Suele decirse que los últimos años no han sido boyantes para la ciencia ficción televisiva, que es un género que ha ido retrocediendo para dejar paso a la fantasía. La Space Opera casi ha desaparecido y (con la posible salvedad de “The Expanse”) no ha brillado como lo hicieron las añoradas “Firefly” o “Battlestar Galáctica”; las cancelaciones abruptas de muchas series de todo tipo de subgéneros son la norma; la avalancha de material propiciada por la multiplicación de plataformas de streaming no ha venido acompañada del mismo incremento en calidad...
Pero lo cierto es que en la última década los
aficionados hemos podido disfrutar de programas de interés que,
independientemente de que estuvieran en sintonía con el gusto o sensibilidad de
cada cual, aportaron algo diferente al género en la pequeña pantalla:
“Terminator: Las Crónicas de Sarah Connor”, “Fringe”, “Sense8”, “Orphan Black”,
“Doctor Who”, “Torchwood”…. o “Black Mirror”.
La sátira social y la tecnofobia (o, como mínimo, las ansiedades despertadas por los avances tecnológicos) han sido dos de los principales motores de la ciencia ficción a lo largo de toda su historia. Pero nunca antes había conseguido la televisión fusionar ambas de una forma tan intensa, cautivadora y pesimista como en “Black Mirror”. Utilizando un formato de antología (esto es, episodios independientes con sus propias tramas, personajes y futuros) que le permite analizar desde múltiples puntos de vista la forma en que se interrelacionan y modifican mutuamente la sociedad y la tecnología, esta serie británica presenta una serie de escenarios distópicos que extraen sus pesadillescas situaciones de la más banal cotidianeidad.
Mientras que la mayoría de los programas
televisivos de CF tienden hacia lo espectacular, “Black Mirror” se centra en
las rutinas diarias de sus protagonistas, rutinas que sólo se diferencian de
las actuales de cualquier ciudadano en el grado preciso para satisfacer el
propósito satírico y narrativo de la historia y cuya alteración consiste en
algún tipo de verosímil avance tecnológico. Sin embargo, la responsabilidad
última de las consecuencias derivadas de esa innovación técnica recae sobre
nosotros, los humanos que la creamos, aceptamos y utilizamos con una lamentable
exhibición de arrogante estupidez. Mucha de la mejor y más incisiva CF satírica
(que puede o no tener un tono humorístico) está asentada en realidades y
verdades reconocibles en el presente. Y “Black Mirror” milita en la primera
división de este subgénero.
La serie fue creada por el incisivo crítico
televisivo de la BBC Charlie Brooker, que previamente había utilizado su
mordacidad y afilada mirada como guionista de la miniserie “Dead Set: Muerte en
Directo” (2008), una mezcla de “Gran Hermano” y película de zombis. Como ya
demostró tanto en esta producción y en la serie “How TV Ruined Your Life” (2011), Brooker destacaba especialmente
cuando planteaba las formas en que la degradación de los medios de comunicación
(en cualquier formato, desde la televisión hasta las redes sociales) pueden
empujarnos sin darnos cuenta a una info-distopía repleta de minas preparadas
para estallar y reventar nuestras vidas individuales. Y eso es lo que pretendió
ser esta serie: un “espejo negro” de la sociedad moderna. Y vaya si lo
consiguió porque diez años después, sus premisas e historias siguen siendo
–para nuestra desgracia- tan relevantes y posibles como entonces.
La primera temporada consta de tres episodios
ambientados en otros tantos futuros, unos más cercanos y otros más distantes en
el tiempo. Las historias nos presentan situaciones en las que las nuevas
tecnologías se han integrado por completo en la vida de todos los ciudadanos, a
menudo causando serias disrupciones. Lo que hace tan interesante la serie es su
gran realismo psicológico. Puede que esos futuros rocen a veces lo fantástico,
pero la mezquindad, el egocentrismo y la honestidad mal entendida y canalizada
de sus personajes son dolorosamente reales y actuales.
El primer episodio (ATENCIÓN: SPOILERS EN LO
SUCESIVO) es “El Himno Nacional”, un drama que podría tener lugar mañana mismo.
