Darren Aronofsky es un cineasta peculiar. Floreció en el cine independiente antes de pasar a producciones cada vez más ambiciosas que suelen gozar del favor de la crítica tan a menudo como dividen al público. Desde un punto de vista personal, me da la impresión de que, valorando los riesgos que asume, se le ha ensalzado en ocasiones más de lo que realmente tal o cual película merecía. En cualquier caso, la industria necesita de directores como él: ambiciosos, personales, valientes y, por qué no, a veces opacos. Aronofsky, como todos los cineastas-autores, no hace un cine cómodamente premasticado para el disfrute de un público mayoritario en busca de un simple rato de entretenimiento. Las suyas son propuestas exigentes a las que el espectador debe enfrentarse con una predisposición y estado mental adecuados. Ese fue ya el caso de su primera película, un extraño thriller con componentes de CF.
“Pi” fue un
éxito inesperado e inclasificable que salió del circuito de cine independiente en
1998. Se adentra en un tema muy extraño y específico que jamás había sido
abordado por el cine (y, hasta donde yo sé, tampoco por la CF literaria): la
vida mental de un genio matemático. Sí, un año antes se había estrenado con
gran éxito “El Indomable Will Hunting”, pero ésta es más una película sobre la
naturaleza y personalidad de un genio que sobre las matemáticas per se. Después
de “Pi”, llegarían otras propuestas que, más o menos directamente, tratarían
sobre las matemáticas y sus maestros, como “Enigma” (2000), “Una Mente
Maravillosa” (2001) o “The Bank” (2001).
Max Cohen (Sean
Gullette) es un genio matemático atormentado por alucinaciones y terribles
dolores de cabeza que tiene la teoría de que existe una fórmula capaz de
predecir el comportamiento bursátil, no con el propósito de hacerse millonario,
sino simplemente por la simple satisfacción intelectual de adquirir tal
conocimiento. Un día, mientras revisa los índices de la bolsa en un bar, se le
aproxima Lenny (Ben Shenkman), un judío ortodoxo, para entablar conversación (algo
que Max aborrece, dado que padece una intensa fobia social) y le revela que la
Cábala (una escuela de pensamiento esotérico de la fe hebrea) asigna a cada
número una letra, y que está buscando la serie de 216 números que contiene el
nombre de Dios.
No mucho
después, el complejo ordenador que el propio Max había fabricado en su mugriento
apartamento, arroja un resultado de, precisamente 216 números, antes de
autodestruirse inexplicablemente. Llega a un acuerdo con una empresa de
análisis estadístico en virtud del cual le proporcionan el chip de última
generación que él necesita para reactivar el ordenador, a cambio de que les
informe de sus progresos en el patrón predictivo bursátil. Pero su obsesión y
su enfermedad van acentuándose y, en un momento determinado, se encuentra al
tiempo perseguido por esos ejecutivos financieros que le reclaman el hallazgo
que aseguran ha hecho, y los judíos cabalísticos decididos a obtener el mensaje
divino escondido en la serie de números que él sólo conserva ya en su cabeza
después de haber destruido el papel del ordenador.
El guion de “Pi”
(escrito por Aronofsky a partir de una historia imaginada por él mismo, Sean
Gullette y Eric Watson) demuestra cierta cultura en lo que se refiere a las
matemáticas, incorporando una serie de fascinantes monólogos en off y diálogos
sobre la Teoría del Caos, la irracionalidad del número Pi, los números de Fibonacci, la Proporción Áurea, el Go, la Teoría
de Juegos o Arquímedes. La combinación conceptual que propone la película entre
la Teoría del Caos, la Cábala y el Teorema de Gödel acaba evolucionando hacia ese
terror existencial inherente a la física cuántica, esto es, sugerir una visión
de la realidad tan grandiosa e inabarcable que hace que nuestro mundo, limitado
por los sentidos y la capacidad de nuestros cerebros, no parezca sino una pálida
sombra o, aún peor, una ilusión o un autoengaño.
Mientras que
otros cineastas hubieran optado por incluir algo parecido a coros celestiales y
tópicas imágenes representando una comunión con el auténtico conocimiento del
universo, “Pi” va en la dirección contraria. Está rodada en un agresivo y
granuloso blanco y negro, con cortes abruptos, primeros planos desasosegantes,
música electrónica permanente y un grado de detalle angustioso que evoca
tensión, claustrofobia y locura. Si quieren buscarse otros films que se muevan en
un plano similar, podría citarse la extraña chifladura de “Cabeza Borradora”
(1977), de David Lynch, o la paranoia que permea “Barton Fink” (1991), de los
Hermanos Cohen.
