martes, 28 de agosto de 2018

1949- KING OF THE ROCKET MEN


Uno tiende a pensar que ciertas formas de entretenimiento o formatos narrativos, literarios o audiovisuales, son eternos, que siempre han estado y siempre estarán allí. Pero no es así ni mucho menos. Los cambios en la tecnología, las modas, los gustos y la estructura social y económica han tenido mucho que ver con el nacimiento y defunción de ciertos soportes. Pongamos por ejemplo los seriales radiofónicos, inmensamente populares en su momento y que reunían en torno a los receptores de radio domésticos a toda la familia. Hoy están extintos. O los seriales cinematográficos, sucesores de los anteriores y a su vez antecesores ya extintos de las series de televisión modernas.



Los seriales eran un formato episódico financiado por los mismos estudios cinematográficos que las películas de serie B, productoras de segunda fila que operaban con presupuestos muy ajustados, recursos mínimos y en base a directrices totalmente economicistas: productos que costaran poco y recuperaran fácil y rápidamente lo invertido, sin consideraciones creativas ni ambiciones estéticas. Eran obras destinadas al espectador juvenil, a menudo tan poco exigente como entusiasta. Cada capítulo rebosaba acción, la trama nunca se remansaba en largas escenas de conversación o reflexiones filosóficas y se sucedían las persecuciones, peleas, tiroteos y todo tipo de peligros. Cada sábado se estrenaba en los cines un nuevo episodio –normalmente en sesiones matinales y acompañados de algún corto animado, noticieros y una película de serie B- . Para hacer que los chicos regresaran a la sala semana tras semana, los seriales se estructuraban de tal forma que cada capítulo finalizara en un cliffhanger, situación apurada para el héroe que sólo se resolvía al comienzo del siguiente episodio.

Más allá de la mera curiosidad o el espíritu nostálgico, prácticamente ninguno de estos seriales ha envejecido bien. Sin embargo, desempeñaron un papel fundamental en el entretenimiento de la juventud y en mantener vivo el fuego de su imaginación. Fue, además, el refugio de la poca
CF que sobrevivió tras los desastres económicos que ciertas películas del género causaron a los grandes estudios en los años treinta y que hicieron que los presidentes de los mismos lo consideraran veneno para la taquilla. Ciertamente, la ciencia ficción era un campo demasiado caro como para que estas productoras de segunda división pudieran permitírsela. Con algunas excepciones muy puntuales (como por ejemplo, los seriales de Flash Gordon y Buck Rogers que inspiraron a tantos cineastas y autores posteriores), el atrezo, los decorados, los efectos y el vestuario que implicaba la recreación de un mundo futuro o un planeta alienígena no estaban a su alcance. Pero sí, a su modesta manera, mantuvieron vivo el género, por ejemplo, introduciendo elementos fantacientíficos (tecnologías futuristas, sabios locos, tribus perdidas, animales imposibles…) en marcos narrativos menos onerosos desde el punto de vista económico, como el policiaco, el de espías o el de aventuras.

Y en este contexto es donde, en 1949, podemos encuadrar los doce episodios de “King of the Rocket Men” (KRM), el primero de los seriales de los “Hombres Cohete” producidos por la Republic Pictures, uno de los modestos estudios que se especializaron en este tipo de productos.

Una fundación conocida con el críptico nombre de “Science Associates” se convierte en el objetivo de un misterioso “Doctor Vulcan” (sólo se escucha su voz o se ve su silueta recortada sobre una pared), un criminal que trata de robar las armas atómicas desarrolladas por los
científicos de esa organización. Vulcan espera –en una actitud muy propia de la Guerra Fría- vender esos artefactos a potencias extranjeras y está dispuesto a asesinar a cualquiera que se interponga en su camino. De hecho, mata a varios miembros de la fundación; pero, sin saberlo él, su intento de homicidio contra el doctor Millard (James Craven) fracasa y éste, fingiendo su muerte, continúa trabajando en un laboratorio oculto. Con la ayuda de su colega Jeff King (Tristram Coffin), perfecciona un “traje cohete”, con el que éste se enfrenta a los planes de Vulcan y trata de impedir que robe los inventos al tiempo que procura averiguar su auténtica identidad. Pronto se hace evidente que el villano debe ser uno de los cuatro científicos supervivientes de la fundación.

