Cuando pensamos en comedias de Ciencia Ficción nos vienen a la cabeza títulos como “El Dormilón” (1973), “Estrella Oscura” (1974), “Regreso al Futuro” (1984), “La Loca Historia de las Galaxias” (1987), “Héroes Fuera deÓrbita” (1999) o “Guardianes de la Galaxia” (2014), pero en ningún caso “El Hombre Vestido de Blanco”, una producción británica bastante olvidada para la mayoría excepto para los aficionados a las producciones del Estudio Ealing.
Desde luego, “El Hombre Vestido de Blanco” no puede competir en
empaque visual con “2001: Una Odisea del espacio” (1968) o “Metrópolis” (1927),
ni con la innovación técnica que supusieron “Star Wars” (1977) o “Parque Jurásico” (1993); no es un título que redefina la CF como sí hicieron “Alien”
(1979) o “Terminator” (1984), ni exhibe la personalidad artística de “Stalker”
(1979), la visión revolucionaria de “Matrix” (1999) o la profundidad alegórica
de “Distrito 9” (2009) o “La Llegada” (2016). Pero, aun cuando para muchos ni
siquiera sea fácil clasificarla como película adscrita al género, bien podría
considerársela como un clásico menor que en tiempos más recientes ha ido
obteniendo mayor reconocimiento como ingeniosa anomalía que mezcla tropos de la
CF con el espíritu cómico de las comedias salidas del Estudio Ealing.
Los Estudios Ealing tienen su origen en los Will Barker Studios de
1896. Adquiridos por Basil Dean en 1929 y rebautizados como Ealing Studios en
1931, se consolidó bajo la dirección de Michael Balcon a partir de 1938. El
estudio destacó en el ámbito de los documentales y filmes de guerra, pero fue
en la posguerra, entre 1947 y 1957, cuando alcanzó su mayor celebridad gracias
a sus satíricas comedias que, según cómo se cuenten, totalizaron entre 14 y 17 títulos.
Algunas de estas cintas oscilaban entre lo convencional y lo mediocre, pero un
tercio bien pueden presumir de ser auténticos clásicos del género, como “Ocho
Sentencias de Muerte” (1949), “El Quinteto de la Muerte” (1955) o la que ahora
nos ocupa.
Las principales características de aquellas comedias eran los guiones
inteligentes e ingeniosos, unos temas audaces que traspasaban los límites de lo
admisible (algunas de ellas tuvieron incluso que ser editadas para pasar el
filtro de la censura estadounidense), sus magníficas interpretaciones,
impecables méritos técnicos y artísticos y un agudo espíritu satírico antisistema.
La mayor estrella de Ealing (sólo desafiado por Stanley Holloway) fue Alec
Guinness, quien protagonizó las que hoy se consideran mejores comedias del
estudio: “Ocho Sentencias de Muerte”, donde interpretó nada menos que ocho
papeles; “Oro en Barras” (1951), una de las mejores películas de atracos de
todos los tiempos; y “El Quinteto de la Muerte”, un clásico del cine británico.
Sin embargo, “El Hombre Vestido de Blanco” suele omitirse cuando se mencionan
los títulos más destacados de la Ealing, quizá por su estilo más moderado y la
sutileza de su sátira, ya que en algunos momentos transita casi por el terreno
de la tragedia.
Guinness interpreta aquí a un químico frustrado, apacible y perseverante,
Sidney Stratton, empleado como simple personal no cualificado en una fábrica
textil de Wellsborough. En secreto y sin permiso, utiliza fondos de la empresa
para investigar la fórmula química de un tejido sintético que no sólo sea
irrompible sino que repela la suciedad. Cuando se descubre su infracción,
pierde el trabajo y consigue otro trabajo en la fábrica de Alan Birney (Cecil
Parker), donde se propone recrear sus experimentos. A punto está de ser
despedido también de allí cuando consigue convencer a la hija de Birney, Daphne
(Joan Greenwood) –que está comprometida con otro de los socios de la empresa
interpretado por un joven Michael Gough- de la importancia de lo que está
haciendo: su tejido no sólo sería un gran logro científico, sino también un
producto milagroso para los consumidores, ya que no tendrían que volver a lavar
o remendar ni, por supuesto, comprar ropa nueva.
