“En Alas de la Canción”, serializada en tres partes en “The Magazine of Fantasy and Science Fiction”, es una trágica historia de maduración, de paso traumático de la adolescencia a la etapa adulta, con todo lo que ello conlleva: inseguridades, decepciones, sueños, enamoramientos, tropiezos, muerte y resurrección espiritual, pérdida de la inocencia y los valores… Fue nominada para el Premio Hugo de 1980 y ganó el Campbell Memorial Award (fundado en 1973 y otorgado por un jurado a la que consideran la mejor novela de CF publicada en los Estados Unidos).
Y, sin
embargo, es una obra tan peculiar y con un énfasis tan indirecto en la CF, que
no parece en absoluto una canditada a tales premios. La vida de su protagonista
tiene mucho de patética y poco de heroica, el tipo de vida que suele darse más
en la realidad que en la ficción. Pero, al mismo tiempo, es una vida que sólo
podría tener lugar en ese momento y lugar del mundo futuro en el que vive. “En
Alas de la Canción” es un libro sobre cómo crece y qué le sucede a su
protagonista, qué anhela y qué se ve obligado a hacer para salir adelante. William
Gibson se refirió a ella como “una de las
grandes obras maestras olvidadas de la ciencia ficción de finales del siglo XX”.
El editor especializado en temas LGTB, Robert Drake, la calificó como parte del
“Canon Gay”.
La historia se ambienta en un futurista y distópico Estados Unidos. El país se encuentra en una situación límite, con sus ciudadanos soportando ataques terroristas, escasez de alimentos, cortes de energía y división civil, pero aún así en mejores condiciones que el resto del mundo. Ya al comienzo, por ejemplo, nos enteramos de que Tel Aviv fue destruida por misiles; Iowa ha sido receptora de muchos refugiados italianos y los progresos tecnológicos han sido utilizados por los gobiernos para amedrentar o exterminar a sectores enteros de población potencialmente disidente, tal y como narra este siniestro pasaje:
“Originalmente, el sistema de seguridad
P-W (las iniciales recordaban a los médicos galeses que lo habían
desarrollado, los doctores Pole y Williams) había empleado medios de
reforma de la personalidad menos drásticos que la muerte instantánea.
Cuando se activaban, los primeros rombos sólo descargaban suficientes
toxinas como para causar una náusea aguda y momentánea y espasmos del colon.
Bajo esta forma, el sistema PW había sido recibido como el Modelo T de
la ingeniería del comportamiento. Una década después de que se comercializase,
apenas quedaban cárceles en el mundo que no se hubieran adaptado para usarlo. Aunque
el motivo para estas reformas pudo haber sido económico, el resultado fue
siempre un entorno carcelario más humanitario, sencillamente porque ya no eran
necesarias la vigilancia de cerca y las precauciones. Por esta razón, los
doctores Pole y Williams fueron galardonados con el Premio Nobel de la Paz en
1991.
Sólo de forma gradual, y jamás en los Estados Unidos, su uso se extendió a las llamadas «poblaciones de rehenes» de ciudadanos potencialmente disidentes: los vascos en España, los judíos en Rusia, los irlandeses en Inglaterra, etcétera. Fue en estos países donde los explosivos comenzaron a reemplazar a las toxinas y, también, donde se desarrollaron sistemas para represalias masivas y diezmar, en los cuales un sistema central de emisiones podía transmitir señales codificadas que podían ejecutar a cualquier individuo con el implante, a cualquier grupo o porción dada de ese grupo o incluso a toda la población. La proporción de muertes más grande que se alcanzó fue el diezmar a los palestinos que vivían en la franja de Gaza, y no fue consecuencia de una decisión humana, sino de un error informático. Normalmente, la mera presencia del sistema P-W era suficiente para evitar su uso salvo en casos individuales.
En esta
Norteamérica balcanizada, Iowa, hogar del protagonista del libro, Daniel
Weinreb, es un estado policial teocrático que a efectos prácticos es casi
independiente de la franja atlántica, a la que considera contagiosamente
decadente. El padre de Daniel emigró a Nueva York desde Israel y tuvo a su hijo
en esa ciudad, aunque, siendo este todavía un niño, se mudó al mencionado
estado para ejercer su especialidad, la odontología.