KRM supuso el estreno del último y más imaginativo héroe de la Republic. Mientras que la
mayor parte de los seriales de posguerra de ese estudio (“El Monstruo Invisible”, “Los Hombres Radar de la Luna”…) presentaban villanos megalómanos con aspiraciones a conquistadores del mundo, los guionistas de KRM (Royal Cole, Sol Shor y William Lively) hicieron que Vulcan tuviera motivaciones más prácticas. A él sólo le interesa el conocimiento científico en tanto en cuanto le puede reportar una fortuna; no busca reconocimiento ni poder. Esta aproximación al villano salva al guión de los absurdos en los que incurrían otros seriales cuyos “malos” con pretensiones de supercientificos trataban de financiar sus ambiciosos planes de conquista mundial robando bancos o cometiendo delitos de baja estofa. Los objetivos de Vulcan son lo suficientemente peligrosos como para que resulte un adversario digno de tener en cuenta, pero no tan excesivos que resulte imposible darles forma plausible con el presupuesto de un serial.

El guión también evita introducir uno o más McGuffins concretos –esto es, excusas argumentales que hacen avanzar la narración pero que en el fondo carecen de importancia-. La
primera parte del serial presenta algunos artefactos robados por los malos, pero la trama siempre se mantiene enfocada en los intentos de King por atrapar a Vulcan y los de los villanos por averiguar la identidad de quien se esconde bajo el casco de Rocket Man. Incluso después de aparecer el arma cataclísmica conocida como Diezmador Sónico, hacia la mitad del serial, la historia sigue alternando las escenas de los malos tratando de robarlo y los buenos trabajando en resolver la amenaza que supone Vulcan. KRM fue el último serial de Republic en rodear de misterio al villano y los guionistas manejaron ese recurso con habilidad, arreglándoselas para imaginar formas lógicas de proyectar sospechas sobre individuos inocentes; o añadir el giro entonces novedoso de hacer que la heroína y el compañero sospechen –brevemente, eso sí- de que el propio King sea en realidad Vulcan.

Teniendo en cuenta, ya lo he dicho, que el público objetivo era eminentemente juvenil, la violencia explícita se mantenía bajo mínimos o directamente se evitaba. Así que a pesar de los
muchos tiroteos, rara vez resultaba alguien herido; varias veces el héroe dispara al villano, pero sólo para arrancarle la pistola de su mano. Igual sucede con las peleas a puñetazos: nadie queda visiblemente magullado. Lo mismo en el caso de esos tensos cliffhangers que ponen en peligro la vida del protagonista: al final, claro, siempre conseguía salir indemne en el último momento. Se producen muchas explosiones sin daños personales. En los coches que se despeñan por barrancos resulta no haber nadie dentro; y las pocas veces que alguien muere, sucede fuera de plano: una muerte “limpia”. Eran los viejos tiempos del entretenimiento juvenil, antes de que el gore, el fetichismo de la destrucción masiva y la violencia gratuita se convirtieran en imperativo de la industria.

KRM era un serial muy típico de la Republic, un producto barato en el que se reciclaban decorados, atrezo y escenas paisajísticas de otras películas, normalmente westerns, de espías o de género negro. El ejemplo más ilustrativo de lo comentado al principio es la escena climática
del capítulo 12 en el que Nueva York es devastada por terremotos y tsunamis provocados por Vulcan. Esta secuencia pertenecía originalmente a una película, “Inundación” (1933), en la que se narraba un cataclismo global que arrasaba la civilización moderna. La película arruinó al modesto estudio independiente que la produjo y que tan sólo llevaba un año en el negocio. RKO compró inicialmente los derechos de distribución pero luego se dio cuenta de que recortar la película de acuerdo a las nuevas directrices de censura de la industria (el llamado Código Hays) iba a ser muy costoso – había demasiadas mujeres con ropa interior reveladora y enseñando el ombligo, y lo de disfrutar de los placeres sexuales sin estar bendecidos por el matrimonio tampoco entraba dentro de lo permitido-. Así que RKO decidió vender la película a Republic, que la utilizó básicamente para poder reciclar sus escenas de desastres. De este modo, la inundación de Nueva York fue primero insertada en el metraje de “Dick Tracy contra la Sociedad del Crimen” (1941) y, años más tarde, en “King of the Rocket Men”