Birney acepta financiarle a Sidney sus experimentos, aunque sin
pagarle por ello (lo que implica que su nombre no figurará vinculado al
invento), pero cuando por fin lo consigue y se difunde la noticia del
descubrimiento, tanto los jefes de la fábrica como los sindicatos, viendo
peligrar su seguridad económica, intentan silenciarlo. Por una vez, Capital y
Obreros están de acuerdo en algo: parar como sea a Sidney Stratton.
A partir de ese momento, el ritmo se acelera. En las oficinas de la
fábrica estalla una trifulca cuando los jefes intentan obligar a Sidney a
cederles la patente de su inversión para que así ellos puedan enterrar el
invento a continuación. Tras escapar, Sidney busca refugio con sus confidentes en
el movimiento obrero, pero también se muestran hostiles dado que estiman –y no
les falta razón- que acabarán perdiendo sus trabajos. Daphne le sigue el juego
a los ejecutivos y utiliza su atractivo sexual para intentar convencer a Sidney
de que acepte un soborno de un cuarto de millón de libras para cederles la patente
del invento, pero él se niega.
La historia culmina con una memorable persecución a pie por las calles nocturnas, con una muchedumbre iracunda de obreros y directivos pisándole los talones a Sidney, quien viste su brillante y milagroso traje blanco. La caza, y aparentemente la historia, termina con un giro inesperado e impactante que deja al científico, como un moderno Prometeo, de pie, casi completamente desnudo (porque el polímero milagroso resulta ser inestable y el traje se desintegra como si estuviera hecho de papel higiénico) y deprimido rodeado de una multitud que se ríe y burla de él. En los últimos segundos de la película, llega otro giro que remata la historia con una nota ambiguamente optimista.
“El Hombre Vestido de Blanco” es una adaptación de la obra teatral
homónima firmada por Roger MacDougall, quien la reescribió para la pantalla
junto al director (que era su primo) y John Dighton, que había contribuido
también a los guiones de “Ocho Sentencias de Muerte” y que luego participaría
en “Vacaciones en Roma” (1953). La película, cuyo guión fue nominado al Oscar, es
una sátira social poco frecuente para la época en el sentido de que se niega a
tomar partido y describe el advenimiento de un descubrimiento tecnológico
potencialmente disruptivo para la sociedad como el problema polifacético que suele
ser. El personaje de Guinness representa la visión puramente científica: el
sabio exclusivamente enfocado en lograr un avance o un descubrimiento y al que
no importan las repercusiones sociales que ello acarreará. Obviamente, tal y
como están retratados aquí, es difícil sentir simpatía por la pomposa élite empresarial,
pero es mucho más fácil identificarse con la preocupación de los obreros que se
quedarían sin trabajo y sin posibilidades de lo que hoy día llaman
“reinventarse”. No es hasta la escena final de la persecución que Sidney entiende
el mensaje. Cuando busca un último asidero en su anciana y bondadosa casera,
ella lo rechaza en uno de los momentos más conmovedores de la película: "¿Por qué ustedes, los científicos, no
pueden dejar las cosas en paz? ¿Qué pasa con mi ropa, cuando no hay ropa que
lavar?".
A veces considerada otra comedia más de las varias que Alec Guiness
protagonizó en este período, “El Hombre Vestido de Blanco” es, sin duda, una
película de Ciencia Ficción: juega con un principio científico real, cuenta una
historia agradable y finaliza exponiendo algo significativo sobre la condición
humana. En algunos círculos, una historia o película de Ciencia Ficción que no
cumpla todo lo anterior es un ejemplo fallido del género, sin importar cuántas
naves espaciales o pintorescos extraterrestres se esfuercen los técnicos en
poner en pantalla. La película que nos ocupa no necesita nada de la tradicional
iconografía pulp para satisfacer los puntos anteriores.
