lunes, 16 de diciembre de 2024

1951- EL HOMBRE VESTIDO DE BLANCO - Alexander Mackendrick

Cuando pensamos en comedias de Ciencia Ficción nos vienen a la cabeza títulos como “El Dormilón” (1973), “Estrella Oscura” (1974), “Regreso al Futuro” (1984), “La Loca Historia de las Galaxias” (1987), “Héroes Fuera deÓrbita” (1999) o “Guardianes de la Galaxia” (2014), pero en ningún caso “El Hombre Vestido de Blanco”, una producción británica bastante olvidada para la mayoría excepto para los aficionados a las producciones del Estudio Ealing.

 

Desde luego, “El Hombre Vestido de Blanco” no puede competir en empaque visual con “2001: Una Odisea del espacio” (1968) o “Metrópolis” (1927), ni con la innovación técnica que supusieron “Star Wars” (1977) o “Parque Jurásico” (1993); no es un título que redefina la CF como sí hicieron “Alien” (1979) o “Terminator” (1984), ni exhibe la personalidad artística de “Stalker” (1979), la visión revolucionaria de “Matrix” (1999) o la profundidad alegórica de “Distrito 9” (2009) o “La Llegada” (2016). Pero, aun cuando para muchos ni siquiera sea fácil clasificarla como película adscrita al género, bien podría considerársela como un clásico menor que en tiempos más recientes ha ido obteniendo mayor reconocimiento como ingeniosa anomalía que mezcla tropos de la CF con el espíritu cómico de las comedias salidas del Estudio Ealing.

 

Los Estudios Ealing tienen su origen en los Will Barker Studios de 1896. Adquiridos por Basil Dean en 1929 y rebautizados como Ealing Studios en 1931, se consolidó bajo la dirección de Michael Balcon a partir de 1938. El estudio destacó en el ámbito de los documentales y filmes de guerra, pero fue en la posguerra, entre 1947 y 1957, cuando alcanzó su mayor celebridad gracias a sus satíricas comedias que, según cómo se cuenten, totalizaron entre 14 y 17 títulos. Algunas de estas cintas oscilaban entre lo convencional y lo mediocre, pero un tercio bien pueden presumir de ser auténticos clásicos del género, como “Ocho Sentencias de Muerte” (1949), “El Quinteto de la Muerte” (1955) o la que ahora nos ocupa.

 

Las principales características de aquellas comedias eran los guiones inteligentes e ingeniosos, unos temas audaces que traspasaban los límites de lo admisible (algunas de ellas tuvieron incluso que ser editadas para pasar el filtro de la censura estadounidense), sus magníficas interpretaciones, impecables méritos técnicos y artísticos y un agudo espíritu satírico antisistema. La mayor estrella de Ealing (sólo desafiado por Stanley Holloway) fue Alec Guinness, quien protagonizó las que hoy se consideran mejores comedias del estudio: “Ocho Sentencias de Muerte”, donde interpretó nada menos que ocho papeles; “Oro en Barras” (1951), una de las mejores películas de atracos de todos los tiempos; y “El Quinteto de la Muerte”, un clásico del cine británico. Sin embargo, “El Hombre Vestido de Blanco” suele omitirse cuando se mencionan los títulos más destacados de la Ealing, quizá por su estilo más moderado y la sutileza de su sátira, ya que en algunos momentos transita casi por el terreno de la tragedia.

 

Guinness interpreta aquí a un químico frustrado, apacible y perseverante, Sidney Stratton, empleado como simple personal no cualificado en una fábrica textil de Wellsborough. En secreto y sin permiso, utiliza fondos de la empresa para investigar la fórmula química de un tejido sintético que no sólo sea irrompible sino que repela la suciedad. Cuando se descubre su infracción, pierde el trabajo y consigue otro trabajo en la fábrica de Alan Birney (Cecil Parker), donde se propone recrear sus experimentos. A punto está de ser despedido también de allí cuando consigue convencer a la hija de Birney, Daphne (Joan Greenwood) –que está comprometida con otro de los socios de la empresa interpretado por un joven Michael Gough- de la importancia de lo que está haciendo: su tejido no sólo sería un gran logro científico, sino también un producto milagroso para los consumidores, ya que no tendrían que volver a lavar o remendar ni, por supuesto, comprar ropa nueva.

 

Birney acepta financiarle a Sidney sus experimentos, aunque sin pagarle por ello (lo que implica que su nombre no figurará vinculado al invento), pero cuando por fin lo consigue y se difunde la noticia del descubrimiento, tanto los jefes de la fábrica como los sindicatos, viendo peligrar su seguridad económica, intentan silenciarlo. Por una vez, Capital y Obreros están de acuerdo en algo: parar como sea a Sidney Stratton.

