No todo lo que se hace en nombre del "progreso" es para nuestro bien, sobre todo si ello implica sacrificar la esencia misma de nuestra humanidad. Los avances en la tecnología que hemos experimentado en el último medio siglo han traído muchos beneficios, pero algunas de sus aplicaciones también han contribuido a la dilución de nuestras identidades, la incapacidad de aceptar la frustración y el consecuente anhelo de fabricar una ilusión de felicidad, el sacrificio de nuestro individualismo por mera conveniencia o la alienación del mundo natural. Estas son algunas de las ideas que expone “Generación Cápsula”, película escrita y dirigida por Sophie Barthes y presentada en el Festival de Sundance. Por desgracia, es también un ejemplo de cómo tantos films de CF, apoyándose en una premisa prometedora, son incapaces de desarrollarla adecuadamente hasta sus últimas consecuencias.
La
historia transcurre en un futuro cercano que podemos reconocer como muy
factible: la comida es fabricada por impresoras 3D instaladas en las cocinas
como cualquier otro electrodoméstico; las inteligencias artificiales ayudan en
las tareas domésticas, ayudan a decidir la ropa para el día, monitorizan la
serotonina de sus dueños e incluso ejercen de terapeutas. Y últimamemente y, si
así lo desean, una persona o pareja puede concebir y gestar un niño en una
cápsula.
Una
empresa biotecnológica, Pegazus, por un elevado precio, se encarga de fecundar
el óvulo externamente, pero el embrión, en lugar de anidar en el útero materno,
se coloca en un recipiente con forma de huevo, en cuyo interior se desarrolla
hasta el momento del nacimiento. Aunque los progenitores pueden visitar a esa
cápsula en las instalaciones de la empresa e incluso tenerla en sus hogares
durante un periodo limitado de tiempo, es aquélla la que se encarga de
supervisar la correcta evolución del feto, alimentándolo y estimulándolo según
sus propios criterios.
Esta
es la propuesta que se le plantea a Rachel (Emilia Clarke) por parte de la jefa
de Recursos Humanos de la empresa informática para la que trabaja. Desean
ascenderla, pero les preocupa que un posible embarazo y todas las molestias que
ello conlleva la distraiga de su trabajo. Así que se comprometen a pagarle la
entrada exigida por Pegazus para iniciar el procedimiento. Rachel, que quiere
progresar profesionalmente, no había contemplado ser madre todavía, pero se
siente presionada y, dado que no le va a conllevar un esfuerzo físico, accede
sin consultárselo a su marido, Alvy (Chiwetel Ejiofor).
Y
eso no es una omisión menor, porque Alvy, a diferencia de la naturalidad con la
que Rachel acepta la tecnología, es un botánico que trabaja en casa y que contempla
con preocupación e irritación cómo esa sociedad ha quedado alienada de la Naturaleza,
prefiriendo comer preparados artificiales a frutos cogidos de una planta o,
todavía peor, pasear entre árboles holográficos en lugar de naturales.
Consecuentemente, cree que los bebés deben ser concebidos, gestados y
alumbrados como siempre se ha hecho. Pero claro, él no va a ser quien sufra las
consecuencias físicas del embarazo.
Esta
primera parte de la película está diseñada y fotografiada con esmero para crear
una atmósfera utópica. La tecnología es amable y colaboradora, las calles
tranquilas, las oficinas despejadas y bien iluminadas y los apartamentos
acogedores. Incluso las conversaciones se mantienen en un tono educado y
cordial (aun cuando el mensaje subyacente no lo sea tanto). Es aquí donde se
producen interesantes y comedidos debates sobre el embarazo, su relación con
los roles de género y si es deseable la opción de la cápsula, exponiendo el punto
de vista de todos los implicados: Rachel, Alvy, Pegazus, otras parejas que han
decidido seguir el mismo camino… La
inclusión de pequeños detalles tecnológicos ayuda a dar forma verosímil a ese
futuro.