Estados Unidos está profundamente dividido respecto a los cambios sociales, existenciales incluso, que ha suscitado un nuevo desarrollo tecnológico: un dispositivo que le permite a su usuario abandonar el cuerpo físico y volar como un espíritu incorpóreo, invisible e indetectable, al que se ha venido en llamar coloquialmente "hada". No es una simulación: el vuelo es real, la consciencia se separa del cuerpo, que permanece atado a la máquina. Las “hadas” pueden recuperar su cuerpo volando de regreso hacia él, pero muchas nunca lo hacen, ya sea porque han elegido vivir permanentemente en ese otro plano de la existencia donde el tiempo y el espacio se experimentan de una forma distinta, o porque han caído en una de las “trampas de hadas” que los más preocupados por su privacidad colocan a su alrededor. Si el cuerpo biológico muere mientras el “alma” vuela, se sigue viviendo para siempre como un hada, de modo que volar es, entre muchas otras cosas, una forma de alcanzar la inmortalidad. Aquellas hadas que se cansan de explorar el mundo pueden salir al espacio o unirse a otras en una especie de alma suprema global que abarca el planeta.
Por lo
general, se considera que volar es una experiencia maravillosa, por lo que la
capacidad de hacerlo es muy codiciada, al menos entre aquellos que no
consideran todo este asunto como algo inmoral. Pero hay un problema: no todo el
mundo puede volar. Para separarse del cuerpo físico debe interpretarse una
canción, y hacerlo bien. Sin esta acción por parte del usuario, la máquina es
inútil. Pero no se trata sólo de cantar con una técnica depurada, ni tampoco
hacerlo con sinceridad. Es necesario encontrar una fusión equilibrada técnica y
compromiso emocional; y muchas personas, sencillamente, son incapaces de
despegar por muchas veces que se conecten y vocalicen.
“El vuelo, o el echar a volar, sucedía en el momento en el que los dos hemisferios separados del cerebro se encontraban en perfecta estabilidad, y la mantenían. Pues el cerebro era gnóstico por naturaleza, dividido en idénticas dicotomías de sentido semántico y percepción no lingüística, de letra y música, que se encontraban en la canción. Ésta era la razón por la cual, aunque se había intentado a menudo, ningún músico salvo un cantante podía alcanzar el delicado equilibrio en su arte que reflejara el correspondiente y arcano equilibrio en los tejidos de la mente. Se podía llegar al talento artístico por otros caminos, por supuesto; todos los artistas, cualquiera que fuera su arte, debían adquirir la práctica de la trascendencia, y una vez que se había adquirido en una disciplina, parte de la habilidad era transferible. Pero la única forma de volar era cantar una canción que se comprendiese, y que se sintiese, hasta el fondo de uno mismo”.
Hay
quien lo logra una vez y nunca consigue repetirlo; otros lo intentan una y otra
vez sin obtener el menor éxito por mucho que se esfuercen en ello. Y de entre
los que sí lo consiguen, están los que dejan atrás sus comatosos cuerpos para
siempre, sin que nadie sepa dónde han ido, pero generando un problema médico adicional
a una sociedad ya cargada de ellos.
Ahora bien, los más religiosos se oponen terminamentemente a volar y los movimientos que los representan han intentado hacer aprobar enmiendas constitucionales que lo prohíban. ¿Y por qué? Se sabe que las hadas han rondado a los moribundos con la esperanza de, desde su privilegiado plano de existencia, ver sus almas abandonar sus cuerpos. Y no han sido testigos de nada semejante, lo cual es fuente de irritación para los creyentes más tradicionalistas, cuya visión del mundo y del Más Allá descansa en la fe en la existencia del alma. Para ellos, la realidad de las hadas supone una amenaza de alcance cosmológico.
Por
eso, en Iowa, la ley estatal prohíbe la práctica del vuelo y el uso y posesión
de las máquinas que lo permiten. No sólo eso: las autoridades controlan
estrictamente el tipo de música cuya escucha esta permitida. Ni siquiera se
pueden publicar anuncios de venta de equipos para volar. Y precisamente esto
último va a ser el origen de las muchas desgracias que se van a abatir sobre Daniel.
