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viernes, 8 de mayo de 2020
1996- TERMINAL CITY – Dean Motter y Michael Lark
En el mundo del comic, a Dean Motter se le conoce principalmente por su “Mister X”, publicado originalmente por la editorial canadiense Vortex allá por los ochenta y en el que colaboró con varios artistas independientes de importancia. Se trataba de la historia de un arquitecto que luchaba por salvar el alma de su ciudad después de que sus diseños fueran manipulados para provocar la locura en los habitantes de la urbe. Fue un comic con una estética muy particular que, por ejemplo, influyó en películas en las que la ciudad jugaba un papel muy importante, como “Brazil” (1985), “Batman” (1989) o “Dark City” (1998).
La ciencia ficción clásica ha sido uno de los referentes que ha permeado el trabajo de Dean Motter en diferentes medios. Ya en los años setenta, al comienzo de su carrera, trabajó en “Andrómeda”, una serie de comic books canadienses que adaptaban novelas y cuentos de autores como Arthur C.Clarke o A.E.van Vogt. Mucho tiempo después, a comienzos de los noventa y trabajando como director artístico de Byron Preiss Visual Publications, tuvo la oportunidad de trabajar con Isaac Asimov, Clarke o Ray Bradbury. Estas experiencias le demostraron, por una parte, el potencial de la ciencia ficción para contar historias más allá de lo que entonces muchos pensaban era su único público objetivo: el adolescente masculino;
Y, por otra, le llevaron a reflexionar sobre el hecho de que desde la revolución industrial hemos estado prediciendo el futuro apoyándonos en la máquina, tal y como lo demuestran las visiones arquitectónicas y tecnológicas que exhibían las Ferias Mundiales o las portadas de las revistas pulp. Se soñaba con ciudades de colosales rascacielos unidos por pasarelas, mochilas cohete, coches voladores, visiófonos o mayordomos robóticos. Sin embargo, eran “predicciones” que no tenían en cuenta los cambios que a su vez iría experimentando la cultura humana. La proximidad intelectual de Motter a las tesis del filósofo Marshall McLuhan, a su vez, le llevaron a considerar qué pasaría con el hombre y la sociedad conforme evolucionaran sus aparatos. Y de ahí, al concepto de “futurismo clásico” que se encuentra en la base tanto de “Mr.X” como de su segunda obra en importancia, “Terminal City”, una mezcla entre el optimismo ciego propio de los soñadores de comienzos del siglo XX acerca de que la tecnología podría solucionar cualquier problema y dar forma a una utopía, y el pesimismo de autores como Huxley u Orwell respecto a la capacidad del hombre para infligirse a sí mismo un gran daño con esa misma tecnología.
En 1996, Motter retoma la premisa de “Mr.X” de una intriga policiaca integrada por personajes misteriosos y/o pintorescos y en la que la ciudad que le sirve de fondo juega un papel importante no sólo estético sino también narrativo. “Terminal City”, que es como se llamó este nuevo proyecto, apareció publicada como dos series limitadas de nueve y cinco números respectivamente por DC a través de su sello Vértigo.
Bebiendo en gran medida del estilo y la filosofía desarrollados en “Mister X”, “Terminal City” está diseñada como una gran ciudad retrofuturista, algo así como el mundo de los años 90 tal y como lo podrían haber imaginado en los años treinta del pasado siglo. Una utopía… venida a menos. Porque el brillante futuro utópico con el que muchos soñaban en esas primeras décadas de la pasada centuria lo vemos aquí corrompido por la crisis económica, el crimen y una decadencia general, social y material, que lo impregna todo y que se manifiesta de forma visible en el óxido que recubre las infraestructuras, los desconchones en el hormigón de los edificios, las estructuras abandonadas a medio terminar y las zonas de la ciudad abandonadas a su suerte. Sí, hay monorraíles, coches flotantes y criados robóticos, pero también electrocaína, ludopatía, desempleo, políticos corruptos y gangsters.
El personaje más prominente, algo así como el héroe de una historia que en el fondo no los tiene, es Cosmo Quinn, un antiguo acróbata y funambulista cuya fama le llevó por un camino peligroso de despilfarro y adicciones y que acabó expulsado del mundo del espectáculo y el pedestal de la fama por una combinación de gangsterismo, consumo de drogas y la llegada de la televisión. Reconvertido en limpiaventanas de rascacielos, Quinn mantiene desde las alturas el ojo puesto sobre los habitantes de la ciudad. Su cuartel general, oficina y lugar de esparcimiento es el hotel Herculean Arms, donde su ex novia y ayudante, Charity Balls, dirige un bar, el Elbow Room, centro de la vida nocturna y social de Terminal City.
