jueves, 13 de febrero de 2020

2019- LA GUERRA DE LOS MUNDOS


Más de ciento veinte años pasaron desde que apareciera por primera vez “La Guerra de los Mundos” (1898) de H.G.Wells hasta que la BBC realizara su propia adaptación televisiva, ya en un siglo y en un momento en el que este medio ha alcanzado estándares de calidad nunca soñados antes en el género. Y el formato elegido fue el de una miniserie de tres episodios largamente anunciada y esperada por los fans de la ciencia ficción.



Uno de los rasgos que caracterizan a las historias clásicas es su capacidad de adaptación a los tiempos. Sus personajes, sus temas, sus tramas… pueden extrapolarse a otros lugares, a otras épocas, a otros contextos, y seguir conectando con el público. Eso es lo que ha venido sucediendo con “La Guerra de los Mundos” desde que comenzara a adaptarse al medio audiovisual. A finales de los años 30, Orson Welles se benefició para su programa radiofónico del prestigio de la radio como transmisor veraz de noticias así como de la creciente diseminación en la cultura popular de ideas propias de la CF, como las invasiones extraterrestres. La versión cinematográfica, dirigida por Byron Haskin en 1953, se ambientaba en la Norteamérica de la Guerra Fría e incluía, además de la utilización de las temidas armas atómicas, un subtexto religioso. La que firmó Steven Spielberg en 2005 bebía del trauma nacional derivado de los ataques del 11-S y hacía hincapié en las relaciones paternofiliales.

Así que la decisión de la BBC1 de realizar una adaptación de la novela que respetara el marco geográfico y temporal de aquélla recuperando el espíritu inglés que había quedado anulado en
las versiones ambientadas en Norteamérica, constituye a priori una variación refrescante. Sin embargo, la cadena no debió quedar muy satisfecha porque la emitió de forma un tanto extraña, aprovechando un hueco navideño presumiblemente habilitado para quitarse el producto de en medio. Visto el resultado, es fácil comprender el por qué de ese desencanto, aunque en honor a la verdad, la miniserie no carece de puntos de interés.

Para empezar, hay que admitir que “La Guerra de los Mundos” no es una novela fácil de adaptar al medio audiovisual sin efectuar cambios. Tiene un narrador en primera persona cuyo papel es básicamente pasivo y que se limita a ejercer de testigo del desastre; y un desenlace
anticlimático en el que el mundo se salva no por un acto heroico individual o colectivo, sino simplemente porque los marcianos son, a la postre, seres tan débiles y condenados a la muerte como nosotros. Otros aspectos, por el contrario, son perfectamente trasladables a la pantalla, con escenas muy vívidas punteadas por interludios en los que el protagonista se encuentra en su huida con un par de personajes.

Uno de los problemas a los que se tiene que enfrentar el guionista de ficciones cinematográficas o televisivas en el subgénero de desastres -y una invasión alienígena ciertamente supondría una para la especie humana- es hasta qué punto acercar el foco a los personajes. Limitarse a
describir visualmente muerte y destrucción sin tener un ancla emocional en la forma de unos personajes concretos, suele acabar siendo un espectáculo quizá apabullante pero frío. Por el contrario, dar demasiada importancia a los problemas personales de un grupo de protagonistas puede perjudicar el ritmo, la escala o, simplemente, parecer absurdo: ¿qué importan las cuitas personales cuando está en juego nada menos que la extinción de la especie? Y en este sentido, la miniserie, como veremos, no consigue encontrar ese delicado equilibrio.

El situar la historia en la Inglaterra eduardiana (no la victoriana, como en la novela), esto es, una década después de que el libro fuera publicado, permite al productor y guionista Peter
Harness abordar temas modernos en un marco histórico, explorando los paralelismos existentes entre el viejo Imperio Británico y la situación política de la Gran Bretaña actual. No es una opción totalmente nueva porque anteriormente ya la habían elegido tanto una adaptación norteamericana barata como la película que sirvió de acompañamiento al musical de Jeff Wayne. Pero sí que parece que hoy vivimos un momento adecuado para revisitar una historia como “La Guerra de los Mundos”, en la que se dan cita la guerra, la catástrofe climática, la insistencia de ciertos sectores en que todo va a salir bien pese a las evidencias que apuntan a lo contrario, la impotencia de la tecnología y la civilización…

Los créditos de apertura son muy del estilo de las series americanas “de prestigio”, con
filmaciones de archivos militares intercalados con imágenes de parásitos moviéndose e infectando células, todo en un montaje sincopado, rápido y desasosegante. La historia arranca poco antes de la llegada de los marcianos a la Tierra, presentándonos al periodista George (Rafe Spall) y su amante Amy (Eleanor Tomlinson), una pareja que sufre marginación social por atreverse a convivir sin estar casados. Para colmo, George tiene ya una esposa, su prima, con la que no comparte amor alguno pero que se niega a concederle el divorcio. Su hermano mayor, Fred (Rupert Graves), viceministro de Defensa, también le guarda resentimiento por haber atraído oprobio a la familia con su actitud. Amy, por su parte, es una mujer liberal, enérgica e intelectualmente curiosa. La pareja, en virtud de su común interés por la Ciencia, hace amistad con Ogilvy (Robert Carlyle) un astrónomo y científico local, otra excepción progresista en el pueblo de Woking, en las afueras de Londres, de mentalidad muy tradicional y donde los tres residen.