Inglaterra está pendiente de los preparativos nupciales de la joven Susannah
(Lydia Wilson), la Princesa de Facebook, una especie de nueva Diana de Gales
que, como nos informan los programas de televisión, fue el primer miembro de la
realeza en aceptar una propuesta matrimonial via Facebook. El primer ministro
británico Michael Callow (Rory Kinnear) es despertado de madrugada por su
equipo para mostrarle un vídeo que ha hecho público el secuestrador y que exige
como condición para la liberación de la muchacha que, en el plazo de unas
cuantas horas, el político mantenga sexo televisado en directo con un cerdo,
siguiendo además unas instrucciones muy concretas para impedir cualquier tipo
de posible trucaje. Si no se llevan a cabo sus demandas, asegura que la
asesinará, un crimen que puede también acabar subido a las redes sociales.
Lo que sigue es en parte una negra fantasía de
venganza contra la clase política y en parte una descripción inteligente y
despiadada de cómo el equipo de un gobierno, en este caso el británico, hace
frente a una crisis tan inaudita. No pueden silenciar a la prensa a la fuerza o
de grado porque el responsable ha subido a YouTube el vídeo de la llorosa
princesa cautiva suplicando por su vida. Toda la situación es una nueva forma
de terrorismo mediático en la que participan, enredados, la política, la prensa
tradicional y las redes sociales.
Es notable la forma en que Brooker consigue
convertir esta sucia broma en algo que parece verosímil y retorcidamente
humano. En una sobrecogedora secuencia vemos al público contemplar con una
mezcla de fascinación, morbo y asco las imágenes del político humillado
copulando con el animal. Conforme la sádica sonrisa se borra de la expresión de
incluso los más cínicos de entre los espectadores, nos damos cuenta de lo que
significa vivir en un mundo en el que los trolls de internet pueden fácilmente
derivar hacia el terrorismo político. Y también que insultar a alguien
llamándolo “pig fucker” (un insulto que en inglés puede traducirse como
“follacerdos”) está muy lejos de desear verlo convertido literalmente en ello.
Hay cosas que, sencillamente, no deberían emitirse por televisión y esta es una
de ellas.
Naturalmente, “El Himno Nacional” no pretende
avisarnos de la posibilidad de que se produzca un evento semejante o hacer
humor de la extravagancia de la premisa. Como hacen las mejores sátiras,
utiliza un ejemplo hiperbólico para resaltar tendencias sociales o políticas
del presente, en este caso, el nuevo mundo al que han dado lugar las redes
sociales. Twitter y YouTube adelantan a los noticiarios tradicionales a la hora
de informar al gran público de la crisis y el capítulo muestra cómo
reaccionamos a esas noticias y cómo esos instrumentos tecnológicos pueden causar
un gran daño al ser utilizados por individuos egocéntricos en su propio
beneficio. Una vez que algo llega a internet, ya no se puede contener o
controlar, ni siquiera por las personas e instituciones más poderosas del
mundo. El gobierno británico se pone en contacto con periódicos y televisiones
en un intento de silenciar la noticia recurriendo tanto a la ley como a la
responsabilidad, pero cuando el video se viraliza en internet y las cadenas extranjeras
se hacen eco de ello, ya no pueden ocultarlo y se convierten en víctimas de la
caprichosa opinión pública.
Y claro, cuando los periódicos y cadenas de
televisión tratan de replicar la inmediatez de las redes sociales y saciar su
necesidad de noticias frescas para mantenerse en el terreno de la actualidad, inevitablemente
caen en los excesos, las malas prácticas y la corrupción, algo que encarna el
personaje de la reportera Malaika (Chetna Pandya), ambiciosa y sin escrúpulos,
que no duda en sobornar a un miembro del gabinete para que le pase información
confidencial a cambio de enviarle fotos desnuda tomadas con el móvil. Sus
métodos la llevan a un final tan poético como irónico porque, cuando utilizando
esa información clasificada empieza a realizar auténtica labor periodística, infiltrándose
en una operación de las fuerzas especiales en un edificio abandonado donde
supuestamente se esconde el secuestrador, acaba tiroteada en la pierna.
