Las historias que reflexionan sobre la mortalidad humana no son precisamente escasas. De hecho, la mayoría las ficciones, en cierto sentido, pueden interpretarse como una exploración de nuestra naturaleza perecedera e inevitable extinción. El hecho de que todos muramos mucho antes de lo que desearíamos impulsa (aunque sea de forma subconsciente) gran parte de nuestras narrativas y, por supuesto, condiciona también nuestros actos y decisiones en el mundo real.
Una de las virtudes de la experiencia humana es la de
disponer del tiempo suficiente para asumir la tragedia de nuestra efímera
existencia. Después de todo, envejecer es un fenómeno que experimentamos de
forma, quizá no gozosa, pero sí natural. Desde edad muy temprana,
interiorizamos que nuestro cuerpo crecerá, madurará y, finalmente, se
marchitará. Y que lo mismo ocurrirá con nuestra mente. Pero también sabemos que
será un proceso gradual que –si no sucede antes nada traumático como una
lesión, enfermedad, asesinato o accidente- se dilatará décadas y a cuya idea
podemos irnos acostumbrando. Con el correr de los años, no sólo acumulamos
experiencias y recuerdos, sino que vamos tomando conciencia del deterioro que
aqueja a nuestro cuerpo modelando nuestra personalidad, transformando nuestra
forma de interactuar con el mundo y la manera en que nos relacionamos con los
demás y con nosotros mismos. Esos años de contemplación pueden o bien
aportarnos paz, o bien empujarnos hacia el horror existencial.
Ahora bien, ¿qué ocurriría si ese proceso se comprimiera
extraordinariamente? ¿Cómo podríamos lidiar con el trauma de que nuestra vida
empezase y acabase en sólo un par de días? ¿Qué efecto tendría sobre nosotros
contemplar a nuestros seres queridos envejecer a ojos vista? ¿De qué manera
abordaríamos la rápida sucesión de emociones que acompañaría a ese acelerado
deterioro propio y ajeno? Estas son algunas de las cuestiones sobre las que nos
invita a reflexionar el álbum “Castillo de Arena”, proponiendo un terrorífico
escenario con el que los autores condensan décadas de meditación existencial en
el lapso de un par de días.
En algún lugar indefinido localizado en una rocosa costa en la que se abre una resguardada playa (directamente tomado de Gulpiyuri, situada entre la costa de Llanes y Ribadesella, en Asturias), un hombre magrebí de unos 30 años advierte, protegido de la vista por unos arbustos, la llegada de una hermosa joven vestida con pantalones de chándal y un top. Tras desvestirse, la muchacha se sumerge en las cálidas y cristalinas aguas. Unos instantes después, cuando emerge, flota sin vida. Poco después, una familia se dirige a la playa para disfrutar de la paz y tranquilidad que asegura su aislamiento. Por el camino, los niños se topan con el hombre del principio, tendido inconsciente en el suelo. Creyendo que es un vagabundo, pasan de largo, bajan a la arena y se instalan.
No tardan en llegar más veraneantes: otra familia con dos
hijos y la abuela, un escritor de ciencia ficción, una pareja… Cuando
encuentran el cadáver de la joven, el patriarca de una de las familias se
apresura a llamar a la policía y culpar y retener a la fuerza al argelino. Sin
embargo, no sólo no consiguen que los teléfonos contacten con el exterior, sino
que parece haber algún tipo de campo de fuerza que les impide salir de la zona.
Aún peor, conforme pasan las horas, caen en la cuenta de que, por alguna razón
que no pueden entender, todos están envejeciendo rápidamente a un ritmo de dos
años cada hora. La abuela fallece de vieja, los niños llegan a la pubertad y
los adolescentes descubren gozosos el sexo…
Hacia la mitad de la historia, la terrible realidad es
obvia para todos, personajes y lector, y la trama se centra entonces en
explorar la actitud y prioridades de cada víctima ante la certeza de una muerte
inminente. Cerca ya del desenlace, el guion incorpora una fábula sobre un rey
amenazado por la muerte que trató de evitarla recluyéndose en un castillo y
rechazando temeroso cualquier interacción social y emocional sólo para
descubrir, al final, que la muerte, llegado el momento, sortea todas las barreras
sin dificultad. El significado y moraleja del cuento son claros: como el
castillo de arena del título y el de la fábula, la vida es muy real, pero
también frágil. Es esa debilidad y la imposibilidad de conocer el momento de su
término, lo que la hace tan angustiosa como inestimable.
“Castillo de Arena”, como muchos episodios de “La Dimensión
Desconocida”, se apoya principalmente en la trama. El lector, en una primera
aproximación, no se fijará tanto en los personajes como en el misterio en el
que se hallan inmersos. El comic está escrito y dibujado para mantener en todo
momento la tensión y la atención del lector, que, llegado el momento final, sin
embargo, no va a encontrar ni explicación a lo que ha pasado ni alivio al
sufrimiento de los personajes. Nunca queda del todo claro si el fenómeno al que
éstos se hallan sujetos obedece a la ciencia o a la magia, aunque varias pistas
apuntan a lo primero (el campo de fuerza, la existencia de un observador que
los estudia con prismáticos a cierta distancia).
