Peter Watts es un escritor canadiense especializado en ciencia ficción dura que ha ganado cierto prestigio por su forma inteligente de abordar aspectos potencialmente conflictivos de la interacción entre la Ciencia, la Tecnología y la Sociedad. Doctorado en Zoología y Ecología por la Universidad de la Columbia Británica, desempeñó a continuación diversos cargos académicos relacionados tanto con la investigación como con la docencia, además de trabajar como biológo especializado en mamíferos marinos. Todo esto lo compaginó con su faceta de escritor de CF, que comenzó a cultivar durante sus estudios de postgrado. Y, por si fuera poco ser biólogo, profesor, investigador, documentalista y escritor, también es, desde 2009, un delincuente convicto que tiene prohibida la entrada a los Estados Unidos (a raíz de un incidente con los guardias fronterizos de ese país).
Durante diez años, Watts se dedicó a investigar y obtener abundantes títulos y reconocimientos en ecofisiología de mamíferos marinos, esto es, cómo los organismos interactúan con su entorno físico y la forma en que los factores ambientales influyen en sus procesos fisiológicos. En la década siguiente trató de sacar provecho económico de sus conocimientos y prestigio sin comprometer su integridad personal y académica, lo cual no fue nada fácil. En los años 90, el movimiento por el bienestar animal le pagó para defender a los mamíferos marinos; la industria pesquera estadounidense para venderlos; y el gobierno canadiense para ignorarlos.
Al final, decidió que, ya que de todos modos estaba de alguna forma ficcionalizando la ciencia, bien podría inventar algunos personajes y tramas que la envolvieran e intentar vender el conjunto a un público más amplio que los lectores del “Journal of Theoretical Biology”. Y eso hizo, aunque conservando el hábito académico de añadir como apéndice de sus novelas extensas bibliografías técnicas, tanto para conferir una pátina de credibilidad como para cubrirse las espaldas contra los lectores más puntillosos.
Lo cierto es que Watts no ha sido un autor que haya llamado la atención de los editores de nuestro país. De sus novelas, sólo se ha publicado la sexta que escribió, “Visión Ciega” (2006, Alamut), una escalofriante historia de Primer Contacto al tiempo que reflexión filosófica sobre la naturaleza de la conciencia y que, además de quedar finalista en el Premio Hugo, se convirtió en un texto de referencia para diferentes cursos universitarios que abordaban desde la filosofía hasta la neuropsicología y neurociencia. Watts ha obtenido también premios por sus cuentos (entre ellos un Hugo), cinco de los cuales los compiló la editorial Fata Libelli en 2013 en un volumen titulado “Ad Astra: Cuentos de Ficción Científica”.
El primero de ellos, “Malak” (2011), un cuento que aborda las cuestiones legales y éticas del uso de drones de combate aéreo completamente autónomos, resultó ser asombrosamente presciente en cuanto a las preocupaciones que las Inteligencias Artificiales iban a generar una década después.
La historia está narrada desde el punto de vista del dron, Azrael (el Arcángel de la Muerte para los judíos y los musulmanes), que está siendo utilizado como arma en algún conflicto futuro de Oriente Medio. Unos técnicos manipulan su código intentando introducir parámetros éticos que condicionen sus decisiones sobre si atacar o abortar la misión dependiendo de un análisis riesgo-beneficio en términos de víctimas colaterales inocentes:
“Una serie de cálculos extraños acaba de presentarse sin avisar, exigiendo una solución. Las variables recién llegadas exigen constancia. De pronto el mundo consiste en algo más que la velocidad del viento, la altitud y la localización de blancos, no todo se limita ya a la distancia y la corrección de trayectorias. Ahora la ecuación se ha teñido por entero de azul neutral. Sin previo aviso, el azul posee un valor.
Esto es inesperado. Los neutrales a veces se vuelven hostiles, eso ha sido así siempre. El azul se convierte en rojo si dispara contra cualquier cosa etiquetada como amiga, por ejemplo, o si agrede a los suyos (si bien las interacciones agonales en las que haya menos de seis azules implicados se clasifican como domésticas y tienden a ignorarse por lo general). Aunque los no combatientes sean neutrales por defecto, siempre han estado a medio camino de ser hostiles.