Durante la fiesta de cumpleaños de la propietaria del edificio, Debussy Fields, un hombre con un maletín esposado a su muñeca cae literalmente del cielo. Amnésico a causa del “accidente”, éste se convierte en el centro de una intriga en la que confluyen diferentes individuos pero cuyo interés parece residir en el contenido del maletín. La trama es tan enrevesada e implica a tantos personajes que no me extenderé más sobre ella por no liar al lector potencial y dejarle descubrir por sí mismo esta interesante obra.
El reparto de personajes es, lo acabo de decir, muy amplio y diverso y, obviamente, no todos reciben el mismo grado de atención. Muchos entran y salen de la historia, jugando papeles poco relevantes y el argumento se centra con mayor atención en solo un puñado de ellos. Hasta cierto punto, están pensados para ajustarse a estereotipos que sirven para guiar al lector por este fascinante mundo alternativo. Ahora bien, los peligros del cliché, básicamente la escasa profundidad y ausencia de matices, son conjurados gracias a un sólido trabajo a la hora de construirles un rico pasado. Los personajes no solo sirven a la trama y participan en ella sino que ésta se imbrica en sus vidas y les da forma.
Además, varios de los personajes de cierto peso están tratados con una gran humanidad: Cosmo, B.B., Caridad… La mejor subtrama en este sentido es la de Kid Guantes, un viejo boxeador caído en desgracia que, como le ocurre a Cosmo, tiene la oportunidad de demostrarse a sí mismo y al mundo que aún es capaz de pelear. Animado por un antiguo amigo suyo, el explorador y showman Monty Vickers, que a su vez trata de recuperar su puesto en el mundo del espectáculo, se deja utilizar y se compromete a librar una serie de extravagantes combates. Primero con toda la cadena evolutiva homínida, desde el gorila hasta el Cromagnon pasando por el Eslabón Perdido (una colección de seres encontrados por Vickers en sus expediciones por los rincones más aislados del planeta); y luego con un poderoso robot. Es la suya una historia trágica y de muy triste final, pero al mismo tiempo muy humana.
Se ha convertido en un cliché decir que las ciudades donde transcurren ciertas ficciones son un personaje más, pero en este caso es especialmente cierto. Terminal City tiene una presencia y relevancia muy particulares, modelando las vidas de los protagonistas y registrando una historia propia que va desgranándose aquí y allá a base de comentarios, recuerdos y noticiarios.
La estructura del comic es un tanto particular y no estoy seguro de si es o no la más acertada. De la extensa galería de personajes, solo hay dos que desempeñan el papel de narrador alternándose a intervalos irregulares. El primero es el mencionado Cosmo Quinn, lo más parecido a un protagonista que tienen las dos miniseries. Al fin y al cabo, sus respectivos argumentos giran alrededor de antiguos camaradas suyos que regresan a la arena pública cometiendo crímenes de altos vuelos, viéndose Cosmo arrastrado a la acción y obligado a enfundarse su viejo traje de Mosca Humana. Su narración es importante en tanto en cuanto perfila su personalidad. De hecho y a lo largo de las dos miniseries, reviste la forma de unas memorias escritas por él, “En la Pared”, que demuestran su narcisismo y su añoranza por los viejos tiempos, cuando era famoso, tenía éxito y sus camaradas no se habían convertido en monstruos violentos, derelictos o canallas egocéntricos. Sus palabras transmiten la melancolía y nostalgia que dominan su espíritu así como su arrepentimiento por las malas decisiones que tomó y que le han llevado a su actual situación. El problema es que Motter no aprovecha todo el potencial de “En La Pared”. Es una narración demasiado directa que no juega con la posible brecha entre la visión subjetiva de Cosmo y la realidad tal y como la muestra la historia.
La segunda narradora de la historia es también la otra voyeur de la misma (Cosmo por las ventanas, ella por las esquinas): Monique Rome, aunque es sólo hacia el final de la primera miniserie cuando conocemos su apellido y para la mayoría del resto de personajes Monique es sólo uno de sus posibles nombres. Esta mujer de rojo es –junto a su previo Mr.X- lo que más se acerca Motter al arquetipo de vigilante urbano: se desconoce su identidad, persigue el crimen y viste invariablemente de forma llamativa y reconocible.