“Pi” es un
ejemplo perfecto de cine subjetivo. Los títulos iniciales –un montaje de
neuronas y diagramas matemáticos superpuestos a los dígitos del infinito número
pi– trasladan al espectador directamente a la mente del protagonista. Narrativamente,
sólo hay un único punto de vista: el de Max. Todo lo que el espectador ve es lo
que experimenta aquél. Para realzar este enfoque, Aronofsky utiliza una serie
de efectos cinematográficos, por ejemplo, el uso de una Snorricam cuando Max
camina por la calle: se trata de una cámara que se apareja con el cuerpo del
actor, enfocándolo directamente. De ese modo, cuando el actor se mueve,
especialmente si camina o corre, se produce un efecto por el que parece
permanecer quieto mientras todo lo que le rodea se mueve. El resultado es una especie
de "tercera persona subjetiva" que proporciona cierta sensación de
vértigo en el espectador y, en este caso, subraya el aislamiento y alienación
de Max. Los sutiles cambios en el ritmo también contribuyen a provocar desorientación.
Otra
herramienta narrativa para resaltar la subjetividad de la película es la
intercalación en el montaje de las migrañas de Max, cada una de las cuales, de
acuerdo a un patrón repetitivo, va incrementando su intensidad –y la
consecuente toma de medicación-, desde un mero tic en el pulgar hasta el
desvanecimiento final. Cualquiera que haya sufrido alguna vez de migrañas
reconocerá la experiencia y Aronofsky refleja esa angustia de manera tan
convincente que las secuencias se vuelven dolorosas en sí mismas. De hecho, ya
se vea en pantalla grande o pequeña, “Pi”, toda la película, es el equivalente
visual a una gran migraña punteada por flashes de revelación trascendental.
Ahora bien, la
subjetividad también difumina cualquier sentido de la realidad en la narrativa.
La enfermedad de Max lo convierte en un narrador poco fiable ¿Lo que vemos es
una representación de hechos reales o una larga alucinación producto de los
desequilibrios mentales de Max? ¿Ha conseguido realmente descifrar el código
del universo o simplemente está loco? ¿Ha sucumbido su cordura a su obsesión?
¿Ve a un doble en el andén opuesto del metro que está sangrando por la muñeca o
es sólo su paranoia? ¿Escucha de verdad a sus vecinos disfrutando del sexo o es
una manifestación de sus deseos reprimidos? ¿Existe de verdad un orden oculto en
el aparente caos que nos rodea?
Esta frontera
difusa entre lo real y lo ilusorio se convertirá en un elemento recurrente en
el trabajo futuro de Aronofsky, quien, tras este debut, seguiría haciendo –hasta
hoy- un cine muy personal con títulos como “Requiem por un Sueño” (2000), sobre
la adicción a las drogas; “La Fuente de la Vida” (2006), sobre la búsqueda de
la inmortalidad y la trascendencia; los dramas psicológicos “El Luchador”
(2008) y “El Cisne Negro” (2010); la polémica traslación del mito bíblico “Noe”
(2014); “Madre” (2017), una cinta de terror surrealista; y la trágica “La
Ballena” (2022). De hecho, “Pi” fue una suerte de borrador preparatorio en el
que Aronofsky bosquejó la mayoría de los temas sobre los que volvería una y
otra vez en su carrera, como la mencionada dicotomía “realidad-ilusión” el
protagonismo de un individuo autodestructivo que enloquece presa de una obsesión
o una adicción, una atmósfera inquietante, melancólica e incluso de horror
difuso…
Uno de los
puntos más desconcertantes de “Pi” es su desenlace, mucho menos satisfactorio
que la historia que desemboca en él. (ATENCIÓN: SPOILER). Y es que nunca llega
a producirse una epifanía trascendental sobre la verdadera naturaleza de la
realidad. De hecho, “Pi” no se aleja tanto de las cintas con científicos locos
de los años 30 y 40 del pasado siglo: su mensaje parece ser que lo mejor que
puede hacer el Hombre es ignorar los secretos del universo.