Obviamente,
no habría demasiada historia que contar si la pareja protagonista no escogiera
la cápsula, abriendo así la puerta a una nueva fase. Las soluciones que propone
la directora y guionista para la gestación extrauterina (cómo alimentar al
bebé, elegir la estimulación vía app, llevarlo de paseo…) son ingeniosas e
incluso divertidas, generando nuevas preguntas a medida que responde otras.
Conforme
pasan las semanas y los meses, Alvy y Rachel cambian, invirtiendo sus
respectivos roles tradicionales y poniendo en cuestión la propia naturaleza del
embarazo. Él no sólo se acostumbra a la idea de tener un “huevo” en casa sino
que se compromete con él: lo cuida, le habla, lo lleva de paseo, se pone
sentimental y lo echa de menos cuando debe devolverlo a las instalaciones de
Pegazus. Rachel, que no trabaja en casa como su marido, siente celos de la
conexión que éste desarrolla con el feto y empieza a sentir envidia -¿quizá
c
ulpabilidad también?- de las mujeres que los llevan en su barriga. Tanto
Clarke como Ejiofor hacen un buen trabajo interpretativo como pareja que se ama
enfrentada a la multitud de decisiones y preocupaciones que implica traer una
nueva vida al mundo, resolviéndolas a base de conversaciones respetuosas y
cesiones para llegar a un compromiso medianamente satisfactorio para ambos.
El
problema llega en el último tercio. Lo que había empezado como una prometedora
historia de ciencia ficción social apoyada en una tecnología futurista pero
verosímil, termina estancándose sin saber a dónde ir y deshaciéndose como un
azucarillo. Los protagonistas empiezan a tomar decisiones estúpidas, el ritmo
se estanca, se abren agujeros de guion y, antes de que el espectador pueda
darse cuenta, aparecen los créditos. El final es anticlimático, abierto e
incluso incoherente con el tono y aparente propósito del resto de la
historia.
Por
otra parte, al examinarla más de cerca, la premisa de la película es
cuestionable, dado que se centra por completo en el embarazo sin plantear lo
que sucede después del nacimiento. No parece haber un gran plan corporativo
para encargarse de los bebés, lo cual es, por otra parte, la principal razón de
las largas bajas maternales. ¿Dónde está la niñera-robot con inteligencia
artificial que va chorreando leche, cambiando pañales y atendiendo a la
criatura día y noche? En fin, que la película esquiva el “sucio” asunto del
cuidado parental para centrarse en la desconcertante –o absurda, según se vea-
situación de unos padres viendo crecer a su bebé dentro de un dispositivo con
forma de estilizado huevo que parece comprado en una tienda Apple y al que hay
que poner a cargar periódicamente.
Hay
aquí material más que suficiente para articular un incisivo comentario social
sobre la deshumanización y la obsesión por lo artificial y la dependencia de la
tecnología. En una época como la presente en la que los actores han ido a la
huelga porque los estudios aspiran a reemplazarlos por avatares digitales
generados por IA, la gente se arruina comprando monedas digitales y da crédito
a cualquier montaje que el algoritmo de turno le lanza en la red social que
frecuente, la sátira que articula “Generación Cápsula” va más allá de la
gestación extrauterina y es particularmente relevante hoy. Los jefes de Alvy,
por ejemplo, quieren sustituir sus árboles naturales –muy caros de mantener,
dicen- por
hologramas; el terapeuta de Rachel es una IA que se manifiesta
visualmente como un enorme e inquietante ojo; la gente reemplaza la naturaleza
real por cápsulas sensoriales que crean la ilusión de estar en el mar o en un
bosque; y los niños en la escuela ya no pintan ni dibujan sino que se limitan a
darle instrucciones a un ordenador para que lo haga por ellos.
