ante una obra nostálgica? En absoluto. A pesar de su amor por los clásicos y su obsesión con el final del siglo XIX y el comienzo del XX, Tardi también fue hijo de la irreverencia que marcó al comic francés de los setenta.

Cuando apareció este álbum, a mediados de esa década, se estaba produciendo en el comic francés el auge del underground. Revistas como “Charlie Hebdo”, “L´Echo des Savanes” y poco después “Metal Hurlant”, daban calurosa acogida a la contracultura y la experimentación gráfica y conceptual en una búsqueda apasionada del cambio, de la modernidad y de la incorrección política para separarse de la tradición de la vieja guardia representada por cabeceras decanas como “Pilote” o “Tintin”. Es por ello por lo que resulta chocante encontrar en semejante torbellino esta obra de Tardi que no deja de ser una oda al clasicismo.

En una lectura superficial, puede parecernos que el argumento y los personajes tienen poca importancia. Hasta cierto punto así es. La trama no es más que una excusa para guiar al lector por escenarios poco usuales y evocadores: navíos de vela en tierras polares, mansiones cuyos sótanos esconden extrañas máquinas, cementerios parisienses, estaciones ferroviarias construidas de metal, trenes a vapor e imposibles vehículos submarinos.

Ahora bien, la aproximación de Tardi no está exenta de ironía, porque si formalmente “El Demonio de los Hielos” es escrupulosamente fiel al canon de los folletines del siglo XIX, el subtexto es mucho más ambiguo, subvirtiendo el ideal científico de Verne. Así, no encontramos aquí esa fe ciega en el progreso científico y técnico como concepto positivo y benevolente, un salto adelante destinado a desterrar la ignorancia y mejorar la vida del hombre corriente, sino un instrumento del mal para exterminar la especie humana. Este posicionamiento ideológico es característico del pesimismo y cinismo crónicos de Tardi, pero también un reflejo de la postura política y cultural de una parte considerable de la intelectualidad de los setenta, para los que la desconfianza constituía un axioma básico.

Así, los dos genios criminales que presenta Tardi, el tío de Jerome Plumier y su colega Carlo
Gelati, no son exactamente genios incomprendidos que utilizan métodos cuestionables para alcanzar metas nobles, sino sabios resentidos dispuestos a aniquilar al mundo que no les reconoció su valía. Ambos fueron al principio jóvenes científicos ilusionados por contribuir al progreso de la humanidad. Pero fue el contacto con ésta lo que les llevó a la desilusión y al deseo de acabar con ella. La pintoresca némesis de ambos es Simone Pouffiot, una grotesca anciana de la que dicen: “¡Esa vieja ladilla que quería destruir el mundo en la época en la que Gelati y yo queríamos hacer feliz a la Humanidad! Ahora que queremos acabar con todo, ella trabaja por el bien de la Humanidad”. Es esta una dialéctica moderna que enfrenta la utopía y la distopía, la negación y la reconciliación, de agentes de la muerte que pasan a defender la vida y viceversa.

El propio entorno polar sirve de metáfora de la fría racionalidad en la que ha caído la Humanidad. La nieve, el hielo, los icebergs, el gélido océano… representan la sangre helada en el corazón de la gente, pero también una pantalla que oculta la irracionalidad más destructiva
que en el relato toma la forma de un improbable pulpo gigantesco que desde el fondo marino atrapa a Jerome justo antes de su conversión al bando de los malvados, una imagen y un momento que no son en absoluto casuales.

Es por todo esto que “El Demonio de los Hielos” puede ser calificado de comic iconoclasta, ya que conserva los principales rasgos de las obras clásicas para luego retorcerlos, un camino que siguieron otros autores vanguardistas de la época que trataban de liberar al comic del inmovilismo, la moralidad y los arquetipos sobre los había permanecido estancado desde hacía más de medio siglo. Aunque en aquel momento no fuera consciente del alcance que tendría su trabajo, Tardi fue uno de esos creadores que exploraron y rompieron las barreras conceptuales y visuales de un género, el de aventuras, hasta entonces confinado a un lector juvenil.