 

A partir de ese momento, el ritmo se acelera. En las oficinas de la fábrica estalla una trifulca cuando los jefes intentan obligar a Sidney a cederles la patente de su inversión para que así ellos puedan enterrar el invento a continuación. Tras escapar, Sidney busca refugio con sus confidentes en el movimiento obrero, pero también se muestran hostiles dado que estiman –y no les falta razón- que acabarán perdiendo sus trabajos. Daphne le sigue el juego a los ejecutivos y utiliza su atractivo sexual para intentar convencer a Sidney de que acepte un soborno de un cuarto de millón de libras para cederles la patente del invento, pero él se niega.

 

La historia culmina con una memorable persecución a pie por las calles nocturnas, con una muchedumbre iracunda de obreros y directivos pisándole los talones a Sidney, quien viste su brillante y milagroso traje blanco. La caza, y aparentemente la historia, termina con un giro inesperado e impactante que deja al científico, como un moderno Prometeo, de pie, casi completamente desnudo (porque el polímero milagroso resulta ser inestable y el traje se desintegra como si estuviera hecho de papel higiénico) y deprimido rodeado de una multitud que se ríe y burla de él. En los últimos segundos de la película, llega otro giro que remata la historia con una nota ambiguamente optimista.

 

“El Hombre Vestido de Blanco” es una adaptación de la obra teatral homónima firmada por Roger MacDougall, quien la reescribió para la pantalla junto al director (que era su primo) y John Dighton, que había contribuido también a los guiones de “Ocho Sentencias de Muerte” y que luego participaría en “Vacaciones en Roma” (1953). La película, cuyo guión fue nominado al Oscar, es una sátira social poco frecuente para la época en el sentido de que se niega a tomar partido y describe el advenimiento de un descubrimiento tecnológico potencialmente disruptivo para la sociedad como el problema polifacético que suele ser. El personaje de Guinness representa la visión puramente científica: el sabio exclusivamente enfocado en lograr un avance o un descubrimiento y al que no importan las repercusiones sociales que ello acarreará. Obviamente, tal y como están retratados aquí, es difícil sentir simpatía por la pomposa élite empresarial, pero es mucho más fácil identificarse con la preocupación de los obreros que se quedarían sin trabajo y sin posibilidades de lo que hoy día llaman “reinventarse”. No es hasta la escena final de la persecución que Sidney entiende el mensaje. Cuando busca un último asidero en su anciana y bondadosa casera, ella lo rechaza en uno de los momentos más conmovedores de la película: "¿Por qué ustedes, los científicos, no pueden dejar las cosas en paz? ¿Qué pasa con mi ropa, cuando no hay ropa que lavar?".

 

A veces considerada otra comedia más de las varias que Alec Guiness protagonizó en este período, “El Hombre Vestido de Blanco” es, sin duda, una película de Ciencia Ficción: juega con un principio científico real, cuenta una historia agradable y finaliza exponiendo algo significativo sobre la condición humana. En algunos círculos, una historia o película de Ciencia Ficción que no cumpla todo lo anterior es un ejemplo fallido del género, sin importar cuántas naves espaciales o pintorescos extraterrestres se esfuercen los técnicos en poner en pantalla. La película que nos ocupa no necesita nada de la tradicional iconografía pulp para satisfacer los puntos anteriores.

 

Su interés en relación a otras cintas del género contemporáneas, no solo reside en su intento de presentar una ciencia razonablemente verosímil sino porque, en lugar de recurrir a los habituales tropos tecnológicos, se centra en el plano humano, en concreto, el efecto que podría tener cierto avance en la sociedad del momento. Lo que vemos en la historia es cómo, en una Gran Bretaña de posguerra muy industrializada, las clases trabajadoras y los propietarios capitalistas se ponen de acuerdo para sostener el sistema que les da de comer a todos. En cierto modo, la estructura y dinámicas sociales aquí expuestas no se alejan demasiado de las de “Metrópolis” (1927), ya que el foco se pone en la industria, la explotación de los obreros y el caos en que se sume el sistema cuando una innovación tecnológica alimenta una revolución, terminando la fábula con la derrota final de ese avance y un acuerdo de cooperación mutua entre las clases antes divididas. Eso sí, la lógica económica puede tacharse de ingenua, dado que los fabricantes nunca llegan a plantearse estrategias de autodefensa como aumentar exorbitantemente el precio del nuevo material o sacar provecho del mismo en mercados artificiales y muy manipulados como el de la moda.

 

“El Hombre Vestido de Blanco” es fiel continuador del espíritu de las películas de científicos locos de los años 30 y 40, en particular a esa moraleja que defiende que el avance científico y tecnológico trae consigo el caos social y que lo mejor es dejar las cosas como están. Aunque aquí Sydney es más un tipo distraído y obsesivo que un villano megalomaniaco, la resolución de la historia –que el descubrimiento debe mantenerse en secreto en aras de la estabilidad económica y social- no es tan diferente de las que se veían en las antiguas cintas de científicos locos. En esta ocasión, simplemente, se pasa el conservadurismo social a través del filtro de las divisiones de clase: la turbamulta sindical enojada no es diferente a las hordas de aldeanos iracundos portando antorchas que asaltan el castillo de Frankenstein.

