Fueron los franceses quienes, en términos cinematográficos y en la figura de Georgés Méliès, dieron con la idea de que el cine no tenía por qué documentar la realidad. Nada en la pionera “Viaje a la Luna” (1902) se hizo con el propósito de imitar la realidad. El cine se había convertido para siempre en un medio que podía utilizarse para expresar deseos y sueños.
Sin embargo, la Ciencia Ficción no fue un género por el que el cine francés sintiera especial afinidad (a diferencia de su comic, que ha dado abundantes obras de altura desde mediados de los 70, incluyendo a su vez en los cineastas patrios) y, dejando aparte puntuales incursiones en el mismo, hubo de esperarse casi un siglo hasta que dos sobresalientes herederos de Méliès, adoptaran su mismo enfoque, creando para sus películas escenarios oníricos y personajes grotescos que transmitían ideas muy sencillas en un contexto visualmente fascinante: Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro.
Su primera película, “Delicatessen” (1991) (escrita por ambos y dirigida por el primero), fue una auténtica delicia que sorprendió a todo el mundo por su refrescante propuesta: una comedia enloquecida y grotesca que desafiaba cualquier etiqueta y que mezclaba el amor, el humor negro, el terror y la ciencia ficción. El lugar y época en los que transcurría la acción estaba deliberadamente difuminado para transmitir atemporalidad: parecía tener lugar en un futuro próximo de tipo postapocalíptico, pero el vestuario y atrezzo recordaban a los de los años 40 o 50 del siglo pasado.
El duo Caro-Jeunet, ahora ambos ejerciendo tanto de guionistas (junto a Gilles Adrien) como de directores, regresaron en 1995 con otra película muy personal, “La Ciudad de los Niños Perdidos”, que, esta sí, no deja dudas respecto al género al que pertenece: la ciencia ficción. Además, en esta ocasión contaron con un presupuesto mucho mayor y, de hecho, fue la película más cara jamás rodada en Francia hasta entonces, lo que requirió de la participación de hasta 13 productoras. El vestuario fue diseñado por Jean-Paul Gaultier y cuando se lanzó en Estados Unidos, se hizo bajo el paraguas de una campaña promocional de gran envergadura teniendo en cuenta que se trataba de una película muy particular que, en su espíritu, bien podría calificarse de “independiente”.
En un tiempo y lugar imprecisos, en una ciudad portuaria sin nombre, vive Uno (Ron Perlman), un discapacitado mental de tierno corazón que trabaja como forzudo en una feria y que ha adoptado como hermano al joven Denree (Joseph Lucien). Éste es secuestrado por un culto religioso conocido como El Cíclope, cuyos miembros se ciegan a sí mismos ritualmente, reemplazando uno de sus ojos por una cámara de video y dedicándose a recorrer las calles de la Ciudad buscando nuevos conversos para su orden.
Los secuestradores llevan a su víctima al científico Krank (Daniel Emilfork), que vive en un laboratorio levantado sobre una plataforma petrolífera defendida por un cinturón de minas. Allí se ha rodeado de una extravagante familia que incluye una esposa enana llamada Bismuth (Mirelle Mosse), seis clones (todos interpretados por Dominique Pinon) y un cerebro sin cuerpo conservado vivo en un tanque y al que llaman Tío Irving. Krank, al ser producto de la ingeniería genética, no sólo envejece a un ritmo frenético sino que nació sin la capacidad de soñar. Cree que esta carencia es la clave para revertir su envejecimiento y por eso envía a sus secuaces a raptar niños para luego, utilizando su maquinaria, robarles sus sueños.
Uno emprende una desesperada búsqueda para rescatar a Denree, acompañado por la deslenguada Miette (Judith Vittet), una huérfana a la que ha conocido durante un robo y que rescata de un orfanato dirigido por El Pulpo (Geneviève Brunet y Odile Mallet), un par de malvadas gemelas siamesas unidas por la cadera. Juntos, Uno y Miette se enfrentan al Cíclope e intentan encontrar el camino secreto que conduce a través del campo minado hasta el laboratorio de Krank. Las tramas de todos los personajes van entrecruzándose para conformar una complicada fábula sobre la confianza, la explotación, el valor de los sueños y las relaciones familiares.
