sábado, 12 de septiembre de 2020

1996- LA CHICA INCLINADA – Peeters y Schuiten


Antes de que términos como “Mecánica Cuántica”, “Teoría de Cuerdas” o “Materia Oscura” pasaran a formar parte del léxico popular, Schuiten y Peeters imaginaron, dentro de su particular universo de “Las Ciudades Oscuras”, un mundo en el que fuerzas cosmológicas invisibles afectan a ciertos mortales de formas desconcertantes.



Mary Von Rathen, hija menor de la familia gobernante de Mylos, está de visita en la ciudad de Alaxis. Es una adolescente impulsiva y alegre que exaspera con su entusiasmo y curiosidad a sus rancios progenitores. Pero mientras disfruta de un paseo en montaña rusa, todo su mundo se viene abajo. Y es que, tras un apagón en mitad del recorrido, al bajar de la atracción Mary queda inclinada, literalmente. No puede permanecer erguida, perpendicular al suelo. Los médicos están desconcertados ante semejante fenómeno y recomiendan a su conservador y adinerado padre que la envíen a un internado en Sodrovni. Pero sus compañeras allí se ríen de ella y la humillan y las profesoras, creyendo que lo suyo no es más que una veleidad para llamar la atención, la castigan continuamente.

Finalmente, escapa de la institución y, a punto de perecer por el frío invernal en Sodrovni, le ofrecen unirse a un circo de rarezas donde permanece unos meses exhibiendo su particularidad en un número de funambulismo bajo el nombre artístico de Laetitia la Inclinada. Hasta que un día la aborda un periodista, también él deforme, y le dice que hay un hombre que podría ayudarle. Se trata de Alex Wappendorf, cuya historia también ha ido intercalándose con lo anterior. Se trata de un científico que ha deducido la existencia de un
planeta “fantasma” cuyo tirón gravitatorio podría ser el origen del problema de Mary. Junto a otros colegas y los militares está construyendo un enorme cañón con el que lanzar una cápsula tripulada a ese mundo. Mary abandona el circo y se une al proyecto. Ella y Wappendorf conseguirán llegar a su objetivo, donde descubrirán un lugar desconcertante.

Mientras tanto, un atormentado y poco valorado pintor de finales del siglo XIX en la Tierra –la nuestra, no la de las Ciudades Oscuras-, llamado Augustin Desombres se ha exiliado del atribulado París y abandonado a su amada para comprar un caserón antiguo y en malas condiciones sito en un lugar desolado del centro de Francia. Acosado por la visión de unas imágenes que debe pintar compulsivamente, cubre las paredes de frescos, encontrándose con que éstos han conformado un portal a otro mundo, precisamente aquél al que van a parar Mary y Wappendorf.

Este sexto álbum de las “Ciudades Oscuras” marca una diferencia considerable con lo que había sido la norma hasta ese momento en la serie. En primer lugar, la arquitectura deja de estar en primer plano. Schuiten sigue, por supuesto,
dibujando entornos urbanos maravillosos e imaginativos en los que se funden diferentes tradiciones arquitectónicas. Pero mientras que en los anteriores álbumes la historia y la ciudad en la que transcurría eran indivisibles, formando la una parte de la otra, en “La Chica Inclinada” la narración podría haber transcurrido en cualquier ciudad sin por ello haber perdido su esencia. La peripecia de Mary la lleva de Alaxis a Sodrovni y Porrentruy, con escenas ambientadas en Mylos. Todas estas urbes tienen, gracias al talento de Schuiten, su propia personalidad, pero sus particularidades urbanísticas, sociales, arquitectónicas o políticas no tienen efecto sobre la historia principal. Hay, eso sí, referencias y elementos que establecen una pertenencia a la continuidad de “Las Ciudades Oscuras”, como la participación de Axel Wappendorf (de “Brusel”) o Stanislas Sainclair, periodista de “El Eco de las Ciudades”.

