Cuando el 12 de noviembre de 2007 falleció Ira Levin, muchos de los obituarios que se publicaron en la prensa resaltaron al escritor únicamente en base a que sus novelas de suspense y piezas teatrales habían sido adaptadas al cine (“Un Beso Antes de Morir”, “La Semilla del Diablo”, “Las Esposas de Stepford” –dos veces-, “Los Niños del Brasil”, “La Trampa de la Muerte”, “Acosada”). Sin embargo, es una pena que sus logros como novelista hayan sido tan a menudo pasados por alto.
No fue,
bajo ningún concepto, un autor prolífico, menos aún dentro del género de
ficción (sólo públicó siete libros entre 1953 y 1997), lo cual puede haber
influido en que hoy su nombre ya no resulte tan familiar para el público, pero
fue un maestro a la hora de idear premisas interesantes y desarrollarlas en
tramas que mantenían el suspense de principio a fin. Su estilo funcional oculta
una innegable habilidad a la hora de ir acumulando pequeños detalles, pistas y
giros que van aumentando la sensación de amenaza hasta culminar en un intenso
clímax. Un buen ejemplo de ello es “Los Niños del Brasil”.
El
capítulo inicial, con su detallada descripción de algo aparentemente cotidiano
y banal, puede poner a prueba la paciencia del lector que espere un thriller
que le proporcione emociones intensas desde la primera página. En 1974, un
avión privado aterriza en el aeropuerto de Sao Paulo. De él bajan tres hombres
–uno de ellos con traje blanco, evidentemente el más importante– y se dirigen a
un restaurante japonés donde se ha reservado una sala para una reunión privada.
Una vez dentro, los dos guardaespaldas examinan minuciosamente cada rincón de
la estancia, lo que indica que aquí va a tener lugar algo relevante y secreto.
No mucho después llega el resto de comensales, ocho hombres que intercambian
saludos en portugués y español, pasando al alemán a medida que comienzan a
conversar con más libertad, bromeando y recordando viejos tiempos. Se sirve la
comida; coquetean con las camareras. Todos estos detalles se presentan en
frases cortas y directas que gradualmente van creando capas de tensión dado que
el lector sabe que algo importante está a punto de ocurrir.
Al
terminar la cena, los convocados abordan la cuestión por la que están allí. Es
ahora cuando nos enteramos de que se trata de un grupo de ex oficiales de las
SS presidido por Josef Mengele (un médico real, conocido como el Ángel de la
Muerte por los atroces experimentos médicos que llevó a cabo en Auschwitz
durante la Segunda Guerra Mundial). Éste le encomienda a cada uno de ellos
varios asesinatos. Entre todos, deben matar a 94 hombres en fechas concretas en
el curso de los siguientes dos años. Todas las víctimas son funcionarios
públicos, todos tienen o tendrán en el momento de su muerte 65 años de edad y
residen en diferentes partes del mundo occidental. Cada muerte debe parecer
accidental y no involucrar a ningún otro miembro de la familia.
“En ninguno de los países las autoridades deben sospechar que se está llevando a cabo una operación. Eso no ha de resultarles difícil. Tengan presente que se trata de hombres de 65 años, que la vista les falla, sus reflejos son lentos, su fuerza ha disminuido. Es probable que no sean buenos conductores y que atraviesen descuidadamente las calles, que sean propensos a caerse, o ser atacados y robados. Hay docenas de maneras para matar a personas de ese tipo sin llamar indebidamente la atención, y confío en que ustedes las encontrarán —sonrió”.
Estos
asesinatos, dice Mengele sin dar más explicaciones a sus cómplices (y al
lector), ayudarán a cumplir un plan para “restaurar
la supremacía de la raza aria”.
Lo que
Mengele, sus secuaces y sus superiores ignoran es que un joven judío aspirante
a periodista ha grabado en secreto su reunión e inmediatamente después
telefonea desde su hotel a Yakov Liebermann, un anciano judío cazador de nazis
y residente en Austria, para decirle que hay un importante complot nazi en
marcha. El periodista es rastreado y asesinado por los SS y Liebermann, por
tanto, no sólo obtiene poca información al respecto, sino que, habiendo
desaparecido su fuente y la grabación, no puede demostrar ante terceros que
exista tal conspiración. Contando con pocos detalles sobre las futuras víctimas
y ningún conocimiento del objetivo final perseguido por Mengele, inicia una
investigación que le llevará a descubrir un sorprendente plan. Sin embargo, va
a ser un camino largo y arduo no solo porque su salud es ya la propia de un
hombre de su edad, sino porque el interés e indignación públicos hacia los
criminales de guerra nazis ha ido disminuyendo y, con ellos, las donaciones con
las que financia su labor.