Recorriendo
toda la historia está el mito de Ícaro, empezando por el monólogo inicial en
off, en el que el protagonista recuerda cómo de niño, desoyendo las
advertencias, miró directamente al sol quedando ciego durante un tiempo; su
vecino Sol (Mark Margolis) sería Dédalo, matemático jubilado y “padre” figurado
de Max que a punto estuvo de sufrir el destino de su “hijo”, pero que supo
retirarse a tiempo de la imposible misión de hallar patrones en los infinitos
decimales de Pi. Y la historia termina con un Max-Ícaro “caído” en la realidad
tras un fogonazo de comprensión, no sólo sumido en un estado de bendita
ignorancia sino incapaz ya de realizar los impresionantes cálculos mentales de
antaño. Max alcanza la paz al mismo tiempo que el olvido de las matemáticas,
una sensación respaldada por el cambio en el
frenético estilo visual hacia uno
que transmite serenidad. La moraleja parece ser un cuestionamiento del tipo de
vida que llevamos en la actualidad: la paz se obtiene al renunciar a nuestros
impulsos y deseos. (FIN SPOILER). Personalmente, creo que Aronofsky iría
mejorando en este aspecto en concreto y la mayoría de sus siguientes películas
llegan a un final más natural y apropiado. Aquí, parece como si el
director-guionista hubiera tomado el camino fácil en lugar de seguir la premisa
hasta sus últimas consecuencias.
Cualquiera sea
el mensaje, la moraleja o las respuestas ocultos en la historia - si es que los
hay, porque hay mucho que claramente queda abierto a la interpretación
individual- la película transmite más atmósfera y emoción en su cinematografía
en blanco y negro que muchas películas convencionales. Es rica en imágenes
evocadoras (desde las conchas en espiral hasta las piezas sobre el tablero de
Go de su vecino Sol; metáforas (el apartamento de Max está tan abarrotado de
equipos informáticos que él mismo parece convertirse en la parte consciente de
la máquina); alusiones (las hormigas son la literalización de los “bugs” (errores
informáticos) del programa –y de la mente- de Max); y alegorías (él es la
encarnación del mito de Ícaro, volando demasiado cerca del sol).
“Pi” no es una
película de personajes dado que sólo hay uno principal (los secundarios, con la
parcial excepción de Sol, son meros peones de la trama sin contexto ni
personalidad) y éste ni tiene un arco propiamente dicho más allá de su caída en
la obsesión y la locura, carece de pasado ni círculo familiar, profesional o
cualquier otro entorno con el que interactuar. Su desequilibrio emocional, sus
fobias, su carácter y su enfermiza obsesión por algo intangible y abstruso,
impiden empatizar con él. Tampoco es una película de trama. En realidad, no
pasan demasiadas cosas, no hay un desenlace real y el enigma central no llega a
desvelarse.
No, “Pi” es una
película de sensaciones, una cinta que describe un estado mental muy concreto
tomando como excusa un gran secreto que puede hacer saltar en pedazos nuestra
percepción de la realidad. Todo en esta cinta parece pensado para que el
espectador se sienta incómodo: el blanco y negro muy contrastado, el granulado
de la imagen, el montaje, el comportamiento de los personajes, las alucinaciones,
la falta de un desenlace clásico y las rápidas explicaciones matemáticas que
obligan a escuchar atentamente. El director apela a un espectador adulto que
quiera ser tratado como tal.
“Pi” es un
thriller poco convencional que busca emocionar al espectador a través de la
estimulación cerebral, estableciendo una relación entre las matemáticas, la
religión, la economía y la mitología. No es el mejor film de Aronofsky (“El
Cisne Negro”, por ejemplo, es muy superior), pero teniendo en cuenta que es una
cinta de debut, que se rodó con un presupuesto de 60.000 dólares (y filmando muchas
escenas en la calle sin permisos legales, haciéndose pasar por estudiantes de
cine), que no dura ni 90 minutos, es una propuesta meritoria. Es difícil de ver
y entender, pero no se le puede negar su ambición, originalidad y enfermiza atmósfera.
Que sea una
película para todos los gustos o para cualquier momento, es otra cuestión muy
diferente. De hecho y como seguiría ocurriendo frecuentemente con las
siguientes películas de Aronofsky, no son pocos los que, lejos de considerarla
una obra maestra, la tachan de artificialmente ambigua y técnica y
conceptualmente pretenciosa; una especie de ejercicio pedante, no tanto
profundo como opaco, realizado por un joven realizador para impresionar al
jurado de Sundance (lo que logró, dado que se alzó con el premio al Mejor
Director en la edición de 1998 de ese certamen). Que cada cual se forje su
opinión tras ver la obra.
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