El generoso presupuesto con el que contaban los directores se traslada a la pantalla en forma de un diseño extraordinario a todos los niveles. Caro y Jeunet se complacen creando mundos extraños que, sin embargo, conservan un punto de familiaridad para el espectador. Si “Delicatessen”, como he dicho, parecía estar a caballo entre la posguerra y el postholocausto, “La Ciudad de los Niños Perdidos” sugiere una ambientación victoriana. Es como si una de aquellas películas de los 50 que empezaron a adaptar obras de Verne y Wells tras el éxito de “20.000 Leguas de Viaje Submarino”, con elegantes bibliotecas señoriales, bronces bien pulidos, vajillas de porcelana y adornos de hierro forjado, hubiera sido ensuciada y retorcida para acercarlo a un cuento pesadillesco protagonizado por niños salidos de la imaginación de Dickens.
En las imágenes de este film abundan objetos y lugares surrealistas y maravillosos, como ese cerebro humano que mantiene Krank en un tanque y al que periódicamente administra una aspirina; cascos de inspiración steampunk que permiten a sus usuarios compartir sueños; un astillero claustrofóbico; dos sumergibles repletos de material científico de lo más extravagante… La ciudad, cubierta de humedad, óxido y moho por la proximidad de un mar de aguas verdosas y llenas de detritos, parece viva y bulliciosa a pesar de que sus ciudadanos pasen sus deprimentes vidas en un estado de total alienación. Las calles están diseñadas para ser lo más estrechas posible y la gente viste ropas antiguas y desgastadas. La guarida de Krank es un ejemplo perfecto de cómo la película aplica su técnica visual. Se trata, como he dicho, de una plataforma petrolífera, pero está diseñada para parecerse al castillo de Drácula. Las instalaciones son decrépitas, pero albergan tecnología avanzada, como si fuera una pesadilla surgida de la mente de Julio Verne.
Un mundo tan extraño e imaginativo como este podría haber caído fácilmente en lo absurdo, pero no es el caso. Esta mezcla de cuento de hadas y pesadilla industrial envuelta por la hipnótica música de Angelo Badalamenti da la impresión de ser una realidad imposible, sí, pero plausible. A diferencia de las producciones actuales y sus diseños digitales, todo en esta película transmite la impresión de haber sido elaborado a mano… para luego ser magistralmente fotografiado con una paleta compuesta principalmente de verdes y rojos. De hecho, el responsable de este apartado, Darius Khondji, que ya había participado en “Delicatessen”, hubiera merecido el Oscar a la Mejor Fotografía aquel año no sólo por “La Ciudad de los Niños Perdidos” sino por su igualmente impresionante labor en “Seven” (1995) (la estatuilla se la llevó John Toll por “Braveheart”).
Las películas de Jeunet y Caro son visualmente surrealistas, deliberadamente extrañas, inmaculadamente diseñadas y con una atmósfera propia de cuento de hadas que pretende crear y transmitir estados de ánimo. Y “La Ciudad de los Niños Perdidos” no es una excepción. Su extravagancia y sentido del absurdo se manifiesta especialmente en el reparto de personajes: un científico loco con inclinación a disfrazarse de Papá Noel y que secuestra niños porque ha perdido la capacidad de soñar; seis torpes clones de un original (Dominique Pinon) que, amnésico, vive como un buceador ermitaño que nunca sale a la superficie; unas perversas siamesas que utilizan a los húerfanos como ladronzuelos; el dueño de la feria, adicto al opio y propietario de una pulga entrenada para, como si fuera un comando, inyectar drogas de control mental en los cerebros; un culto religioso cuyos miembros se automutilan para asemejarse a aterradores cíclopes tecnológicos…
Es demasiado esperar que todos esos personajes puedan compartir una historia que tenga sentido. “La Ciudad de los Niños Perdidos” es una de esas películas que se deleita en mezclar personajes extraños y eventos maravillosos por el simple placer estético de hacerlo. Pero claro, esto se hace a expensas de la trama y el ejercicio estético tiende a veces a ahogar la coherencia de la historia y, consecuentemente, dificultar la claridad narrativa. Da la impresión de que Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet se vieron abrumados por las dimensiones visuales de la película, dejando que la sucia y barroca sofisticación de los decorados acabara limitando su frescura en la dirección y dejando que lo estético condicione y dirija la narrativa. El diseño parece ahogar todo lo demás, incluida la historia, a la que le falta la naturalidad, macabro espíritu jubiloso y claridad expositiva de “Delicatessen”.