“Los Niños del Brasil” es, en esencia, un thriller de persecuciones con dos protagonistas muy tenaces que tratan de cazarse el uno al otro. Aunque claramente ambos están construidos para encarnar los papeles de héroe y villano, Liebermann (inspirado en el cazador de nazis Simon Wiesenthal), es un protagonista completamente verosímil con el que podemos simpatizar sin reservas. Se trata de un anciano tozudo y algo gruñón, consciente en todo momento de que le falta tiempo y recursos para llevar a cabo su misión y que muchas personas, algunas de ellas judías, lo ven como alguien anacrónico, obsesionado o incluso irritante.
Liebermann
tiene cambios de humor perfectamente justificados. Por una parte, le entristece
lo poco que significa el Holocausto para los jóvenes contemporáneos (le cuesta
ocultar su indignación cuando una muchacha que, por lo demás, es inteligente,
se refiere al trabajo de Mengele en Auschwitz como “investigación”), pero
también se siente alentado por el apoyo que recibe de sectores inesperados. Por
ejemplo, casi todos los jóvenes alemanes que le ofrecen su ayuda son hijos de
antiguos nazis, lo que le anima a continuar y pensar que, después de todo,
quizá haya esperanza. Al final de la novela, sigue siendo lo suficientemente
optimista respecto al espíritu humano como para adoptar una decisión, no
sabemos si acertada o no, pero en cualquier caso compasiva.
Es, en
fin, un personaje interesante que demuestra ser perfectamente capaz de soportar
el peso de la trama y ello teniendo en cuenta que es lo opuesto a los
arquetipos de “héroe de acción” o arrojado investigador tan frecuentes en los
thrillers convencionales. Su edad y aptitudes no le permiten hazañas físicas,
así que confía por completo en su inteligencia y el trabajo duro. Por el
contrario, Mengele se ajusta mucho más cómodamente al arquetipo de
supervillano: inteligente, absolutamente despiadado, arrogante, fanático,
megalomaniaco y, a su manera, tan dedicado a su misión como Liebermann a la
suya.
Chuck
Palahniuk dijo de las novelas de Levin que eran “una versión inteligente y
actualizada del tipo de leyendas populares que siempre han estado presentes en
las culturas”. Esto es, la mezcla de elementos reales e irreales para articular
un mensaje moral o admonitorio. Si en “El Bebé de Rosemary”, Levin había
utilizado tropos del terror sobrenatural y en “Un Día Perfecto” y “Las Poseídas
de Stepford”, los de diferentes subgéneros de la ciencia ficción para explorar
cuestiones sociales como la liberación de la mujer, el papel del patriarcado o
el control gubernamental, en “Los Niños del Brasil” vuelve a recurrir a elementos
de la ciencia ficción, en este caso la clonación, para, sobre un marco en todo
lo demás arraigado en la realidad, plantear cuestiones metafísicas relacionadas
con el Bien y el Mal. ¿Debería derrotarse el Mal haciendo actos malignos si
fuese necesario? ¿O existe una línea ética que nunca debería cruzarse? ¿Podría
el mundo admitir hoy el ascenso de un Cuarto Reich? Al fin y al cabo, no sería
la primera vez que se permite a otros gobiernos y colectivos cometer
atrocidades. Para detener a otro Hitler, ¿estaríamos dispuestos a matar inocentes?
¿Incluso niños?
Hay que
reconocerle a Levin que no opta por dar respuestas fáciles. Si bien el reparto
de personajes está claramente dividido en “buenos” y “malos”, Liebermann se
pasa la mayor parte de la novela sin estar muy seguro de si lo que está
haciendo es correcto, productivo o necesario. No hay una urgencia clara que
pueda guiar sus decisiones, como una bomba a punto de detonar en un avión. Todo
lo que tiene durante buena parte de la trama son pistas ambiguas, intuiciones,
datos inconexos… Liebermann es un hombre, que, tras haber perdido a su familia
en el Holocausto, se esfuerza por ser bueno en un mundo moralmente cada vez más
incierto.
Como siempre,
la escritura de Levin tiene un excelente pulso y es muy visual, con cierto aire
a guion cinematográfico. Cada escena impulsa una trama muy bien estructurada. Además
de su buen ojo para identificar los detalles verdaderamente relevantes, otra de
las habilidades narrativas de Levin que podemos observar claramente en “Los
Niños del Brasil”, reside en presentar los hechos de manera pasiva, como si
fuera un narrador poco omnisciente que no sabe nada sobre las motivaciones de
los personajes y se limita a registrar sus movimientos; reúne lentamente los
elementos de una escena antes de revelar todas sus implicaciones y sorprender
al lector. La cena con la que se abre la novela es un excelente ejemplo, como
también otro momento posterior, cuando Liebermann descubre el verdadero
propósito de Mengele. Levin no nos cuenta de forma rápida y directa cómo el
protagonista tiene la revelación. En lugar de eso, describe sus movimientos
adoptando la perspectiva de quien le acompaña en la cena: mira en silencio su
comida, se disculpa ante el resto de comensales, va a la habitación contigua…
Uno de ellos lo ve a través de una puerta: “Klaus
miró más allá de Lena, hacia donde estaba Liebermann, de pie, de perfil,
inclinada la cabeza sobre un libro abierto, meciéndose ligeramente: un judío en oración. Pero no era la
Biblia, ya que ellos no la tenían entre sus libros”. Sólo cuando Liebermann regresa a la
mesa descubrimos que lo que estaba mirando no era un libro de oraciones y que
la razón de su balanceo era el estado de shock que le había causado lo que allí
había comprobado.