Siendo adolescente y para ganarse algún dinero, se dedicaba a repartir un periódico de Minnesota ilegal en Iowa por el motivo indicado. Las autoridades habían estado haciendo la vista gorda, pero cuando el mejor amigo de Daniel desaparece (aparentemente huyendo de casa tras haber robado unos cientos de dólares a su influyente padre), arrestan a Daniel para presionarle y que revele información sobre el paradero de su amigo. El problema es que no puede hacerlo porque él mismo fue engañado por aquél, así que es condenado a cumplir una pena de prisión por la insignificante infracción de repartir prensa prohibida.
Allí, Daniel
conoce a una mujer que ha volado y a un asesino despiadado que también es un
cantante de talento. Ambos, de diferentes formas, le inspiran para dedicar su vida
a la música y, algún día, lograr volar. Una vez cumplida su condena, inicia una
relación con una muchacha de familia acaudalada, Boadicea Whiting, hija del
hombre más rico de Iowa. No tarda mucho en integrarse en ese círculo exclusivo.
Los Whiting viven en el equivalente futurista a un castillo feudal: debido al
crimen y el terrorismo, las granjas de Iowa se están convirtiendo en complejos
de alta seguridad trás cuyos muros residen tanto los trabajadores agrícolas
como los propietarios. Daniel disfruta de los lujos que le ofrece su nueva
posición, pero no se le escapa el efecto corruptor del dinero.
Antes
de empezar un viaje alrededor del mundo por su luna de miel, Daniel y Boadicea
hacen escala en Nueva York, donde se registran en un hotel que ofrece a sus
huéspedes equipo especializado para volar. En estudios separados e
insonorizados, cada uno se acomoda en su respectivo asiento, se coloca cables en
la cabeza y comienza a interpretar las canciones que ha elegido para la
ocasión. Durante horas, Daniel intenta volar fracasando una y otra vez mientras
que Boadicea lo consigue a la primera y deja atrás su cuerpo inerte y sumido en
un coma, estado en el que permanecerá quince años. El avión que debían tomar
rumbo a Europa despega sin ellos y explota sobre el océano, presumiblemente víctima
de terroristas que odian a los suegros de Daniel (aunque uno no puede evitar la
sospecha de que el padre de Boadicea lo hubiera organizado todo para librarse
de una hija problemática y un yerno incómodo).
Como se
habían registrado en el hotel con un nombre falso, todo el mundo cree que
Boadicea y Daniel han muerto. Éste, bajo una nueva identidad, se establece en
una Nueva York económicamente deprimida y asolada por el crimen. Durante unos
años sobrevive empeñando las joyas de Boadicea y cuando se le acaban trabaja en
“empleos” ocasionales, como hacer fila para comprar entradas teatrales para
personas demasiado ricas como para esperar en una cola. En los peores momentos
se ve obligado a mendigar o prostituirse. No sólo tiene que mantenerse él sino
también pagar a un establecimiento especializado en mantener con vida a los
“voladores” comatosos. Daniel siente que es su deber mantener vivo el cuerpo de
Boadicea para que ella, si así lo desea algún día, pueda regresar a él.
Pese a la continua desgracia y degradación en la que vive sumido, Daniel no ha perdido su sueño de hacer del canto una profesión y, eventualmente, volar. Por una serie de circunstancias, entra en contacto con el mundillo de la ópera, muy popular por entonces, relacionándose con varios de sus más extravagantes miembros, como los castrati, blancos que admiran a los negros y se tiñen la piel y arreglan el pelo para emularlos; o la señora Alicia Schiff, una jorobada que escribe óperas y las vende como si fueran obras del siglo XVIII redescubiertas.
(ATENCIÓN
SPOILER) El atractivo físico de Daniel y un poco de suerte le llevan a ocupar
el puesto de amante del castrato principal hasta, ya en la parte final de la
novela, alcanzar el rango de estrella mundialmente famosa de una nueva ópera
que versa sobre conejitos que parecen extraídos de unos dibujos animados.
Boadicea regresa a su cuerpo, insta a Daniel a seguir intentando volar para
poder unirse a ella, recupera fuerzas durante unos meses y luego vuelve a volar
para ya no volver nunca más. Daniel regresa a Iowa convertido en una celebridad,
pero es asesinado. Disch deja abierta la posibilidad de que hubiera conseguido
volar justo antes de morir, sin aclarar si se encuentra en un auténtico aparato
de vuelo cuando muere o es uno falso; si realmente ha volado o está fingiendo.