Su interés en relación a otras cintas del género contemporáneas, no
solo reside en su intento de presentar una ciencia razonablemente verosímil
sino porque, en lugar de recurrir a los habituales tropos tecnológicos, se
centra en el plano humano, en concreto, el efecto que podría tener cierto avance
en la sociedad del momento. Lo que vemos en la historia es cómo, en una Gran
Bretaña de posguerra muy industrializada, las clases trabajadoras y los
propietarios capitalistas se ponen de acuerdo para sostener el sistema que les
da de comer a todos. En cierto modo, la estructura y dinámicas sociales aquí
expuestas no se alejan demasiado de las de “Metrópolis” (1927), ya que el foco
se pone en la industria, la explotación de los obreros y el caos en que se sume
el sistema cuando una innovación tecnológica alimenta una revolución,
terminando la fábula con la derrota final de ese avance y un acuerdo de
cooperación mutua entre las clases antes divididas. Eso sí, la lógica económica
puede tacharse de ingenua, dado que los fabricantes nunca llegan a plantearse
estrategias de autodefensa como aumentar exorbitantemente el precio del nuevo
material o sacar provecho del mismo en mercados artificiales y muy manipulados
como el de la moda.
“El Hombre Vestido de Blanco” es fiel continuador del espíritu de las películas
de científicos locos de los años 30 y 40, en particular a esa moraleja que
defiende que el avance científico y tecnológico trae consigo el caos social y
que lo mejor es dejar las cosas como están. Aunque aquí Sydney es más un tipo
distraído y obsesivo que un villano megalomaniaco, la resolución de la historia
–que el descubrimiento debe mantenerse en secreto en aras de la estabilidad
económica y social- no es tan diferente de las que se veían en las antiguas
cintas de científicos locos. En esta ocasión, simplemente, se pasa el
conservadurismo social a través del filtro de las divisiones de clase: la turbamulta
sindical enojada no es diferente a las hordas de aldeanos iracundos portando antorchas
que asaltan el castillo de Frankenstein.
La película no es sólo una parábola sobre el progreso científico y las
responsabilidades morales de quienes lo logran, una cuestión entonces muy
relevante tan sólo siete años después de los bombardeos de Hiroshima y
Nagasaki. También aborda una cuestión que quizás sea más candente ahora que
nunca: en nuestro mundo automatizado y controlado por ordenadores: ¿qué ocurre
cuando la tecnología hace innecesario el trabajo físico o, incluso, la
intervención humana? Asimismo, se señala la necesidad que tiene el sistema capitalista
de fabricar objetos tendentes al desgaste más o menos rápido para que así los
consumidores deban reemplazarlos periódicamente y mantener la producción en
marcha. Por desgracia, esta película no aporta respuestas -¿quién las tiene?- y
se limita a plantear la cuestión de una forma inteligente y divertida.
Al parecer, Mackendrick fue incluso más allá en su alegoría. Según
declaró: "cada personaje de la
historia fue concebido como una caricatura de una actitud política independiente,
abarcando todo el espectro desde el comunismo, pasando por el sindicalismo
oficial, el individualismo romántico, el liberalismo, el capitalismo ilustrado
y no ilustrado hasta la reacción de mano dura. Incluso el protagonista fue
concebido como una imagen cómica de la ciencia desinteresada". Puede incluso
establecerse un paralelismo entre Sidney y Cristo: un visionario incorruptible
que anuncia un gran beneficio para la Humanidad. Pero los receptores de su
“milagro” lo temen, persiguiéndolo y burlándose de él ante lo que parece su
fracaso, aunque, en último término, el protagonista sale de la historia
triunfante. Sin embargo, díficilmente el espectador podrá reflexionar sobre
todas estas lecturas habida cuenta del ritmo vertiginoso de la película.