Se saben muy pocas cosas de Monique: que sólo viste de rojo; que su origen puede rastrearse a la época dorada de Terminal City, cuando tuvo un enfrentamiento grave con el principal capo criminal de la ciudad, L´il Big Lil, aunque desconocemos los detalles del mismo; y que no habla, quizá porque le hayan cortado las cuerdas vocales, quizá porque ha hecho un voto de silencio… Por no saber, no se sabe siquiera su auténtico nombre. Monique Rome bien podría ser un alias como el de Lamont Cranston, más conocido como “La Sombra” y que sería su referente directo en la cultura popular.
Sin embargo, Monique sí tiene voz, aunque sea interior, ya que es ella la que narra, como he dicho, parte de la historia. Mientras que las reflexiones de Cosmo son en buena medida divagaciones narcisistas, los pensamientos de Monique son distantes, fríos y cortantes, algo que se refleja también gráficamente en la tipografía de sus respectivos textos. Todas sus meditaciones a lo largo de las dos miniseries son en el fondo extensas disertaciones sobre los comportamientos de depredador y presa en el mundo natural, quizá refiriéndose en el fondo a su relación con L´il Big Lil. Pero en cualquier caso, sus textos no desvelan nada ni sobre su identidad ni sobre su personalidad. Más allá de su extraña estética, es este un personaje interesante por cuanto nos muestra como vería la gente a justicieros como La Sombra o El Avispón Verde si sus historias no estuvieran siempre contadas desde el punto de vista de éstos.
En cualquier caso, es extraño que Motter eligiera dividir la narración en primera persona entre los dos personajes más cercanos a la figura de un superhéroe (aunque nunca llegan a ser exactamente eso) más allá de su capacidad de comentar ciertos aspectos de la ciudad, ya sea desde la visión que uno tiene desde las alturas o la otra a nivel de calle. Cabe preguntarse cómo habría sido el resultado si otros personajes se hubieran beneficiado del mismo tratamiento, como BB Bergman, Monty Vickers o L´il Big Lil, dando visiones y perspectivas diferentes de otros aspectos de la ciudad.
El retrofuturo que nos plantea “Terminal City” discurre por una línea muy fina, aquella que separa la utopía de la distopía. Por una parte, su tecnología y diseño urbanístico parecen sacados de las ensoñaciones de un diseñador futurista norteamericano de los años treinta, con esos dirigibles que atracan en lo alto de los rascacielos, edificios art deco con llamativas estatuas y amplios vestíbulos, robots de servicio, monorraíles, coches que se desplazan sobre una capa de aire… Recupera imágenes y proyectos que nunca llegaron a realizarse y que hoy vemos como una muestra de lo ingenuos que podemos llegar a ser a la hora de prever el futuro.
Un buen ejemplo de ello son los mencionados dirigibles, que en Terminal City siguen funcionando como medio de transporte regular de media distancia y cuyo atraque se realiza en la parte superior de los rascacielos. Hoy, esta idea pertenece a la ficción retrofuturista, pero en su momento llegó a considerarse seriamente; tanto, de hecho, que los inversores competían por edificar los rascacielos cada vez mayores (ahí están el Empire State Building y el Chrysler Building) para resultar más atractivos a las futuras aerolíneas de zepelines. Semejantes sueños quedaron convertidos en cenizas con la tragedia del Hindenburg en 1937, condenando para siempre a esa insegura tecnología de transporte. Otro ejemplo es el de las obras del Túnel Transatlántico que se están completando en Terminal City y que unirá por tren Europa y el continente americano. Se trata de un viejo sueño que en el terreno de la ciencia ficción –ésta no retrofuturista- había sido descrito por Bernhard Kellerman en su novela de 1913, “El Túnel”. Por supuesto, los avances en la aviación dejaron obsoleto un proyecto de semejantes dimensiones y coste económico.
Y por otra parte y desequilibrando la utopía, encontramos criminales y gangsters, políticos corruptos (un par de alcaldes, por cierto, llevan los nombres de dos famosos escritores de distopías, Huxley y Orwell), los barrios abandonados, los proyectos frustrados y un deterioro generalizado que queda llamativamente encarnado, por ejemplo, en los restos de una pasada Feria Mundial Mundo Feliz (otro guiño a Huxley) que a nadie ya le interesa y que solo sirve para recordar los fracasos de la ciudad; la abandonada Playa de Hierro Colado (un trasunto de la neoyorquina Coney Island); o el barrio conocido como “Ciudad Torcida”, en el que se produjo un hundimiento del lecho rocoso que provocó que los edificios se inclinaran 45 grados.
