Para transmitir a quien no la haya visto todavía la idea nuclear y atmósfera de “El Hoyo” (debut como director del vasco Galder Gaztelu-Urrutia, que se proyectó en Sundance y desfiló por varios festivales, ganó el de Sitges en 2019 y estuvo nominado a tres Goyas), podría establecerse un claro paralelismo con “El Cubo” (1997), un ingenioso thriller en el que un grupo de personas tenían que abrirse paso por un laberinto de estancias idénticas mientras iban descifrando el diabólico diseño de la estructura como única forma de sobrevivir.
También común a ambos films es el tema subyacente de la necesidad de superar los prejuicios, rencillas y egoísmos para establecer una cooperación que permita a todos salir con vida de la situación. Desde el estreno de “El Cubo”, fueron apareciendo con cierta regularidad diversas variantes del mismo concepto, como “Shadow Puppets” (2007), “Exam” (2009), “The Human Race” (2013), “El Corredor del Laberinto” (2014), “Andron: The Black Labyrinth” (2015) o “En la Hierba Alta” (2019). En todas ellas se presentan un grupo de personas confinadas en extraños laberintos o estructuras repletas de trampas y peligros.
“El
Cubo” se rodó en un único decorado que iba iluminándose de forma distinta cada
vez que el grupo de protagonistas entraba en una nueva estancia. De la misma
forma, “El Hoyo” se desarrolla en un solo set, una celda vacía con,
inicialmente, dos hombres, el recién llegado Goreng (Ivan Massague) y el
flemático Trimagasi (Zorion Eguileor). El primero se presentó voluntario para
estar allí durante seis meses a cambio de obtener un grado académico, pero
Trimagasi fue condenado a una sentencia más larga por un crimen violento.
Durante
algunos días, la conversación entre ambos es tan ingeniosa como escueta. Trimagasi
se se limita a responder a regañadientes y con cuentagotas las preguntas que le
dirige Goreng sobre el funcionamiento del lugar y éste no deja de sorprenderse
ante la despreocupada aceptación de su compañero ante lo grotesco de la
situación: coloca con calculada anticipación su almohada junto al hueco que se
abre en el centro de la estancia para arrodillarse justo cuando desciende una
plataforma con comida e insta a Goreng a comer todo lo que pueda mientras
pueda; desprecia a los que están debajo y escupe sobre la mesa cuando ésta se
retira, al tiempo que niega los rumores de que se comió a su antiguo compañero
de celda.
Poco
a poco, Goreng averigua lo que es el Hoyo (la película nunca se molesta en
mostrar el mundo exterior o explicar el contexto social –presuntamente
distópico- que podría haber dado lugar a la construcción de semejante
complejo): una prisión que se extiende más de doscientos niveles en vertical, siendo
cada uno de ellos una celda para dos personas. Él y Trimagasi se encuentran en
el nivel 48. Todos los días, una plataforma sobre la que se ha dispuesto un
banquete, va descendiendo deteniéndose unos minutos en cada nivel. Los que se
encuentran en el primer nivel tienen toda la comida y bebida a su disposición,
pero conforme la plataforma progresa en su descenso, los internos la van
vaciando, dejando para los del fondo unos pocos restos incomibles o incluso
nada en absoluto. No puede cogerse comida de la mesa para consumirla más tarde,
una infracción cuyo castigo es la subida o bajada de la temperatura de la celda
a niveles extremos. Cada mes, los internos son reubicados aleatoriamente, lo
que resulta en una jerarquía variable en la que aquellos que están en lo alto
desprecian y abusan de los que están más abajo.
Goreng,
que tiene un claro perfil de intelectual idealista que lo diferencia desde el
principio del resto. Como único objeto permitido, lleva consigo un libro en
lugar de algo que pueda resultar verdaderamente útil, como el cuchillo
Samurai-Plus de su compañero de celda Trimagasi. Un libro, además, que no es cualquiera:
El Quijote. No sólo Goreng tiene ciertos paralelismos con el caballero de
triste figura (su anhelo de grandeza e ingenuo idealismo) sino que él y
Trimagasi, físicamente, replicarían el dúo de Alonso Quijano y su escudero
Sancho Panza. En cualquier caso, Goreng se niega a dejarse arrastrar al detestable
barbarismo con el que se comportan el resto de presos, incluyendo aquellos de
los niveles inferiores, que acaban matando y devorando a sus compañeros de
celda.
