martes, 30 de noviembre de 2021

2003- CÓDIGO 46 – Michael Winterbottom

Uno de los directores más interesantes que despuntaron en el cine británico de mediados de los 90 fue Michael Winterbottom, que debutó en la gran pantalla con “Besos de Mariposa” (1995), una incisiva e infravalorada cinta sobre el subgénero de amantes-asesinas lesbianas. En el curso de la siguiente década, el realizador demostró ser un profesional  tan ecléctico como prolífico con películas como el telefilm “Go Now” (1995), “I Want You” (1998), “Wonderland” (1999), “Contigo o Sin Ti” (1999) y la excelente “24 Hour Party People” (2002), sobre la escena musical de Manchester en los ochenta. Ha alternado adaptaciones de clásicos literarios como “Jude” (1996) con dramas históricos americanos como “El Perdón” (2000); dramas románticos con un punto turbio (“9 Songs”, 2004); excéntricas metaficciones (“Tristram Shandy: A Cock and Bull Story”, 2005); o el desasosegante psicofilm “El Demonio Bajo la Piel” (2010).

 

Por otra parte, es un director que poco a poco ha ido incrementando el tono político de sus películas, como fue el caso de “Welcome to Sarajevo” (1997), ambientada en la guerra de Bosnia; “In This World” (2002), sobre el tráfico de personas; “Camino a Guantánamo” (2006), sobre tres prisioneros de esa infausta prisión; o “Un Corazón Invencible” (2007), acerca del asesinato en Pakistán del periodista Daniel Pearl a manos de radicales islámicos. “Código 46”, su primera y por el momento única incursión en la CF, contiene también un subtexto político aunque en esencia es la historia de Romeo y Julieta: dos amantes pertenecientes a mundos muy distintos y cuyo amor está condenado desde el principio.

 

En un futuro no muy lejano y a pesar de la superpoblación, la clonación se ha venido utilizando de forma tan abusiva que ha generado nuevos problemas. Tantos, de hecho, que las autoridades mundiales han implementado severas leyes genéticas, entre ellas el Código 46, con el que trata de controlar la reproducción entre individuos que compartan más del 25% del ADN. Asimismo, la ingeniería genética ha utilizado la manipulación de virus para despertar nuevas capacidades en los individuos, pero ello ha tenido también otras secuelas: las mutaciones de aquéllos o su contagio a personas sensibles, puede provocar la muerte. La consecuencia es que para vivir en una ciudad o trasladarse de un país a otro, es necesario estar en posesión de un pasaporte genético. Aquellos que no disponen del mismo, se agolpan en el exterior de las ciudades viviendo en condiciones miserables y privados de cualquier cobertura social. 

 

William Geld (Tim Robbins), investigador de una compañía de seguros, es enviado a Shanghai para llevar a cabo unas pesquisas en la Corporación Esfinge, donde algún empleado está fabricando pasaportes de identidad falsos para gente que, por las razones genéticas apuntadas, tiene prohibido viajar. William lleva implantado un virus de empatía que le proporciona una intuición extraordinaria y permite deducir información a partir de preguntas aleatorias durante una entrevista. Y así es como averigua que la responsable del delito es una de las operarias, María González (Samantha Morton). Sin embargo, y precisamente por el virus empático, decide no delatarla e inculpa a otro empleado en su lugar. Después de la jornada laboral, la sigue y sale a su encuentro en el metro, toman unas copas y ella la invita a su apartamento para pasar la noche.

 

Al día siguiente, William regresa a su hogar en Seattle para reunirse con su esposa e hijo, pero su jefe vuelve a enviarle a Shanghai pocos días después dado que, obviamente, el problema de Esfinge no se ha solucionado. Cuando acude a ver a María, descubre que se la han llevado a un hospital y que estaba embarazada, gestación que ha sido interrumpida por violar el Código 46. William no solo tiene que afrontar el hecho de que él era el padre de la criatura no nata sino que a María le han borrado de la memoria todo recuerdo de la fugaz relación que ambos tuvieron solo unos días atrás. Enamorado de ella y dispuesto a traicionar a su familia, su trabajo y las leyes genéticas que le brindan protección legal y social, se la lleva al Puerto Libre de Jebel Ali, en el Golfo Pérsico, donde no rigen las leyes genéticas pero donde los ciudadanos tampoco disfrutan del paraguas de ningún gobierno. 