Ya lo he apuntado antes: aunque la historia es
claramente una sátira, no llama a la risa. Es una forma más sutil de humor y
los actores escenifican con total seriedad una situación que pertenece
claramente al terreno dramático. Puede que la premisa sea estrafalaria, incluso
inverosímil, pero el tratamiento que se hace de la misma es absolutamente
realista, como si estuviéramos contemplando en tiempo real el desarrollo de los
acontecimientos en un retorcido “reality”. En este sentido, hay que aplaudir la
osadía de Brooker en llevar la premisa hasta su lógico final. En lugar de un
desenlace convencional en el que en el último minuto el primer ministro se
viera dispensado de satisfacer las exigencias del terrorista, aquí el político
sí tiene que tener sexo con un cerdo delante de toda la nación.
Obviamente, esta iba a ser una secuencia
complicada de presentar visualmente, incluso en Channel 4, donde se emitía
“Black Mirror”, un canal de la BBC que, a pesar de ser público, llevaba años
destacándose por sus formatos innovadores y contenido más alternativo y osado.
La solución, una vez más, fue llevarla a cabo con absoluto realismo: el fracasado
intento de trucar la secuencia con efectos especiales utilizando un experto en
cine y un actor porno; el frío consejo clínico a Callow justo antes del acto
para que se lo tome con calma y no parezca que estaba ansioso por copular con
el cerdo; la administración de una pastilla supuestamente estimulante; las
advertencias de las cadenas sobre el contenido que van a emitir; el nauseabundo
hecho en sí, plasmado a base de planos cortos de la sudorosa y angustiada cara
de Callow; el asco que siente tras finalizar y que le lleva a un largo vómito;
las calles desiertas; los ciudadanos pegados a las pantallas con tal ansia y
morbo que ni siquiera el pitido previo que se emite por orden del gobierno y
que está diseñado para provocar náuseas e impulsar a apagar la televisión, dá
resultado…
La diana de Brooker no son tanto las redes
sociales en sí mismas como lo que han despertado en sus usuarios. Twitter o
YouTube han demostrado ser capaces de sacar lo peor de nuestra especie, desde
un cinismo enfermizo a un voyeurismo compulsivo pasando por la tendencia a
emitir constantemente juicios rápidos y desinformados sobre todo tipo de
cuestiones complejas. Esa es la razón por la que en “El Himno Nacional” –y
también en nuestro mundo presente- la opinión pública se muestre tan imprevisiblemente
voluble y capaz de controlar las decisiones del gobierno y los medios de
comunicación tradicionales. La primera reacción ante cualquier noticia,
normalmente poco informada y visceral, ha pasado a tener una importancia como
nunca antes en el mundo moderno.
Está presente, por supuesto, la obsesión
pública por los escándalos sexuales. Al final del episodio se descubre que la
princesa Susannah había sido liberada una hora antes de que Callow hubiera
tenido que entrar en el estudio con el cerdo, pero nadie la vio: deambulaba por
las calles desiertas mientras todo el mundo estaba pegado a sus televisores. De
no haber sido así, el primer ministro –y todo el país- se habría ahorrado el
mal trago.
Temáticamente, “El Himno Nacional” aborda otra
cuestión que no es exclusiva del mundo digital y que aflora en el desenlace del
episodio: la reputación y qué aspectos de la misma son más importantes para alguien
en un puesto público. Naturalmente, al principio la postura del primer ministro
es la de no negociar con un terrorista; además, no tiene forma de estar seguro
de que atendiendo a sus demandas –y poniéndose en evidencia a sí mismo y a toda
la nación-, la princesa será efectivamente liberada. Sin embargo, las cifras
acaban por obligarle a ello: la opinión pública, en cuestión de minutos,
experimenta un vaivén y llega a la conclusión de que recibirá más apoyo si
trata de salvar a la chica teniendo sexo con el cerdo que si se encastilla en
la política oficial sobre terrorismo. Esto es, en el momento crucial, Callow,
que ya no puede borrar de su rostro la expresión de estar viviendo en una
pesadilla, debe decicir si su reputación pública es más importante para él que
la personal –la relación con su esposa-. La conclusión de la serie es que, en
la era digital, la primera es la prioritaria.