Por otra parte, ya no estamos ante una sola línea argumental que el lector va siguiendo en compañía del protagonista. En esta ocasión se intercalan –y finalmente fusionan- tres subtramas: la de Mary, la de los científicos y la del pintor Desombres. Los capítulos dedicados a Mary son más largos que el resto; los centrados en Desombres constan de tres planchas. De esta forma, los autores marcan un claro ritmo de lectura que introduce simultaneidad al tiempo que dejan a cada personaje espacio para expresarse y avanzar en su propio hilo argumental.

Más puntos de ruptura con entregas anteriores: como comento más adelante, se utilizan dos técnicas gráficas diferentes; la protagonista es una mujer; y el elemento fantástico juega un papel más relevante ya que el interés de los autores reside en esta ocasión en crear alegorías poéticas. Así, aunque se introduce una explicación “física” al fenómeno que aflige a Mary, no resulta muy plausible y queda inmediatamente claro que el verdadero propósito del mismo es construir una metáfora del sentimiento de alienación que sienten aquellos –ya sean jóvenes buscando su identidad y lugar en el mundo o adultos inconformistas– que sienten sobre sí el peso de la incomprensión social por su rechazo a amoldarse a lo considerado normal o correcto.

Sin embargo, literariamente “La Chica Inclinada” no resulta tan fascinante como el dibujo que
la sostiene. Utiliza una serie de convenciones y giros extraños que no están a la altura del misterio borgesiano al que parecen aspirar los autores. Los homenajes a Tod Browning (director de “La Parada de los Monstruos”) o Julio Verne (el cañón de “De la Tierra a la Luna”, la mención a uno de sus personajes, Michel Ardan) encajan bien en la historia, pero no tanto la introducción del mismísimo escritor en el mundo de sombra. Los autores lo utilizan para presentar la idea de que viajar a otros mundos, a otras realidades, puede hacerse no sólo a través de la Ciencia (como en el caso de Mary y Wappendorf) o el Arte (como Desombres) sino también mediante la Literatura. Es una metáfora poco sutil e insertada de una manera forzada y sin sentido narrativo.

Tampoco parece tener demasiada lógica la escena de iniciación sexual entre la adolescente Mary y el maduro Desombres. ¿Se trata quizá de ilustrar el encuentro y fusión de dos almas gemelas y alienadas de sus respectivos mundos, en un plano de la existencia que hacen suyo? Aun si fuera así, no se explica ni justifica adecuadamente en
relación a lo que sabemos de los personajes, sobre todo de Mary. Ésta no parece tener identidad sexual alguna hasta el momento de encontrarse con Desombres y tampoco conocemos su edad exacta aunque parece evidente que lo suficientemente joven como para que el encuentro sexual entre ambos tenga un punto turbio. Es un emparejamiento este similar a otros que habíamos visto en la serie hasta ese momento (“La Torre”, “Brusel”) y que no está destinado a durar porque tanto Desombres como Wappendorf ejercen su autoridad paternalista y deciden regresar a sus respectivos mundos, frustrando una vez más a la pobre muchacha.

El desenlace de la historia para los diferentes personajes es innegablemente melancólico. Los
dos hombres adultos, antaño soñadores y creadores, pierden su talento y capacidad de contribuir positivamente a la sociedad. Desombres se pierde en la niebla, despreciándose a sí mismo por haber abandonado a Mary, en quien había encontrado su musa. En la dimensión de las Ciudades Oscuras, diez años después, encontramos a Wappendorf convertido en un gris funcionario y a una ya madura Mary ensalzada como líder política por sus logros en la mejora de la sociedad. “Durante estos últimos años no he vuelto a inventar una máquina…La cosa ya no me divierte”, confiesa el anciano sabio. Mary, que ya no sufre de su inclinación, no guarda remordimientos. Tiene cosas más importantes en mente. Aquel planeta sombra de maravillas, fantasía y encuentros, no era, después de todo, un lugar donde se pudiera vivir.