 

Si se quiere buscar alguna película con la que comparar “Código 46”, la primera que acude a la mente, por supuesto, es “Gattaca” (1997), con su historia de rebeldes que desafían las rígidas leyes genéticas de un futuro distópico. Por otra parte, los giros sorpresa que llegan a mitad de metraje acercan “Código 46” a otra categoría, la de películas relacionadas con el borrado o alteración de la memoria, como “Olvídate de Mí” (2004), “La Memoria de los Muertos” (2004), “Misteriosa Obsesión” (2004) o “El Mensajero del Miedo” (2004).

 

El guionista Frank Cottrell Boyce, que ha colaborado con Michael Winterbottom en media docena de películas, realiza una labor notable tanto en la descripción de ese mundo moderadamente futurista como en los inteligentes giros que inserta en la trama. Inmediatamente, nos introduce en un futuro en apariencia similar a nuestro presente (arquitectura, vestimenta), pero en el que pronto afloran las dramáticas diferencias. Por ejemplo, en las escenas en las que William utiliza su virus de empatía para extraer información de los empleados de Esfinge o averiguar de la recepcionista una contraseña de acceso. En cambio, en el hospital, se han establecido defensas que neutralizan el virus. Otro detalle refrescante por lo infrecuente que es en las películas de CF es el del lenguaje. El guionista predice que la jerga cotidiana del futuro será una mezcla del argot de diversos idiomas y así, todo el mundo habla una mezcla de inglés, español y chino.

 

Otro film al que recuerda “Código 46” es “Hasta el Fin del Mundo” (1991), de Wim Wenders, por su viaje a través de múltiples países retratados con pinceladas futuristas. La habitación del hotel donde se aloja William tiene una televisión que se proyecta sobre las ventanas; hace su ejercicio diario utilizando un simulador de boxeo en realidad virtual; y cuando sale de los límites de Shanghai, rodeado por un desierto producto del deterioro medioambiental, atraviesa puntos de control en los que se apiñan exiliados empobrecidos tratando de vender bienes y servicios a los viajeros.

 

Hay también dispersos por toda la trama detalles ciberpunk que recuerdan continuamente que estamos viendo una sociedad muy diferente de la nuestra; como el momento en que María hace extrañas observaciones, por ejemplo, que uno de sus dedos es “más joven” que el otro, a lo que William responde que está pensando en conseguir una cara más joven, aclarando al espectador de esta forma que están hablando de injertos; o cuando ella le muestra su álbum de fotos familiares en la que éstas son pequeños cortos en movimiento; o esa magnífica escena en la que María recuerda cómo una vez tomó un virus que le permitió hablar chino sólo para darse cuenta de que, efectivamente, podía hablarlo a la perfección pero no entender ni una sola palabra. 

 

Algunos de los giros que introduce Frank Cottrell Boyce son verdaderamente impactantes (ATENCIÓN: SPOILER), como cuando William sigue el rastro de María solo para encontrársela amnésica en todo lo referente a su relación y el bebé que le han quitado en virtud del Código 46; o cuando, ya en Jebel Ali, ella se levanta de la cama tras haber pasado la noche con él y, tranquilamente, baja las escaleras, coge un teléfono y, obligada por un implante del que no es consciente, llama para denunciar una violación del Código 46. Hay una sorprendentemente perversa escena en la que se ve a William y María consumando su relación en la habitación de hotel de Jebel Alí: él tiene que atarla a la cama antes de tener sexo porque el borrado de memoria ha conllevado también un bloqueo artificial que le provoca un miedo irracional hacia la persona que la dejó embarazada. Samantha Morton interpreta a su personaje con una frágil asexualidad que suscita empatía en el espectador. El final, que deshace los giros introducidos a mitad de trama, es de una tristeza absoluta: William, tras pasar él mismo por un tratamiento forzoso de borrado de memoria, ha regresado a su acomodada vida anterior en Seattle, en compañía de su mujer e hijo y sin recordar en absoluto a María, quien, en cambio, exiliada de la vida urbana y viviendo en un paraje desértico, guarda memoria de los días pasados en Jebel Alí pero no puede hacer nada al respecto. (FIN SPOILER)