Pero no todo fueron trampillas de este tipo. En vez de limitarse a utilizar las clásicas
sobreexposiciones fotográficas, los magos de los efectos especiales de la Republic, Howard y Theodore Lydecker, montaron las escenas de vuelo del héroe utilizando grandes muñecos suspendidos sobre cables y rodados en escenarios reales iluminados con luz natural, un truco muy sencillo que ya habían utilizado con éxito en otro serial, “Las Aventuras del Capitán Marvel”. En cuanto al casco que llevaba el protagonista, su auténtica función era la de ocultar el hecho de que no era el actor Tris Coffin quien realizaba las proezas físicas que se veían en pantalla –sobre todo los despegues y aterrizajes-, sino el especialista David Sharpe. De hecho, gracias a que Rocket Man llevaba casco, este efecto de vuelo resulta incluso más convincente que en el “Capitán Marvel”, que al llevar el rostro descubierto obligaba a situar la cámara bastante más lejos del maniquí de papel maché.

“King of the Rocket Men” se remontó en 1951 para estrenarlo como película de poco más de
una hora con el título “Lost Planet Airmen” (aun cuando no había ningún planeta perdido y sólo un hombre volador). El resultado fue bastante reiterativo y aburrido dado que se concentraba en el breve metraje la acción de todos los episodios y el espectador sufría una indigestión de peleas a puñetazos, persecuciones de coches y horribles muertes conjuradas en el último momento.

El éxito obtenido animó a Republic a producir otros tres seriales más, con igual o inferior presupuesto y calidad. En 1952 llegaron “Radar Men from the Moon” –en el que el rocket man pasaba a ser Commando Cody- y “Zombies of the Stratosphere” – el héroe era en esta ocasión Larry Martin y puede verse a un joven Leonard Nimoy haciendo de marciano-; y en 1953 se estrenó el cuarto, con el altisonante título “Commando Cody”: Sky Marshall of the Universe. En todos ellos se reciclaron planos e imágenes del primer serial –que ya a su vez contenía, como he dicho,
bastante material de otras fuentes- como los despegues, los vuelos o aquellas tomas en las que la cara del rocket man de turno aparecía convenientemente oculta por el casco. E, igualmente malo, los guiones discurrían por un terreno más fantacientífico que aventurero, una pretensión que los técnicos no podían llevar a la pantalla satisfactoriamente con los menguantes presupuestos. Dentro de los límites del formato, el primer serial conseguía mantener un razonable equilibrio entre la aventura, la ciencia ficción y la plausibilidad.

“King of the Rocket Man” no es ni de lejos una obra maestra. Ni siquiera es un producto
recomendable más allá del material fragmentario que puede encontrarse en internet y que, sin duda, despertará hoy muchas sonrisas condescendientes. No tiene buena factura técnica, las interpretaciones son del montón y hasta hay errores de continuidad que sólo se pueden explicar por el apresuramiento con el que se acometía la producción. Pero de vez en cuando me gusta recuperar este tipo de obras intrascendentes y mayormente olvidadas. En primer lugar como homenaje a aquéllos que mantuvieron vivo el sentido de lo maravilloso en la generación de jóvenes que le toco vivir aquella época; y segundo, porque en ocasiones hallamos aquí las raíces de obras más modernas que han cosechado mayor reconocimiento y/o popularidad. Así, KRM sería la inspiración directa para el comic “The Rocketeer” (1982) escrito y dibujado por Dave Stevens y del que a su vez Disney lanzaría una adaptación cinematográfica en imagen real en 1991.









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