Pero no se trata tan solo de que el azul haya adquirido un valor, sino de que este es negativo. El azul se ha convertido en un coste”.
El cuento nos presenta la evolución de la Inteligencia Artificial hacia un ente autoconsciente con valores éticos derivados de la aplicación de unas instrucciones codificadas matemáticamente y cuya aplicación sobre el campo de batalla resultan no ser tan sencilla. Watts logra que la descripción de los protocolos cargados en el programa de Azrael tengan una sonoridad casi poética mientras seguimos el desarrollo “interior” del dron gracias a su capacidad de aprender de lo que ve sobre el terreno y de los ajustes que van implementando los controladores humanos.
¿Cuál es el objetivo de crear un arma de guerra con limitaciones “éticas”? Según se escucha a los técnicos, se trataría de parte de una estrategia de “corazones y mentes”, esto es, influir en las opiniones y lealtades de los adversarios, en lugar de derrotarlos por la fuerza. Y el papel de Azrael en ella sería la de, como máquina éticamente infallible, tomar decisiones impecables y al instante sobre lo que constituye un objetivo hostil y cuánto daño colateral es aceptable para eliminarlo. Pero, a medida que Azrael observa que los horrores de la guerra se intensifican, ¿podría ese nuevo código (que no deja de ser una forma de externalizar el juicio moral) tener consecuencias imprevistas?
“Un Nicho” (1990), fue la primera historia publicada por Watts y el germen de lo que luego se convertiría en su novela “Starfish” (1999). Es un cuento en el que aplica sus conocimientos de biología marina y que transcurre en una estación submarina situada a profundidades abisales, en la dorsal de San Juan de Fuca, no lejos de la costa occidental canadiense. Lenia Clarke, cuyo cuerpo ha sido alterado para soportar las condiciones allí reinantes, se reúne en la estación con la que va a ser su única compañera, Ballard, que ya lleva tiempo trabajando allí. Los nombres de ambas mujeres no son casuales. Arthur C.Clarke fue un gran aficionado al submarinismo y en varias de sus novelas se presentó entornos oceánicos; mientras que J.G.Ballard escribió varias obras dominadas por un sentimiento de paranoia y angustia ante un entorno hostil. Y ambas facetas van a ser precisamente las que encarnarán las investigadoras. Mientras que Clarke se adapta rápidamente y afronta sin miedo e incluso con maravilla los peligros que las amenazan en el exterior, Ballard, irritada ante la serena y callada actitud de su compañera, va deslizándose hacia la paranoia:
“Nos están observando. ¿Todavía no te has dado cuenta? Escucha, ¡lo sabían todo acerca de ti! Querían ponernos a prueba, todavía no saben qué clase de persona funciona mejor aquí abajo. Por eso están venga a esperar y a esperar, a ver cuál de las dos se derrumba primero. El programa entero está aún en fase de pruebas, ¿no lo ves? Todos los que han enviado aquí abajo… tú, yo, Ken Lubin y Lana Cheung, todo forma parte de algún tipo de experimento despiadado”.
Pero todo indica que no le falta razón. Los responsables del programa parecen haber seleccionado a mujeres con algún tipo de trauma devenido adicción. “Existe un mecanismo —continúa Ballard—. He leído al respecto. ¿Sabes cómo se enfrenta el cerebro al estrés, Lenie? Vierte todo tipo de estimulantes adictivos en el torrente sanguíneo. Betaendorfinas, opioides. Con la suficiente frecuencia, a largo plazo, te enganchas. Es inevitable. ¡No me lo estoy inventando! ¡Puedes mirarlo tú misma si no me crees! ¿No sabes cuántos niños que son víctimas de abusos se pasan toda la vida enganchados a cónyuges que les pegan, o a la automutilación, o a los saltos en caída libre?”.