Levin
no hace demasiados experimentos estilísticos pero los pocos que hay funcionan
bien gracias al eficaz uso que les da. Por ejemplo, hay un pasaje en el que
Liebermann, mientras da una conferencia sobre el Holocausto a un grupo de
jóvenes estudiantes alemanes, decide desafiar sus inteligencias y manipularlos
para que le aporten posibles soluciones al enigma que él mismo tiene entre
manos, a saber, la razón por la que los nazis quieren matar a esos 94 hombres. En
un par de momentos de ese capítulo, a menudo interrumpiendo un intercambio
verbal entre Liebermann y un estudiante, Levin encaja un pasaje muy breve en el
que uno de los sicarios de Mengele lleva a cabo un asesinato. El efecto de esta
repentina interrupción es equivalente en el cine a insertar durante cinco
segundos en mitad de una escena, una imagen no relacionada con la misma: además
de generar inquietud en el lector/espectador, añade urgencia a la trama,
recordándonos que incluso mientras tiene lugar un sereno debate intelectual en
un ambiente académico, en el mundo real el plan de Mengele está avanzando y el
tiempo se acaba.
Por
otra parte, hay que advertir que “Los Niños del Brasil” es más una novela de
trama que de personajes. Con excepción de Mengele y Yakov, el resto del reparto
tiene poco peso y no está demasiado bien perfilado, quedando relegado a meros
peones para que avance la trama en ciertos puntos, se proporcione información
relevante o se resuelvan hilos narrativos. Lo que sí es un acierto es ir
alternando las perspectivas de uno y otro protagonista, lo que nos permite, por
una parte, asistir a la investigación de Liebermann y cómo va completando el
puzzle; y, por otra, seguir los pasos de un Mengele absolutamente decidido a
llevar adelante su plan incluso aunque todos sus correligionarios se echen
atrás.
Es
posible que, para el lector actual, la premisa resulte algo caduca: nazis que
combatieron en la Segunda Guerra Mundial escondidos en Sudamérica planeando el
retorno de su Führer. Pero hay que tener en cuenta que la novela fue publicada
en una época en la que nazis como Mengele aún estaban vivos y escondidos, así
que el impacto que tuvo fue sin duda mucho mayor que el que hoy puede recibir
el lector. El propio Mengele, por ejemplo, se sabía que estaba vivo y oculto en
algún lugar de Sudamérica. Gobiernos, colectivos e individuos ofrecieron importantes
recompensas por su captura. Murió finalmente tres años después de que el libro
se pudiera a la venta, pero sus restos no fueron exhumados hasta mediados de
los 80 y su identidad confirmada ya sin lugar a dudas en 1992 mediante análisis
de su ADN. A mediados de los 70, además, todavía vivían muchos judíos que
habían pasado por los campos de concentración y el recuerdo de aquellos
horrores y la perspectiva de que volvieran a suceder se añadían al suspense de
la propia trama.
Pero es
que, si abrimos un poco más el foco, la novela no ha envejecido tanto como
pudiera parecer a primera vista. Lo más inquietante de “Los Niños del Brasil”
es, precisamente, su clarividencia. La clonación era algo que había estado
presente en la Ciencia Ficción desde al menos los años 40, antes incluso de que
existiera esa palabra, aunque no era ni mucho menos parte del conocimiento
general del público. En la década de los 70, la ciencia ya contemplaba la
posibilidad de clonación como real, pero todavía lejos de poder llevarlo a la
práctica. Hoy las cosas han cambiado por completo, lo que añade una dimensión aterradora
e invalida el discurso de “esto no puede pasar aquí” o “no puede volver a suceder”,
especialmente cuando se toma en cuenta la deriva política moderna de muchas
naciones. Durante su conferencia a un grupo de jóvenes alemanes, Libermann
dice: “Para un resurgimiento del nazismo,
se necesitan dos factores: un empeoramiento de las condiciones sociales que las
lleve a aproximarse a las de comienzos de la década del treinta, y la aparición
de un líder al modo de Hitler. Si llegaran a conjugarse estos dos factores,
naturalmente los grupos neonazis de todo el mundo se convertirían en un foco de
peligro”.
Si “Los Niños del Brasil” se ha convertido en un clásico de la cultura popular es por alguna razón y basta leerlo para descubrirla. Aunque hoy ya no haya Mengeles ni oficiales de las SS en Sudamérica, las cuestiones que plantea no han perdido vigencia, como tampoco su pulso narrativo y su sentido del suspense. Un libro recomendable no sólo para aquellos interesados en el tecno-thriller o la novela de CF más apegada a la realidad, sino para cualquiera que, sin ser particularmente afín al género especulativo, sí deseen disfrutar de una historia repleta de intriga y muy cinematográfica.
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