La meta del pensamiento utópico consiste en tratar de imaginar una sociedad en la que las dificultades y conflictos sociales, políticos y económicos que afligen al mundo real hayan sido solucionados, dando lugar a un espacio ideal dominado por la justicia y la paz. Todas las ficciones, puesto que proyectan un mundo diferente del real, tienen un componente utópico potencial. De hecho, los intentos de imaginar un mundo mejor que el nuestro han sido reconocidos como una de las funciones primordiales de toda la Literatura. Sin embargo, algunas obras están más específicamente centradas en la proyección de visiones utópicas que otras. Hay, de hecho, todo un subgénero literario, a menudo integrado de forma íntima con la ciencia ficción o la fantasía, que trata de diseñar sociedades ideales, generalmente alejadas de la del autor geográfica y/o temporalmente.
“Islandia” fue una de las más interesantes e inusuales ficciones utópicas de los años cuarenta, en tanto que no ponía su fe en el avance tecnológico, sino que, al contrario, emplazaba su paraíso en una idílica isla del Pacífico Sur en la que la tecnología era virtualmente inexistente.
La historia comienza cuando John Lang, a la sazón cursando sus estudios en Harvard a

La presencia de Lang en Islandia se hace posible gracias a la conjunción de dos factores, ninguno de ellos tranquilizador: por un lado, la influencia de su tío, un importante tiburón empresarial que quiere establecer relaciones comerciales con esa isla; por otro, que en la propia Islandia ha surgido un partido que aboga por la apertura del país al mundo exterior y la abolición de su tradicional aislacionismo.
Cuando Lang llega a la isla, descubre una sociedad agrícola que se mueve a un ritmo pausado y


“Islandia” se ha clasificado a veces como una obra de fantasía. Es así, en tanto en cuanto se trata de una vívida descripción de una tierra imaginaria. Pero en realidad el núcleo de la historia reside en seguir a su aburrido protagonista y utilizarlo como explorador de ese mundo de ficción, haciendo que el lector lo acompañe en su periplo y descubra al mismo tiempo que él las peculiaridades de esa isla paradisíaca.
Además de la mera descripción de la estructura y funcionamiento social de la isla, la novela desarrolla otros dos temas. Por una parte, la crisis identitaria y política a la que se enfrentan los islandeses por el enfrentamiento de dos actitudes ante la vida irreconciliables entre sí: el aislacionismo y la defensa de la tradición o la apertura al exterior que permitiría la entrada de influencias extrañas. Por otra, la historia de John Lang, que atraviesa el doble proceso de descubrirse a sí mismo y su destino en la vida al tiempo que el extraño país al que ha sido destinado.
El problema de la novela es doble. No es ya que no se trate de una aventura épica repleta de

El segundo problema es que, dada su lentitud y carácter expositivo más que narrativo, se trata de un libro excesivamente largo: más de mil páginas. Y eso que se trata sólo de una parte de lo que su autor llegó a imaginar en lo que se convirtió en la obra de toda una vida.
Aunque Wright desarrolló una exitosa carrera como abogado de alto nivel y profesor universitario de derecho, sus raíces se hallaban en una familia muy relacionada con el mundo literario: su padre era un intelectual especializado en el mundo clásico y su madre fue la novelista Mary Tappan Wright. Su primera publicación de cierto interés fue “1915?” una sátira de la mentalidad mercantilista norteamericana aparecida en el mismo año que le da título y en la que describe la ocupación de una ciudad sin nombre (pero claramente norteamericana) por parte de una despiadada fuerza extranjera.
Wright consagró en riguroso secreto la mayor parte de sus tiempos libres de toda su vida adulta

Fue su mujer, Margaret Garrad Stone, la que descubrió las 2.300 páginas escritas por su marido narrando las aventuras de John Lang en un mundo tan ricamente construido como la Tierra Media tolkeniana (recordemos que Wright murió años antes de la publicación de “El Hobbit”, en 1937). En una muestra de amor y devoción poco habitual, Margaret dedicó el resto de su vida a conservar el legado creativo de su marido, y durante los siguientes diez años ella y su hija Sylvia se dedicaron a ordenar y mecanografiar toda aquella dispersa información, condensándola en un manuscrito con la longitud de una novela. Fue un trabajo oscuro y anónimo para el que sólo recibieron el apoyo de un joven editor de Farrar and Rinehart, Mark Saxton (quien, fascinado por la creación de Wright, se ocuparía de escribir las tres secuelas que seguirían).

Como en el caso de Tolkien, lo que acabó publicándose no fue más que la punta del iceberg de todo su trabajo: quedaron inéditos textos en los que se detallaba la geografía, historia, idioma, costumbres y mitos de ese mundo de fábula. Y lo interesante de este libro no es, como ya hemos dicho, la historia que se cuenta, sino que se trata de una de las más detalladas descripciones de toda la historia de la Literatura de una sociedad utópica.
Aunque resulta difícil de analizar y sintetizar, podemos decir que la cultura Islandesa esta

A pesar de su aversión a la tecnología, los islandeses han construido una sociedad liberal y avanzada en muchos aspectos. Son moderados en su proceder y las mujeres son tan autosuficientes como los hombres. Es una cultura pacífica cuyo ethos reside en la consecución de la felicidad por medios sencillos no basados en la acumulación material, una especie de “hedonismo de corazón amable” en el que no se dejan a un lado las emociones, el sentimiento y la moderación. Así, por contraste, “Islandia” constituye una clara crítica a la supuesta modernidad del mundo “civilizado” del siglo XX, representada por Estados Unidos y basada en la rentabilidad económica y todo lo que ello conlleva: rapidez, codicia, ansiedad, insatisfacción, incertidumbre y devaluación de las relaciones personales.

Y, por último, la sintonía con la propia vida, la satisfacción con lo que se es y el rechazo a aspirar y luchar continuamente por lo que no se es, que es precisamente lo que caracteriza al espíritu norteamericano, en el que “padre e hijo pertenecen a civilizaciones diferentes y son extraños el uno con el otro. Se mueven demasiado rápido para observar nada más que el brillo superficial de una vida demasiado ligera para ser real”. Wright admite que lo contrario a esto puede llevar al estancamiento y a una falta de oportunidades para quien realmente tenga talento, pero no quiere profundizar demasiado en ello. O bien prefiere dejar su inocente construcción utópica a salvo de proyectiles lógicos, o bien es consciente de los peligros que entrañaría esa construcción social pero piensa que es un precio que merece la pena pagarse ¿Es acaso mejor un progreso material continuo que aliene a su población, dejándola cada vez menos satisfecha?
En conclusión, ¿consigue Wright crear una verdadera utopía? Bueno, supongo que tanto como


“Islandia” es tanto una construcción utópica como una novela sobre el crecimiento y el cambio, individual y colectivo, y las decisiones y consecuencias que ambos conllevan. Es una obra que puede enamorar tan fácilmente como despertar rechazo (entendido este como aburrimiento tras unos cuantos capítulos). Como orientación sobre en qué bando podría militar el lector, recuerde si es de los que prefirió saltarse los apéndices de “El Señor de los Anillos”. Si la respuesta es sí, probablemente debería también saltarse “Islandia”.
Pero de lo que no cabe duda es del amor y dedicación que su autor volcó en la construcción de este mundo, así como de su excepcional carácter en unos tiempos, los de la Segunda Guerra Mundial, tras los cuales se perdería mucha de la inocencia necesaria para imaginar mundos perfectos.
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