
La ciencia ficción, como toda expresión artística, consta de obras atemporales que cualquier lector de cualquier época puede disfrutar; y de obras producto de su tiempo y para cuya comprensión es necesario un conocimiento previo de su marco de referencia temporal y social. Estas últimas nos sirven de puerta al pasado, que nos ayuda a entender determinados aspectos de la sociedad en cuyo seno fue concebida. Sin embargo, al mismo tiempo, esa misma característica la puede hacer difícil de entender por generaciones posteriores, puesto que es preciso tener un mínimo conocimiento histórico de su contexto para entender sus referencias, símbolos y significado.
Y no estoy hablando de novelas escritas en el siglo XIX o tras la Primera Guerra Mundial, no. Un día, las cosas que nosotros asumimos como “actualidad”, como algo que todo el mundo sabe y entiende, dejan de serlo y se deslizan hacia la “historia”. De repente, los lectores o los espectadores más jóvenes necesitan notas al pie para entender lo que leen o ven. Un buen ejemplo de ello es la Guerra Fría. Para un chaval de catorce años resulta difícil entender por qué los rusos son los malos en películas como “Punto Límite” (1964) o por qué unos y otros se dedicaban a acumular bombas nucleares arriesgándose a acabar como en “El día después” (1983). No es fácil comprimir cincuenta años de historia en una explicación sencilla y concisa.
Sin embargo, hay todavía muchas películas de la Guerra Fría que pueden ser entendidas por los espectadores modernos, escapando al olvido y la nostalgia y, trascendiendo los temores de la época, hacer llegar su mensaje al mundo contemporáneo. La película que ahora comentamos es un ejemplo de ello: “Dr.Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb” (“Doctor Strangelove o como aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”, título que nada tiene que ver con el que, incomprensiblemente, se le dio en España), que capturó perfectamente la paranoia mental de la Guerra Fría, sugiriendo al mismo tiempo que ciertas actitudes norteamericanas podrían haberse heredado de los nazis.
Stanley Kubrick había escandalizado a la sociedad bienpensante con su escabrosa película


El general Jack D.Ripper (Sterling Hayden) da órdenes al SAC (Mando Aéreo Estratégico) de


Al final, a pesar de provocar el apocalipsis nuclear, nadie ha aprendido nada. Los políti

“Teléfono Rojo…” es una excéntrica sátira que se apoya en cuatro pilares. El primero tiene que ver con un modo de pensar considerado inapropiado en la era nuclear: cuando el bombardero americano entra en territorio ruso, lo hace mientras suena la tonada de la Guerra de Secesión “When Johnny Comes Marching Home” (1863); el clímax nuclear tiene de fondo a Vera Lynn cantando “We´ll Meet Again”, una canción utilizada para levantar la moral en la Segunda Guerra Mundial. Escenas como estas o el retrato que hace de las instituciones política y militar eran un desafío a la severa visión que del problema daba tanto el gobierno norteamericano como otras películas y libros de la época.

Por último, “Teléfono Rojo…” está repleto no sólo de ironía y sátira despiadada, sino de humor


La motivación de Ripper para iniciar el fin del mundo es quizá la mayor broma de todas: está


Kubrick volvería a jugar con la sátira en películas posteriores, pero nunca despertaría risas otra


Aparte de los lugares comunes en los filmes de la Guerra Fría, ésta es una película de escenas antológicas. Cuando el presidente interrumpe una grotesca pelea entre el embajador DeSadeski y el general Turgidson (que descubre al ruso tomando fotos con una minicámara), pronuncia la antológica frase: “¡Caballeros! ¡No pueden pelear aquí, esta es la Sala de Guerra!”. Tampoco se queda atrás la explicación de DeSadeski de por qué los soviéticos construyeron la Máquina del Juicio Final, que cubriría al planeta en una nube radioactiva si su país sufría un ataque: cansado de la carrera armamentística y con una población que demandaba bienes de consumo, el líder comunista lo veía como una solución comparativamente barata. El factor decisivo, s


El rodaje, de 15 semanas, finalizó en abril de 1963 y no faltaron las anécdotas fruto de las rarezas, afán perfeccionista y capricho del director, como la escena de la pelea de tartas que debía cerrar la película y que se tardó una semana en rodar para luego ser descartada por considerarse ridícula. Sea como fuere, costando la película dos millones de dólares, recaudó cinco en Estados Unidos, demostrando que el cine de Kubrick era tan personal como rentable. Se convirtió en un film de culto entre el movimiento juvenil de los sesenta y un clásico de la cultura norteamericana de esa década –aun cuando, estrictamente hablando, es una película inglesa-. Hoy día está considerada no sólo como una de las mejores películas sobre la Guerra Fría, sino que está incluida por el American Film Institute en su exclusiva lista de mejores films de todos los tiempos (en el número 39).
Como curiosidad, apuntamos que Kubrick inició acciones judiciales por plagio contra los

“Teléfono Rojo…”, aun siendo producto de una época muy concreta, sigue siendo atractivo para el espectador moderno, que no tendrá dificultad en identificar a militares al servicio de sus propios intereses, hombres rehenes de máquinas a las que no comprenden, guerras iniciadas sobre mentiras y errores y el hecho de que la razón y la lógica no parecen tener efecto alguno en aquellos individuos obsesionados por la destrucción y la muerte. El enemigo en “Teléfono Rojo…” parecen ser los rusos. Como en otros films de Kubrick, el auténtico problema somos nosotros mismos.