No
tarda mucho la trama en desvelar cuál es su mensaje central: una condena sin paliativos a los privilegiados de
la sociedad. Como en dos de las películas más célebres del cineasta coreano
Bong Joon-ho que abordan el mismo tema separando físicamente a dos estratos
sociales extremos, “Parásitos” (2019) y “Snowpiercer” (2013), “El Hoyo” se
sirve de un entorno (la prisión) y un elemento (la comida) para construir una alegoría
de las diferencias entre ricos y pobres. Los internos son distribuidos
aleatoriamente por parejas en los niveles del edificio y todos viven de las
sobras que dejan los que se encuentran en los niveles superiores. Se muestra
claramente el sentimiento de superioridad y el ejercicio abusivo y mezquino del
poder por parte de los que están arriba sobre los de abajo. En un momento dado,
un preso, Baharat (Emilio Buale), utiliza el único objeto que se le permite
llevar consigo -una cuerda- y consigue que los de arriba le icen, sólo para que,
a mitad de camino, se den la vuelta y defequen sobre él, quitándole luego la cuerda.
Dos
encuentros servirán de catalizador para Goreng. Uno es Miharu (Alexandra
Masangkay), una mujer oriental enloquecida que viaja continuamente sobre la
plataforma, de arriba abajo y viceversa, buscando a una hija perdida que podría
ser producto de su locura. El otro es con Imoguiri (Antonia San Juan), la
funcionaria que evaluó a Goreng antes de entrar en el Hoyo y que también ha
acabado en la prisión, compartiendo celda en un momento dado con aquél. El
“objeto” que escogió llevar consigo fue su perro salchicha, Ramsés II. Llega al
Hoyo con la convicción de que ese lugar es un terreno fértil para una erupción
de “solidaridad espontánea”, e intenta convencer a los internos que están por
debajo de ella de que un sistema de racionamiento justo y autogestionado puede contribuir
a la supervivencia de todos ellos. Pero nadie quiere aceptar sus consejos, así
que Goreng, muy desilusionado a esas alturas, decide intervenir por la fuerza.
El
punto de inflexión llega cuando Goreng y Baharat deciden tomar el control de la
plataforma, subirse en ella y acompañarla en su descenso, impidiendo que los
ocupantes de cada nivel coman más de lo necesario y, así, forzar una
solidaridad con los más desfavorecidos de abajo, que de esta forma obtendrán
algo de alimento. El nivel de padecimiento y egoísmo es tal que ambos deben
defender la comida y sus propias vidas utilizando armas y matando cuando es
necesario. Si hay que abrir algunas cabezas para enseñar al resto a comportarse
de forma responsable, que así sea.
El contraintuitivo viaje hacia las profundidades se convierte en un sombrío e inquietante catálogo de desesperación humana, sucediéndose escenas de violencia homicida entre los reclusos, gente devorando cadáveres, suicidios y silencio asfixiante…
El
planteamiento básico se transmite de forma sencilla y concisa desde el
principio, aunque no hay que pretender encontrarle verismo. ¿Qué sentido tiene trasladar
a la gente de una celda a otra de forma aparentemente aleatoria, si no es sólo
para aumentar el interés de la narración? O la propia plataforma, que parece moverse
desafiando la gravedad. “El Hoyo no tiene maquinaria. El Hoyo es el Hoyo”, dice
en un momento dado Baharat. Como la propia plataforma, la película no es ni
pretende ser realista.
La sensación es la de estar ante una metáfora social tanto como de una fábula del absurdo, de terror existencial, en tanto en cuanto toda la pesadilla parece en muchas ocasiones organizada a medida de Goreng. Cuando en su entrevista con Imoguiri se le pide que revele cuál es su comida favorita, él responde “escargots à la bourguignonne”; y da la casualidad de que los caracoles desempeñan un papel crucial en su drama personal, sobre todo cuando Trimagasi le ata a la cama con intención de cómerselo y le informa de que antes debe purgar su cuerpo, igual que se hace con los caracoles previamente a ser cocinados.
La visión que arroja la película sobre el orden social y sus dinámicas es, como mínimo, cínica. Basta ver cómo nos muestra la forma de hacer en los niveles superiores del Hoyo: primeros planos de manos agarrando frenéticamente pescados enteros o trozos de tarta nos indican que los privilegiados habitantes de los pisos altos actúan como sus hambrientos homólogos de abajo. Hay quien ha querido ver en esto una invectiva contra los consumidores compulsivos y quienes compran movidos por el pánico antes que por la sensatez o la solidaridad.
En
la cima del Hoyo, vemos al comienzo a un individuo con autoridad que
inspecciona una bien equipada cocina en la que una multitud de chefs preparan
todo tipo de elaborados guisos. Comprueba cada plato, preocupado por su calidad
y presentación, antes de que todos ellos sean colocados sobre la plataforma.
Claramente, está al cargo de este nivel, pero ¿quién le gobierna a él? Aquellos
que diseñaron, construyeron y ahora gestionan el Hoyo, son entes abstractos que
nunca llegan a manifestarse.