(FIN SPOILER).
Uno de
los temas del libro, quizá el más obvio, es la naturaleza liberadora de la
expresión creativa, una cuestión esencial para Disch, quien declaró en una
ocasión: “Probablemente, la Belleza es el
antídoto al Mal, en términos prácticos para un artista. Porque el arte es una
de las rutas de acceso a la alegría, y la alegría siempre es problemática desde
el momento en que desaparece. Siempre estás preguntándote: “¿Dónde está? “¿Por
qué no puedo recuperarla?””.
Pero, en general, “En Alas de la Canción” tiene más de amargura y cinismo que de alegría liberadora. Disch nos dice en sus páginas que el mundo es irremediablemente corrupto e injusto, que todos estamos a merced de las circunstancias y nadie es dueño de su destino. De hecho, varios de los personajes que, aparentemente, han alcanzado el éxito o la felicidad, en realidad fingen engañando al mundo y a sí mismos.
Así, durante
su estancia en prisión, Daniel lee un libro sobre religión que sostiene que, si
bien el cristianismo es obviamente absurdo e increíble, si fingimos creer sus
doctrinas, podemos ser más felices y mejorar nuestras vidas en lo que vendría a
ser una reformulación de la Apuesta de Pascal (según el matemático y físico
francés, lo racional sería creer en Dios: si no existe, no perdemos nada y la
fe ayuda a hacer más llevadera la vida; y, si existe, ganamos el Cielo). Boadicea
le enseña un libro de autoayuda que aconseja a sus lectores: "Finge
siempre ser tu estrella de cine favorita, y lo serás". Whitting, el hombre
más rico de Iowa, usa barba postiza en público porque le ayuda a proyectar una
imagen de caballero respetable. En Nueva York, Daniel no sólo adopta un nombre
falso, sino que se deja crecer la barba para que nadie lo reconozca –teme las
represalias del patriarca Whitting bien por haberle ocultado que su hija sigue
viva, bien por su sospecha de haber sido quien intentó matarles en el
atentado-; y más adelante se pinta la cara de negro para progresar en su
carrera de gigoló y cantante. El último acto de Daniel es un intento de engañar
al público haciéndoles creer que puede volar cuando no es así.
Disch
también parece cultivar un considerable rencor por Iowa, estado en el que nació
y pasó su infancia, así como por el ciudadano arquetípico de ese territorio: el
granjero, reaccionario, inflexible y hostil con todo aquello que se aparta de
lo que cree son las enseñanzas religiosas más ortodoxas. No puede sorprender
tal actitud habida cuenta de lo fuera de lugar que se tuvo que sentir Disch
allí, un hombre gay interesado en las artes criado en el Cinturón de la Biblia
de mediados del siglo XX.
Parte de su ataque al cristianismo institucionalizado lo articula dentro de la novela como fragmentos de un libro, “El Producto es Dios”, escrito por un tal Jack Van Dyke y en el que desarrolla sorprendentemente bien una teología posmoderna que Daniel, durante su estancia en la cárcel, absorbe con toda su carga de ironía y cinismo: “El Altísimo está perfectamente dispuesto a ser entendido como una ilusión, ya que nuestras dudas sólo hacen que nuestra confianza en Él sea más sabrosa para Su paladar. Él es, como debemos recordar, el Rey de Reyes, y comparte los peculiares gustos comunes a los reyes por las exhibiciones de la sumisión de sus súbditos. Dudad de Él, por supuesto, digo cuando hablo con escépticos, pero no por eso dejéis de adorarle”.
También
en la sórdida experiencia de Daniel en Nueva York puede verse un reflejo de la
vivida por el propio Disch cuando llegó a esa ciudad a los 17 años, más o menos
la misma edad que el protagonista. Encontró un apartamento en Manhattan y
empezó a buscarse la vida, aspirando, como Daniel, a entrar en los círculos
musicales, literarios y artísticos. Trabajó como extra en la Metropolitan Opera
House; tuvo en empleo en una librería y luego en un periódico. A los 18, sin un
dólar en el bolsillo, ni amigos a los que recurrir, intentó suicidarse, pero
sobrevivió porque no había podido pagar la factura del gas con el que pretendía
asfixiarse. Aquel mismo año, en lo que pareció un movimiento desesperado, se
alistó en el ejército, pero su absoluta incompatibilidad con el espíritu,
mentalidad y disciplina castrenses le llevaron a pasar casi tres meses
internado en un frenopático.