Y ese es exactamente el caso de Lenia: “Ballard ha estado leyendo, Ballard sabe de lo que habla: la vida es pura electroquímica. No serviría de nada explicarle lo que se siente. No serviría de nada explicarle que hay cosas mucho peores que recibir una paliza. Que hay cosas peores incluso que verte inmovilizada y violada por tu propio padre. Están los intervalos de tiempo en los que no ocurre nada. Cuando te deja en paz, no sabes hasta cuándo. Te sientas frente a él en la mesa, obligándote a comer mientras tus entrañas magulladas se esfuerzan por regenerarse; y él te da una palmadita en la cabeza y sonríe, y sabes que el respiro ya se ha prolongado en exceso, que vendrá a buscarte esta noche, o mañana, o tal vez pasado mañana (…) Ballard no puede entenderlo tras toda una vida de expectativas satisfechas, pero lo que le sucedió a Lenie Clarke no tiene nada de extraordinario. Los babuinos y los leones matan a sus crías. Los machos de los gasterosteiformes vapulean a sus congéneres. Incluso los insectos saben lo que es la violación. El abuso, en realidad, solo es… biología. Pero, por el motivo que sea, le resulta imposible decirlo en voz alta”.
Un cuento, en fin, muy intenso que ofrece un estudio psicológico de dos personas conviviendo en un entorno muy peligroso, tanto por las amenazas exteriores (animales ignotos y letales que acuden atraídos por las luces de la estación, inestabilidad geológica, inmensas presiones que ponen a prueba los materiales, completo aislamiento) como las derivadas de sus propias mentes y personalidades.
“La Isla” (2009), ganadora del Hugo a la Mejor Novela Corta, revisita una vieja idea de la CF, la de los agujeros de gusano que se utilizan para facilitar el viaje interestelar. De acuerdo con el propio Watts: “La Isla” funciona como un cuestionamiento de todo el tema de las puertas estelares: esas superautopistas prefabricadas dejadas por razas antiguas que se extinguieron convenientemente y nos dejaron sus juguetes. Es un gran recurso (aunque se use demasiado), pero ¿qué pasa con los pobres bastardos que tuvieron que construir esos portales?”
Y es que el autor, en lugar de centrarse en los beneficios que una red tal tendría para la expansión de la Humanidad por el espacio, lo hace en la vida y la psicología de aquellos que pasan miles de años en un viaje sin retorno a bordo de naves encargadas de ir abriendo esos portales, siempre por delante del último y más lejano de aquéllos y por siempre y virtud de sus velocidades cuasirelativistas y el cruce a través de los propios portales, desconectados de los hombres y sabedores de que la Tierra hace ya mucho tiempo que dejó de existir.
“Somos los cavernícolas. Somos los ancianos, los progenitores, las hormigas obreras. Tejemos vuestras redes y construimos vuestros portales mágicos, enhebramos el ojo de cada aguja a sesenta mil kilómetros por segundo. No nos detenemos jamás. Ni siquiera osamos aminorar el ritmo, por miedo a que la luz de vuestra llegada nos reduzca a plasma. Todo por vosotros. Todo para que podáis saltar de una estrella a otra sin ensuciaros los pies en los interminables páramos deshabitados que median entre ellas. ¿De veras sería demasiado pedir que nos dirigierais la palabra de vez en cuando?
Lo sé todo acerca de la evolución y la ingeniería. Sé cuánto habéis cambiado. He visto cómo estos portales alumbraban dioses, demonios y seres que escapan a nuestra comprensión, seres que me cuesta creer que alguna vez fueran humanos; autoestopistas alienígenas, quizá, que recorren las vías que hemos dejado atrás. Conquistadores alienígenas. Exterminadores, quizá.
Pero también he visto cómo esos portales permanecían a oscuras y vacíos hasta desvanecerse en la distancia. Hemos inferido sequías y eras tenebrosas, civilizaciones quemadas hasta los cimientos y otras que surgían de sus cenizas; y en ocasiones, a la postre, las cosas que reaparecen guardan un sutil parecido con las naves que podríamos haber construido nosotros, tiempo ha. Hablan unas con otras —radio, láser, neutrinos transmisores— y en ocasiones sus voces suenan parecidas a las nuestras. Hubo un tiempo en que nos atrevimos a abrigar la esperanza de que realmente fueran como nosotros, de que el círculo por fin hubiera vuelto a cerrarse con unos seres con los que podríamos comunicarnos. He perdido la cuenta de las veces que intentamos romper el hielo. He perdido la cuenta de los eones que hace que tiramos la toalla”.
