“Las Ciudades Oscuras”, de Benoît Peeters y François Schuiten, es una serie ambientada en una Tierra alternativa, en un período indeterminado y en la que elementos del pasado se mezclan con otros del futuro para dar forma a un universo atemporal punteado de maravillosas ciudades edificadas según los estilos más extremos de la arquitectura, una conformación monumental y urbanística que, a su vez, condicionará las sociedades, las formas de gobierno y las vidas de quienes en ellas residen. Las tecnologías que retratan estas historias parecen sacadas de un eterno periodo de transición entre el siglo XIX y el XX. El lenguaje, las actitudes y las modas son igualmente anticuados, lo que le da a la serie un sabor neovictoriano y steampunk.
De todos los
álbumes que conforman esta serie he ido hablando en diferentes
entradas. En
2002 y 2004 aparecieron respectivamente las dos entregas que conforman la
historia “La Frontera Invisible” (hoy reeditada ya en un solo volumen) y en las
que, tras “La Sombra de un Hombre” (1999), Peeters y Schuiten vuelven a
ofrecernos otro ejemplo de su originalidad, maestría y riqueza del universo que
habían ido construyendo paulatinamente durante un cuarto de siglo de constante
colaboración.
En el año
761, el joven Roland de Cremer, pálido, delgado y con un inconfundible aspecto
de ratón de biblioteca, se incorpora al Centro Cartográfico de Sodrovno.
Localizado en el interior de una inmensa Cúpula en medio de un territorio
desértico que parece haber experimentado algún tipo de cataclismo natural, allí
va a trabajar bajo la supervisión del veterano Paul Ciceri, antiguo geógrafo de
campo. A pesar de su diferencia de edad, formación y experiencia, ambos
comparten los mismos valores relacionados con su disciplina y no tardan en
hacer buenas migas. Por otra parte, aunque Roland se beneficia de la r
eputación
de su padre en el campo de la cartografía, también tiene que trabajar duro para
estar a la altura de lo que se espera de él.
En esa institución, Roland conoce a otro recluta de su misma generación, el ambicioso e insolente Ismail Djunov, un neotecnólogo cuyas máquinas, asegura, revolucionarán la cartografía y el modelado del país trazando sus contornos de manera objetiva y no según la interpretación de los historiadores. Es Ismail quien lo lleva al “club”, un burdel que atiende a los trabajadores de la Cúpula y en el que Roland conoce a Shkodra, una misteriosa joven reacia a desvestirse. El misterio de su pudor, tal y como acaba descubriendo aquél, es que ella porta una extensa marca de nacimiento cuya forma evoca el contorno de la nación que originalmente fue Sodrovno-Voldaquia, cuya demarcación, con el paso de los siglos, ha ido difuminándose en el olvido.
El problema
es que el secreto que esconde la joven y del que se avergüenza, podr
ía afectar
drásticamente la campaña propagandística a la que se halla sometido el país en
ese momento, fruto de las ambiciones nacionalistas de las autoridades
militares. El mariscal Radisic, tras una visita al Centro, despide a Ciceri y
al director, el Sr. Nicolas, y asciende a Roland, quien, al regresar de unas
vacaciones de otoño con su familia (que había intentado concertar su
matrimonio), descubre su nuevo destino, pero también las gigantescas obras de
renovación que se están llevando a cabo tanto en el exterior como en el
interior de la cúpula. El líder supremo tiene previsto una campaña militar
expansionista, pero antes necesita mapas que recojan todos los cambios que ha
experimentado el continente en los últimos tiempos: “El objetivo de este centro de cartografía, abandonado hasta hace poco,
consiste en establecer la situación de todos los lugares del país, en esta hora
de cambios fundamentales como nunca ha conocido el mundo oscuro. En pocos años,
Urbicanda ha sido borrada del mapa, Brüsel anegada por las aguas y Calvani
devastada por las tormentas. Incluso la orgullosa ciudad de Pahry ha perdido
gran parte de su crédito tras el fracaso de la exposición interurbana. En
cuanto a la ciudad de Mylos, se recupera con dolor de la pérdida de Klaus von
Rathe
n y la repentina dimisión de su hija Mary. ¿Quién, hoy día, podría hacer
sombra a nuestra grande y querida Sodrovno-Vodaquia?”
A todos los efectos prácticos, el gobierno toma el control de la institución y lo somete a sus fines. Su administrador es ahora el coronel Saint-Arnaud, encargado de dirigir las labores cartográficas según los deseos y directrices de sus superiores. Roland desaprueba en secreto esta reorientación y, temiendo por Shkodra y su secreto, huye con ella. Denunciados por Ismail, quien asegura que su colega pretende incitar un levantamiento campesino, Roland y su amante son perseguidos por el ejército. Pero ¿cree el joven cartógrafo realmente que puede escapar y evitar de alguna manera la redefinición de las fronteras de la nación?
