(Viene de la entrada anterior)
“Un Guijarro en el Cielo” fue la primera novela de Isaac Asimov y aunque puede considerarse un debut titubeante que no puede figurar entre sus mejores títulos, sí es la mejor de las tres novelas que hoy conforman su “Trilogía del Imperio”. Y, en cualquier caso, es una mejora respecto a la novela corta a partir de la cual se expandió, “Envejece Conmigo”, escrita en el verano de 1947 para su publicación en “Startling Stories”. Sin embargo, el manuscrito fue rechazado no sólo por el editor de esa revista sino también por John W.Campbell, editor de “Astounding Science Fiction”, donde habían aparecido muchas historias de Asimov, incluidas las pertenecientes al ciclo de la Fundación. Al final, el agente de Asimov por entonces, Frederik Pohl, consiguió interesar al editor de Doubleday, que accedió a publicarla como novela siempre y cuando se ampliara hasta las 70.000 palabras y se le cambiara el título por otro que denotara más claramente su pertenencia a la CF.
La trama arranca con un inesperado y extraño accidente nuclear en un laboratorio tras la Segunda Guerra Mundial que transporta a quien va a ser el protagonista, un sastre retirado de Chicago, a un futuro distante. Nada se lleva con él excepto el trozo de una muñeca de trapo que acaba de pisar en la calle, quedando completamente separado de lo que le resulta familiar. La Tierra de ese futuro es un mosaico de territorios fértiles y otros tan contaminados por la radiación de una pasada catástrofe que incluso el suelo brilla por la noche. En esas difíciles condiciones, la vida está siempre al límite y sometida a las regulaciones de una organización autoritaria y semireligiosa, la Hermandad.
Una de sus leyes más estrictas es la conocida como Los Sesenta y que básicamente es la aplicación obligatoria de la eutanasia a todo aquel que llegue a esa edad, permitiéndose sólo un pequeño número de excepciones en función de la valía del individuo para la comunidad. Semejante medida trata de conjurar el peligro de una superpoblación que agotaría los magros recursos que se pueden extraer de una Tierra mayormente radioactiva. Esta regulación afectará directamente a Schwartz porque ya ha superado los sesenta años. Por otra parte, la Tierra es un mundo marginal del Imperio Galáctico encabezado por Trantor. Sus habitantes son víctimas de los prejuicios y el odio irracional del resto de los planetas, un sentimiento que, a la inversa, es también general en la Tierra.
Los primeros humanos que encuentra el desorientado Schwartz son los miembros de la familia de granjeros Maren: Arbin, su esposa Loa y el padre de ésta, Grew, al que han mantenido oculto de la Hermandad tras haber superado la edad límite. Como está físicamente impedido y no puede trabajar, el matrimonio ha tenido que esforzarse mucho para alcanzar las cuotas de producción que se les exigen. Por eso, la llegada de Schwartz, a pesar de que no pueden entenderse con él y que parece mentalmente algo inestable, es bienvenida, esperando que les pueda ayudar en el trabajo de la granja eludiendo el registro de la Hermandad.
Por otra parte y en la cercana ciudad de Chica (el Chicago del futuro), el físico Affret Shekt está trabajando en una máquina que mejorará la capacidad humana de aprendizaje, el Sinapsificador. Grew lee en el periódico un anuncio de aquél pidiendo voluntarios para experimentar con su invención y Arbin le presenta a Schwartz –que no sabe que le están utilizando- en la esperanza de que así aprenda a hablar su idioma. A pesar de la sospechosa actitud del granjero y que tiene órdenes estrictas de la Hermandad de no tratar a ningún sujeto que no le hayan enviado ellos, Shekt accede. Es aquí donde se presenta también a la “chica”: la hermosa y vital hija del científico, Pola.