La tripulación de la Eriophora pasa dormida siglos hasta que la Inteligencia Artificial que gobierna la nave despierta al turno que corresponda para que lleve a cabo el protocolo de apertura de un nuevo portal. El problema que surge es que éste en concreto va a generarse en las proximidades de una estrella enana alrededor de la cual existe vida inteligente bajo la forma de una delgada y diáfana membrana, como si fuera una especie de Esfera Dyson biológica, y a la que bautizan La Isla. La creación del portal desencadenará tal energía que sin duda matará a ese ser o red de seres individuales. Y, aparentemente, la membrana lo sabe, porque envía un mensaje que se diría de auxilio o advertencia.
La narradora y responsable de la misión en ese momento inicia entonces un pulso contra la inteligencia artificial y su emocionalmente discapacitado hijo Dix, tratando de convencerles de que desvíen el rumbo de la nave para que la creación del portal no afecte a la membrana, la cual ella está convencida de que es un ser inteligente, aunque no haya forma de establecer comunicación con él: “La Isla existe mucho más allá de los grotescos procesos darwinistas que moldearon mi carne. No puede haber ninguna comunicación aquí, ninguna confraternización entre mentes. Los ángeles no hablan con las hormigas”.
Pero, ¿y si esa criatura no fuera tan benigna como parece y lo que pretende es utilizar a la vieja nave humana para ajustar cuentas con uno de sus vecinos?
“Las Cosas” (2010) fue finalista al Hugo, probablemente por tocar la fibra sensible de muchos aficionados. Y es que este relato, que casi podría calificarse de fanfiction, no es sino la historia narrada en “La Cosa” (1982), la clásica película de John Carpenter, pero vista desde el perspectiva del extraterrestre, que además actúa como narrador en primera persona. Watts, al invertir la mirada, también invierte el horror, mostrando lo desconcertante y repugnante que resulta la condición humana para el alienígena:
“Se diría que es casi una obscenidad —una afrenta contra la mismísima Creación— quedarse atrapado en esta piel. Está tan poco preparada para su entorno que necesita envolverse en múltiples capas de tejidos artificiales tan solo para conservar el calor. La podía optimizar de mil maneras distintas: acortando sus extremidades, mejorando sus sistemas aislantes, reduciendo la proporción entre su superficie y su volumen. Todavía conservo en mi interior todas estas formas, pero no me atrevo a emplearlas ni siquiera para repeler el frío. No me atrevo a adaptarme; en este lugar, solo puedo esconderme”.
Tanto para Carpenter como para Lovecraft, diferencia equivale a terror. Para Watts, esa correspondencia opera en ambos sentidos. La Cosa está conmocionada y asustada por nuestro aislamiento individual, nuestra incapacidad para cambiar y nuestra inevitable mortalidad. Nuestros cerebros son tumores inteligentes, nuestros cuerpos se dirían embrujados por fantasmas invisibles. No nos parecemos a nada que haya conocido antes. Para los lectores humanos, el horror que encarna el metamorfo alienígena se amplía hasta abarcar un universo en el que la aberración es nuestra individualidad. Somos una frágil anomalía entre infinitos mundos de entidades comunales entregadas a un éxtasis de asimilación mutua. La resistencia es inútil: sobreviviremos solo mientras no sepan que estamos aquí.