Para colmo, George es un periodista de principios progresistas al que su conservador editor no tiene en demasiada estima. Él y Amy tienen una conversación en la que se preocupan por su supervivencia financiera si George pierde su empleo en el periódico. Amy dice que aún tienen el dinero de su padre, algo que George considera “no muy
progresista”. En este sentido, Harness homenajea la vida del propio Wells ya que no sólo él y el protagonista comparten nombre sino que éste, como su referente, también es periodista y liberal, aunque tiene mejor planta física. Por su parte, Amy es un trasunto de su segunda esposa, Amy Catherine Robbins, con quien vivió precisamente en Woking en lo que fue quizá el periodo más fructífero creativamente hablando del escritor.

Y mientras tanto, ¿qué hay de los extraterrestres? Aparte de algunas imágenes ominosas de la superficie de Marte y la salida de ese planeta de objetos con destino a la Tierra, aquéllos se
hallan ausentes durante casi todo el arranque del primer capítulo, siendo éste más un drama histórico-romántico muy del gusto inglés y ambientado con la escrupulosidad con que la BBC trata a este tipo de programas. Cuando por fin se manifiestan los marcianos bien entrado el episodio, la trama cobra el impulso y la energía que necesita. Cuando el “meteorito” se agrieta como un huevo, empieza a levitar e incinera a los curiosos reunidos en torno suyo, los elementos clásicos de la novela toman forma.

En lo que no se ha invertido demasiado dinero del presupuesto es en crear grandes escenas de devastación. Además, la localización muy específica del periplo del protagonista y los trípodes que Wells describía en su novela se pierde aquí a favor de una serie de pueblos genéricos;
incluso Londres se reduce a un perfil urbano visto de lejos del que sólo destacan un par de edificios reconocibles.

Con todo, el director Craig Viveiros consigue poner en pantalla unos efectos razonablemente más elaborados de lo que uno podría esperar para una producción televisiva y a pesar de una renderización cuestionable en algunos pasajes, sí hay momentos bastante impresionantes por su violencia. Los trípodes transmiten sensación de peligro y la desgracia que siembran a su paso está retratada de forma convincente dentro de sus limitaciones y de lo sobado que está ya este subgénero de invasiones violentas. Mención especial merece el inquietante sonido que acompaña a los
diferentes ataques marcianos. Y en cuanto a los alienígenas propiamente dichos, resultan repulsivos y amenazantes si bien su diseño no resulta particularmente original respecto a tantísimos otros extraterrestres que han ido transitando por la CF cinematográfica en los últimos cincuenta años.

Por desgracia, “La Guerra de los Mundos” tampoco alcanza grandes cotas en otros aspectos importantes. Los viandantes anónimos que asisten a la invasión carecen de sustancia y sus muertes están escenificadas de una manera tan mecánica que fracasa a la hora de causar el impacto debido. La novela de Wells incluía escenas de pánico colectivo en las que quedaba tristemente patente lo delgada que era la capa de civilización de la que tanto nos enorgullecemos. Describía a sus ciudadanos como
patéticos y estúpidos, pero también luchadores y sus muertes causaban efecto en el lector. Por el contrario, en la miniserie no hay nada que visualmente iguale lo que el escritor consiguió con su prosa y encontramos sólo un puñado de gente o bien odiosa (el militar tozudo, el político arrogante, una cargante pareja de ancianos) o bien anónima (un bebé fuera de plano, una chica étnica) que o merecen morir o son sacrificados simplemente para demostrar lo peligrosos y crueles que son los invasores.

Por otra parte, la novela carecía de personajes potentes y era más bien un recorrido algo frío por el infernal panorama de desolación y pánico que dejaban tras de sí los trípodes marcianos. Tanto la película de los cincuenta como la de los dos mil trataron de introducir un mayor
componente emocional a través de unos personajes más trabajados. Y aquí, Peter Harness hace lo mismo, aunque la caracterización de los protagonistas sea floja y las escenas centradas en las relaciones entre ellos (los dos amantes, el hermano/cuñado y el científico) carezcan de gancho. El personaje de Ogilvy es mantenido con vida sólo para que pueda reaparecer en el último episodio, empiece a investigar y experimentar y haga hipótesis sobre la vulnerabilidad de los marcianos -que se presenta como algo más complicado que una simple indefensión ante el virus de la gripe-.