Como suele ser habitual en las mejores comedias, el humor de la
película se apoya no tanto en los personajes como en las situaciones. El reparto
interpreta sus papeles con semblantes bastante serios (con la excepción del
ocasional histrionismo de alguno de los ejecutivos). En este sentido, “El
Hombre Vestido de Blanco” es un ejemplo de sutileza británica en el cine, ese
arte de conseguir que los momentos más divertidos sean, precisamente, los que
no vemos, de despertar una continua sonrisa reconocedora del talento del
guionista más que una puntual carcajada visceral. Una muestra de ello la
encontramos en esa fase inicial de experimentación en la que Sidney prepara
meticulosamente el laboratorio para la prueba y luego se refugia en una
habitación contigua. A continuación, la cámara sigue a otro personaje hacia la
oficina de al lado y es sólo allí, fuera del laboratorio, donde se siente la
tremenda explosión que sacude toda la fábrica. Volvemos a la arrasada estancia
en la que un Guinness tranquilo y sereno, se acerca y dice: "No debería haber hecho eso". Se
sucede explosión tras explosión, pero nunca vemos más que sus efectos en el
resto de las instalaciones, normalmente desde el pequeño y desordenado cubículo
del jefe de investigación (sin duda una inspiración para “Brazil”, 1985, de
Terry Gilliam). Mientras las paredes se derrumban sobre él, le dice con calma y
sin pestañear a un visitante: "Siéntate,
habrá otra en un minuto".
Tanto Joan Greenwood como Alec Guinness ofrecieron aquí dos de sus
mejores interpretaciones, transmitiendo sus emociones con mucha mayor sutileza
que la mayoría de los actores que participaban en las comedias contemporáneas.
Guiness fue uno de los mejores actores de su generación, capaz de moverse con
absoluta naturalidad por cualquier género, ya fuera acción, comedia o drama. Ya
era un destacado actor teatral cuando David Lean lo atrajo al mundo del cine
con “Grandes Esperanzas” (1946) y con el que contó para algunas de sus
películas más importantes, como “Oliver Twist” (1946), “El Puente sobre el Río
Kwai” (1957, por el que ganó el Oscar al Mejor Actor), “Lawrence de Arabia”
(1962) o “Doctor Zhivago” (1965).
Por supuesto, las generaciones más “jóvenes” lo recordarán siempre por
ese papel icónico que lo acompañaría el resto de su vida: Obi-Wan Kenobi en “Star
Wars: Una nueva esperanza” (1977). Son muy conocidas sus duras declaraciones
respecto a su trabajo en esa película, calificándola de “cuento de hadas basura”
y criticando los pésimos diálogos. Su supuesto odio hacia la cinta de George
Lucas ha ido exagerándose a lo largo de los años en artículos que combinaban
sus comentarios durante el rodaje con algunas de sus críticas posteriores, a
menudo fuera de contexto. En realidad, a Guinness, una vez visto el resultado
final cuando se estrenó, le gustó bastante la película original e incluso en
años posteriores recordó positivamente su frescura y sencilla ingenuidad. Sin
embargo, no le gustaba que lo acosaran los cazadores de autógrafos, ni sentía simpatía
alguna por los aficionados más entregados, a los que consideraba unos idiotas
por dedicar una parte tan grande de sus vidas a una serie de películas de fantasía.