El caso es que el tratamiento, efectivamente, le proporciona a Schwartz no sólo la capacidad de hablar el idioma sino que desarrolla unos misteriosos poderes que le permiten leer las mentes ajenas y, hasta cierto punto, controlarlas. Al parecer y según Shekt, esto es debido a que Schwartz es un humano diferente, menos evolucionado, que los que entonces habitan la Tierra.
El tercer hilo narrativo y personaje principal es el iconoclasta arqueólogo Bel Arvardan, con importantes contactos en la élite trantoriana y que ha viajado a la Tierra para preparar una expedición a los territorios radioactivos y con la que espera encontrar pruebas que demuestren que el planeta es el mundo originario de la especie humana, tesis que la mayoría de la galaxia encuentra absurda. Con el paso de los milenios, el origen del hombre ha caído en las nieblas de la leyenda y la Tierra, tras su desastre radioactivo, ha ido quedando relegada hasta convertirse en un mero “guijarro en el cielo” en el que nadie piensa o a nadie le interesa.
Pues bien, resulta que Arvardan está en Chica cuando Schwartz trata de escapar del laboratorio en el que ha sido modificado y conoce a Pola Shekt. Ambos se enamoran instantáneamente. Ambos encuentran a Schwartz, que también ha captado la atención de la Hermandad. A partir de este punto y por no extenderme mucho más, el destino de todos estos personajes va a confluir para destapar una terrible conspiración orquestada por Balkis, el secretario del Ministro de la Tierra, para esparcir por todos los planetas del Imperio un virus mortal.
En un punto de la trama, Balkis insiste en que Schwartz, Arvadan y los Shekt forman todos parte de una organización de espías imperiales por la simple razón de que explicar sus movimientos por la mera casualidad es inverosímil. Y tiene razón. La trama encadena tantas coincidencias que el conjunto se tambalea. Es cierto que Asimov solía impulsar sus tramas encajando este tipo de “casualidades”. Normalmente, cuando se producía en sus ficciones una concatenación de acontecimientos improbables, acababa explicándose por la manipulación de un tercero en las sombras, como era el caso de “El Mulo”, “El Fin de la Eternidad” o “Los Límites de la Fundación”. No es el caso de “Un Guijarro en el Cielo”.
Esto no signica automáticamente que una trama que se apoye en una o varias coincidencias haya de ser necesariamente mala. Siempre que el autor sepa mantener el ritmo y el interés, el lector tragará gustoso el anzuelo. Y es lo que hace Asimov. Por una parte, mezcla con habilidad los dos hilos narrativos principales, el de Schwartz y el de Arvardan, hasta que ambos se fusionan, pasando de uno a otro alternativamente para mantener siempre la atención del lector. Por otra, aun cuando los acontecimientos se desarrollan con cierta parsimonia en ocasiones, esos intervalos nunca van más allá de unas pocas páginas, volviendo enseguida a la acción.
En cuanto al trasfondo, Asimov vuelve a lo que ya había utilizado con éxito en las primeras historias de la Fundación, a saber, reciclar pasajes de la historia de Roma para presentar de forma simplificada el conflicto básico: los Terrestres atados por la tradición (que vendrán a ser los Judíos) que odian a los ocupantes imperiales (los Romanos), un sentimiento que éstos les devuelven amplificado. Es un statu quo perpetuamente inestable en el que en cualquier momento puede estallar la chispa de la rebelión. Asimov se permite incluso “plagiar” a Poncio Pilatos en una escena en la que el Procurador imperial afirma solemnemente que no encuentra culpa en un hombre al que le llevan para ser juzgado y condenado.