Si desde el punto de vista del argumento Tardi trató de distanciarse de lo que venían ofreciendo los comics de aventuras francobelgas, algo similar puede decirse de su planteamiento gráfico.
Lejos de la línea clara (Tintín, Spirou) o el naturalismo (Bernard Prince, Buck Danny), prevalentes en el género, Tardi opta por un estilo gráfico muy sofisticado, en blanco, negro y gris, con un meticuloso trabajo de rayado que recrea el aspecto de los grabados que acompañaban a las ediciones que el editor Pierre Hetzel hacía de las novelas de Julio Verne. El dibujo es, por tanto, una síntesis convincente del estilo característico de Tardi en lo que se refiere a los personajes, realizados a tinta de forma un tanto tosca; y el mencionado rallado con el que están trabajados los fondos para darles una apariencia vetusta.

Esta última, aunque muy eficaz y visualmente espectacular, es una técnica tremendamente fatigosa que consiste en rascar una capa de tinta negra para descubrir el blanco del papel que hay debajo y redondear el resultado utilizando bolígrafo o plumilla. Tan penosa, de hecho, que Tardi tardó un año entero en completar las sesenta planchas de que consta el álbum, jurando no volver a recurrir a la misma. En este apartado resulta evidente la influencia del gran Gustavo Doré, un maestro grabador cuya obra ha cautivado a generaciones
de artistas, y especialmente sus imágenes para “La Balada del Viejo Marinero”, el poema de Samuel Coleridge, cuyas impresionantes imágenes polares están homenajeadas por Tardi en esta obra. El autor pone un énfasis especial en la contextualización de la aventura, incluyendo abundantes detalles relacionados con la meteorología, la vida salvaje o la tecnología marítima.

La cuidadosa composición de página y la elección de la forma de las viñetas son también parte de ese homenaje al siglo XIX: siguiendo una simetría vertical, incluyen medallones, marcos circulares y elegantes curvas que evocan las artes decorativas y más concretamente el Modernismo del siglo XIX. Es una delicada armonía la que guarda este estilo gráfico, en deliberada contradicción con el desequilibrio mental y moral de los personajes.

“El Demonio de los Hielos” es, por todo lo dicho, un trabajo muy representativo de lo que a la postre ha sido la larga trayectoria de Tardi, un autor cuya principal obsesión siempre ha sido la Primera Guerra Mundial, un conflicto cada vez más lejano en el tiempo y cuyos horrores ha denunciado en historias tan desgarradoras como “La Guerra de las Trincheras”. El otro aspecto característico de su obra, desde las aventuras fantásticas de Adèle Blanc-sec a las policiacas de
Nestor Burma, siempre ha sido la minuciosa atención volcada en los decorados; éstos, de hecho, acaban siendo algo más, auténticos entornos con mucha atmósfera por los que los personajes evolucionan de forma natural.

Pues bien, “El Demonio de los Hielos”, como antes había hecho de forma algo más primitiva “Adiós Brindavoine”, sienta las bases temáticas y gráficas del resto de la carrera de Tardi. Tanto en lo que se refiere a su denuncia del uso de la ciencia, la tecnología y el progreso industrial para causar masacres entre civiles como en la recreación de ambientes de gran riqueza, verosimilitud, imaginación y alma (hasta cierto punto, próximos a lo que más tarde Schuiten y Peeters conseguirían, con un estilo diferente, en “Las Ciudades Oscuras”), ya sean naturales como los mares árticos o artificiales como los vehículos y edificios construidos por el hombre. Más adelante, Tardi continuaría desarrollando ambas vertientes ya fuera del campo de la ciencia ficción y con predilección por el París de diferentes momentos del siglo XX.

“El Demonio de los Hielos” es, en resumen, una obra retrofuturista que hoy puede considerarse como pionera muy adelantada de lo que se ha venido en llamar subgénero “Steampunk”. Hay que leerla no tanto por su sencilla, atropellada y algo absurda historia (que, además, no tiene un final definido) o personajes, sino por su fascinante recreación del espíritu y atmósfera de finales del siglo XIX pasados por el humor y el cinismo de los años 70 del XX. Y, por supuesto, también por su espectacular dibujo. Una pequeña gema digna de disfrutarse con calma.


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