 

La película no es sólo una parábola sobre el progreso científico y las responsabilidades morales de quienes lo logran, una cuestión entonces muy relevante tan sólo siete años después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. También aborda una cuestión que quizás sea más candente ahora que nunca: en nuestro mundo automatizado y controlado por ordenadores: ¿qué ocurre cuando la tecnología hace innecesario el trabajo físico o, incluso, la intervención humana? Asimismo, se señala la necesidad que tiene el sistema capitalista de fabricar objetos tendentes al desgaste más o menos rápido para que así los consumidores deban reemplazarlos periódicamente y mantener la producción en marcha. Por desgracia, esta película no aporta respuestas -¿quién las tiene?- y se limita a plantear la cuestión de una forma inteligente y divertida.

 

Al parecer, Mackendrick fue incluso más allá en su alegoría. Según declaró: "cada personaje de la historia fue concebido como una caricatura de una actitud política independiente, abarcando todo el espectro desde el comunismo, pasando por el sindicalismo oficial, el individualismo romántico, el liberalismo, el capitalismo ilustrado y no ilustrado hasta la reacción de mano dura. Incluso el protagonista fue concebido como una imagen cómica de la ciencia desinteresada". Puede incluso establecerse un paralelismo entre Sidney y Cristo: un visionario incorruptible que anuncia un gran beneficio para la Humanidad. Pero los receptores de su “milagro” lo temen, persiguiéndolo y burlándose de él ante lo que parece su fracaso, aunque, en último término, el protagonista sale de la historia triunfante. Sin embargo, díficilmente el espectador podrá reflexionar sobre todas estas lecturas habida cuenta del ritmo vertiginoso de la película.

 

Como suele ser habitual en las mejores comedias, el humor de la película se apoya no tanto en los personajes como en las situaciones. El reparto interpreta sus papeles con semblantes bastante serios (con la excepción del ocasional histrionismo de alguno de los ejecutivos). En este sentido, “El Hombre Vestido de Blanco” es un ejemplo de sutileza británica en el cine, ese arte de conseguir que los momentos más divertidos sean, precisamente, los que no vemos, de despertar una continua sonrisa reconocedora del talento del guionista más que una puntual carcajada visceral. Una muestra de ello la encontramos en esa fase inicial de experimentación en la que Sidney prepara meticulosamente el laboratorio para la prueba y luego se refugia en una habitación contigua. A continuación, la cámara sigue a otro personaje hacia la oficina de al lado y es sólo allí, fuera del laboratorio, donde se siente la tremenda explosión que sacude toda la fábrica. Volvemos a la arrasada estancia en la que un Guinness tranquilo y sereno, se acerca y dice: "No debería haber hecho eso". Se sucede explosión tras explosión, pero nunca vemos más que sus efectos en el resto de las instalaciones, normalmente desde el pequeño y desordenado cubículo del jefe de investigación (sin duda una inspiración para “Brazil”, 1985, de Terry Gilliam). Mientras las paredes se derrumban sobre él, le dice con calma y sin pestañear a un visitante: "Siéntate, habrá otra en un minuto".

 

Tanto Joan Greenwood como Alec Guinness ofrecieron aquí dos de sus mejores interpretaciones, transmitiendo sus emociones con mucha mayor sutileza que la mayoría de los actores que participaban en las comedias contemporáneas. Guiness fue uno de los mejores actores de su generación, capaz de moverse con absoluta naturalidad por cualquier género, ya fuera acción, comedia o drama. Ya era un destacado actor teatral cuando David Lean lo atrajo al mundo del cine con “Grandes Esperanzas” (1946) y con el que contó para algunas de sus películas más importantes, como “Oliver Twist” (1946), “El Puente sobre el Río Kwai” (1957, por el que ganó el Oscar al Mejor Actor), “Lawrence de Arabia” (1962) o “Doctor Zhivago” (1965).

 

Por supuesto, las generaciones más “jóvenes” lo recordarán siempre por ese papel icónico que lo acompañaría el resto de su vida: Obi-Wan Kenobi en “Star Wars: Una nueva esperanza” (1977). Son muy conocidas sus duras declaraciones respecto a su trabajo en esa película, calificándola de “cuento de hadas basura” y criticando los pésimos diálogos. Su supuesto odio hacia la cinta de George Lucas ha ido exagerándose a lo largo de los años en artículos que combinaban sus comentarios durante el rodaje con algunas de sus críticas posteriores, a menudo fuera de contexto. En realidad, a Guinness, una vez visto el resultado final cuando se estrenó, le gustó bastante la película original e incluso en años posteriores recordó positivamente su frescura y sencilla ingenuidad. Sin embargo, no le gustaba que lo acosaran los cazadores de autógrafos, ni sentía simpatía alguna por los aficionados más entregados, a los que consideraba unos idiotas por dedicar una parte tan grande de sus vidas a una serie de películas de fantasía.