El humanismo de Asimov le lleva de forma natural a incluir héroes y villanos en ambos bandos, Tierra e Imperio, pero es interesante (quizá incluso revelador) que la conspiración para arrasar los planetas de la galaxia sea obra de los “judíos-terrestres”. Difícilmente se podría acusar a Asimov de antisemita y su desprecio tiene como blanco no a una fe, una raza o un pueblo, sino a los tradicionalistas intransigentes y, en general, aquellos demagogos que utilizan para su beneficio (sea éste material o ideológico) los sentimientos religiosos ajenos. No se si Asimov leyó a Flavio Josefo o Filo de Alejandría, pero desde luego conocía sus sustratos filosóficos y su retrato de los Terrestres bebe de la visión que el Nuevo Testamento cristiano ofrece del judaísmo contemporáneo, con sus facciones, trifulcas internas y estrictos ortodoxos aferrados al poder. Todo lo cual está en sintonía con el punto de vista del propio Asimov (y que puede rastrearse en otros autores de CF de la Edad de Oro), a saber: que aunque la gente es básicamente buena, la religión tiende a socavar sus mejores virtudes.
En cuanto a los personajes, todos están construidos a partir de arquetipos: el político cínico y desencantado; el protagonista ajeno al mundo al que ha llegado; el villano maquiavélico y escurridizo; el intolerante; el científico idealista y algo ingenuo; el boy-scout crecidito… no falta ni siquiera la preciosa hija del buen científico. Al menos, Asimov les da a los principales los suficientes detalles como para que no sean meros muñecos de cartón y respiren algo de vida.
Por ejemplo, Arvardan. Es un científico joven, atractivo, con importantes padrinos políticos, muy inteligente, cortés, indomable y valiente. Siempre está dispuesto a ayudar a otros aun cuando ése no sea su propósito primordial. Incluso tiene el buen sentido de enamorarse a primera vista de la chica adecuada y hacer que ésta caiga rendida a sus encantos igual de rápido. Pero al mismo tiempo, es consciente de ser esclavo de su tiempo y su lugar de origen. Al principio, es el perfecto modelo de humanismo liberal. Está dispuesto a emplear en su equipo expedicionario a terrestres –siempre que nadie le ponga demasiados problemas y que no huelan demasiado mal-. Cuando los terrestres le tratan con desprecio, su reacción es la de devolvérselo. Incluso se siente culpable por haberse enamorado de una terrícola. Pero cuando las cosas se complican y Schwartz se enfrenta a él, admite con candidez que no ha estado a la altura de los ideales que defiende.
Arvardan es, sobre todo, el científico ejemplar. Cuando Schwartz admite desanimado que proviene de un pasado lejano y que no confía en que alguien le crea, Arvardan improvisa un rápido test y queda convencido. Y, además, es un científico que defiende con pasión contagiosa sus polémicas teorías arqueológicas (aunque a la hora de la verdad no consiga gran cosa porque, si bien corretea mucho de aquí para allá, quienes a la hora de la verdad conjuran el plan de Balkis son Schwartz y Shekt).
Schwartz, el otro protagonista, encarna otro aspecto interesante de la novela. Permeando todo el conjunto está el temor a la muerte, en concreto a una muerte inútil; y el miedo al envejecimiento que convierte a uno en un elemento improductivo para la sociedad. Schwartz se encuentra arrojado a una situación en la que, al principio, es incapaz de realizar trabajo productivo alguno. Ni siquiera puede hablar el idioma y se sume en una actitud pasiva. Más tarde, aun cuando aprende a desempeñar las labores propias de una granja, se da cuenta de que no tiene esperanza de encajar en ningún otro rol en esa sociedad.
No era en absoluto frecuente encontrar en la CF de la época una historia en la que tres de los personajes principales deban afrontar el envejecimiento, la muerte y la inutilidad. Schwartz tiene 62 años y en ese futuro habría sido ya “eliminado”; Grew está ya terminando la cincuentena pero como está impedido, de no haberse escondido la Hermandad lo habría sometido anticipadamente a eutanasia; y Shekt, que está muy cerca de Los Sesenta, traiciona sus propias directrices morales colaborando con la Hermandad en la esperanza de que le permitan prolongar su vida. Incluso allá donde la edad no es un factor, sigue existiendo el miedo a la nulidad. Es el caso de Ennius, el Procurador del Imperio en la Tierra, que se siente impotente y profesionalmente acabado.