Luego
tenemos a los prisioneros. Algunos, como Trimagasi, se encuentran allí
cumpliendo condenas; otros, como Goreng, acceden a entrar voluntariamente para
conseguir algo al término de un periodo establecido, por ejemplo, un diploma
académico o un caro tratamiento médico. Pero, independientemente de las razones
por las que han acabado en el Hoyo, una vez están dentro todos pasan a formar
parte del mismo sistema terrorífico, convirtiéndose en víctimas de abusos sobre
los que carecen de control alguno. No importa si cuando entraste en el Hoyo
eras un cínico o un idealista; probablemente, tienes más en cómún con el resto
de los internos de lo que piensas, tal y como se demuestra cuando las cosas
empiezan a ponerse difíciles.
Comentaba antes que la película es una crítica al comportamiento de los privilegiados, pero no deben entenderse éstos exclusivamente como la casta que ocupa la cúspide de la pirámide social. Y es que el funcionamiento del Hoyo, concretamente su reubicación aleatoria y periódica de los prisioneros, convierte a todos ellos, en un momento u otro, en privilegiados. Y entonces, independientemente de su origen, razones para su estancia allí, moral, objetivos o inteligencia, todos adoptan la actitud cruel, egoista e insolidaria de los privilegiados. Nadie se muestra dispuesto a ayudar a los que se encuentran debajo aun cuando ellos mismos, el mes anterior, se encontraban allí agonizando de hambre. En el momento en que son colocados en una posición más cómoda, todo rastro de decencia humana desaparece.
Puede imaginarse que el resentimiento y el odio que unos sienten hacia quienes están por encima de ellos, los que podrían ayudarte pero no lo hacen, tiene mucho que ver con la forma en que decides comportarte cuando te despiertas al mes siguiente y te encuentras en una posición de poder sobre aquéllos. E incluso si no estuvieran en disposición de ayudarte, seguirían estando por encima de ti, en una situación posiblemente mejor que la tuya, luchando menos que tú, con más esperanzas de sobrevivir y sin ninguna otra razón para ello que el azar. No se ganaron su posición, igual que tú no hiciste nada para merecer la tuya.
Podría llegarse a la conclusión de que, si la gente decide comportarse como animales, quizá, hasta cierto punto, merezcan ese sufrimiento. Pero lo que conviene recordar es que, a pesar de la engañosa justicia de un sistema que asigna aleatoriamente los niveles entre los internos, éstos han sido colocados allí por unos afortunados que viven fuera de ese mismo sistema y que, precisamente por eso, jamás podrán entender su padecimiento.
El que esa élite en la cima decida llamar al Hoyo “Sistema Vertical de Autogestión” solo sirve para recalcar lo ajenos que están a quienes allí se encuentran. Esa denominación, por supuesto, implica que los internos podrían estar bien si tan sólo se esforzaran por controlar sus impulsos, una idea ridícula e injusta dado que éstos ni siquiera controlan el nivel en el que se despiertan cada mes o las terribles decisiones que se les imponen para poder sobrevivir. Están participando en un juego amañado desde antes incluso de que pongan un pie en el Hoyo.
Es
el caso de Goreng, que comienza su estancia como un idealista que trata de
convencer a los del nivel superior de que compartan la comida, pero cuyo
optimismo es rápidamente sustituido por la deprimente certeza de que no hay
forma de hacer que todo el mundo modifique simultánea y voluntariamente su
comportamiento. Es un personaje que cree tener clara su moral, pero que termina
cometiendo actos de canibalismo y asesinatos porque son las únicas opciones de
supervivencia que se le presentan.
Cuando él y Baharat comienzan su descenso hacia el fondo del Hoyo en nombre de la supervivencia común, golpean y matan a aquellos que quieren coger demasiada comida. Aunque probablemente asesinan a más gente de la que son capaces de alimentar, su plan responde sin duda a intereses altruistas: están decididos a dar de comer a quienes se encuentren en el nivel más bajo y a todos los que se hallen por encima de éstos. Sin embargo, ahora son dos personas que llegan “desde arriba”, presumiblemente ya alimentadas, restringiendo y controlando a todos los que están por debajo. Tienen buenas intenciones y lo que intentan es objetivamente correcto, pero lo hacen anulando a la fuerza la autonomía de todos los demás e infligiendo daño a los que no cumplen sus directrices. No entienden que la gente sea ya incapaz de controlar el impulso primario de alimentarse para sobrevivir, porque ellos parten de una posición en la que ya han podido comer lo necesario para cumplir su autoimpuesta misión.