También se ofrece un comentario –o quizá una crítica- sobre ese reflejo “misionero” que tenemos los humanos, en el sentido de considerar nuestra forma de ver e interpretar el universo como la mejor posible y, por tanto, deseable también para otras formas de vida. “¿Qué clase de mundo rechaza la comunión? Es el conocimiento más básico e irreductible al que puede aspirar toda biomasa. A mayor capacidad de cambio, mayor capacidad de adaptación. La adaptación es la clave de la fuerza, de la supervivencia. Sus raíces son más profundas que las de la inteligencia, más profundas que las de cualquier tejido; es algo celular, axiomático. Y más aún, es placentero. Comulgar equivale a experimentar el sensual deleite descarnado de burlar al cosmos. Y pese a todo, aun atrapado en estas pieles inadaptadas, el mundo no quiere cambiar”
Watts nos introduce en la mente del alienígena para mostrarnos que sus actos no sólo obedecen a un imperativo moral sino biológico. Las inteligencias no humanas del universo, nos sugiere el escritor, siguen una cierta lógica darwiniana basada en la supervivencia, la competencia y la propagación. Y nosotros no somos una excepción, como podemos reconocer si observamos fríamente nuestro propio comportamiento como especie e incluso como individuos. “Era mucho más antes del accidente. Era un explorador, un embajador, un misionero. Me propagué a lo largo y ancho del cosmos, conocí innumerables planetas, comulgué: conforme los fuertes iban remodelando a los débiles, el universo entero se veía enaltecido en gozosos incrementos infinitesimales. Era un soldado, en guerra con la mismísima entropía. Era la mano con la que se perfecciona la Creación”.
Un relato, por tanto, original que, sin embargo, puede no comprenderse y disfrutarse plenamente si no se está familiarizado con el material original, dado que recorre todos los eventos –con sus correspondientes protagonistas- de la película.
El último relato del volumen, “El Plato Fuerte” (2000) es otro de los que Watts escribió (o coescribió, ya que también lo firma Laurie Channer) inspirándose en su experiencia como biólogo y el contacto que tuvo con diversos colectivos, grupos de interés e instituciones, en especial los activistas proanimales y el Acuario de Vancouver, contra los cuales dispara con este cuento un enorme dardo envenenado.
En el futuro, se ha conseguido descifrar el lenguaje de las ballenas Orcas y es posible comunicarse con ellas mediante un software de traducción. Se ha descubierto que se dividen en dos grandes grupos, las “residentes” y las “transeúntes”: las segundas cazan focas, delfines e incluso otras ballenas, mientras que las primeras se alimentan en exclusiva de pescado. “Las residentes consideran que comer otros mamíferos es poco ético. Las transeúntes, en cambio, creen que los dioses les han dado el derecho de tragarse todo lo que encuentren en el océano. Ambos grupos se tachan entre sí de inmorales, y las residentes y las transeúntes llevan siglos sin dirigirse la palabra”. En resumen, que la inteligencia no hace que esos animales sean más nobles que los humanos y sus relaciones se rigen, como las nuestras, por el conflicto y la explotación. No son ni mejores ni peores que nosotros; sencillamente, su brújula moral funciona de otra manera.
El caso es que –y esto es un spoiler- la matriarca de un grupo de orcas que viven cerca de la costa ha alcanzado en secreto un siniestro acuerdo tripartito con el director del acuario más próximo y la carismática líder de un movimiento proballenas “residentes” en virtud del cual todos obtienen beneficio, bien sea en forma de alimento o de dinero… eso sí, a costa de sacrificar a los ingenuos de cada grupo, sean cetáceos o humanos. Un relato, en fin, que no deja títere con cabeza.
Los cinco cuentos que componen “Ad Astra” dejarán huella en el lector por sus premisas originales y desarrollos inteligentes, pero no por sus personajes, meros peones con los que el escritor mantiene la distancia. No obstante y tratándose de relatos de poca extensión, esto no supone un problema de tanta gravedad como lo sería en una novela, ya que antes de que el lector pueda empezar a preguntarse por las motivaciones y psicologías de aquéllos, la historia llega a su fin (el propio autor es honesto en cuanto a reconocer que ciertas ideas son perfectamente válidas para un cuento, pero que estirarlas hasta la extensión de una novela le obligaría a introducir demasiado relleno). Eso por no hablar de que en dos de los cuentos, “Malak” y “Las Cosas”, los protagonistas ni siquiera son humanos y los de “La Isla” han cambiado tanto que a veces parecen alienígenas.
Los cuentos que componen “Ad Astra” son realistas, científicamente precisos, reflejo de las complejidades de nuestro mundo y, quizá por ello, rara vez reconfortantes.
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