Es llamativo y meritorio que Asimov abordara este tema en su primera novela. Cuando la comenzó, sus padres aún se encontraban en los primeros cincuenta y no empezarían a decaer en sus facultades hasta pasar varios años. Él mismo no había cumplido treinta años aún y ni siquiera era padre. Tampoco volvería a ello en mucho tiempo. El envejecimiento no era algo que pareció preocuparlo demasiado y para cuando ya contaba cincuenta e incluso sesenta años, seguía rebosando energía juvenil gracias a su incansable actividad y la fama y el éxito que cosechaba, por no hablar del matrimonio con su segunda esposa y amor de su vida, Janet, en 1973 (cuando él tenía 53 años).
No fue hasta que cumplió los 70 años y enfermó que su entusiasmo natural por la vida empezó a marchitarse. Varios de sus últimos libros transmiten la amarga conciencia de que, aunque su vida había sido larga y plena, ya no le quedaba mucha por delante. “En la Alegría Todavía Sentida” (1980), “Yo, Asimov” (1994) y “Hacia la Fundación” (1993) incluía meditaciones sobre el proceso de envejecer y la muerte, pero resulta curioso que los primeros ecos de todo aquello puedan verse ya en su primera novela.
“Un Guijarro en el Cielo” adolece de agujeros de guion que obligan a estirar bastante la suspensión de incredulidad y de personajes que no evolucionan demasiado pero que sí se parecen mucho a otros que hemos leído tantísimas veces en ficciones anteriores o posteriores. En su estructura y estilo, está claro que se trata de una obra de transición con la que Asimov saltaba del formato del cuento al más extenso de novela.
Pero aun con esos fallos, “Un Guijarro en el Cielo” tiene los mimbres de un clásico. Como en los mejores libros de Asimov, es una historia de ideas más que de personajes o trama. El estúpido incidente que envía a Schwartz al futuro es poco más que una excusa para situar al hombre ordinario ante una situación extraordinaria. No tiene nada que ver con el viaje temporal dominado por los Eternos y, al final, tiene poco peso en la historia. Más importante es el retrato que hace Asimov de un mundo irradiado, marginado y explotado por el resto de la galaxia.
Es aquí donde el universo de la Fundación empieza a tomar forma más allá de los cuentos iniciales (los cuales, recordemos, aún no habían sido recopilados y publicados en volúmenes por Gnome Press. Eso sucedería en 1951). Tenemos a Trantor en la cúspide de su poder; una Tierra en decadencia que se empeña orgullosa en ser el mundo de origen de la Humanidad ante el desprecio y la burla generales; un mutante con la capacidad de influir en la mente de otros, anticipando lo que será el Mulo; conspiraciones que pueden devastar la galaxia y a las que se oponen un puñado de intelectuales armados tan sólo de cerebro y coraje; e incluso una referencia de pasada al destino de los robots.
Es fácil ver por qué novelas como “Un Guijarro en el Cielo”, las que le siguieron en la Trilogía del Imperio o las que irían completando el Ciclo de los Robots (“Bóvedas de Acero”, “El Sol Desnudo”) consolidaron el nombre de Asimov como uno de los principales autores del género. Son obras entretenidas y ágiles que fueron añadiendo ladrillo tras ladrillo a una Historia del Futuro de alcance épico. “Un Guijarro en el Cielo” carece de la brillantez conceptual de los cuentos de la Fundación, la complejidad de “El Fin de la Eternidad” o el peso emocional de “El Niño Feo”, pero ello no le impide ser una lectura entretenida e incluso, para los fans de su Historia del Futuro, fundamental.
Una de las primeras novelas de Asimov que leí, para un lector tan joven como era entonces no se notaban esas cosas que se notan en una relectura. Muy buena reseña :)
ResponderEliminar