El proceso de expansión, crecimiento, esperanza, decadencia y pesimismo de la ciudad halla su reflejo en sus habitantes, que han visto sus sueños aplastados y enterrados. Es el caso de Cosmo Quinn, una antigua “Mosca Humana” reconvertido en humilde limpiaventanas de rascacielos y que vive sumido en la melancolía y la nostalgia de su época de artista del mundo del espectáculo, un periodo de la historia de la ciudad en la que ésta exhibía eufórica sus planes de futuro. Otro caso es el de BB, una joven que acaba de llegar a la ciudad con la ilusión de trabajar en el oficio que le enseñó su padre, el de remachadora. Sin embargo, la ruina económica y la dejadez han paralizado los proyectos de construcción. Las gloriosas obras en que trabajó su padre ya no existen y la muchacha acaba aceptando la oferta para ayudar a Cosmo a fregar ventanas.
Y hay más casos. Muchos más. Los famosos del pasado que atrajeron multitudes con sus hazañas, ya fueran exploradores, boxeadores, acróbatas, pilotos o actores, han caído en desgracia. En este sentido, “Terminal City” es también y en no poca medida un homenaje a una era en la que los americanos admiraban a los que llamaban “daredevils”, especialistas que realizaban grandes hazañas, ya fueran de tipo circense (como acróbatas extremos, hombres-bala o prestidigitadores) o relacionados con el mundo de la aviación, los caballos o el cine. Los pilotos de exhibición, por ejemplo, gozaron de una inmensa fama en los años veinte y treinta. La gente acudía a grandes campas o recintos en los que disfrutar en persona del talento de unos profesionales que arriesgaban sus vidas en cada función. Como la auténtica América, Terminal City vivió también con intensidad esa época dorada antes de dejarla atrás. Los accidentes, el cambio de modas, la llegada de los robots a teatros y cines y del videófono (el equivalente a la televisión) y sus estúpidos programas a los hogares, hicieron que aquellas bizarras estrellas del espectáculo se retiraran. Algunos murieron en horribles accidentes, otros desaparecieron y otros se degradaron. Cosmo Quinn arruinó su carrera; el boxeador Kid Guantes, estrella deportiva, acabó de chico de la limpieza; el explorador y showman Monty Vickers desapareció en una expedición; el actor Eno Orez (un trasunto de Lon Chaney), amargado por la muerte de su amada en un accidente de zeppelin, se involucró en un grupo de estrafalarios terroristas; el mago escapista Epso Lorem (el equivalente a Houdini) terminó recluido en un manicomio aquejado de claustrofobia extrema…
A estas alturas, el lector ya se habrá dado cuenta de que “Terminal City” es un gran batiburrillo de homenajes y guiños al cine, la literatura popular y el comic. Mezcla los hermanos Marx con el Género Negro, la Ciencia Ficción retrofuturista con los superhéroes y la aventura clásica, el realismo con lo absurdo, como es el caso de esa extraña subtrama sobre el Síndrome Escher, una forma de sonambulismo que hace que la gente desafíe la gravedad mientras duerme, caminando por paredes y cornisas. El Capitán Habib persigue su particular ballena blanca en la forma de la criminal Li´l Big Lil, la cual llegó en tren desde la ciudad de Melville; gangsters, por otra parte, modelados a partir de los grotescos adversarios de Dick Tracy. Hay referencias a obras de H.G.Wells, guiños a “Star Wars”, “Planeta Prohibido”, “Buck Rogers”, “Flash Gordon”… Parte de la diversión que aporta su lectura consiste en identificar esas referencias que, por otro lado, no se limitan a la CF. Así, encontramos al temperamental robot recepcionista del Herculean Arms, que maltrata a un botones humano que se llama Manual y que es un homenaje a la serie británica “Fawlty Towers”, en la que John Cleese interpretaba al dueño de un Bed&Breakfast en el que también servía un criado español particularmente torpe llamado Manuel.