Los directores utilizan con acierto ángulos de cámara inusuales y desasosegantes, primerísimos planos, lentes deformantes y planos subjetivos para moldear tragicómicamente la realidad y aumentar todavía más la sensación de estas asistiendo a un sueño, algo que sin duda es coherente con la propia premiso de la historia: el robo de los sueños. Y consiguen sin duda construir momentos brillantes, como ese en la que una lágrima da inicio a un encadenamiento progresivo de accidentes que culmina con un barco estrellándose contra un muelle. Sin embargo, “La Ciudad de los Niños Perdidos” carece de esos chispazos de genialidad que tenía “Delicatessen”. No hay nada aquí al nivel de la orquesta de efectos de sonido del vecindario, la hilaridad que suscitaban los repetidos intentos fallidos de suicidio de Silvie Laguna o la escena en la que la miope Marie-Laure Dougnac invita a Dominique Pinon a tomar el té de la mañana.
Jeunet y Caro, por tanto, no dan con una obra redonda pero se acercan más, al menos en el tratamiento de sus personajes, que otros directores contemporáneos también muy centrados en lo visual como Terry Gilliam o Tim Burton. No es ajeno a ello el que “La Ciudad de los Niños Perdidos” sea en realidad tres historias en una, lo que permite ir alternando hilos narrativos y dosificando la tensión entre ellos. Cuando una de las subtramas llega a un final de escena, se retoma otra en el punto en el que se había dejado minutos atrás. Sin embargo, esta narrativa no lineal no compensa la debilidad de la premisa básica, que se agota bastante antes de llegar al climax, hacia el que la película se arrastra en su acto final.
Los temas principales que pueden señalarse en la película (el Bien contra el Mal, el Individualismo contra el Conformismo y el Individuo contra el Sistema) no dan para análisis muy profundos, pero, al menos, tampoco da la sensación de que los directores tomen al espectador por un ser de corta inteligencia al que haya que darle todo bien masticado. Lo que tenemos aquí es un cuento de hadas moral que, aunque narrado con una estética industrial, sigue las pautas de los tradicionales: historias perdurables contadas a grandes rasgos, ambientadas en una época ambiguamente distante y que poseen muchos (o todos ellos) de estos elementos: protagonistas claramente definidos, el viaje del héroe, villanos apropiadamente malvados o incluso repugnantes, temas universalmente identificables y una moraleja adjunta.
Si bien la laberíntica trama no funciona como debiera, el plano emocional rara vez decae, en buena medida gracias a los actores. Ron Perlman y la actriz infantil Judith Vittet, ofrecen con sus respectivos personajes, Uno y Miette, una excelente actuación y una evidente química. La elección de Ron Perlman fue realmente extraña dado que no hablaba francés y tuvo que aprenderse todas sus frases de memoria. Pero su peculiar físico, su talento y convicción compensaron de sobras esa carencia que en nada lastra el resultado final. Vittet, por su parte y en contraste, refleja una tierna vulnerabilidad derivada de su comprensión de que el mundo que la rodea es más grande y hostil de lo que ella puede afrontar. Su personaje, Miette, es lo suficientemente inteligente como para oponerse sola a la crueldad que transpira la Ciudad y, aunque al principio se hace amiga de Uno por mera conveniencia, ambos van desarrollando una relación basada en el afecto y el respeto mutuos conforme se acercan a su objetivo.
En cualquier caso, esta película le abrió las puertas de Hollywood a Jean-Pierre Jeunet, donde aceptó dirigir “Alien: Resurrección” (1997), una experiencia que no le resultó satisfactoria y tras la que volvió a su Francia natal para firmar una de las películas europeas más exitosas y originales de comienzos de siglo: “Amelie” (2001).
“La Ciudad de los Niños Perdidos” es una película única, como todo lo que ha salido de la colaboración de Jeunet y Caro. Tiene mucho del estilo enmarañado y denso de Terry Gilliam, pero sin su acartonada sensibilidad británica ni su propósito satírico, optando en cambio por una cualidad más onírica. Nada de lo que hicieron luego los dos cineastas fue tan oscuro y amenazador como esto. Por fantástico y fascinante que sea el mundo que crearon, es también un lugar duro, cruel y egoísta, de una turbiedad ni siquiera igualada por “Alien: Resurrección”. Y ambos, al mismo tiempo, consiguen transportar al espectador a ese miniuniverso de una forma accesible para el gran público, lo cual es más difícil de lo que podría pensarse.
“La Ciudad de los Niños Perdidos”, en último término y a título personal, supone una cierta decepción en relación a la película precedente de Jeunet y las que dirigiría después. Pero también debo admitir que pocas propuestas decepcionan de forma tan bella y original como esta.
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