A ello se añaden evidentes problemas de estructura y ritmo. El arranque es demasiado lento, una circunstancia que no habría importado en una serie con seis u ocho episodios pero que, constando solo de tres, lo hace excesivamente moroso. Además, la continua inserción de escenas que tienen lugar en el miserable futuro post-invasión, mucho más lentas y oscuras, puede obedecer al deseo de ir encajando cliffhangers que mantengan el suspense del
espectador y hacer que este se esfuerce por enlazar “presente” y futuro; pero el resultado es el de interrumpir tediosamente el ritmo de la narración principal.

Y todas estas carencias son una lástima porque “La Guerra de los Mundos” tiene sus aciertos. En lugar de emular adaptaciones previas o seguir escrupulosamente un libro que, como decía, tiene imágenes potentes pero personajes desdibujados, introduce algunos cambios importantes que mejoran la historia original.

Por ejemplo, Wells marginó completamente a la mujer del protagonista, incluyéndola tan solo en un par de páginas y privándola de papel activo alguno en la trama. Pensando que esa decisión narrativa, aunque acorde a su época, era tremendamente injusta, Harness convierte a
Amy en la heroína principal, una mujer fuerte que narra la historia y alrededor de la cual gira ésta. Ese ánimo inclusivo, sin embargo, empieza a parecer forzado con el personaje de Ogilvy, del que se apunta su posible homosexualidad. Y digo forzado porque se deja caer el tema sin profundizar ni ampliar más en ello. ¿Qué necesidad narrativa había de recordar al espectador de “La Guerra de los Mundos” que también había gays víctimas de prejuicios en la Inglaterra de hace un siglo?

Hay otra referencia a la modernidad en las escenas ambientadas en el futuro, años después de que los marcianos fueran derrotados. Inglaterra ha sido devastada (al igual que, se nos da a entender, el resto del planeta). El cielo está permanentemente cubierto de unas nubes rojizas y el suelo ha quedado estéril -a excepción de los cementerios, quizá por la materia orgánica en descomposición-, creciendo sólo en él vegetación marciana. Podemos suponer que la expedición alienígena no era tanto de invasión y conquista como de diseminación de catalizadores
destinados a provocar un cambio en el ecosistema del planeta, favorable a los marcianos y letal para los terráqueos. La auténtica invasión, por tanto, aún está por llegar. En ese contexto, Amy lucha por sobrevivir junto a su hijo pequeño, quizá el último niño nacido. Es en este segmento temporal donde la miniserie termina de forma ambigua: aunque un brote verde se abre paso en el suelo infecundo, está por ver que la repoblación vegetal del planeta pueda llevarse a cabo antes de que la Humanidad se extinga. Es esta una advertencia clara sobre el actual rumbo de degradación del medio ambiente a nivel global.

Se incluye también una crítica a la cerrazón religiosa: ante una situación extrema y sin que los pocos científicos supervivientes sepan aportar soluciones urgentes, la gente se vuelca en la religión para poder dar sentido y esperanza a la ruina en la que se han convertido sus vidas y su mundo. Así, el sacerdote, quien parece haberse erigido en líder de la comunidad, quizá para preservar su nueva situación de poder y prestigio, se niega a ver que Ogilvy puede haber encontrado una solución para la infestación de flora marciana. Si la fe religiosa ha contribuido a sostener los jirones espirituales de los supervivientes y que éstos, aunque tambaleantes, sigan adelante, su desconfianza hacia la Ciencia como medio de revertir a medio plazo una situación letal, puede acabar abocando a la especie a la extinción. Es, de todas formas, una crítica algo tosca, como también la verbalización gratuita por parte de George de la alegoría intrínseca de la obra de Wells: un ataque a la mentalidad colonialista y arrogante del Imperio Británico.

Esta diatriba se complementa con los momentos de humillación de la vieja guardia, encarnada ésta tanto en los soldados enviados a eliminar a las esferas marcianas con cañones como en los rancios políticos cuya jactancia, orgullo y ciega fe en su supremacía tecnológica y racial hace que su inevitable destrucción sea más satisfactoria que trágica. Las imágenes de los muros cubiertos de fotografías de los desaparecidos dejadas por sus desesperados parientes ansiosos de noticias, resultan tristemente familiares y reminiscentes de otras tragedias muy reales de nuestro mundo.

Aunque se han realizado cambios importantes en la historia, no se puede decir que Harness traicione el espíritu de la obra de Wells. Si bien se incorporan modificaciones y actualizaciones, el guionista no ha destrozado la historia original con el fin de ofrecer algo nuevo y rompedor; en este sentido, se puede decir que es una versión respetuosa. Pero aunque sea digno de elogio el tratar de modernizar el subtexto del libro, da la impresión de que quiere decir demasiado al mismo tiempo, prescindiendo además de sutileza y, a la postre, sin llegar a concretar nada en absoluto.

Esta versión de “La Guerra de los Mundos” es, en resumen, una oportunidad desperdiciada, con un plantel de actores desaprovechado y una calidad propia de un episodio del “Doctor Who”. En la era de Netflix, Amazon y HBO, los fans tenían derecho a esperar más y a sentirse decepcionados por el resultado.









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