Y así es. Su terrorífica ordalía, a la que el
pueblo británico le ha empujado tanto como el terrorista, le granjea respeto y
simpatía universal. Las masas creyeron que ver a un político humillado de esa
manera sería divertido, pero cuando, durante más de una hora, tienen ante sus
ojos aquello que han pedido, no pueden sentir sino disgusto, repulsión, horror
y compasión; muchos ni siquiera son capaces de seguir mirando a la pantalla. Un
año después y volviendo a demostrar la volubilidad de la opinión pública, la
popularidad de Callow está en cotas superores que el principio de la crisis,
pero su matrimonio ha acabado. Su esposa, Jane (Anna-Wilson Jones) se lo ha
tomado de forma personal. Para ella, su propia humillación es más importante
que la vida de la princesa, como si Callow la hubiera engañado accediendo a
satisfacer las exigencias del secuestrador.
La revelación final de que todo el asunto
había sido organizado en solitario por un “artista” que pretendía pasar a la
inmortalidad creando una obra de arte multimedia seguida por millones de
personas en todo el mundo al tiempo que lanzaba un mensaje acusador sobre los
abismos a los que nos ha llevado la inmediatez digital al hacernos cómplices de
actos horribles, puede resultar un tanto desconcertante pero tampoco carece de
sentido. El mundo está lleno de lunáticos y no es difícil imaginar que alguno
horneara semejante plan en su mente enferma. Algunos críticos de arte han
asegurado (y no estoy de acuerdo con ello) que una obra artística no es buena
si no hace sentir incomodidad. Pues bien, sea o no arte, “El Himno Nacional”
consigue precisamente eso: no conmociona, no mueve a la risa ni deleita con sus
imágenes, pero sí nos presenta una situación profundamente desasosegante que
nos obliga a mirarnos a nosotros mismos y a nuestro alrededor.
Y esto es exactamente lo que pretende la
serie: plantear preguntas que no tienen respuestas fáciles. Internet y las
redes sociales pueden ser una herramienta para el Bien o el Mal, aunque el
cinismo de Brooker le lleva a pensar que, siendo el hombre y la sociedad como
son, se tenderá más a lo segundo que a lo primero. Pero también insta al
espectador a ponerse en el lugar de los anónimos ciudadanos de esa ficción: ¿Realmente
podríamos sustraernos a la tentación malsana de ver a un político despojado
públicamente de toda su dignidad? De darse semejante situación, ¿seríamos
capaces de mantenernos fieles a nuestros principios o terminaríamos por
sucumbir a la presión social y encender el televisor? Como decía antes, preguntas
incómodas.
Con este episodio inaugural, “Black Mirror” sienta las bases para su propio futuro: un nivel de realismo rara vez visto en la CF televisiva y una historia autocontenida e independiente que no queda lastrada por hilos narrativos heredados de capítulos precedentes. Todo se desarrolla a un excelente ritmo gracias a que sólo se ofrece la información relevante para la trama en cuestión, sin necesidad de resolver asuntos previos o dejar iniciados otros para futuros episodios.
(Continúa en la siguiente entrada)
Este episodio me pareció tan ridículo, tan estúpido, tan fantasmón, tan facilón... que pasé de ver la serie. Si ese es el nivel...
ResponderEliminarUn excelente artículo como siempre. Para mí Black Mirror es, como apuntas, una obra referencial en el audiovisual de los últimos años. Y valiente, muy valiente, pues no apunta necesariamente hacia una ideología concreta sino al peligro que a todos, seamos de la tendencia política que seamos, nos acecha de caer en el lado oscuro del fanatismo agravado por un mal uso de la tecnología. Y cuando les sale un episodio romántico (San Junípero) es para mí de las historias más bonitas que he visto. De nuevo, enhorabuena por tu blog ;-)
ResponderEliminar