Pero
es una lástima que la película, en última instancia, deje esos aspectos como
meros anexos de la trama emocional de la pareja protagonista. La directora
prefiere mantener un tono ligero y educado en vez de ensuciarse las manos
tocando aspectos más oscuros de esa posible realidad, como por ejemplo el
sigiloso control de las megacorporaciones, que en ese futuro financian la
educación; o la incapacidad de soñar que tienen los bebés criados en cápsulas. (ATENCIÓN:
SPOILER hasta el final). Esta insistencia en mantener la historia “limpia” se
extiende artificialmente hasta el propio final, que evita cualquier
complicación grave o consecuencia para los protagonistas producto de su
atolondrado comportamiento. Llegado ese punto, la corta pero siniestra escena
de cierre (en la que el presidente de Pegazus admite que sueña con que algún
día sean los niños los que elijan a los padres, implicando que será su empresa
la que se encargará de crear a esos niños, quizá como parte de sus planes para
colonizar Marte, mencionados sólo muy de pasada), ya no tiene el efecto
deseado.
Y
relacionado con esto hay otro problema: la ausencia de una amenaza, de una
fuerza motriz o situación que impulse la historia. ¿Qué es lo que está “mal” en
este drama costumbrista aparte de retratar una sociedad que vive de espaldas a
la naturaleza? Al fin y al cabo, tener hijos sin parto natural es extraño pero
no peligroso. Sí, hay un giro en el último tercio que parece querer introducir
algo de suspense, pero sin conseguirlo. El contrato firmado con Pegazus
establece que, una vez que el feto alcanza cierta etapa de desarrollo en la
cápsula, debe permanecer obligatoriamente en un "Centro Uterino"
hasta que esté completamente listo para "nacer". Hay una lógica
inherente a esa cláusula, dado que la tecnología es esencial en todo el proceso
y la empresa desea monitori
zar de cerca la últimas fases para reaccionar ante
cualquier circunstancia que pudiera poner en peligro a los bebés –y enfadar a
sus clientes-. Pero Rachel y Alvy, se empeñan en que quieren tener al huevo en
casa y lo roban del Centro. Puede suponerse que esto les va a crear problemas,
pero éstos no van más allá del ligero enfado de la directora del Centro Uterino
y la posterior recepción de notificaciones de Pegazus informándoles que están
violando los términos de su contrato. La crisis del nacimiento aparece, se
desarrolla y se soluciona en un par de minutos.
Si “Generación Cápsula” tiene algún mensaje verdaderamente relevante que dar al espectador, es el de advertirnos del peligro de la desconexión: respecto a nosotros mismos, nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestros deseos; y desconexión de la Naturaleza.
A
lo largo de la película, los sueños de Rachel desempeñan un papel fundamental.
Éstos giran en torno a tres tremas: el embarazo físico, el contacto con la Naturaleza
y una vida diferente. La del embarazo es una imagen recurrente en la historia
que sirve para resaltar su deseo inconsciente de conseguirlo. Sin embargo, la
desconexión con ese deseo aflora tanto en las interacciones que mantiene con la
IA que ejerce de su terapeuta, Elena, como en el trabajo. En sus sesiones de
terapia, Rachel habla de sus sueños, los cuales Elena descarta con tanta
rapidez como poca sutileza, calificándolos de irrelevantes para su vida. Tal
rechazo bien podría deberse a que una IA no puede soñar ni, por tanto,
compartir o entender la experiencia. Así que Rachel empieza a dudar de sus
sueños y de su significado, a pesar de que éstos la perturban regularmente cada
noche.
Además,
Rachel se debate entre elegir el útero natural y el artificial. Ya hemos dicho
que sueña con quedar físicamente embarazada y nada nos dice que exista algún
impedimento biológico que se lo impida. Por otra parte, en ese futuro siguen
existiendo las mujeres embarazadas, hacia las que Rachel siente curiosidad,
asombro y una discreta envidia. Pero en lugar de dar valor a los sentimientos
de su paciente, Elena los compara con la diferencia entre un terapeuta humano y
una inteligencia artificial: ¿Es uno más real y válido que el otro? Confiando
en la IA más que en sus propios instintos, Rachel abandona la idea del embarazo
físico y, en cambio, opta por el extrauterino.
Su
trabajo es otro factor decisivo en esa desconexión con sus propios deseos. La
mencionada conversación con la responsable de RRHH es particularmente irritante
por la forma en que ésta conecta su posible ascenso con la planificación
familiar, forzándola de manera muy educada a que se amolde a los planes que la
empresa tiene para ella no sólo en el ámbito profesional, sino en el personal.