Volviendo a nuestra cinta, las secuencias de persecución de las
comedias Ealing estaban a la par con las mejores realizadas por Buster Keaton
en la época del cine mudo, y aunque Guiness carecía de las habilidades
atléticas de aquél, hizo sus propias escenas de acción o, como él mismo dijo,
los estudios hicieron lo que pudieron para matarlo. En “El Hombre Vestido de
Blanco”, los cables de seguridad se rompieron durante la escalada a un tejado
pero, afortunadamente, sólo había metro y medio hasta el suelo en ese momento
(si se hubiera producido el accidente unos segundos después, la caída podría
haber sido fatal). Su talento para la comedia residía en interpretar a sus
personajes sin una pizca de histrionismo, sabiendo cuanto estirar su impavidez
para ser tan creíble como divertido. Un ejemplo perfecto sería su trabajo en
“El Quinteto de la Muerte”, en la que, en otro contexto, habría resultado un
villano verdaderamente siniestro. Película en la que, por cierto, superó
claramente a un todavía joven Peter Sellers, que ocho años más tarde crearía a
su propio personaje inmortal, el inspector Clouseau, en “La Pantera Rosa”
(1963) y un año después igualaría la gesta de Guiness interpretando múltiples
personajes en el clásico de la CF “Teléfono Rojo, ¿Volamos Hacia Moscú?”
(1964).
En cuanto a Joan Greenwood, trabajó a ambos lados del Atlántico, pero
no frecuentó la Ciencia Ficción. Su único papel relevante en el género fue como
protagonista de la muy libre adaptación que hizo Cy Enfield de la novela de
Verne “La Isla Misteriosa” (1961), en la que se las tuvo que ver con cangrejos gigantes
y plantas carnívoras. A pesar de sus miradas sensuales y ronroneos seductores,
Greenwood consigue elevar a su personaje, Daphne Birnley, por encima del tópico
de simple interés amoroso sin personalidad. Sus propias peculiaridades y
excentricidades le dan el carisma suficiente como para que el espectador desvíe
de vez en cuando la atención del héroe titular. Puede que Daphne no sea un
genio de la química como Sidney, pero no tiene problemas en recurrir a la enciclopedia
para tratar de autoeducarse sobre las posibilidades del descubrimiento.
Los aspectos técnicos del film, desde la dirección hasta la
iluminación, diseño de producción, montaje, etc, están muy cuidados, lo cual
resulta particularmente meritorio dado que las comedias de Ealing siempre
tuvieron unos presupuestos muy magros. Buena parte del crédito por el aspecto
visual de la película probablemente pueda atribuirse al director de fotografía,
Douglas Slocombe, tres veces nominado al Oscar y que en el futuro sería
responsable de ese apartado en películas de la importancia de “El Baile de los
Vampiros” (1967), “El León en Invierno” (1968), “Un Trabajo en Italia” (1969),
“Jesucristo Superstar” (1973), “El Gran Gatsby” (1974), “Rollerball” (1975) o
la trilogía original de “Indiana Jones”.
Dentro del campo de la Ciencia Ficción pura, “El Hombre Vestido de
Blanco” no es una aportación espectacular ni tampoco fue la más divertida de
las comedias de Ealing. Pero como análisis satírico de la sociedad es muy aguda
y supera con creces a la mayoría de las obvias alegorías que ofrecieron muchas
otras películas del género de los años 50. Probablemente se cuente entre las
cinco películas de Ciencia Ficción mejor filmadas de la década. Si tiene
defectos, probablemente sea que los personajes son tan arquetípicos, tan
construidos para representar ideas en lugar de auténticas personas, que
resultan bastante planos, a pesar de que los actores principales hacen un
trabajo sobresaliente al intentar dotarles de personalidad.
La película también se toma su tiempo para arrancar y establecer los
personajes y la premisa. Probablemente, podrían haberse recortado diez minutos
de los primeros 30 del metraje sin afectar mucho a la información que
recibimos. Y entiendo que, tratándose de una comedia y que los guionistas querían
terminarla con una nota positiva, incluyeron el pequeño epílogo con el giro
final. El propósito, claro, era evitar que el público saliera de una comedia
sintiéndose más deprimido que al entrar, pero neutralizaron el conmovedor y
triste clímax que habría funcionado perfectamente sin adiciones.
En resumen, “El Hombre Vestido de Blanco” no es una película perfecta, pero sí recomendable. Es inteligente, tiene encanto, está bien realizada y plantea temas dignos de debate incluso 75 años después de estrenada.
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