Con más de 120
maravillosas páginas, la historia que Schuiten y Peeters no
s cuentan en “La
Frontera Invisible” está lejos de desvelar todos sus enigmas una vez llegada su
conclusión. Ésta es menos un final que cierra la trama que un capítulo abierto
donde el héroe se ve obligado a continuar su viaje en solitario hacia un
destino incierto. Tal indefinición es otro de los factores que contribuye a la
naturaleza cautivadora de la obra, aunque también es cierto que podría
disgustar a aquellos lectores que prefieren conclusiones más claras.
En “La
Frontera Invisible” abundan los paralelismos y metáforas, pero Peeters nunca se
los tira a la cara al lector. Dejando aparte la clara evocación de la explosión
nacionalista que siguió a la desintegración de Yugos
lavia, el talento del
guionista radica en la insinuación y la libertad que deja al lector para llenar
los espacios en blanco como mejor le parezca. Es un enfoque arriesgado que
exige de éste un considerable grado de madurez. Lo que realmente importa aquí
es menos la estructura narrativa que la atmósfera, menos el objetivo que el
viaje, menos lo que se muestra que lo que se infiere.
La confianza
del guionista en el poder de la sugerencia resulta estimulante: si bien la
tarea del protagonista consiste en cartografiar un país, Peeters le permite al
lector seguir los hilos de la historia sin imponer una dirección específica.
Uno de los paralelismos más evidentes es el que se establece entre el mapa de
Sodrovno y la aventura de Roland de Cremer. Éste aprendió a leer el mundo en
pergaminos, pero nunca lo experimentó recorriéndolo a pie y contemplándolo con
sus propios ojos. Este teórico recién enviado al Centro de Cartografía, no
imagina que, en ese lugar, aprenderá a apreciar que lo que se dibuja en el
papel puede no responder tanto a la realidad como a las maquinaciones
políticas. Es más, las maniobras que lleva a cabo el ejército sobre el terreno
redibujan los espacios, elementos y fronteras con
más rapidez de la que los geógrafos
pueden transcribir en los mapas y maquetas. Entre las ingenuas convicciones de
Roland, matizadas por su curiosidad, y la concepción militar y administrativa
del país, se define perfectamente la diferencia que existe entre la forma en
que un individuo cree conocer su territorio y con la que un gobierno pretende
mostrarlo, extenderlo e imponerlo.
En este
sentido, el punto de inflexión de la historia se produce con la visita del
mariscal Radisic, dictador de Sodrovnia y visionario militar con ambiciones
imperialistas. Es recibido en una plataforma elevada que permite una visión
general tanto de la Cúpula como de la inmensa maqueta cartográfica en la que
trabaja el centro. Por primera vez, ese mapa a gran escala deja de ser un
terreno transitable para los personajes. En presencia del mariscal, la maqueta
revela todo su potencial militar: es contemplada desde lo alto y bajo una
interpretación dominante y controladora, como el arquitecto sobre su plano. En
otras palabras, el mapa se convierte en el equivalente a los modelos
napoleónicos del campo de batalla en los q
ue el general describe su estrategia,
materializada horas después por sus soldados en el campo de batalla.
Aparece aquí otra característica recurrente en la obra de Peeters y Schuiten: la equivalencia entre lugares y cuerpos. Así, la revelación que pondrá patas arriba la vida de Roland, es el descubrimiento, en el cuerpo de Shkodra, de una marca de nacimiento cuya forma le recuerda el verdadero Sodrovno. Entre lo que cuentan los mapas y lo que le revela la anatomía de su amante, el joven comprenderá la manipulación que el poder ejerce sobre la geografía. Durante su huida, Roland acabará sintiéndose más fascinado por las líneas cambiantes que definen la geografía de su país que por las curvas de Shkodra. Tanto, de hecho, que en una turbadora escena que dice muy poco de él, no dudará, para defender sus convicciones ante el mariscal Radisic, en humillar a la joven, desnudándola públicamente sólo para demostrar que su obsesión cartográfica prevalece sobre sus sentimientos amorosos.
Sobre este
punto, el enfoque de los autores podría desagradar a ciertos lectore
s dado que gran
parte de este simbolismo reside en la burda equiparación del cuerpo femenino
con el paisaje como lugares ambos que explorar, mapear, controlar y explotar.
La cosificación, bastante literal, de Shkodra en la portada es un anticipo de
las actitudes sexuales algo carcas que exhibe la historia pero que, por otra
parte, están en sintonía tanto con las arcaicas estructuras narrativas en las
que se inspiran los autores como en los valores conservadores que suelen
imperar en las sociedades de su universo.