Sin embargo, a medida que se desarrolla el drama, el lector empieza a darse cuenta de que las circunstancias son irrelevantes, que el enigma y el clímax no son tan importantes como el gran dilema al que se enfrentan los afectados por el incomprensible fenómeno (¿qué hacer con el tiempo que les queda?) y la forma en que lo afrontan: algunos se enfurecen, mientras unos buscan el contacto humano y el afecto otros optan por la evasión, los hay que se entregan a vivir de la forma más intensa posible… Nadie en esta historia es un héroe, ni siquiera son gente simpática. Incluso los más inocentes o nobles son menos un ejemplo a seguir que individuos corrientes empujados a una situación límite.
Aunque los personajes están gráfica y temperamentalmente
bien diferenciados, en el fondo oscilan entre lo tópico (el padre racista y
dominante, la esposa sumisa, la adolescente rebelde) y lo insulso (el enfermero
y su pareja, el escritor), así que no se puede hablar tampoco de un profundo y
matizado estudio psicológico. Lo que hacen los autores es servirse del reparto
como herramienta narrativa para articular un mensaje de mayor calado: ¿Realmente
aprovechamos bien nuestro limitado tiempo en este mundo? El “avance rápido” de
las vidas de los trece ancianos, cuarentones, adolescentes y bebés atrapados en
la playa enfatiza la naturaleza fugaz y elusiva del Tiempo. Solo a través de la
metamorfosis del cuerpo, propio o ajeno, podemos aprehender y comprender el
paso del tiempo. El segundo tema principal del comic es la otra cara de la
moneda: la Muerte o, más bien, la lenta consciencia de su inminencia y de
nuestra trágica condición humana. El Tiempo y la Muerte son irreversibles, y es
precisamente porque moriremos que debemos dar sentido a nuestras vidas.
Los diálogos son sencillos e incluso se diría que un poco
torpes. Esto podría ser consecuencia de la traducción o bien del intento de
varias personas de diferentes países para comunicarse en una lengua común. En
el caso de los niños en rápido crecimiento, refleja cómo sus mentes maduran y
adquieren parte de la inteligencia natural propia de su edad. Es el caso de la
niña de cinco años que, tras mantener relaciones sexuales después de la
sobrevenida pubertad, descubre su sangrado vaginal y se lo explica a su
desconcertada pareja como resultado natural de sus relaciones sexuales o quizás
de su menstruación. No es una información de la que disponga una niña de cinco
años. Las personalidades también parecen inmunes al envejecimiento. La
adolescente petulante sigue esforzándose por irritar a sus progenitores incluso
a los treinta años. La niña de cinco años todavía ama profundamente a sus
padres incluso en su recién descubierta madurez. Y el niño de tres años
convertido en adulto está tan desconectado de su entorno como lo estaba siendo
un bebé.
Después de la aventura interior (“Lupus” ), la
autobiografía (“Píldoras Azules”) el
cuento juvenil ( “Koma”), el thriller (“RG”) o la fantasía (“Paquidermo”), el
autor suizo Frederik Peeters probó nuevos territorios temáticos con “Castillo
de Arena”, escrita por el periodista, dibujante y, sobre todo, documentalista
Pierre Oscar Lévy. Sin embargo, formalmente, este comic no rompe el estilo que
ya había ido conformando en obras anteriores dado que aquí volvemos a encontrar
su característico ritmo lento, su humor inexpresivo y poco convencional y,
sobre todo, el deseo de colocar a las personas en el centro de la historia.
Frederik Peeters ilustra con gran habilidad esta extraña y
claustrofóbica historia carente de estructura convencional o respuestas reconfortantes.
Paulatinamente, va envejeciendo con naturalidad a los personajes y les otorga
facciones características que permiten su rápida identificación en cualquiera
de las edades que van atravesando. Su línea engañosamente simple y eficaz a
mitad de camino entre el realismo y la caricatura, su acertado uso del blanco y
negro, hábil y generoso uso de los silencios e impecable narrativa, hace que el
lector devore rápidamente lo que en el fondo es una historia densa y compleja.
“Castillo de Arena” es una mezcla de fábula onírica y cínica crónica social que sumerge al lector en un mundo extraño y misterioso poblado por seres esclavos de la tiranía de lo efímero que nos recuerdan tanto nuestra mortalidad como lo esencial de la vida. Un recordatorio, por lo demás, necesario en una época y cultura tan centradas en lo transitorio y tan dispuestas a distraerse por menudencias. Un álbum, en fin, tan sencillo de leer como inteligente y perturbador, recomendado para lectores maduros, incluidos aquellos que creen saberlo todo sobre la vida, la muerte y el más allá.
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