Por otra parte, todas esas referencias no son solo adornos superficiales para satisfacer el ego del lector veterano, porque el mismo argumento de “Terminal City” está pensado siguiendo el modelo de aquellas rocambolescas intrigas de las revistas pulp de los años treinta y cuarenta, argumentos con personajes pintorescos que absorbían la atención del lector gracias a un ritmo endiablado y continuos giros implausibles. Esto, claro, se hacía a base de introducir fórmulas muy sobadas, como el del McGuffin, que en este caso es la maleta misteriosa y su portador y cuya función es poner en marcha la acción antes de quedar rápidamente arrinconados para dar más espacio a otras subtramas, la caracterización de los personajes principales o la descripción de la propia ciudad.
Esa estructura tan reminiscente del antiguo pulp, puede no sintonizar con el gusto de muchos lectores modernos. Y es que tal enfoque tiene sus propios problemas, sobre todo que se trata de una historia tan innecesaria como deliberadamente compleja, que integra tantos elementos, tramas y personajes, que no todos ellos están abordados y resueltos con el mismo acierto. Por ejemplo, hubiera bastado una sola escena de los traficantes de arte franceses Micasa y Sucasa, cuyos diálogos emulan a los de Abbot y Costello. En cambio, Motter insiste en recuperarlos intermitentemente a lo largo de toda la trama sin que en realidad jueguen papel relevante alguno en la misma.
Otro inconveniente de este comic es la cantidad de cabos sueltos que deja al final. Hasta cierto punto, esto era algo que también solía aquejar a la literatura pulp, realizada a toda prisa por escritores no siempre muy dotados. Hay tramas como la de las Joyas de Alacazar, el maletín “extraterrestre” y su amnésico portador, lo relacionado con la identidad y propósito de Monique o el concurso de Follies, que se introducen con brío pero que luego son prácticamente olvidadas o solventadas con poco acierto. Así que el lector que busque una historia autocontenida y bien rematada en todos sus aspectos argumentales, puede sentirse insatisfecho.
El dibujo de Michael Lark es limpio, elegante y luminoso aun cuando también sabe emplear muy bien las sombras en escenas nocturnas o aquellas en las que quiere transmitir sensación de amenaza. Sus personajes son creíbles, no tienen los típicos físicos imposibles en los que caen tantos dibujantes, y se mueven de forma verosímil. Domina el diseño de personajes, objetos y fondos, la composición y el movimiento y sus viñetas están siempre muy bien ambientadas sin llegar nunca a resultar cargantes.
Las viñetas de Lark consiguen dar entidad propia a la ciudad. La ligereza y fluidez de sus figuras humanas contrasta con la firmeza y solidez con la que dibuja los rascacielos, las calles, los vehículos y la arquitectura interior de los edificios. La ciudad en ningún momento deja de estar presente, pero casi siempre de fondo, discretamente, sin atraer la atención sobre sí misma. De vez en cuando, eso sí, alguna viñeta de mayor tamaño sirve de transición entre subtramas y se centra en algún aspecto arquitectónico de la ciudad u ofrece planos generales que nos recuerdan dónde estamos. Es un dibujante, en definitiva, técnicamente impecable al que no se le puede poner ninguna pega.
Además de las dos miniseries de “Terminal City”, existe una tercera oficiosa publicada más tarde por Image Comics y dibujada por el propio Motter dado que Michael Lark estaba por entonces ocupado. Aunque se tituló “Electrópolis”, esta miniserie de cuatro números aparecida entre 2001 y 2002, originalmente se pensó para quedar incluida en el universo de Terminal City, aunque finalmente y por tema de derechos (DC no estuvo interesada si Lark no estaba involucrado) hubo de plantearse de forma independiente. Protagonizada por un detective robot y su ayudante (pueden verse a algunos de los ciudadanos de Terminal City de fondo), resulta un tanto extravagante en comparación con su antecesora, ya sea por el cambio de dibujante o porque no acierta en la misma medida a la hora de combinar lo clásico y lo moderno.
“Terminal City”, en resumen, es un comic que trasciende la fácil clasificación dentro de un género concreto. Es, sobre todo, un homenaje a los viejos tiempos de la cultura popular y de la ciencia ficción clásica en particular. Es algo disperso en su argumento y quizá demasiado ambicioso, pero también imaginativo, dinámico, fluido, que trata con humor y humanidad a sus personajes y que cuenta con un dibujo elegante que recupera el espíritu de una época en la que el futuro siempre parecía brillante.
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