Poco después, Rachel recibe una llamada de Pegazus anunciándole que tienen una
plaza para ella. ¿Casualidad? Poco probable.
La
propia Pegazus, a través de breves apuntes de fondo, es retratada como una
organización condescendiente y paternalista. Cuando un periodista le pregunta a
su director ejecutivo sobre el descenso de natalidad en Estados Unidos, éste
resume sus causas en una sola palabra: la incomodidad. Los úteros artificiales,
accesibles a partir de 20.000 dólares, son más ventajosos para las mujeres,
asegura. Pero claro, no se menciona la calidad de la atención materna, las
políticas gubernamentales ni la situación en la que se encuentran los derechos
reproductivos. Sólo la incomodidad.
La otra desconexión de la que hablaba y de la que ya he apuntado algunos detalles, tiene que ver con la Naturaleza. Rachel parece haberse amoldado bien a esa sociedad futurista hipertecnológica con mínima presencia de lo natural. Incluso su trabajo consiste en crear asistentes IA para que se encarguen de ciertas tareas y permitir que los humanos se dediquen a otras más importantes. Su salario es la principal fuente de ingresos del matrimonio, puesto que Alvy ejerce una profesión marginal, la de botánico.
Sin
embargo, por las noches, sus sueños cuentan una historia diferente: se ve a sí
misma caminando por una playa, sintiendo la arena húmeda bajo sus pies y el
viento en su cabello, escuchando el romper de las olas y abrazando a su bebé.
Más tarde, se nos dice que Rachel y Alvy son propietarios de una segunda
vivienda en una isla apartada a la que se accede mediante ferry. Allí tienen
una cabaña en el bosque, no lejos de la playa. Los padres de ella insisten en
que, dado que nunca van, la vendan, pero Alvy se resiste.
Conforme van pasando las semanas, la actitud de Rachel cambia. Uno de los puntos de inflexión es su visita a la sección educativa del Centro Uterino, donde los niños no aprenden historia, matemáticas o literatura. Ni siquiera, como he dicho, crean arte. Parece que, simplemente, Pegazus está aprovechándose de la irresponsabilidad de los padres, de su búsqueda de comodidad y de la desconexión con las realidades de la naturaleza, para fabricar meros engranajes en la máquina que esa corporación controla.
En esa secuencia, Linda (Rosalie Craig), la directora del Centro Uterino, no disimula su condescendencia hacia los padres mientras elogia las virtudes de Pegazus y se molesta cuando éstos le preguntan por la acreditación educativa del Centro. Minimiza el problema de que los bebés nacidos en cápsulas no sueñen. Después de todo, en sus propias palabras, los sueños no desempeñan ninguna función primordial. Este desprecio hacia los sueños coincide con la de Elena, la IA terapeuta. Pero, como ve a los padres preocupados, Linda les revela que el Centro ha creado un nuevo producto: Cápsulas de Sueño: se conecta al bebé a un dispositivo, se inserta una cápsula y los sueños programados en ésta lo arrullan hasta que se duerme. Varias veces en esta escena, Rachel y Alvy intercambian miradas de preocupación y ambos se preguntan mutua y silenciosamente si realmente quieren que su hijo crezca en ese entorno y sea educado por esas personas. Es a raíz de esta desagradable experiencia que Rachel –y Alvy la apoya- decide que deben huir con su cápsula a su isla, donde los tres puedan no solo soñar, sino también sentirse conectados no a un dispositivo, sino al entorno natural.
A pesar de su decepcionante desenlace, “Generación Cápsula” puede ameritar un visionado para aquellos aficionados a la CF más reflexiva. Aunque ninguno de los dos personajes protagonistas sea demasiado sofisticado y ambos hayan sido escritos para servir de portavoces de sus respectivas visiones del mundo, Clarke y Ejiofor hacen un buen trabajo; el equipo de diseño de producción y fotografía está a un notable nivel y la creación de esa sociedad no carece de imaginación. Es una lástima que la película no supiera estar a la misma altura a la hora de desarrollar sus temas centrales, quedando como un episodio alargado y no particularmente memorable de “Black Mirror”.
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