 

El guion ofrece también algunos diálogos muy interesantes e introspectivos. Especialmente evocadora es la historia que cuenta María en los primeros minutos de la película sobre el sueño que tenía cada día de su cumpleaños y en el que se veía a ella misma caminando por un vagón de metro hacia una persona desconocida y cómo cada año iba acercándose más y más hasta que el año en el que llegó al último vagón decidió quedarse toda la noche levantada para averiguar qué destino le aguardaba… y que no era otro que el de conocer a William.

 

Es cierto, no obstante, que este “Complejo de Edipo Ciberpunk” que bebe de las tesis freudianas, es una idea un tanto cogida por los pelos. Se nos dice que la conexión entre un hombre y su madre es tan intensa que se manifiesta a nivel genético y aun cuando los intervinientes en la relación no sean conscientes de ello. Personalmente, esa tesis me parece bastante absurda, lo cual no quita para que los problemas derivados de la clonación y la manipulación genética que plantea la película sean interesantes y dignos de reflexión.

 

No disponiendo de un abundante presupuesto con el que construir un mundo futuro a base de efectos digitales, Winterbottom juega con las localizaciones y la fotografía para construir la ilusión de urbes alienantes. Rodó, por ejemplo, en ciudades de arquitectura muy moderna como Shanghai o Dubai, dio preferencia a las escenas nocturnas y enfatizó las luces fluorescentes de tonos pastel como rosas, verdes y azules. Además, los responsables de fotografía, Marcel Zyskind y Alwin H. Kuchler, le dan a las escenas de Shanghai una patina onírica que recuerda al cine de Wong Kar-Wai o el “Lost in Translation” (2003) de Sofía Coppola. Las secuencias de Jebel Ali, por el contrario, adoptan un tono más documental, con cámara en mano y textura más sucia.

 

En cualquier caso, resulta llamativo, incluso asombroso, que Michael Winterbottom consiguiera producir “Código 46” con el magro presupuesto de 7,5 millones de dólares y rodando en diversas localizaciones por todo el mundo (Dubai, Seattle, Shanghai y Hong Kong). Ello demuestra hasta dónde se puede llegar en el cine de CF armado con cierto grado de ingenio creativo y un buen guión, sin necesidad de grandes presupuestos, estrellas de renombre ni pirotecnias visuales.

 

“Código 46” es, en resumen, un drama romántico futurista con un trasfondo distópico que se sustenta sobre la clásica premisa de la lucha por la libertad frente a un sistema opresor. No es el mejor de los films que rodó Winterbottom en los 2000 y, tal y como reflejan las calificaciones que se le otorgan en diversas páginas web, puede que la lentitud de su ritmo y la moderada incoherencia de su sustrato político y científico lo haga un producto difícil para el espectador medio o quien se aproxime a él esperando una CF más convencional.

 

Pero es también una película que sin duda tiene su público gracias a su aproximación visual contenida y una propuesta conceptual inteligente que se apoya en una idea, la del control genético, todavía vigente en nuestro mundo. Asimismo, los temas que explora son dignos de reflexión: los virus como mejoras transhumanas; la manipulación de la memoria de los ciudadanos por parte de las autoridades; los problemas a los que puede dar lugar el acceso masivo a la tecnología de clonación; la forma en que los avances científicos pueden dar lugar a nuevas regulaciones y prohibiciones; o la importancia de la empatía y la moralidad en un mundo frío, legalmente despiadado y obsesionado por el control.

 


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