 

Volviendo a nuestra cinta, las secuencias de persecución de las comedias Ealing estaban a la par con las mejores realizadas por Buster Keaton en la época del cine mudo, y aunque Guiness carecía de las habilidades atléticas de aquél, hizo sus propias escenas de acción o, como él mismo dijo, los estudios hicieron lo que pudieron para matarlo. En “El Hombre Vestido de Blanco”, los cables de seguridad se rompieron durante la escalada a un tejado pero, afortunadamente, sólo había metro y medio hasta el suelo en ese momento (si se hubiera producido el accidente unos segundos después, la caída podría haber sido fatal). Su talento para la comedia residía en interpretar a sus personajes sin una pizca de histrionismo, sabiendo cuanto estirar su impavidez para ser tan creíble como divertido. Un ejemplo perfecto sería su trabajo en “El Quinteto de la Muerte”, en la que, en otro contexto, habría resultado un villano verdaderamente siniestro. Película en la que, por cierto, superó claramente a un todavía joven Peter Sellers, que ocho años más tarde crearía a su propio personaje inmortal, el inspector Clouseau, en “La Pantera Rosa” (1963) y un año después igualaría la gesta de Guiness interpretando múltiples personajes en el clásico de la CF “Teléfono Rojo, ¿Volamos Hacia Moscú?” (1964).

 

En cuanto a Joan Greenwood, trabajó a ambos lados del Atlántico, pero no frecuentó la Ciencia Ficción. Su único papel relevante en el género fue como protagonista de la muy libre adaptación que hizo Cy Enfield de la novela de Verne “La Isla Misteriosa” (1961), en la que se las tuvo que ver con cangrejos gigantes y plantas carnívoras. A pesar de sus miradas sensuales y ronroneos seductores, Greenwood consigue elevar a su personaje, Daphne Birnley, por encima del tópico de simple interés amoroso sin personalidad. Sus propias peculiaridades y excentricidades le dan el carisma suficiente como para que el espectador desvíe de vez en cuando la atención del héroe titular. Puede que Daphne no sea un genio de la química como Sidney, pero no tiene problemas en recurrir a la enciclopedia para tratar de autoeducarse sobre las posibilidades del descubrimiento.

 

Los aspectos técnicos del film, desde la dirección hasta la iluminación, diseño de producción, montaje, etc, están muy cuidados, lo cual resulta particularmente meritorio dado que las comedias de Ealing siempre tuvieron unos presupuestos muy magros. Buena parte del crédito por el aspecto visual de la película probablemente pueda atribuirse al director de fotografía, Douglas Slocombe, tres veces nominado al Oscar y que en el futuro sería responsable de ese apartado en películas de la importancia de “El Baile de los Vampiros” (1967), “El León en Invierno” (1968), “Un Trabajo en Italia” (1969), “Jesucristo Superstar” (1973), “El Gran Gatsby” (1974), “Rollerball” (1975) o la trilogía original de “Indiana Jones”.

 

Dentro del campo de la Ciencia Ficción pura, “El Hombre Vestido de Blanco” no es una aportación espectacular ni tampoco fue la más divertida de las comedias de Ealing. Pero como análisis satírico de la sociedad es muy aguda y supera con creces a la mayoría de las obvias alegorías que ofrecieron muchas otras películas del género de los años 50. Probablemente se cuente entre las cinco películas de Ciencia Ficción mejor filmadas de la década. Si tiene defectos, probablemente sea que los personajes son tan arquetípicos, tan construidos para representar ideas en lugar de auténticas personas, que resultan bastante planos, a pesar de que los actores principales hacen un trabajo sobresaliente al intentar dotarles de personalidad.

 

La película también se toma su tiempo para arrancar y establecer los personajes y la premisa. Probablemente, podrían haberse recortado diez minutos de los primeros 30 del metraje sin afectar mucho a la información que recibimos. Y entiendo que, tratándose de una comedia y que los guionistas querían terminarla con una nota positiva, incluyeron el pequeño epílogo con el giro final. El propósito, claro, era evitar que el público saliera de una comedia sintiéndose más deprimido que al entrar, pero neutralizaron el conmovedor y triste clímax que habría funcionado perfectamente sin adiciones.

 

En resumen, “El Hombre Vestido de Blanco” no es una película perfecta, pero sí recomendable. Es inteligente, tiene encanto, está bien realizada y plantea temas dignos de debate incluso 75 años después de estrenada.

 


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