Tras su licenciamiento, Disch volvió a Nueva York y siguió tratando de introducirse en el ambiente artístico de la ciudad. Volvió a trabajar en librerías como copista y en la guardarropía de un teatro, pero también pasó una temporada en una compañía de seguros e incluso barajó brevemente la idea de ser arquitecto. Tras asistir a los cursos nocturnos de la Universidad de Nueva York y adquirir allí el gusto por la literatura de CF, en mayo de 1962 vendió su primer cuento a la revista “Fantastic”. Aún tardaría en ganarse la vida escribiendo (trabajó de cajero en un banco, ayudante en una funeraria y corrector literario), pero por fin lo conseguiría a mediados de esa década. Ya vemos, por tanto, que “En Alas de la Canción” tiene no pocos puntos en común con la biografía de su autor en lo que se refiere al proceso de maduración de un joven con aspiraciones artísticas en una ciudad tan despiadada y económica y socialmente fracturada como Nueva York.
En cuanto al “vuelo”, ¿cómo podemos interpretarlo? Aunque es un fenómeno activado por la tecnología, todo lo que le rodea tiene un inconfundible sabor místico. Se diría que es una metáfora de la trascendencia que puede propiciar la expresión artística, aunque a veces la novela parece ponerla en equivalencia con el consumo de drogas o el éxtasis sexual. Ciertamente, la respuesta de los sectores religiosos parece estar basada en las actitudes de ese tipo de colectivos en nuestro mundo acerca del sexo y las drogas.
Pero volar requiere una tecnología especial no precisamente barata y un cierto nivel de habilidad y compromiso, por lo que, en la práctica, queda reservado a una élite. No parece que el propio Daniel consiga volar ni convirtiéndose en un intérprete de fama mundial (aunque su repertorio sea ridículo). Tal vez Disch quiera decirnos que el arte verdaderamente trascendente exige talento, dedicación y sacrificio, y que sólo unas pocas personas pueden producirlo. Al fin y al cabo, es una opinión que podría esperarse de alguien como Disch, que también era un destacado crítico de arte, teatro y poesía. Desde luego, su visión del arte no es precisamente democrática y no incluye o considera aquellas personas que, aun careciendo del tipo de talento que suscite deleite en los demás, sí puedan experimentar placer cantando en el anonimato de un servicio religioso o en la intimidad del baño.
La alegoría de Disch nos dice que, independientemente de lo que el fenómeno del vuelo demuestre o no sobre la naturaleza de la mente o el alma, el arte no es subjetivo. Hay que aprender a dominarlo y, aún así, es posible que se carezca del talento natural que, en este contexto, te permita alejarte un solo centímetro del cuerpo. Tampoco los elogios de terceros lo logrará. La incapacidad de Daniel para volar no tiene nada que ver con una indiferencia hacia la música o con la falta de disciplina, trabajo o dedicación, sino que es producto de una carencia interior: “Si sus canciones eran irreprochables, parecía que el error estaba en el propio Daniel, en algún nudo de la madera de su alma que no desaparecería por mucho que lo intentase”. Disch crea en esta novela un mundo siniestramente cómico en el que los cantantes mediocres van a saber positivamente que lo son, dado que no serán capaces de superar la prueba definitiva: el vuelo.
“En Alas de la Canción” es una novela difícil de calificar y hasta de recomendar. Está bien escrita, es sincera, emotiva, imaginativa, imprededible y entretenida, incluso brillante, con un estilo fluido y elegante sin ser pretencioso. Pero también es dura, deprimente, turbadora, con pasajes de interés dispar y hasta excesiva por su ambición: parte autobiográfica, parte ensayo metafórico sobre el arte y sus practicantes, parte sátira despiadada, novela costumbrista y picaresca, melodrama extravagante… Un libro que puede no gustar al lector de CF más convencional, pero que, indudablemente, marca los límites de hasta dónde puede llegar el género.
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