En un momento dado, cambian de opinión sobre su objetivo y deciden que, en lugar de (o además de) intentar alimentar a todo el mundo, deben enviar un mensaje en forma de plato de comida intacto, que sirva de símbolo de rebeldía y les diga a los de arriba que, después de todo, en el Hoyo no son animales, que siguen siendo miembros de una sociedad civilizada. Así que pasan a vigilar obsesivamente una panna cotta. Pero hay severos fallos en su lógica: Goreng y Baharat asesinan a otros para proteger esa panna cotta, pero los que están en lo alto del Hoyo probablemente no comprenderán el mensaje y, si lo hacen, no les importará en absoluto. No ignoran el sufrimiento que hay bajo ellos: todos los meses recogen los cadáveres de quienes murieron de hambre, se suicidaron o fueron asesinados o canibalizados. Se ven a sí mismos como superiores y al resto como “otros” cuyo destino no les importa. Podrían ayudar, pero no lo hacen.
Quizá
el principal problema de la película sea el desenlace, el cual se desvía de la
premisa y tono iniciales, adoptando la forma de una especie de sueño o
pesadilla simbólica que lo aleja de la verosimilitud con que se había rodado la
historia hasta ese momento. Por ejemplo, se descubre que la prisión tiene 333
niveles, lo que significa que alberga 666 prisioneros, una clara señal de que
se encuentran en el infierno. Hay una niña involucrada, pero personalmente
prefiero ignorarla porque creo que es una alucinación de un Goreng herido y
gravemente afectado psicológicamente, tanto que, probablemente, Baharat murió
de sus heridas antes de que Goreng se diera cuenta. Seguramente el mensaje
relacionado con la niña sería algo así como que con una nueva generación llega
una nueva esperanza de cambio, pero lo que ocurre en realidad es que la panna
cotta vuelve a subir en la plataforma… sin niña dado que ésta no existe.
Y
eso es así porque a mitad de la película vemos una escena en la que el jefe de cocina
camina con una panna cotta que le han devuelto, enfurecido porque cree que la
razón es que tenía un pelo dentro. Obviamente, esta escena está colocada fuera
de la linealidad general y creo que refuerza la idea de que las clases altas
están tan fuera de contacto con la mayoría de la sociedad, que incluso cuando
les llega una protesta, no la entienden. Que una población reclusa que se muere
de hambre devuelva intacto un plato, es un acto radical de rebeldía y
autocontrol, pero “arriba” lo perciben como una queja trivial.
Así que, al final, el mensaje es uno de futilidad. Todo es inútil. Estamos atrapados en un sistema injusto y cruel cuyos límites superiores e inferiores ignoramos y que no podemos cambiar porque ello solo sucedería si los más afortunados estuvieran dispuestos a compartir su riqueza, y eso no sucederá porque, sobre todo, somos humanos.
Massagué
compone un verosímil protagonista, intelectual, reflexivo y sensible; y Antonia
San Juan ofrece una presencia inquietante y fría. Pero la verdadera estrella es
Zorion Eguileor, cuyo trastornado Trimagasi es uno de los villanos más
espeluznantes y perversamente simpáticos del cine de los últimos años. Con sus
educados modales no exentos de ironía y sordidez, el actor construye un
personaje maravillosamente zalamero y malicioso, tan espeluznante en carne y
hueso como cuando aparece posteriormente como producto de la mente cada vez más
trastornada de Goreng. Por el contrario la siempre silente Miharu apenas puede
considerarse un personaje, representando más bien la figura de la mujer salvaje
ligeramente erotizada.
El equipo técnico al completo sabe aprovechar los medios modestos con los que cuenta para crear la atmósfera opresiva y claustrofóbica que requiere la película y tapar las grietas de verosimilitud de la trama. La fotografía de Jon D.Dominguez extrae el máximo provecho de los escenarios diseñados por Azegiñe Urigoitia, acompañados ambos por los efectos visuales de Iñaki Madariaga y el eficaz diseño de sonido de Iñaki Alonso. Las aportaciones de todos estos profesionales hacen que la tensión y el ritmo sean continuos y que desde el comienzo la historia atrape al espectador y lo prepare para algunos momentos verdaderamente escalofriantes.
Combinación de sátira distópica y película de terror a la que conviene acercarse con el estómago vacío, “El Hoyo” puede disfrutarse con literalidad o como una alegoría quizá no sutil pero sí eficaz y entretenida cuando no impactante que coloca constantemente al espectador en la situación de pensar y justificar las decisiones que él/ella tomaría ante tales circunstancias.
Nunca me he animado a verla. Parece tener muchas imágenes desagradables, feas, quizás hasta grotescas. Y con lo leído aquí creo que definitivamente la dejaré pasar.
ResponderEliminarSí, tienes razón, aunque en este caso no sean imágenes desagradables gratuitas, sino coherentes con la historia que se desea contar. Desde luego, no es para todo el mundo ni para cualquier momento.
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