Otro tema
presente en “La Frontera Invisible” y que ya había aparecido en alguna entrega
anterior (como “Brüsel”) es el coste de la obsesión por una malentendida
modernidad. Ismail está decidido a sustituir los métodos tradicionales del
señor Paul (la observación directa, el análisis cuidadoso, la comparativa y la
inmersión en el territorio) por sus eficientes pero impersonales máquinas. Y no
le importan las consecuencias que ello acarreará: “Lo cierto es que mucha gente de la casa no sabrá adaptarse…Pero ellos
se lo han
buscado (…) ¡La interpretación! Con eso hay que acabar, precisamente.
Ya va siendo hora de que se tomen medidas objetivas para evitar a todos los
intermediarios inútiles”. La postura del señor Paul es la contraria: “¡Esas máquinas automáticas pueden decir
cualquier cosa! Los accidentes del terreno, las curvas de nivel no significan
nada si uno no las interpreta… ¡Su presunta realidad no existe!”.
Veinte años
antes de la explosión actual de la Inteligencia Artificial, Schuiten y Peeters
ya nos hablaban del peligro de confiar en la información escupida por una
máquina que sólo es capaz de manejar cantidades ingentes de datos, pero que no
vive en una realidad objetiva sino en una compuesta de palabras y cifras y que,
sin embargo, es la escogida por autoridades y particulares para elaborar sus
estrategias o tomar decisiones. Como dice el indignado Roland: “Lo siento Ismail, pero esto no está bien,
es un estropicio. Parece que nadie se tome la molestia de mirar un mapa…No sé
qué tiene esto de centro de cartografía”. Y eso por no hablar de los
errores que cometen esos ingenios mecánicos: “Ha habido algún er
ror”, admite Ismail, “Piezas defectuosas que han creado algo de confusión…”; a lo que
responde Roland: “Piensa en las
consecuencias de tus errores…En toda esa gente que va a encontrarse en el lado
malo del muro”.
Desde el
punto de vista gráfico, Peeters y Schuiten, más que como el tradicional dúo
creativo, funcionan como una sola entidad dado que el dibujo del segundo es una
prolongación natural del guion del primero. Esto crea un fenómeno muy inusual
dentro del mundo del comic dado que el lector es incapaz de detectar si las
palabras del guionista inspiran las imágenes plasmadas por el dibujante o
viceversa. Esta impresión se simboliza aquí en varios elementos, como la propia
forma del Centro de Cartografía, una gigantesca cúpula en el corazón de una
región desértica. Desde el exterior, esta inmensa estructura evoca el
hemisferio superior de un globo terráqueo y, más adelante, descubrimos que su
interior es tan profundo como su exterior visible, lo que sugiere que el
edificio es una especie de planeta semienterrado (sus recovecos subterráneos
simbolizan el pasado olvidado del país). Los laberínticos pasillos,
escaleras,
oficinas y estancias diversas simbolizan las múltiples y siempre cambiantes
regiones que luego Roland y Shkodra recorrerán durante su huida.
El Espacio en la obra de Schuiten también es una medida del Tiempo: a medida que se adentra en las tierras de Sodrovno, la pareja parece viajar en el tiempo, explorando ruinas de lo que fueron maravillosos edificios, pueblos abandonados, desgastados puentes, inmensos cementerios... El espectáculo es de una belleza sobrecogedora gracias al detallista estilo del artista, con el cual crea escenarios a la vez realistas y oníricos, que van haciéndose cada vez más abstractos y simbólicos conforme la mente del propio Roland va desquiciándose. Cada uno de los doce capítulos de la historia comienza con una espléndida ilustración a página completa, con colores y texturas creados a mano.
Como sucede
con todas las entregas de la serie, el lector debería tener presente que
estos
comics son un complejo y satisfactorio ejercicio de construcción de mundos en
los que los personajes no son más que un adorno. Sí, el álbum cuenta la
historia de un joven que descubre simultáneamente el mundo profesional, la vida
alejado de su familia y el amor (o el sexo, según se quiera interpretar). Su
capacidad de asombro se combina con una persistente ingenuidad, lo que lo
llevará a perseguir ciegamente sus emociones a pesar de los riesgos y las dramáticas
consecuencias que tendrá que afrontar. Ahora bien, como sucede en la mayoría de
los álbumes de la serie, no vamos a encontrar aquí personajes carismáticos ni
bien caracterizados que dejen una huella indeleble en la memoria del lector,
sencillamente, porque los protagonistas son las ciudades y las estructuras y
dinámicas sociales a que dan lugar. Teniendo esto en cuenta, “La Frontera
Invisible” ofrece otra fascinante incursión en el singular mundo de las
Ciudades Oscuras.

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