Al final, resulta que los hombres “creativos”, pretenciosos y vanos, quedan en evidencia por el escaso beneficio que sus obsesiones artísticas o científicas aportan al bien común; en cambio, Mary comprendió que no podía seguir siendo una niña, que debía madurar y encontrar un lugar en la sociedad desde el que mejorar la misma. Es refrescante encontrar una obra que no
defienda a capa y espada y sobre todo lo demás el espíritu adolescente como fuente de creatividad e impulso vital, sino que admita que debemos avanzar y convertirnos en adultos, por mucho que nos disguste la idea.

El dibujo de Schuiten, una vez más regresando al blanco y negro tras el color de “Brusel”, combina la grandeza épica con el detalle meticuloso en una síntesis muy peculiar de Winsor McCay y Gustavo Doré, creando un mundo tan completo que es imposible no sentirse absorbido por él. Peeters y Schuiten trabajan juntos a la hora de planificar cada página, la composición de las viñetas y el plano con que se representará cada una de ellas. Esa colaboración hace que texto y dibujo sean inseparables, como si ambos hubieran sido obra de un solo autor.

El blanco y negro de Schuiten no tiene grises: los efectos de iluminación y textura los crea a través de un minucioso trabajo de entintado, trazando miles de líneas del grosor y forma requeridos para hacer surgir del papel cada sombra, cada pliegue, cada nudo, cada rugosidad de los objetos. Es difícil encontrar en el
mundo del comic planchas tan finamente dibujadas como las suyas. Lo cual puede a veces ser un problema desde el punto de vista del ritmo de la lectura.

Y es que las aproximadamente 150 páginas del álbum discurren con rapidez gracias al uso de elipsis, capítulos breves y cambios constantes de escenario. Lo que ralentiza el ritmo es el dibujo de Schuiten: su detallismo, el intrincado trabajo de tintas que vierte en cada viñeta, hace que el lector atento, inevitablemente, se detenga más de la cuenta para recrearse en esas bellas ilustraciones que parecen grabados extraídos de un viejo libro decimonónico, observar y vagabundear con la mente por los paisajes que el artista nos propone. Que esto sea un defecto o una virtud depende del gusto de cada cuál a la hora de abordar los comics, si bien en una obra de estas características nadie debería esperar una lectura ligera.

Al sublime dibujo de Schuiten se añade el experimento de narrar la subtrama del pintor Desombres como una fotonovela, esto es, una narración en fotografías –tomadas por Marie-Françoise Lisart y con Martin Vaughn James, que también es pintor, encarnando al artista-. La
composición de página es similar a la de un comic: de una a cinco fotos por plancha pero sin globos de diálogo, colocando el texto en primera persona al pie de cada imagen. Las fotografías son en blanco y negro y algunas incluyen algún elemento dibujado o pintado por Schuiten. La semejanza de composición entre la parte dibujada y la fotografiada asegura la continuidad narrativa.

Puede resultar una opción extraña e incongruente a primera vista, pero acertada si tenemos en cuenta que “La Chica Inclinada” plantea historias que transcurren en dos planos diferentes de la realidad, planos porosos que permiten el traspaso de vagas imágenes entre ellos y que se afectan sutilmente el uno al otro. Así que cuando en una conseguida escena en el último acto del comic, el pintor consigue traspasar la frontera a ese otro plano –transformándose entonces en un dibujo-, la opción fotográfica adquiere todo su significado. Schuiten y Peeters representan muy acertadamente el tránsito de una realidad a otra, entre lo imaginario y lo real, lo mental y lo físico, el dibujo y la fotografía, el texto y la imagen.

“La Chica Inclinada” es, en resumen, una de las entregas más sorprendentes de la serie (y eso
es decir mucho habida cuenta de la originalidad que ofrecen todos sus álbumes). No es, eso sí, el mejor punto para empezar a explorar el universo de “Las Ciudades Oscuras” (“La Torre” o “Brusel” podrían ser más accesibles), pero para quien ya esté familiarizado con él, encontrará aquí una de sus historias más poéticas y extrañas. Es un álbum que puede y debe leerse más de una vez y que quizá desconcierte tanto por lo que cuenta y cómo lo cuenta como fascine por su espectacular y evocador dibujo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario